SPN Fic: Cuando éramos grandes (Sam/Dean. R. 1/4)

Nov 30, 2010 00:47


*Se asoma por una esquinita*

Ando medio-desparecida por cuestiones de la RL, y seguiré un poco desaparecida un tiempo, pero tenía que sacarme esto de dentro de una vez o creo que no podré escribir otra cosa.

Venid aquí y dadme un buen abrazo! *apachurra a todo el mundo* ¿Cómo va todo? ^^

Título: Cuando éramos grandes (y teníamos a nuestros pies las puertas del cielo)

Pairing: Sam/Dean

Rating: R (¿?) Besos, sexo poco (¿?) explícito.

Disclaimer: Nada de nada. Nada mío. Naaaaaada.

Spoilers: Del 5x16 “The Dark side of the Moon”

Beta: La encantadora izumi_s , que se ha leído nosecuantas versiones de esto desde yanorecuerdocuando y lo más importante, me ha aguantado a mí. Muchísimas gracias *la apachurra* y la igualmente encantadora zelsh  que se ofreció la pobre aunque no fuera su fandom (sé que dije que no me iba a acelerar pero me he acelerado porque me ha dado un acelerón (que bien me expreso....). O algo. Pero me seguiré aprovechando de ti y tal ^^ *la apachurra también*)

N/A: Dedicado a todos aquellos a los que les gustan los fuegos artificiales (y también a aquellos a los que, como a mí, no les gustaban nada de nada) Y a Bob Dylan. Muy en especial a Bob Dylan.
N/A 2: Se que el título suena raro, pero me he acostmbrado a él ¡Y no puedo cambiarlo!

Parte I:  I  ||  II 
Parte II:  || II
Timestamp: We are (...)



Cuando éramos grandes

(y teníamos a nuestros pies las puertas del cielo)

*****

I.

El cuatro de Julio de 1996 Sam Winchester tiene trece años y cuando esa mañana se despierta, nada indica que el día de la Independencia de los Estados Unidos tenga absolutamente nada que ver con su propia independencia.

Akron, Alabama, atraviesa uno de esos veranos húmedos del sudeste de los Estados Unidos en los que la lluvia es templada y los rayos del sol que arde con fuerza durante todo el día agujerean sin piedad el blanco amortiguado de las nubes.

Sam está echado en la cama. La luz que entra por las rendijas de la contraventana le quema los ojos a través de los párpados cerrados y le obliga girar una y otra vez, tratando de evitarla,  reticente a dejar que los últimos resquicios de sueño se le escapen entre las sábanas. Tiene la camiseta adherida al cuerpo y le sudan hasta los antebrazos, De hecho, le sudan partes del cuerpo que hasta hace bien poco estaba seguro de que no podían sudar. El calor le pone de los nervios. No pueden ser más de las nueve de la mañana pero ya está claro que éste va a ser otro de esos días en los que la combinación de la humedad, el calor y la pegajosa atmósfera sureña harán que se pase todo el día deambulando como un zombi, enfurruñado, y sin nada más que hacer que pasar con aburrimiento las hojas de algún ejemplar de biblioteca robado o navegar  en círculos entre los repetitivos canales de la tele por cable.

Eso y asfixiarme, piensa mientras gira de nuevo.

¿Si hace tanto frío por las noches cómo puede hacer tanto calor por las mañanas?

No tiene nombre, lo muchísimo que odia el verano.

Y es que Sam se aburre, se aburre soberanamente, y el tiempo que no pasa mortalmente aburrido lo pasa mortalmente enfadado.

Si se lo parase a pensar con un poco de detenimiento, tal vez se daría cuenta de que es precisamente el estar tan enfadado lo que le tiene tan aburrido, pero Sam no tiene ninguna gana de ser racional, ni de que se le pase el enfado, de hecho, y es que el verano es la excusa perfecta para que John pueda arrastrarles de un lado a otro sin preguntar: ésta semana Chicago, la siguiente Dakota, atravesar Memphis sin saber si siquiera el punto del mapa en el que han estado hasta que ya lo han dejado atrás, el tanque del impala rebosante de gasolina y millas y millas de carretera consumiendose bajo la goma caliente de los neumáticos.

