Tabla: Shirilily
Fandom: Harry Potter
Claim: Ginny Weasley/Cedric Diggory
Personajes: Idem.
Tema: #03 Dale caña a mi alma
Extensión: 1619 palabras- que hacen un total de 2276 para el
quinesob .
Advertencias: Lime.
Ginevra Weasley se tumbó en la cama boca arriba, con los ojos bien abiertos. Su cuerpo ansiaba a gritos un profundo y extenso descanso; su mente no podía parar de funcionar a toda velocidad.
Sin mirar, movió lentamente una mano hasta el valle existente entre sus pechos. Comenzó a deslizarlo suavemente hasta llegar al vientre y la entrepierna. Era la única forma que se le ocurría de volver a la realidad, de realmente convencerse de que, dioses, las últimas horas no habían sido un sueño, ni una imaginación producto de su mente muy cansada. Luego de terminar ese recorrido, aún más lentamente, desplazó su mano hacia el interior de la cama.
No pudo evitar una inspiración ahogada cuando encontró lo que realmente pensaba que iba a encontrar.
Dioses, dioses, dioses.
Se llevó la otra mano al cabello rojo cobrizo, en una señal clara de desconcierto, pero no retiró la otra de la espalda desnuda de Cedric Diggory.
Ahora, es una historia interesante el cómo Ginevra Weasley llegó a esa extravagante situación. Claro que sería una historia mucho más interesante… si tan solo ella lograra recordarla al completo con toda claridad.
Estaba decidida a salir a matar aquella noche. Si, esa era la expresión correcta: a matar.
Porque hacia dos meses que había terminado con Harry, y ya tenía las orejas rojas de escuchar a Hermione y a Fleur cacareando hora tras hora sobre que era momento de que lo superara, que pasara a otra etapa de su vida, que saliera, que, joder, que había un mundo maravilloso esperándola allá afuera. Ginny suspiraba y a todo decía que si con la cabeza. Hubiera sido inútil tratar de explicarles que no estaba destruida emocionalmente ni mucho menos, que Harry y ella habían arreglado todo como los adultos que los dos eran, y que ese tiempo de supuesto duelo en realidad estaba siendo utilizado para poner en orden su vida de soltera, hacer planes y tener sueños. Básicamente, para definir cual iba a ser el plan de ruta que iba a seguir a partir de ese momento.
Pero bueno: estaba segura de que si se llevaba un hombre (y un buen hombre, además) a la cama, su cuñada y su mejor amiga iban a dejarla en paz. Al menos por una temporada. Y tampoco era que a ella le desagradara la idea.
Seguramente durante esa breve temporada su organismo se había desacostumbrado al alcohol. Esa era la única explicación (más o menos) racional que podía darle al hecho de que solo tres shots de tequila la hubieran puesto. Baste decir que tan solo a las dos horas de haber llegado al boliche, su falda se había visto acortada unos cuantos centímetros, y media docena de hombres se vanagloriaba de haberla besado (Ginny no hubiera podido afirmar que eso realmente fuera cierto).
No fue hasta media hora más tarde que unos brazos fuertes la rescataron de una decena de hombres que estaba torturándola con un maldito juego relacionado con un maldito cubo de hielo que Ginny necesitaba urgentemente para calmar esa maldita sed. El propietario de los brazos fuertes le dio a beber tres vasos grandes de agua, le acomodo la falda, le puso su chaqueta sobre los hombros, y como ella no logró decirle la dirección de su casa, él la llevó a la suya.
Eran las dos de la mañana.
No fue hasta después de una ducha de agua caliente, y una buena poción que contrarrestaba los efectos del alcohol que Ginny reconoció a su salvador. Pensó que iba a morirse de la vergüenza. Huyó corriendo a refugiarse nuevamente en el baño, y cuando se dio cuenta de que su rostro se había puesto del mismo color que su cabello, decidió que ese era el momento en el cual la tierra debía abrirse y tragarla.
Pero por muy mal que se sintiera, tarde o temprano debía salir del baño, o él pensaría que estaba realizando alguna clase de ritual extraño. Salió del baño con la cabeza baja (y a punto estuvo de llevarse puestos tres o cuatro muebles), y comenzó una sarta de disculpas en voz baja y atropellada en cuanto tuvo a Cedric Diggory delante. Él no la escucho, e interrumpió su (poco) elaborado discurso poniéndole delante de la nariz un plato de huevos fritos.
Por supuesto que el primer gesto de Ginny fue rechazarlos cortés pero rápidamente. Cedric sonrió y se los acercó hasta casi tirárselos sobre el vestido.
- Vamos, necesitas comer algo.
Para ser sinceros, estaba muriéndose de hambre, así que tomó el tenedor tímidamente. Cedric la alentó con un gesto. A los diez minutos, de los huevos solo quedaba el recuerdo.
