Mischief managed (and incomplete)

Jul 31, 2006 20:13

En enero hubo una festividad en el Elejota. El Ron Festival 2006 estuvo dedicado a la persona que más y mejor lidera nuestro pervertido profundo amor por Ron. Yo publiqué un fic que entonces ni tenía título ni estaba terminado. Hoy, seis meses después, continúa tras el corte y sigue sin final, esperando más musas y fluidez verbal.

Hoy, cucharitas, estoy muy cansada.

Tiene una estructura extraña, drabbles muy cortos y otros muy largos y un salto constante de estados de ánimo. Soy voluble como el clima, es mi blog y son mis normas, y si no te gusta no puedo hacerlo de otra manera, I'm sorry. Sexo Caliente Entre Primerizos, post-HBP y mucho frío.

Demasiado largo y publicado en dos post, comenta en el segundo, por favor.

Gracias
blumis por la canción más sexy de la Historia y a
irati por el título (impagable) de Cortázar. Gracias a
aitnac por la inflamar mis malas intenciones. El título del fic (por fin bautizado) es invención suya. El resto es mío, pero se lo regalo.

Este fic consta de varias partes, una publicada y otras en espera. Sería interesante que leyeras el primer capítulo, por aquello de la coherencia y la puesta en antecedentes, más que nada.

MAPAS MUDOS (2ª parte)

Por Truchita

Corazones de escarcha

Han pasado casi seis meses y todavía usan las bufandas. El pelaje dorado de un león, el rojo palpitante de la sangre, los colores de Gryffindor aletean como los estandartes de un reino que se niega a desaparecer.

Recogiendo leña de espaldas a la casa, Hermione cree por un momento que vuelven a estar en los terrenos nevados de Hogwarts y lanza un suspiro que se le hace añicos en la garganta.

-¿Habrá suficiente?

Con los brazos cargados, los chicos la miran esperando respuesta igual que si le hubiesen preguntado la solución de un examen de Encantamientos, igual que hacen siempre. Cada uno tiene su papel y eso la hace sentir a un tiempo segura y frustrada, rezagada en la comodidad de un rol que a veces llega a irritarla.

Harry es el héroe atormentado. Ella la cabeza pensante. Ron, el amigo leal.

Y ese es precisamente el problema.

-Tendremos que cortarla- contesta.

-Yo lo haré.

En cuatro zancadas, Ron se acerca a un tocón de madera que hay cerca de la puerta trasera y levanta un hacha semienterrada en la nieve. Los cordones del gorro orejero oscilan sobre esos hombros gigantescos y el vaho se condensa en su respiración agitada y constante, acompañando cada descarga de la pesada hoja de metal. Su piel más blanca que nunca, su boca roja como una fruta a punto de estallar. Toc, toc, toc. Parte los troncos con precisión quirúrgica, sin guantes, las manos rebosantes de cierta tensión nervuda que la asusta y la fascina a partes iguales.

Ese es el problema. Que son amigos pero, a veces -muchas veces-, Hermione no lo mira como mira a Harry, no siente el mismo afecto reposado, la tranquila indiferencia al tenerlo cerca, la maternal preocupación de que le ocurra algo. Con Ron el mundo pierde su eje y el suelo se tambalea, todo se acelera, cada milímetro de proximidad se intensifica y la abofetea enredando sus pensamientos y desbocando su corazón.

Han pasado casi seis meses y todo empeora. Cada día hay más muertos. Cada vez hace más frío. Fuera y dentro, sobre todo dentro.

En el pecho. En el alma.

Horas muertas

El tiempo se arrastra en ese invierno perpetuo, segundos lechosos que estiran los días y caen despacio en el reloj, igual que la nieve que se estremece más allá de las ventanas.

