Título: CCMX ab urbe condita
Capítulo:
Prólogo | I
Personajes/Pairings: Dan, Chuck, Blair, Nate | Nate/Vanessa (futuro Chuck/Dan)
Longitud: 2.559 (esta parte) | 3.519 totales.
Rating/Advertencias: T | Nada grave, de momento.
Nota de autor: Gracias a todos los que os atrevisteis a leer el prólogo y me animasteis a seguir. Gracias sobre todo a
raintofall por decirme ‘esto es una mierda, escríbelo otra vez’, porque tenía más razón que una santa.
I.
Dan se sentía como un idiota la mayor parte del tiempo. La casa de los Bass era mucho más grande que la de su anterior amo, y tenían tantos esclavos que nadie tenía nada que hacer casi nunca. El trabajo de Dan consistía en servir el vino en el triclinium cuando había invitados, algo que sucedía casi todas las noches. El resto del día simplemente trataba de pasar desapercibido y de hacerse de utilidad cuando necesitaban una mano en algún sitio. Realmente, Chuck apenas estaba en casa a lo largo del día, y si lo estaba se recluía en el estudio y no salía hasta la hora de cenar. Blair, la mujer, tenía su propia cohorte de esclavas personales, así que Dan tampoco tenía que tratar con ella. Tanto mejor, porque las miradas que le lanzaba cada vez que se cruzaban podían haber matado a alguien menos acostumbrado que Dan a ese desprecio.
Por alguna razón, Blair le odiaba. Dan suponía que era porque odiaba a Chuck, así que por extensión odiaba todo lo que él tocara, pero no se cortaba al decir lo poco que necesitaban otro esclavo inútil, lo caro que había salido para el poco servicio que les hacía y la pérdida de espacio que era su simple existencia.
Pese a todo, vivía bien. Un colchón de paja, dos comidas diarias y la higiene suficiente para no sentirse como un animal. No tenía el respeto del resto de esclavos, como estaba acostumbrado en su casa anterior, pero tenía su indiferencia, lo que en ese momento le parecía un acuerdo mucho mejor. Nadie sabía quién era, ni de dónde venía, ni las cosas que había dejado atrás, y su interés se esfumó la quinta vez que Dan contestó a sus preguntas con respuestas vagas. No necesitaba amigos. Nunca los había tenido, porque Dan tenía a su familia, a su padre y a su hermana, y nunca había querido nada más. Nada llenaría nunca el espacio que había para ellos en su pecho, aunque no volviera a saber de ellos, aunque nunca supiera si seguían vivos. Jenny y Rufus eran lo único que tenía que realmente le pertenecía en el mundo, y no estaba dispuesto a compartirlo con nadie. Así que Dan se paseaba por la casa llevando vasijas llenas de vino, sacando polvo de las alfombras o barriendo el suelo del atrio en silencio, porque cuanto menos se metía en los asuntos de los demás, menos se metían ellos en los suyos.
Había algunas reglas básicas que, para un esclavo, eran más importantes que su propio nombre, y su padre se las había enseñado bien. Las dos principales, que los problemas de sus amos no eran sus problemas, y que meter las narices donde no le llamaban nunca servía de nada. Cada noche antes de dormir, el resto de esclavos, prisioneros de guerra y romanos caídos en desgracia que no tenían el código del esclavo grabado a fuego en la memoria, intercambiaba los cotilleos del día. Dan trataba de quedarse al margen, pero escuchar era inevitable.
-¿Y ya no duermen juntos? -oyó preguntar una noche una mujer de piel oscura y pelo rizado.
-No se acuestan desde hace meses al menos, y el amo pide cada noche que le preparen un catre en el estudio, como si fuera algo provisional -contestó otra con un marcado acento que Dan no fue capaz de ubicar. Cuando se giró Dan comprobó que tenía la espalda surcada de cicatrices viejas, y no le sorprendió en absoluto.
-Bueno, sabemos que ella no es su tipo.