Se estira en la cama y abre los ojos. Las líneas de luz que atraviesan los pequeños espacios entre la madera de la contraventana se extienden de un lado a otro de la habitación, como las alarmas de rayos láser de las películas de ladrones. Sam juega a cortarlas con la mano, cazándolas con la palma y dejando que el calor sea más intenso ahí, en ese pequeño círculo dorado.

Su padre lleva tres días en Nixon, cazando algo sobre lo que (como siempre) no se ha molestado en dar explicaciones pero que debe de ser lo suficientemente peligroso como para que haya decidido mantenerles a distancia. Ese es el motivo de que hayan acabado en Alabama (la puta Alabama).  Para una vez que se quedan más de dos meses en el mismo sitio. Para una vez que había hecho verdaderos amigos en el instituto. Para una vez que tiene a alguien más que a Dean (que a estas alturas pasa más tiempo persiguiendo faldas con algo más que la mirada que haciendo ninguna otra cosa) con quien pasar el verano.

Sam tiene solo trece años pero ya ha visto medio mundo sin verlo y está cansado de sentir que su existencia no es muy diferente a la de una bolita saltando sin rumbo en la ruleta de la obsesión de su padre. La vida en un movimiento continuo, en una estación de paso. Desde dónde Sam lo ve, la libertad es poco más que un concepto borroso que adorna los libros de historia y el hecho de que hoy sea cuatro de Julio le parece una broma pesada, condenado como está a un verano aburrido y potencialmente derretidor en Alabama.

Sam sabe que existen los dioses. Está seguro de que ahora mismo alguno debe de estar descojonándose.

Se revuelve inquieto, consiguiendo que las sábanas se le enreden más aún en los pies, haciéndole sentir enjaulado. Está sudado, rendido, y lleno de esa mala leche que cada vez más a menudo le borbotea en los oídos como una corriente lejana, una de esas sensaciones justo en el límite de la percepción. ¡Buenos días Sammy, levántate y brilla! Canturrea la voz de Dean en su cabeza.

Una mañana mas en una vida que no lleva a ninguna parte.

Suspira. Definitivamente, el verano le cabrea.

Le aborrece levantarse pero la luz y las ideas que no dejan de aletear dentro de su cabeza parecen decididas a perseguirle allá a dónde vaya, así que se destapa despacio, resignado a la certeza de que no va a ser capaz de volver a dormir y se alegra de que el frío contraste con suelo de baldosas le despeje un poco cuando posa en él los pies descalzos.

En la cama de al lado no hay rastro de su hermano. La manta, perfectamente estirada y sometida con esa eficacia militar que van heredando de John, no se ha movido ni un ápice desde que la noche anterior Sam tirase en una esquina su desbaratado ejemplar de ‘La isla del tesoro’. No le parece especialmente raro, no obstante. Su hermano lleva ya unas cuantas noches desapareciendo para hacer lo que a él le gusta definir como “arriesgadas e intrépidas incursiones” a través de la ventana bien localizada de Mandy Jones, la hija del dueño de la gasolinera del pueblo. Una chica pelirroja, dos años mayor, con las piernas repletas de pecas y la piel más blanca que Sam ha visto en la vida y que en palabras de Dean es “Pelirroja natural Sammy, toda una rareza”. Sam no sabe hasta qué punto las pelirrojas naturales son tan escasas (ni como está uno tan seguro de que son naturales) pero lo que está claro que su hermano se le han debido de pegar las sábanas (o alguna de  esas otras cosas en las que Sam decididamente no piensa)  porque Dean suele regresar  temprano, sobre todo ahora que John no está, haciendo gala de esa desquiciante obsesión de ambos por no dejarle solo ni para ir al baño.

