Salvajes

Oct 03, 2012 11:47

Ésta es la única historia que llegó a publicarse alguna vez en slashperu (allá por fiestas patrias del 2009). Debido al triste pero necesario cierre de la comu, la traigo para acá. Va de Pizarro y Atahualpa, y recuerdo que a mucha gente (incluida mi madre) le gustó mucho. A quienes no la hayan leído, espero que les guste.



Salvajes

No se puede negar que el nuevo mundo es un paraíso. Frutas jugosas de la selva virgen. Carnes tiernas cocidas bajo la tierra. Jardines a lo largo del desierto. Fortalezas en la cima de las montañas. Papa, maíz, lúcuma, olluco, chirimoya. Capas hechas con plumas de aves nunca vistas. Palacios con paredes recubiertas de oro.

Oro.

A eso vinieron, ¿verdad?

Por eso negocian con salvajes que no comprenden lo que tienen.

O tal vez lo comprenden.

Lo más irritante de estos salvajes, piensa a veces, es que no lo parecen en absoluto. Que construyen jardines en el desierto y las laderas empinadas. Que tienen familias, autoridades, un Rey y un Estado, y se organizan de manera que puedan sostenerlos a todos. Que los comerciantes (de vestidos, y por ende procedencia, claramente distintos) van y vienen por caminos que atraviesan territorios impensables. Que cuando los primeros barcos españoles arribaron, cargados hasta el tope de hambre y necesidad, fueron recibidos siguiendo un protocolo. No son tan diferentes, después de todo. Más allá de las túnicas de colores y los pectorales, de la piel oscura y los ojos almendrados, más allá de ese maldito idioma del infierno que nunca llegará a comprender (“illari,” dice la mujer en su cama, “es el momento en que la luz rompe la oscuridad;” “el amanecer,” responde él, y suena tan plano en sus labios que nunca vuelve a buscarla), no son tan diferentes.

Es lo más irritante. Porque entonces, no son solo salvajes. El salvaje que siembra la tierra se convierte en un campesino. El salvaje que hace cuencos se convierte en un alfarero (incluso en un artista, dependiendo del cuenco). El salvaje que lleva el registro de las cosechas se convierte en un funcionario. El salvaje que los gobierna se convierte en un Rey. Los salvajes que lo acompañan, en su corte.

Tres meses en el mar. Y antes de eso, años rodeado de nada más que hambre y necesidad.

No vino al nuevo mundo por una aventura (nadie lo hizo). Vino por fortuna. Porque allá, del otro lado del maldito océano, no tiene nada, no tiene a nadie, no es nadie. Los ricos, los nobles, los reyes lo miran con desprecio apenas un segundo, si es que acaso lo miran. No es el hombre que es aquí, de este lado, en este nuevo mundo de frutos jugosos y carnes tiernas. No es el gran conquistador que puede tenerlo todo. El conquistador entre salvajes.

Tienen que ser salvajes, para que la ilusión funcione. Porque si dejan de serlo, si el salvaje que siembra la tierra se convierte en un campesino, si el salvaje que hace cuencos se convierte en un alfarero, entonces un Rey se sienta a su mesa, alto y sereno, la piel del color de la montaña (e igual de desafiante), el cabello hasta la cintura negro como la noche, las manos grandes y suaves de quien no ha tenido que ganarse el pan en su vida, el sol brillando en su pecho (oro, todo es por el oro). Es una idea intimidante.

Hay un jardín en el Q’oricancha enteramente compuesto de estatuas de oro (cierto tipo de ciervo, un pequeño maizal, un par de vizcachas, una mujer sentada sobre una piedra). Los hombres se vuelven locos. Esto. A esto vinieron. A conseguir el oro suficiente para comprar su derecho a ser alguien del otro lado del océano. (Y por dios, el nuevo mundo no los ha decepcionado.)

Alguien sugiere la idea y no parece tan descabellada. A lo mejor es que el poder se les está subiendo a la cabeza, pero suena ridículamente fácil, y de hecho, en la práctica, resulta serlo. Entran como invitados un día cualquiera, nadie opone resistencia a los fusiles y los administradores parecen ansiosos por pagar lo que sea a cambio de la vida de su soberano.

“Tres habitaciones,” dice el conquistador, “llenas hasta donde alcance tu mano.”

“Oro,” responde el Rey, con una mezcla de desprecio y decepción en la mirada, que no debería pesar tanto. Es una de las pocas palabras del castellano que conoce, habiéndola oído hasta el cansancio (el conquistador se pregunta si “q’ori” significará realmente “oro”, o si su significado tendrá algún matiz inalcanzable para los conquistadores de ambiciones simples).

Se queda haciendo guardia más noches de las que no. No es que haga falta. Nadie parece estar planificando una emboscada y el Rey no ha dado muestras de querer escapar. La estrategia parece más sólida y segura: las ofrendas siguen llegando (vasos, pectorales, figurillas… una tras otra se funden y se convierten en lingotes que van llenando la habitación).

A veces no puede engañarse pensando que el Rey es un salvaje. Y entonces se engaña pensando que es un amigo. Es amigo de un Rey por unas horas, comiendo carnes tiernas y frutas jugosas en un palacio de piedra, aprendiendo a comunicarse en idiomas desconocidos, jugando un juego imposible con piedras talladas (y siempre perdiendo), esforzándose por descubrir qué significa ese gesto, y esa mirada, y esa sonrisa que no llega a serlo, y esos dedos largos tamborileando unos contra otros mientras el ceño se frunce concentrado. Es amigo de un Rey imponente, alto y fuerte como en las leyendas, de ojos negros que nunca vacilan y voz que no duda (ni se eleva) cuando da una orden. Es amigo de un Rey, hasta que alguien aparece con nuevos lingotes y rompe la farsa. Entonces, el prisionero los coge sin prisa y los coloca en la pila, mientras el carcelero observa desde la esquina.

(El prisionero se da cuenta. Solo que entonces, deja de ser un prisionero y vuelve a ser un Rey, mirándolo con decepción desde esa altura imposible que no tiene que ver con su estatura.)

Se levanta una noche poco antes que el sol y encuentra al Rey sentado junto a la ventana, observando su reino, meditando en silencio. Se pregunta en qué piensan los reyes que observan sus reinos caer en manos de conquistadores hambrientos y desesperados, y se siente más pequeño que nunca en el cuarto de lingotes apilados muy por encima de su cabeza. El Rey está aprendiendo castellano. “Amanecer,” dice, cuando el primer rayo de sol rompe la noche. Y parece que dijera “el momento en que la luz rompe la oscuridad”.

Los cuartos se llenan, eventualmente. Uno de oro, dos de plata. El Rey muere a manos de los nuevos dueños del paraíso, que se lo entregan a su propio rey a cambio del derecho a ser alguien del otro lado del océano.

Salvajes.

Son solo salvajes.

Domesticados, como animales. Pero salvajes.

Toma posesión del nuevo territorio y sus goyerías. Se viste como un gran señor y es tratado de manera acorde. Construye una casona de patios impresionantes. Los funcionarios del rey lo visitan para discutir temas importantes. Toma una esposa. Sirvientes. Esclavos.

Nunca aprende el idioma de los indios.

Nunca se levanta a ver el amanecer.

valses y otras falsas confesiones

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