Hay tiempo para todo. Para remolonear en la cama, para entretenerse en el baño, para desayunar con parsimonia, para investigar a fondo. Hay tiempo para tener tiempo y tiempo para matarlo, en esas horas tontas que agonizan mucho después de comer y un poco antes de cenar, entre las seis y las nueve.

Un día decide ir a dar una vuelta, moverse un poco y respirar a pleno pulmón, tratar de desentumecer la espalda, dolorida de tanto inclinarse sobre los libros. Se calza las botas, se envuelve en la bufanda y se da de bruces con él al abrir la puerta, frente y barbilla, un golpe seco, un ruido sordo, ¡ay!, ¡ouch!, perdona, lo siento y piel que cosquillea por el contacto.

En un par de ocasiones busca chocolate en la despensa, ese armario alto que hay bajo las escaleras. Lo encuentra en el último estante y lo intenta, se estira, se pone de puntillas pero es inútil, y entonces ve un brazo en mangas de camisa que se tensa un poco, sólo un poquito, y coge dos tabletas sin esfuerzo y le tiende una mientras un susurro ronco farfulla sobre su cabeza que Harry ha vuelto a marcharse sin abrigo, el muy descerebrado.

A veces se sienta. Descansa sin más, hecha un ovillo en el sofá. Con una taza de café bien cargado que le quema las yemas de los dedos y la envuelve en un agradable sopor en el que todo se hunde, todo es cálido y fácil, huele a menta y chocolate y no sabe cuánto dura hasta que abre los ojos y se encuentra tapada con una manta y ve a Ron sentado en el sillón de enfrente, concentrado en la sección de deportes del Profeta.

La música callada, la soledad sonora

El silencio es una presencia física en el salón, un único latido sordo e ininterrumpido que crece de madrugada. A Hermione le gustaba el silencio de la Sala Común cuando todos dormían y le gusta este, aquí, en medio de ninguna parte. Un silencio nocturno y espeso que lo anula todo y consigue parar su cerebro hiperactivo, al menos por un ratito.

El ratito siempre termina cuando oye unos pasos desnudos en la escalera. Cuatro, cinco, seis, al séptimo la voz penetra el mudo cristal de la noche y Hermione se asegura, en un gesto inconsciente, que tiene la bata abrochada.

-Hola.

Un saludo que parece arrastrarse desde su cama, un piso y tres puertas más arriba. No sabe por qué piensa en la cama de Ron y no sabe por qué siempre se siente expuesta cuando ambos están en pijama.

Como si la tela fuese más liviana.

Como si bajo ella no hubiese nada.

Lo mira. Tiene los ojos vidriosos de sueño, el pelo disparado en mil direcciones y una camiseta naranja que a cualquier pelirrojo le haría parecer ridículo pero que a él, por alguna razón, le sienta de fábula, por todas las Furias.

-¿Otra pesadilla?- pregunta ella.

Ron niega con la cabeza y se desploma a su lado, rodillas, hombros, todo se roza durante un segundo y se separa con prudencia al siguiente, dejando un calor vibrante que flota entre los dos pero nunca le llega, allí, en medio de la nada cubierta de nieve.

-Está llorando.

La voz de Ron es una derrota, cinco puntos menos para Gryffindor, un “soy un fraude como amigo”. Harry llora, Ron se marcha y Hermione quiere cogerle la mano que descansa sobre el pantalón de cuadros del pijama, pero no lo hace.

-Es normal, Ron.

-Lo sé.

-Aún es muy reciente.

-Ya.

Harry no se deja consolar. Llora poco, y cuando lo hace, quiere estar solo y ellos obedecen, se sientan juntos en un silencio distinto, el resplandor dorado del fuego sobre la piel pecosa de Ron, la respiración, lenta, masculina, que le hace crecer una bolita inquieta en el estómago.

Solsticio

Su habitación está al fondo del pasillo, la de Harry a su izquierda, las cañerías a su derecha.

Orientada hacia el noreste, a media tarde se queda sin el sol del invierno y las mantas no bastan para mitigar el castañeteo de sus dientes.