Pero John no regresará hasta el sábado y es probable que por una vez Sam haya tenido suerte y Dean haya bajado la guardia. De manera que se levanta, perezoso, y se dirige hacia la cocina arrastrando los pies, animándose un poco ante la perspectiva de tener por una vez la casa para él solo y de poder regodearse un poco en esa libertad inesperada.

Atraviesa el umbral estirándose, gruñendo cuando un hueso particularmente entumecido cruje en su espalda.

El corazón le da un vuelco cuando ve a John apoyado en el borde de la isla de la cocina, sorbiendo con lentitud un café humeante.

John. En casa. Joder. Dean.

Las ideas se le van apilando como latigazos y el pecho le bombea al ritmo de una sirena de incendios. Maldice por dentro la habilidad de su padre para no hacer prácticamente ruido y pillarles siempre desprevenidos, mientras intenta que la preocupación súbita por Dean no se le note en la cara Si se entera de que me he quedado solo te la cargas, hermano.

Murmura un “buenos días” que espera que suene adormilado y se dirige hacia la despensa, procurado a la vez encontrar los Lucky Charms y que la puerta le tape la cara.

Por lo visto, su padre también es capaz de leer el pensamiento. Que sorpresa.

-¿Dónde está tu hermano?- casi gruñe desde interior de la taza de café. Su padre tiene sombras negras bajo los ojos y parece más cansado que nunca, insomne. John duerme menos cada día y hace meses que el alcohol es el único somnífero que le hace algún efecto. Sam, que lleva tratando de encontrar sin éxito una excusa creíble desde que entró en la cocina, no tiene más remedio que saltar con lo primero que se le viene a la cabeza.

-Ha salido a correr- vale, es mala, pero a veces lo hace.  Incluso puede que hubiese colado, si no fuera por el sonido que hace la campanilla de Navidad que nadie se ha molestado en quitar de la puerta trasera al irrumpir en la cocina. Un clinclinclinclin alegre y apremiante. A Sam sólo le da tiempo a pensar en lo ridículo que es que precisamente un sonido tan estúpido sea el que anuncie llegada de la tormenta.

Dean entra en la cocina a zancadas, lanzando cacahuetes al aire y recogiéndolos con precisión, todo ropa descolocada que a todas luces no sirve para correr, pelo revuelto y sonrisa de autosatisfacción (ésa que Sam reconoce desde que Dean cumplió los quince y se pasó una tarde entera fuera de casa). Es la misma sonrisa que tarda lo que dura un pestañeo en paralizársele en la cara solo para disolverse después, de un golpe, cuando se queda paralizado frente a un John que le mira inquisitivo, con toda la pinta de llevar horas acumulando el enfado, desde detrás de la pila de platos sin fregar.

-Señor- Dean se cuadra, pálido. Guarda con un movimiento rápido los cacahuetes en las profundidades de su chaqueta de cuero, como si fuesen al arma homicida del peor de los crímenes y acabaran de pillarle con las manos en la masa. Sam observa impotente desde  la esquina en la que todavía sujeta con fuerza la puerta de la despensa. Lo ve todo como si ocurriese a cámara lenta. No tiene forma de avisarle.

La voz de John corta las palabras al hablar, pesada de desaprobación.

-¿Dónde estabas?

-He ido a buscar el desayuno- contesta Dean, rápido, y Sam piensa Mierda.

Su padre lanza a Sam una mirada significativa ¿A correr, eh? antes de decir:

-Llevo aquí desde las seis de la mañana, Dean. Son las diez. Y si piensas que me voy a creer que la cama sin deshacer y esas pintas significan que has pasado aquí la noche vas por el camino equivocado, hijo- se le tensa la mandíbula y Sam le odia por ser capaz de olfatear en ellos como un sabueso, desenterrando todas las cosas que se callan.

Su hermano se queda ahí quieto, clavado al linóleo, con la boca apretada y mirándole sin decir nada. Por la postura de su cuerpo da la sensación de que se está preparando para recibir un golpe. Esa tensión se mantiene en el aire como un peso muerto durante unos segundos, pero al final, como siempre, John no le decepciona. A ninguno de los dos. Es como esperar a que estalle una granada.