-¿Por ser una ‘ella’? -replicó, y las dos rieron escandalosamente.
Dan se dio la vuelta en su colchón de paja y se cubrió la cabeza con un brazo. Honestamente pensaba que cuanto menos supiera, mejor. No era de su incumbencia la vida sexual de nadie. La mayor parte del tiempo ni siquiera era de su incumbencia la suya propia, porque incluso eso era propiedad de su amo.
A pesar de lo que se oía por las calles de Roma, su anterior amo, Gayo Mario, nunca había tratado de propasarse con él, ni con ningún otro esclavo. Claro que Dan se lo habría permitido de haberse dado el caso, porque no es como si hubiera tenido otro remedio. Que no hubiera tenido que hacerlo con él no significaba que no hubiera tenido que hacerlo en absoluto. Dan había servido como incentivo de compra en algunos negocios de su amo, y lo había hecho sin quejarse. Claro que no lo había disfrutado, claro que se había sentido sucio y despreciable y frágil después, pero era parte del trabajo, y negarse a hacerlo sólo habría acarreado más dolor. Su padre también le había enseñado eso, y era lo que se repetía incansable en su mente mientras abusaban de su cuerpo.
En la casa de los Bass puede que los amos no se acostaran juntos, pero parecía que tampoco separados. Quizá lo hacían en secreto, o Dan simplemente no había estado alrededor lo suficiente como para verlo, pero estaba seguro de que no lo hacían con esclavos. Era una situación un poco paradójica, porque Roma entera parecía hacerlo, pero seguía estando mal visto. O no exactamente mal, sino falto de clase. Como si obligar a chupártela a alguien de tu propiedad no tuviera el mismo mérito que pagar a una puta para que lo hiciera. Sea como fuere, Dan se alegraba de que no tuvieran suficiente confianza en él como para obligarle a presenciar nada de eso. Era parte del trabajo desvestir a los amos y volverlos a vestir, así que en más de una ocasión Dan había tenido que estar presente durante los escarceos amorosos de su antiguo amo. Como Dan tenía la mala costumbre de ser demasiado bueno en su trabajo para compensar los achaques de su padre y la insumisión de su hermana, con quince años se había convertido en algo así como su ayudante personal, en el esclavo que le bañaba y le vestía. A Dan le gustaba hacer las cosas bien, le daba propósito a su vida, le hacía sentir importante y útil pero, aún así, daba gracias por que ahora fueran otros los que tuvieran que lidiar con los amos. Aunque bien era cierto que Chuck y Blair eran mucho más agradables a la vista que Gayo Mario y sus rameras.
Una tarde le pidieron que llevara un montón de ropa a la habitación de los amos. Aunque no era algo que le correspondiera a él hacer ni por asomo, aceptó sin ponerle pegas. Al fin y al cabo, llevaba media hora barriendo la misma esquina de la cocina, sólo porque desde el ventanuco podía verse la calle y su actividad frenética a esas horas de la mañana. Cuando le dieron el cesto lleno de ropa seguía caliente del sol, y tenía ese olor tan especial que tiene la lana recién tejida.
Entró en la habitación en penumbra, y dejó las togas de color blanco y púrpura sobre un mueble bajo pegado a la pared, con tanto cuidado como si fuera cristal. El tejido de lana era el más fino que había visto en su vida, y no pudo evitar colar el pulgar bajo un pliegue de la tela, sintiendo la caricia de la lana contra sus dedos largos y delgados.
-Oh, eres tú -oyó a su espalda, en un susurro un poco ronco. Dan se dio la vuelta sorprendido y avergonzado, clavando la mirada en el suelo.
-Lo siento, amo. Pensé que no había nadie aquí -tartamudeó-. Lamento haberle importunado.
-Tu nombre era… -preguntó, incorporándose ligeramente sobre los codos para verle mejor.
-Dan, amo -contestó débilmente, hundiendo los hombros y bajando la cabeza hasta clavarse la barbilla en el pecho-. Lamento haberle despertado, creí que no estaba en casa. Lo siento, amo.