Suele tocarse para entrar en calor, sentada en el borde de la cama y mordiéndose el labio inferior cada vez que embiste sobre la colcha. A veces no puede esperar y lo hace de pie con la cabeza apoyada contra la puerta cerrada, las bragas en un rincón y la camisa abierta, y a veces, sólo a veces, piensa en él mientras se acaricia. Trata de ser sensata, se dice que es normal, que comparten casa, que él es un chico y ella una chica y, francamente, es natural que aparezca en su mente, que no quiere decir nada. Como tampoco quiere decir nada que nunca piense en Harry de esa manera.

Nada.

En eso le gustaría pensar, en nada.

Pero, cuando lo hace, siente sus manos frías y opta por buscar más mantas.

Hecha añicos

Siempre ve lo mismo cuando abre el armario. Expresión parda, piel casi cenicienta, rasgos consumidos. Huesos que parecen a punto de romperse. Ojos desbordados, cada vez más grandes. Y todos esos rizos que se enredan con perversidad. Flaca como un suspiro, los pantalones no encuentran acomodo en las caderas y el suéter la traga por completo. Intenta peinarse con los dedos, se hace un moño y por fin encuentra su cara. Pequeña, afilada, pálida como la muerte.

Si suspira profundamente, la sombra de Dolohov le corta el pecho, un dardo de hielo directo al corazón. A veces lo hace sin querer y maldice al mortífago mientras se retuerce de dolor. A veces lo hace a propósito y soporta el navajazo con los ojos cerrados, tratando de imaginar si los brazos de Ron también recuerdan sus cicatrices invisibles.

Hermione se mira, se rompe durante un segundo y recoge sus pedazos al siguiente. Observa las pupilas temblorosas del espejo mientras cuenta los días y siente el frío, gota a gota, completamente hueco.

El martillo de las brujas

La edición es antigua, de los años 30. Respeta la traducción de Montague Summers y tiene un prólogo en el que advierte a las brujas acerca del ofensivo contenido que encontrarán en sus páginas.

Consulta el Malleus Maleficarum porque necesita investigar ciertos detalles sobre nigromancia, pero se está planteando seriamente la posibilidad de cerrarlo y usarlo de combustible para la caldera. Lee con indignación, asqueada ante su misoginia, mientras el libro de la caza de brujas avanza y describe las horrendas actividades de los súcubos y Hermione se pregunta hasta qué punto serán ciertas.

Y entonces la ve, al final de la página 26.

Semen.

El contexto es cualquier cosa menos sugerente. Algo sobre engendrar demonios y ofender a Dios y una cita de San Agustín. Pero hay una guerra, lleva un mes leyendo sobre la muerte, tiene dieciséis años y de pronto esa palabra la pilla totalmente desprevenida.

Allí, impresa en un texto del siglo XV escrito por dos monjes dominicos.

Semen.

Como los fotogramas de una película muggle, tres imágenes se suceden en su cabeza al instante mientras la sangre bombardea sus oídos.

Unos pantalones desabrochados. Ella encajada entre unas rodillas.

Su boca inclinándose sobre una bragueta abierta.

-¡Hermione!

Da un salto en la silla al unísono de su corazón, que le golpea en el pecho igual que una bludger loca.

Ron la mira ceñudo desde la puerta del estudio, los brazos cargados de pesados tomos sobre Oscurantismo y manchas de hollín por toda la cara.

-Te he llamado seis veces. Acaba de llegar todo esto por el servicio urgente de la Red Flu.

Hay músculos tensos bajo su jersey, atrapados por el peso de los libros. Avanza hacia la mesa, ve cómo los descarga y los vaqueros quedan a la altura de los ojos de Hermione. Botón. Cremallera. Sabe que tiene que mirar a otra parte pero sus pupilas se dilatan y aquellas tres imágenes vuelven, de rodillas, atrapada entre dos piernas abiertas.