John posa la taza de café. Hay una línea de sangre reseca a lo largo de su antebrazo y Sam no puede distinguir ninguna herida que le dé una pista acerca de a quién pertenece esa sangre.

-Lo que me importa de verdad Dean, es saber si tienes claro dónde deberías estar y de qué eres responsable. Tu hermano ha pasado la noche solo, seguramente también otras y nadie sabe mejor que tú las cosas que podrían pasarle.

Un golpe, dos, tres. Sam ve con claridad como la decepción de John se abre camino a través de Dean, que nunca ha sido capaz de construir ni una sola muralla para su padre que no se derribase como ladrillos de cartón bajo la fuerza del viento. Empieza a espesársele la sangre de esa forma que lleva meses sin poder evitar cada vez que John ordena, exige o reclama. Cada vez que Dean baja la mirada cuando responde. Busca los ojos de su hermano. Quiere decirle que le plante cara, que no le deje hacerle eso. No le dejes hacerte responsable. Dile que no eres responsable. ¡Dean! pero su hermano está  desarmado ante la certeza de no haber estado a la altura, de haberle fallado de nuevo y lo que escucha es “No volverá a pasar señor. Le doy mi palabra”. Sam sabe que volverá a pasar, claro. Es cuestión de tiempo, como todas las cosas inevitables. Éramos uno críos pensaría años más tarde, cuando la rabia  hacia su padre creciese hasta aplastarle en cada espacio en el que estuviesen juntos, con los recuerdos avivando la rabia como gasolina, cansado de escuchar todos esos “Síseñor” que vaciaban a su hermano de rebeldía y de ganas.

Quiere enfadarse con Dean, pero es incapaz. Con la mirada baja, las mejillas ardiendo y esa expresión miserable que casi nunca se permite a sí mismo mostrar, su hermano parece más que nunca el niño que todavía es. Trata de hacer lo que cree que es correcto y ante eso Sam no pude culparle. Es como se han criado, al fin y al cabo, sumergidos en  el Negocio Familiar y en todas las cosas que conlleva. Una parte de sí mismo (una parte pequeña y normalmente inaudible entre el resto de voces que hablan en su cabeza al unísono), entiende también que lo único que pretende su padre es protegerles. Sam no puede culparle por eso tampoco. Puede culparle por no saber ver todas las cosas que ha ido arrasando por el camino, por esas sí. Es por eso que en ese instante el odio hacia John repta hasta su lengua como una serpiente No somos sus hijos, somos sus soldados y casi cree que va a tener que mordérsela para no gritar todo el veneno que se le acumula en la garganta.

John ladra “Crece de una vez, Dean”, y sus palabras dejan una sensación afilada, como dientes clavándose en una herida, y son la gota que colma el vaso.

Sam está cansado, mortalmente cansado y ésa voz que dentro de unos años será como un disco rayado en su cabeza Aléjate de aquí, lo más pronto posible, deja de rodar empieza a tomar forma en esos días perdidos donde no todas las pesadillas que se hacen realidad pueden destruirse con sal y con fuego.

Son para Sam los primeros cuarenta minutos del día en que el pueblo Americano tomó posesión de su país frente a las colonias extranjeras, convirtiéndose en el dueño su propio destino; cuarenta minutos más de sumisión y batallas perdidas en casa de los Winchester. En ese momento, Sam explota. Grita “Mierda de cuatro de Julio” y golpea la puerta de la alacena con el puño, tan fuerte que se hace daño.

Sale de la cocina como un vendaval, sintiéndose pequeño, vacío, inválido. Rezumando bilis y tragándose la impotencia.

El marco de la puerta vibra aún a causa del portazo cuando entierra la cabeza debajo de la almohada.

Los gritos de John le persiguen allá donde quiera que se esconda.

