Grav no se cansa de escribir cosas emo =O
Él y yo hemos discutido. Él quiere cortar conmigo. No me lo ha dicho, pero yo lo sé. Simplemente lo sé.
Estoy sentada al borde de la más dulce desquicia. Tarareo una melodía. Una nana, una canción de cuna. Mamá solía cantármela al acostarme, cuando aún no estaba loca. Cuando aún no tenía miedo de papá.
Tarareo. Tarareo. Con un dedo manchado dibujo extraños símbolos sobre mi brazo. Sólo entiendo algunos de ellos. Ah, sí. Ese de ahí, cerca de la muñeca, ¿ves? Ahí pone “Muerte”. Y el de más arriba pone “Me odio”. Sí. Ahora empiezo a entenderlos. Todos son rojos. Creo que es porque están escritos con sangre. Creo.
Creo que es mi sangre.
Es tierno vivir a flote de este mar llamado “desesperación”, ¿sabes? Aún no me he hundido. Aún no. Procuraré mantenerme a flote, en esta dulce inconsciencia hasta que los hechos me arrollen de nuevo.
Me detengo al alcanzar una nota aguda que vibra unos instantes en el aire. Se desvanece. Queda el silencio.
Voy a permitirme soñar. Cierro los ojos. Mamá no está loca. Papá no es un drogadicto. Por las noches aún se oye el viento nocturno y la canción de cuna. No hay gritos ni lamentos histéricos de mamá. Papá jamás ha usado cinturón en su traje de los domingos. Mamá me acuna de vez en cuando a pesar de que tenga diecisiete bien cumplidos. Y me acaricia el cabello. Y me murmura que soy bonita con un sentimiento parecido al cariño.
Vuelvo a la realidad. Mi dedo ha seguido dibujando símbolos raros sobre mi brazo sin que yo se lo haya ordenado. Se está secando la tinta roja. Debo conseguir más. Alargo la mano para alcanzar el cuchillo que reposa en el suelo.
El viento ya no entra por la ventana. Todo es silencio.
Entonces las palabras me abofetean por primera vez, ya no son susurros. La cita ha ido mal. Él estaba enfadado conmigo. Quiere cortar.
Quiere dejarme.
Abandonarme.
Olvidarme...
La mandíbula inferior me tiembla, los dedos se crispan alrededor de la hoja del cuchillo.
Enloquezco.
Estoy sentada al borde de la más dulce desquicia. Tarareo una melodía. Una nana, una canción de cuna. Mamá solía cantármela al acostarme, cuando aún no estaba loca. Cuando aún no tenía miedo de papá.
Tarareo. Tarareo. Con un dedo manchado dibujo extraños símbolos sobre mi brazo. Sólo entiendo algunos de ellos. Ah, sí. Ese de ahí, cerca de la muñeca, ¿ves? Ahí pone “Muerte”. Y el de más arriba pone “Me odio”. Sí. Ahora empiezo a entenderlos. Todos son rojos. Creo que es porque están escritos con sangre. Creo.
Creo que es mi sangre.
Es tierno vivir a flote de este mar llamado “desesperación”, ¿sabes? Aún no me he hundido. Aún no. Procuraré mantenerme a flote, en esta dulce inconsciencia hasta que los hechos me arrollen de nuevo.
Me detengo al alcanzar una nota aguda que vibra unos instantes en el aire. Se desvanece. Queda el silencio.
Voy a permitirme soñar. Cierro los ojos. Mamá no está loca. Papá no es un drogadicto. Por las noches aún se oye el viento nocturno y la canción de cuna. No hay gritos ni lamentos histéricos de mamá. Papá jamás ha usado cinturón en su traje de los domingos. Mamá me acuna de vez en cuando a pesar de que tenga diecisiete bien cumplidos. Y me acaricia el cabello. Y me murmura que soy bonita con un sentimiento parecido al cariño.
Vuelvo a la realidad. Mi dedo ha seguido dibujando símbolos raros sobre mi brazo sin que yo se lo haya ordenado. Se está secando la tinta roja. Debo conseguir más. Alargo la mano para alcanzar el cuchillo que reposa en el suelo.
El viento ya no entra por la ventana. Todo es silencio.
Entonces las palabras me abofetean por primera vez, ya no son susurros. La cita ha ido mal. Él estaba enfadado conmigo. Quiere cortar.
Quiere dejarme.
Abandonarme.
Olvidarme...
La mandíbula inferior me tiembla, los dedos se crispan alrededor de la hoja del cuchillo.
Enloquezco.