-¿Qué estás leyendo que te tenía tan concentrada?

Si ha hecho un amago de coger el libro, ella no ha tenido tiempo de verlo, porque lo cierra de golpe y lo aplasta contra su pecho antes de salir corriendo como una bruja cazada.

-¡Nada!

Íncubo

Se mueve en la cama y se enreda entre las sábanas. La piel pesa. Atrapada en la telaraña del sueño, Hermione sabe que está dormida pero algo le impide despertar. Arquea la espalda, quiere abrir los ojos pero no, sí, que no pare.

No ve, sólo siente.

Unos dedos fríos que le cosquillean los tobillos. Suben hasta los muslos, garabatean en su cara interna y vuelven a bajar. Se convierten en dos manos tibias que la recorren, yemas callosas que terminan al borde de sus costillas, tantean su ombligo, se aventuran bajo el camisón, arriba, más arriba, por los costados, hasta rozar la curva de un pecho con los dedos más largos.

Envuelta en una espesura plúmbea y temblorosa, sigue sin ver nada pero sólo hay un nombre en su cabeza. Se esfuerza por no ronronear, por no gemir sus letras. Las sábanas son pétalos sobre su piel, un tacto leve que la inflama igual que una fruta madura.

Gira, se enrosca. Sus pies pelean con la colcha, su cerebro con la inconsciencia. Quiere despertar, salir de ese vórtice extraño a medio camino entre el líquido y el vapor. Un sueño que casi parece real.

Entonces nota el peso.

Alguien enorme sobre ella, la lengua en el esternón, las manos que bajan. La acarician por encima de las bragas y las siente en sus piernas y en la nuca, mientras la saliva resbala por el estómago y vuelven los dedos, calientes, mojados, deslizándose bajo el algodón y de pronto sus propias manos consiguen cerrarse sobre unos hombros inmensos y el vértigo se desvanece durante un segundo.

Boca arriba, de espaldas, gira en la cama y pierde para siempre el eje del mundo. Sólo hay lametones entre los omoplatos y un mordisco suave en la base de la espalda que baja, centímetro a centímetro.

Suspira.

Dos palmas abiertas atrapan sus nalgas, hay saliva en las clavículas y un jadeo ronco en el lóbulo de la oreja. Su yugular palpita bajo besos invisibles y siente dos manos que abrasan mientras trazan la línea recta de su espina dorsal. Labios abiertos en la cadera, en las rodillas, en el abdomen tenso. Dientes en el cuello y líquido (Merlín, sí), líquido caliente entre las piernas.

El peso desaparece y la lengua se hace más real, en círculos sobre sus pezones. Los dedos patinan, se escurren, la inflaman y abren pliegues y buscan nervios desconocidos y entonces ya no son dedos, sino una lengua tibia y húmeda que caracolea y succiona -Circe-, lame -qué está pasando-,penetra -que no pare-.

Se despierta sudando por primera vez en todo el invierno, dando una bocanada de aire como si acabasen de sacarla de debajo del agua. Sus pulmones ansían oxígeno y la sangre late con furia en sus sienes y sobre el pecho izquierdo, que todavía nota lleno de saliva aunque sabe que sólo ha sido un sueño.

La habitación tiembla, las paredes se dilatan, y Hermione tarda en recuperar el control de sus sentidos y fijar los ojos en un punto concreto del techo que hace que la realidad se detenga y la gravedad vuelva a cumplir su cometido.

Nota la piel incendiada bajo el lío de sábanas, el pecho que sube y baja, la confusión.

Y la humedad.

Maldita sea Morgana.

Donde se guardan los secretos

Le ha llevado un par de días y memorizar los cinco tipos de peso paracelsiano de todos los metales de la Tabla Alquímica, pero lo ha conseguido.