****

-Eh, canijo. Despierta - Sam abre un ojo a la oscuridad y adivina a duras penas la figura de su hermano insinuándose en la penumbra. Debe de haberse quedado dormido, porque sigue con la ropa puesta y ni siquiera recuerda haber cenado. Los párpados le pesan de sueño y protesta cuando Dean le zarandea. Deeeean.

-Shhh. No hagas ruido, que papá nos va a oír. Venga, levántate.

-¿Qué? - pregunta extrañado. Las palabras de Dean le llegan, pero no acaban de conectar bien con su cerebro. No es que Sam se sienta lúcido precisamente. Más bien algo aparatoso. Tiene que volver a preguntar - ¿Pero qué pasa?

-Pasa que nos vamos. Date prisa.

-¿Nos vamos? ¿Pero a dónde?

No puede ver la cara de Dean en la oscuridad, pero está seguro de que está haciendo girar los ojos en sus órbitas.

-¿Quieres dejar de hacer preguntas y levantarte de una vez?

La verdad es que Sam no lo tiene muy claro. Tiene sueño, y además ¿qué hora puede ser? ¿A dónde quiere ir? Una idea cruza su mente pero es tan descabellada que la descarta sin concederle un segundo. Tampoco es que Dean le deje pensar mucho, porque no deja de agitarle, y cuando a su hermano se le mete algo en la cabeza puede llegar a ser de lo más cargante, así que alarga la mano para alcanzar el interruptor con la esperanza de que el golpe de luz le despeje un poco la cabeza. Dean le detiene con un gesto.

- ¿Pero qué haces?

-No veo.

-Pues palpa.

-Eres tonto.

-¡No hagas ruido!

Sale de la cama inseguro y sólo le da tiempo a coger lo que espera que sea su sudadera gris antes de que Dean le agarre la muñeca y tire de él a tientas a través de la casa, con mucho cuidado, haciendo que Sam se sienta como uno de esos espías de las pelis de los cincuenta, solo que sin el mono negro y definitivamente con mucho menos estilo “¡Ouch!” Algo, con bastante seguridad una de las esquinas del mueble que ocupa el pasillo, se le clava a la altura de la cadera. Consigue que lo que hubiese sido un  grito de dolor suene más bien como un susurro de dolor pero Dean, el muy idiota, le regaña igual.

-¡Pero quieres dejar de hacer ruido!

-¡No soy yo el que anda sacando a la gente de la cama a las vete-tu-a-saber-cuando de la noche!

-¿Quieres volver?

Su hermano es muy, MUY tonto.

-No…

-Entonces mira por dónde vas, cabezabollo.

Cómo si pudiera ver por dónde va. Pero se asegura de tener más cuidado, y de paso, de pisarle un par de veces los talones por el camino “¡AH!” “Dean, deja de hacer ruido” “Puto criajo del demonio”.

La puerta de la habitación de John está cerrada, el sonido de su respiración les llega lento y constante cuando pasan por delante intentando posar en el suelo la menor cantidad de pie posible. Le hace gracia pensar en la pinta que deben de tener, pasando medio agazapados y de puntillas frente al cuarto de John.

Alcanzan la puerta de la cocina y salen al exterior, deslizándose como sombras. El aire frío de las noches de Alabama le golpea como una ola, colándosele por debajo de la camiseta y erizándole el vello de  los brazos desnudos. Se pone la sudadera ya completamente despierto. Cuando asoma la cabeza por el agujero del cuello ve a  Dean, que le está haciendo señas para que le siga a la parte delantera de la casa.

El impala está aparcado en la entrada. La luz amarillenta de las farolas de madera de Akron ondula sobre su oscura superficie casi imperceptiblemente, con la cadencia de una marea sosegada, perturbada únicamente por los ocasionales suspiros del viento.

Dirige la mirada hacia Dean, expectante, y algo desconocido le recorre cuando su hermano parece conjurar las llaves, haciéndolas aparecer de la nada. Un pequeño milagro, algo que arrebata destellos a la luz y que significa tantas cosas de golpe que Sam se queda helado en el sitio porque no se lo cree.

