[Tabla Inspirada - Canciones] Hand of Sorrow
Arthur aún recordaba la primera vez que lo había visto. Recordaba su sonrisa alegre -demasiado alegre para lo que estaba acostumbrado- y su forma tan extraña de hablar, en un idioma que, a decir verdad, no entendía. Recordaba la forma segura en que se le había acercado y cómo le había extendido la mano, sin quitar su sonrisa.
Le había sorprendido, pues casi nadie le sonreía. Pero, según su memoria, lo que más le había sorprendido habían sido sus ojos. Verdes, como los suyos, pero con una chispa de algo que no conocía y los hacía brillar. Y eso fue lo que le hizo sonreír
En ese entonces no tenían sus respectivos nombres. Eran simplemente Britania e Hispania. No había guerras, no había desacuerdos. De hecho, se llevaban bien, muy bien.
Aunque de esos tiempos quedaba sólo el recuerdo y un sabor amargo en la boca.
Ahora todo era completamente diferente, empezando por la forma en que las espadas de ambos chocaban entre si, además de las miradas de odio y los comentarios mordaces que se escuchaban, adornados por las explosiones de los cañones a lo lejos.
-¿Por qué no te quedaste como cuando eras pequeño, Kirkland? -preguntó Antonio, sorprendiéndolo. Al parecer no era el único que pensaba en esa época.
-Porque no podría patear tu sucio trasero español -contestó, moviendo la espada de tal forma que le hizo una tajada en el brazo derecho.
Antonio hizo un gesto de dolor durante un segundo, dando un paso hacia atrás. Le miró y Arthur le devolvió otra mirada. Estaba cansado. Ambos lo estaban.
Estaban cansados de pelear el uno contra el otro por razones que comprendían, pero que en el fondo no les interesaban. Estaban cansados de pelear por órdenes que no querían obedecer, pero debían de. Estaban cansados de los insultos, de las heridas y de las jodidas mentiras que se escapaban de sus labios cada que se encontraban.
-¿Por qué no te vas de aquí, Arthur? -preguntó el español, viendo que el otro no le atacaba. La pelea había quedado ahí, como siempre. Ninguno de los dos daba jamás la estocada final.
-Porque hice un juramento a mis reyes -contestó el aludido, guardando su espada. Observó esos ojos verdes tan parecidos y a la vez tan diferentes a los suyos y preguntó-. ¿Y tú? ¿Por qué sigues aquí, peleando conmigo?
El español sólo lo miró un momento, antes de que una sonrisa se escurriera en sus labios.
-Porque hice un juramento a mis reyes también -contestó, mirando al cielo que se extendía sobre ellos. Se habían alejado demasiado de la costa, donde los corsarios ingleses atacaban el puerto-. Joder, qué complicado -murmuró.
Y Arthur tuvo el impulso de acercarse, pero el orgullo y el honor se lo impidieron. Sólo miró hacia el otro lado, molesto. Antonio lo notó y soltó una risita.
-Vete, Arthur -ordenó suavemente, sacando un pañuelo y anudándoselo en el brazo que tenía lastimado. El inglés gruñó.
-No me des órdenes, you git -le dijo, acercándose un paso hacia él. El hispano levantó una ceja.
-Cállate, gabacho, que ambos sabemos que es lo mejor. No quiero volver a pelear -le recriminó, frunciendo el ceño. El inglés lo imitó, pero no se alejó. Al contrario, se acercó más; estaba peligrosamente cerca de sus labios.
Se quedaron así por algunos segundos, midiéndose. Entonces, Inglaterra decidió que su paciencia se había acabado y se movió hasta juntar sus labios con los del otro, con ansias. Sin embargo, Antonio dio un paso para atrás y se alejó de él con un gruñido.
-El juramento, idiota -murmuró, mirándolo con reproche.
Inglaterra se quedó quieto, muy quieto, pensando en su lealtad a su Reina y a su Rey. A su país. A su gente. Eso valía más que cualquier cosa. Más incluso que Antonio.
Y estaba seguro que para él también.
Se mordió el labio inferior con frustración, queriendo decir algo pero sin encontrar las palabras adecuadas. Antonio tragó saliva de la misma forma, sin hablar. Al final, lo único que hizo el inglés fue darse la vuelta y regresar al puerto.