Ya no se ruboriza cuando lo ve ni balbucea cuando tiene que decirle acércame la mantequilla, por favor. Y en dos de las tres ocasiones en que se han rozado accidentalmente las manos no ha salido corriendo como alma que persigue el diablo. Lo cual es un buen principio. Sí.

Ron echa leña en la caldera, con las mangas de la camisa dobladas hasta el codo y el flequillo llameando sobre los ojos entornados por el esfuerzo y Hermione no tiene más que recitar que el citrato de plomo se convierte en plata líquida cuando se disuelve en lágrimas de ninfas recién nacidas.

Y mientras lo hace -transmutación por electrólisis, la alquimia china sostiene que el néctar de sándalo produciría oro blanco, pero recientes investigaciones aseguran que se trataba de un mito-, Ron ha cerrado la portezuela de hierro con un sonido denso y pesado y están a un paso, él sudado y descomunalmente alto, ella incapaz de recordar quién era Hermes Trigemisto y ¡tengo que irme!, huye como una cobarde, deseando fundir en la caldera esa rara anticipación que late en sus venas, esa imagen absurda en la que abre por completo la camisa de Ron y le lame el pecho.

Como una cuchilla

Francamente, no lo esperaba.

Es temprano. Muy temprano. Sólo ella baja a las seis de la mañana para poner la cafetera mientras se ducha, quince minutos de vapor y agua caliente, a solas con su desnudez, calor por todas partes y ni un solo pensamiento en la constante ebullición de su cabeza. Entonces se acerca al cuarto de baño y ahí está. Adiós mente en blanco, hola imágenes recurrentes.

Que Terpsícore pierda su lira si se lo esperaba por lo más remoto.

Descalzo, con el pantalón del pijama sobre una pelvis tajante, Ron está concentrado en su reflejo y no ve la figura sesgada de Hermione a través de la puerta entreabierta del baño.

Desnudo de cintura para arriba.

Afeitándose.

Podría marcharse. Dar media vuelta, bajar a la cocina, empezar a desayunar. Podría y debería, sí, francamente.

Pero, Merlín sabrá por qué, se queda petrificada como en una fotografía muggle, atrapada para siempre en ámbar mientras Ron desliza la cuchilla por sus mejillas y dibuja sendas de piel entre la uniforme extensión del jabón.

Es algo tan simple que debería resultar casi ridículo. Sólo es Ron afeitándose. Algo que Hermione siempre supuso que hacía porque, bueno, hace mucho que cumplió los diecisiete y, al fin y al cabo, es un chico.

Es normal. Es natural.

Los chicos se afeitan. No es nada del otro mundo.

Los ojos de Hermione suben y bajan, calculan la anchura de los hombros, memorizan la musculosa torsión de los brazos, se emborrachan en la cinturilla elástica del pantalón -no mires, Circe, ¡no mires!-. Hay un sonido rugoso, leve como un suspiro, una lija que corta el aire mientras la espuma desaparece de la cara de Ron y aclara la cuchilla en el lavabo y se unta loción con las palmas de las manos, llenándolo todo de un perfume mentolado que se abre paso hasta sus pulmones.

Casi cinco meses viviendo bajo el mismo techo y aún hay muchas cosas que siguen siendo un misterio. Cosas como si se queda dormido de costado o boca arriba, si se peina en la ducha o una vez que está vestido, si guarda los calcetines en el armario o en la cómoda.

Si usa camiseta interior. Si se afeita en pijama.

Si ya le ha salido esa pelusilla dorada justo al final del estómago.

Tiene que hacer un esfuerzo para ahogar eso que no sabe si va a ser un suspiro o un gemido, pensar cien cosas en un segundo, quitarse las zapatillas para no hacer ruido y precipitarse escaleras abajo mientras Ron sale del baño, medio desnudo y recién afeitado, ¿quién iba a esperar algo así?
(continúa en el siguiente post)

fic, mapas mudos

Previous post Next post
Up