Tiene detenerse a  tragar saliva y hacer un verdadero esfuerzo para preguntar.

-¿Se las has robado?

Dean sonríe de medio lado. Su mejor sonrisa, adquirida años atrás a base de reposiciones y más reposiciones de Indiana Jones. Sam apostaría el alma a que le brillan los ojos de forma distinta, ésa que no ve a menudo. Malas intenciones, a eso es a lo que le brillan los ojos, a eso brilla su respuesta.

-Las cervezas que compré esta tarde hicieron bien su trabajo. Algo que le tenemos que agradecer a Michael Hanson, veintiún años, original de Pensilvania y a papá, por hacer tan bien la lista de la compra - La sonrisa se le hace más amplia - No creo que se despierte antes de que volvamos.

A Sam no le hace falta más. Tienen las llaves del coche y no tiene ni idea de lo que Dean se propone pero le da exactamente igual porque las posibilidades le atraviesan como una marea viva. Lo que queda del enfado de la mañana se le desvanece y todo lo demás se expande en una galaxia de posibilidades. Dean se está saltando las normas. No tiene ni idea de por qué, pero en menos de diez minutos su hermano se ha pasado de largo y sin levantar la vista varias reglas básicas del Código de Circulación Vital de John Winchester (las cuales  consisten, resumidamente, en poner un NO bien grande delante de todas y cada una de las reglas del Código de  Circulación Vital de Sam y Dean Winchester).

Ha perdido la cuenta de las veces que ha soñado con escapar, solos él y Dean, viviendo como proscritos. Cowboys de carretera con el arma cargada. Asiendo con fuerza las riendas de su propio destino. Haciendo que el único camino que importa sea el de las huellas que van dejando a su paso. No ha crecido aún lo suficiente como para que los sueños que le alejan de John cada vez más lejos le lleven a Stanford y “Normal” es todavía una idea informe, no esa concepción detallada, ese Plan Perfecto que Sam empezará a hilvanar en su cabeza poco después, abarrotado de detalles y desarrollado con la precisión de una maquinaria perfecta.

Pero ese plan aún no existe. Con trece años todo lo que es importante para Sam se reduce a Dean y a esa idea escurridiza de libertad que se le desliza de entre los dedos como un esquivo pececillo de colores.

En este preciso instante, Sam tiene ante sí todo aquello que desea.

-¿Qué hacemos?

Dean le tiende las llaves.

La idea de que John lo descubrirá, como descubre todas las cosas al final, se abre paso hasta su mente. Una parte de si mismo quiere alertar a Dean, decirle “nos vamos a meter en un buen lio por esto, lo sabes” pero la necesidad de tener algo propio, de coger lo que su hermano le está ofreciendo sin volver la vista atrás, es demasiado fuerte, profundamente tentadora. En la cara de su hermano no hay ni rastro del soldado mecánico que acata con un asentimiento y Sam no va a dejar pasar esta oportunidad por nada del mundo. Ni en un millón de años.

Así que entierra la idea dónde no pueda verla y coge las llaves.

-Yo puedo empujar el coche pero tú te tienes que encargar de la dirección. Si se nos ocurre encenderlo aquí vamos listos, va a dar igual que esas cervezas llevaran el doble de malta.

Asiente con todas sus ganas.

-No hay problema.

Empujan el coche a lo largo de varias calles, cada vez más lejos (cada vez más cerca, cree Sam)  Para cuando el giro de la llave hace que la gasolina inyecte una vida ronroneante en los cilindros de V8 el Impala podría ser cualquier coche, cualquier conductor nocturno, y no un par de críos persiguiendo las líneas coloreadas en el asfalto que iluminan los faros del coche al adentrarse en una de las largas carreteras bordeadas de arboles del estado de Alabama.

****

Continúa

! fic?, !fandom: spn, !pairing: sam/dean

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