Era hora de volver a casa.
“Please forgive me for the sorrow
For leaving you in fear
For the dreams we had to silence
That's all they'll ever be.”
Le había sorprendido, pues casi nadie le sonreía. Pero, según su memoria, lo que más le había sorprendido habían sido sus ojos. Verdes, como los suyos, pero con una chispa de algo que no conocía y los hacía brillar. Y eso fue lo que le hizo sonreír
En ese entonces no tenían sus respectivos nombres. Eran simplemente Britania e Hispania. No había guerras, no había desacuerdos. De hecho, se llevaban bien, muy bien.
Aunque de esos tiempos quedaba sólo el recuerdo y un sabor amargo en la boca.
Ahora todo era completamente diferente, empezando por la forma en que las espadas de ambos chocaban entre si, además de las miradas de odio y los comentarios mordaces que se escuchaban, adornados por las explosiones de los cañones a lo lejos.
-¿Por qué no te quedaste como cuando eras pequeño, Kirkland? -preguntó Antonio, sorprendiéndolo. Al parecer no era el único que pensaba en esa época.
-Porque no podría patear tu sucio trasero español -contestó, moviendo la espada de tal forma que le hizo una tajada en el brazo derecho.
Antonio hizo un gesto de dolor durante un segundo, dando un paso hacia atrás. Le miró y Arthur le devolvió otra mirada. Estaba cansado. Ambos lo estaban.
Estaban cansados de pelear el uno contra el otro por razones que comprendían, pero que en el fondo no les interesaban. Estaban cansados de pelear por órdenes que no querían obedecer, pero debían de. Estaban cansados de los insultos, de las heridas y de las jodidas mentiras que se escapaban de sus labios cada que se encontraban.
-¿Por qué no te vas de aquí, Arthur? -preguntó el español, viendo que el otro no le atacaba. La pelea había quedado ahí, como siempre. Ninguno de los dos daba jamás la estocada final.
-Porque hice un juramento a mis reyes -contestó el aludido, guardando su espada. Observó esos ojos verdes tan parecidos y a la vez tan diferentes a los suyos y preguntó-. ¿Y tú? ¿Por qué sigues aquí, peleando conmigo?
El español sólo lo miró un momento, antes de que una sonrisa se escurriera en sus labios.
-Porque hice un juramento a mis reyes también -contestó, mirando al cielo que se extendía sobre ellos. Se habían alejado demasiado de la costa, donde los corsarios ingleses atacaban el puerto-. Joder, qué complicado -murmuró.
Y Arthur tuvo el impulso de acercarse, pero el orgullo y el honor se lo impidieron. Sólo miró hacia el otro lado, molesto. Antonio lo notó y soltó una risita.
-Vete, Arthur -ordenó suavemente, sacando un pañuelo y anudándoselo en el brazo que tenía lastimado. El inglés gruñó.
-No me des órdenes, you git -le dijo, acercándose un paso hacia él. El hispano levantó una ceja.
-Cállate, gabacho, que ambos sabemos que es lo mejor. No quiero volver a pelear -le recriminó, frunciendo el ceño. El inglés lo imitó, pero no se alejó. Al contrario, se acercó más; estaba peligrosamente cerca de sus labios.
Se quedaron así por algunos segundos, midiéndose. Entonces, Inglaterra decidió que su paciencia se había acabado y se movió hasta juntar sus labios con los del otro, con ansias. Sin embargo, Antonio dio un paso para atrás y se alejó de él con un gruñido.
-El juramento, idiota -murmuró, mirándolo con reproche.
Inglaterra se quedó quieto, muy quieto, pensando en su lealtad a su Reina y a su Rey. A su país. A su gente. Eso valía más que cualquier cosa. Más incluso que Antonio.
Y estaba seguro que para él también.
Se mordió el labio inferior con frustración, queriendo decir algo pero sin encontrar las palabras adecuadas. Antonio tragó saliva de la misma forma, sin hablar. Al final, lo único que hizo el inglés fue darse la vuelta y regresar al puerto.
Era hora de volver a casa.
“Please forgive me for the sorrow
For leaving you in fear
For the dreams we had to silence
That's all they'll ever be.”