-Dan -dijo él cansinamente-, si no dejas de temblar tendré que darle la razón a mi esposa la próxima vez que diga que eres un enclenque enfermizo.
-Lo siento, amo, pero me he asustado -reconoció.
-¿Acaso te doy miedo?
-No -contestó Dan, dudando.
-¿Entonces de qué te asustas? -preguntó maliciosamente-. ¿Es que estabas haciendo algo que no debías?
-No, amo. Sólo estaba admirando su túnica de Senador. Es la primera vez que veo una y… lo siento, amo, sólo sentía curiosidad.
No se atrevió a levantar la mirada del suelo. El silencio duró un momento demasiado largo, y se rompió cuando Chuck se rió muy bajito, con el fondo de la garganta.
-¿A qué se dedicaba tu anterior amo?
-Comerciante, amo. De cereales.
-¿Y cuánto tiempo serviste en su casa?
-Toda mi vida, amo. Nací allí.
-Eso explica muchas cosas.
Dan no preguntó a qué se refería, pero tampoco estaba seguro de si era bueno o malo. Los nacidos esclavos tenían la ventaja de que no daban problemas, pero algunos argumentaban que, mientras los prisioneros convertidos a esclavos eran gente violenta, ellos simplemente eran tristes, como si no tuvieran ningún aprecio por la propia vida, y eso terminaba por enrarecer el ambiente de una casa. Si solo pudieran ser un poco más joviales…
-Dijiste que sabías leer, ¿cierto?
-Si, amo. Latín y algo de griego -musitó humildemente.
-Bien, hay una carta sobre esa mesa y a mí me duele la cabeza, así que vas a leérmela.
Dan se acercó hasta donde le señalaban y encontró la carta, un trozo de papiro arrugado y viejo.
-Siéntate aquí -le dijo Chuck, indicando una banqueta incómoda de madera al lado del diván en el que estaba recostado él-. Y lee. Con suavidad.
Dan se sentó y buscó una postura en la que la luz que entraba por la puerta incidiera sobre el papiro lo suficiente como para ser capaz de leerlo. Si levantaba la vista podía intuir los ángulos de la cara de su amo, los ojos cerrados suavemente y la respiración lenta y acompasada en su pecho.
-Mi querido hermano Chuck -comenzó a leer cadenciosamente-. Tu última carta me llenó de nostalgia y de buenos recuerdos, y la guardo cerca de mi corazón. Me habría gustado contestarla antes, pero las obligaciones me lo impiden, como si no tuvieran suficiente con mantenerme tan lejos de casa, que también tuvieran que alejarme de ti. Agradezco las noticias sobre mi padre y mi madre, y me alegra enormemente que se encuentren bien de salud. Transmíteles mi afecto cuando les veas. -Dan paró un momento para darle la vuelta al viejo papiro, que parecía haber sido reutilizado muchas veces, y antes de seguir leyendo el otro lado, captó un esbozo de sonrisa en la cara de su amo, y fue la primera vez que la vio libre de sorna o desprecio. Era una sonrisa de pura felicidad, casi infantil. -No te aburriré con mis relatos de las batallas, porque mi torpe prosa no les haría justicia. Supongo que las noticias de nuestro avance por Germania las conoces tú mejor que yo mismo. Te diré, en cambio, lo que me ha mantenido ocupado entre batalla y batalla.
>>No fue hace mucho que topamos con una tribu bárbara, pequeña y pacífica, como un oasis entre el caos germano. Tienen la piel oscura y los ojos claros, como venidos de un lugar extraño y lejano, y las pocas palabras que conocen en latín las dicen con el más dulce de los acentos. Si me conoces la mitad de lo que deberías, hermano, sabrás que me he enamorado. Se llama Vanessa, y aunque no nos entendamos ni palabra, nunca otra mujer me ha hecho tan feliz. Su sonrisa se convierte en mi sonrisa, besar sus labios es comer la fruta más madura, y hundirme entre sus piernas -Dan carraspeó, enrojeciendo por momentos- es cabalgar hacia el paraíso.
