Dec 11, 2006 09:56
Esta mañana me he despertado muy temprano por culpa de una pesadilla. No recuerdo el principio y es una pena, porque es uno de esos sueños míos de superproducción. El caso es que en ella estoy con otras dos personas (una casi juraría que era Inma, una compañera de Filología inglesa con la que fui a Aberdeen -pero a la que no me unía ninguna amistad especial, antes al contrario- , la otra es César, pero sólo de modo muy vago); formamos un grupo pero, por razones obvias, me siento distante, casi solo. Quien sí está sin duda es mi amigo Javier Serrano, que es nuestro guía. Es de noche; vamos por algo parecido a Plaza Nueva y callejones aledaños -pero que no es ese lugar. Hay una vaga luz anaranjada de farola de sodio. Hace frío (luego descubriré que estaba destapado). Javier, como digo, nos guía: vamos a una casa donde se puede entrar en contacto con el Diablo. A mí no me hace mucha gracia, pero sigo: Javier me inspira confianza. Y, sin embargo, Javier está cambiado: hay dureza y cinismo en su actitud y en sus explicaciones preliminares (todo este camino es la parte de la pesadilla que no recuerdo). La cuestión es que en un momento dado, yo voy adelantado, con él, y entonces me dice, con una mezcla extraña de estar como de vuelta de todo y maldad, que qué narices, que para qué vamos a hacer todo el camino si podemos tomar un atajo; que vamos a llegar hasta el diablo por el camino más rápido, pero también el más peligroso; un lugar verdaderamente feo y del que es posible que no salgamos vivos. A él parece darle igual, incluso se complace en resaltar lo peor del sitio al que vamos. En eso llegamos a la entrada de un callejón oscuro: en el lado izquierdo, sobre un muro bajo, se alza una loma cubierta de árboles no muy crecidos. A la derecha, casas. Al fondo a la derecha, la puerta al Diablo que buscamos: la fachada de un palacete antiguo, en ruinas: ventanas y un tímpano triangular sujeto por dos columnas, pero todo semiderruido y como mal puesto. La maleza crece en los intersticios; veo que las ramas secas de una higuera sobresalen desde el arquitrabe.
Al ver la entrada, me entra mucho miedo, y me niego en redondo a entrar; pienso (visualizo) la entrada a Moira en El señor de los anillos. De algún modo he reconocido la casa como un sitio verdaderamente horrible, diabólico. Los otros tratan de convencerme: no pueden creerse que vaya a rajarme ahora. Yo me niego en redondo, a pesar de que en ese instante me veo a mí mismo como el niño asustadizo que fui y que siempre se negaba a acompañar a los otros niños en cualquier juego peligroso y se volvía solo y algo avergonzado (pero seguro de haber tomado la decisión correcta) mientras oía a los demás ir juntos al lugar en cuestión y deseaba, en el fondo, ir con ellos… Por un momento pienso que qué puede pasar, si yo no creo en este tipo de cosas. Pero aun así me vuelvo. Al hacerlo, de repente no estoy en la calle, sino como en la antesala de una rectoría, a punto de salir a la calle; a mi espalda dejo la puerta por donde los otros han entrado. Antes de irme, recojo un libro de bolsillo que traía conmigo y unos señaladores de una mesa enorme y repujada que hay en el centro de la habitación. En un movimiento característico de las pesadillas, a pesar de haberlo cogido todo, al enfilar la puerta compruebo que no he cogido los señaladores y tengo que volverme. En ese momento, un sacerdote vestido de sotana, anodino, de mediana edad, con gafas, cruza la habitación como para cerrar el sitio. Hago ademán evidente de irme. Me pregunta que si queda alguien más allí. No contesto para no comprometer a mis amigos, pero él se acerca a la puerta por donde han entrado. Junto a ella hay unas ventanitas a la altura del suelo, a lo largo del rodapiés, con barrotes, que indican la presencia de un sótano. Mientras me marcho, oigo preguntar al sacerdote: -¿Qué hacéis ahí, niños?. La voz de éste me asusta: es meliflua, y como irónica, de quien sabe la respuesta. ¿Por qué los ha llamado niños? Entonces ellos responden. Tienen esa voz acelerada de quien ha aspirado helio, como las de aquellas ardillas de dibujos animados, pero en este contexto no tiene ninguna gracia (de hecho estoy llegando al clímax de la pesadilla: cada vez tengo más miedo): -Estamos con el Diablo. Ven tú también. Ven. Cágate encima de nosotros. También se sabe a qué orden pertenece un religioso por la mierda que echa…
En ese momento, me despierto. Estoy como paralizado en la cama, y destapado. Tengo mucho frío y todos los pelos del cuerpo, incluido el cuero cabelludo, de punta.
Ya despierto del todo, he comprendido a la perfección el significado del sueño. Y me he maravillado de cómo el subconsciente, el mejor escritor del mundo, sin duda, sabe combinar de modo maestro los retazos de la realidad para plasmar de modo verosímil y complejo nuestros miedos.
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