-El pobre se cree Ovidio -rió Chuck casi para sí mismo-. Sigue, sigue.
-Pensarás que estoy loco, y a veces también yo lo pienso, pero para cuando recibas esta carta ya estaremos casados. Lo único que lamento es que no vayas a acompañarme en el día de mi boda, porque eso completaría mi felicidad. Espero que para el próximo verano la campaña haya concluido y podamos volver a Roma, para poder ser el objeto de tu cinismo en persona. Tienes que creerme cuando digo que he encontrado el amor, y que mi mayor deseo es que lo encuentres tú también, algún día.
Esperando que los dioses sean benévolos contigo, se despide Nathaniel Fitzwilliam Archibald.
Dan terminó de leer y dobló el papiro con cuidado esperando órdenes.
-¿Eso es todo?
-Sí, amo.
-Bien -dijo, y se rió espontáneamente, aunque Dan no sabía qué era lo que tenía tanta gracia. Él sólo continuó mirando a algún punto indefinido de la pared, esperando a que le dijera que podía marcharse, o a que le diera algo que hacer.
-¿Tú crees en el amor, Daniel?
-Sí, amo.
-¿Estás enamorado?
-No, amo.
-Pero lo has estado.
-No, amo -contestó, en el mismo tono monocorde.
-¿No ha habido nunca una esclava que apelara a tu corazón? -insistió.
-No, amo.
-¿Entonces cómo es que crees en el amor? -preguntó, divertido. Como si Dan fuera su pequeño mono de feria. -¿Cómo puedes creer en algo que no conoces?
-También creo en los dioses -replicó él tímidamente.
Chuck sonrió.
-Pero la acción de los Dioses en el mundo es visible.
-La del amor también -replicó Dan, mostrándole la carta que aún tenía entre sus manos.
-Esa sólo es una muestra de estupidez, de ingenuidad. -Dan sintió la mirada de su amo clavada en él. -Está bien, tienes mi permiso para llevarme la contraria.
Dan titubeó antes de contestar. Sabía que no podía discutir con su amo, porque siempre llevaba razón, aunque estuviera equivocado.
-No creo que la existencia del amor sea algo que se pueda argumentar -dijo tentativamente-. El amor es una cuestión de fe, y es mucho más poderoso que la religión, porque no entiende de política.
Volvió a clavar la mirada en el suelo, temiendo haber hablado demasiado. No era buena idea hablar de política con un político, y mucho menos siendo su esclavo.
Chuck simplemente sonrió de nuevo, un poco sorprendido.
-Eres inteligente, para ser un esclavo.
-Si usted lo dice, amo.
-¿Por qué dejas que te desaproveche sirviendo vino?
Dan no contestó. No había una respuesta acertada a esa pregunta.
-De acuerdo, eso será todo -dijo despachándole con el gesto de una mano-. Ya escribiremos una contestación en otro momento. Mi jaqueca amenaza con volver.
-Gracias, amo -dijo Dan levantándose y dejando la carta en el lugar en la que la había encontrado, disponiéndose a salir de la oscura habitación. Se frenó, y antes de poder pensarlo, estaba balbuciendo-: Perdone la indiscreción, amo, pero… si me lo permite, podría prepararle una infusión de hierbas que le aliviara el dolor de cabeza.
-Vaya. Eso sería de agradecer -dijo honestamente sorprendido. Como si fuera la primera vez que alguien hacía algo amable por él libremente. Y, de acuerdo, el concepto de libremente se difuminaba al tratarse de un esclavo, y en cualquier otra circunstancia Dan se habría callado, porque le habían enseñado a obedecer, a no hablar a menos que se le diera permiso y a darle la razón al amo hasta en las situaciones más absurdas, pero en ese momento, y por primera vez en su vida decidió libremente ayudar a su amo. Y no porque fuera su amo sino, sencillamente, porque era alguien a quien le dolía la cabeza.