- Muchas gracias, en serio. No deberías haberte molestado. Lamento las molestias que te causé. No sé como podré compensártelo…
- Yo si.- Cedric la interrumpió mientras se sentaba al revés en una silla al lado de la suya.- Por ejemplo, explicándome como una de las chicas más hermosas que conozco y, por cierto, la prometida de Harry Potter, terminó metida en esa desagradable situación en ese bar de mala muerte.
Ginny agachó la cabeza.
- Ex prometida.
- Ah. Eso explica al menos algunas cosas.- Un leve rubor tiñó las mejillas pálidas de Cedric, pero no parecía avergonzado ni molesto consigo mismo.- Lo siento.
- No te preocupes. Estoy bien. Fue lo mejor para los dos.
El ex Huflepuff se encogió de hombros.
- Nadie mejor que ustedes para decidir eso.
Los dos se quedaron en silencio durante unos cuantos minutos. Ginny pensó que ese era el momento en el cual ese extraño encuentro había tocado a su fin. Era hora de que se levantara, diera las gracias unas cuantas veces más y volviera a su casa a dormir.
- ¿Quieres café?
La respuesta sincera era que no. Pero el acogedor olor a café, tan lleno de buenos recuerdos, ya había inundado la casa. Pero ese hombre ya la había intrigado, y había logrado despertar en ella el deseo de quedarse, aunque solo fuera un rato más, a su lado. Pero esos encuentros estrambóticos se producen solo una vez en la vida, y hay que aprovecharlos.
- Dos de azúcar, por favor.
Eran las tres menos cuarto.
Fue recién a la tercera taza de café que Ginny se animo a preguntarle acerca de su situación sentimental. No menciono el nombre de Cho Chang (los rescoldos del viejo resentimiento que le tenía desde la época del colegio todavía no se habían apagado del todo), pero lo dejo sobreentendido. Cedric simplemente se encogió de hombros.
- Ella por su lado, y yo por el mío. Supongo que hay historias a las que lo mejor que pueda pasarles es acabarse.
Ginny asintió con la cabeza.
- Te entiendo.
Cedric le sonrió, inclinando la cabeza. Tenía una sonrisa preciosa.
Dioses, dioses, dioses.
¿Desde qué momento la palabra precioso había entrado en su vocabulario aplicable a Cedric Diggory? Ahí había algo que no estaba andando del todo bien. Por no decir pésimo.
Eran las cuatro y cinco.
Digamos que Ginny recién comenzó a utilizar el término salirse de control cuando Cedric le bajo los tirantes del vestido para llenarle los hombros de besos. Desastre natural fue utilizado recién cuando la pelirroja decidió que debía dejar de pensar, porque de otro modo le explotaría la cabeza de tanto placer.
Eran las cinco menos veinte.
Y en aquel remolino de sábanas, besos y manos fuertes, Ginny descubrió algo que hacía tiempo había olvidado (y no era que fuera culpa de Harry; simplemente las cosas entre ellos habían dejado de funcionar): que el sexo puede representar muchas cosas, pero que sobre todo es una de las mejores formas que tiene el cuerpo para expresarse. Que el sexo es como volar en escoba, o como bailar. (Y esas eran de las cosas que a Ginny Weasley más le gustaba hacer).
Y descubrió, también, que Cedric Diggory era, al menos para ella, un compañero perfecto para hacerlo.
Porque era un hombre correcto y considerado, pero no por eso inhibido. Era esa persona indicada para reírse desnudos en la cama, y al segundo siguiente besarse y permitir que todo volviera a empezar. Era de esos hombres a los cuales les gusta acariciar a la mujer que tienen al lado como si la estuvieran creando de nuevo con las yemas de los dedos. Y Ginny volvió a sentirse la mujer joven y hermosa que era en sus brazos. Recuperó las ganas de reírse a rienda suelta. Recuperó las ganas de hacer el amor hasta caer rendida.
Eran las siete y media.
Al despedirse a la mañana siguiente en el portal de la casa de él, con un beso prolongado (y tras varios minutos para convencerlo de que no era necesario que la acompañara a su casa), Ginevra Weasley decidió que no le contaría nada sobre a su encuentro ni a Hermione ni a Fleur (a Luna ni siquiera le hubiera interesado). Porque eso era, al menos por el momento, algo muy suyo. Ese hombre maravilloso, que la había salvado caballerosamente de una situación embarazosa, para luego hacerle el amor desenfrenadamente sobre la mesa de la cocina, era un candidato para no perder de vista. No sabía- ni quería saber- si tarde o temprano iba a enamorarse de él: eso era de importancia menor en aquel momento.
Lo realmente importante era llegar a su casa, tumbarse en su cama con los brazos y los ojos abiertos y rememorar detalle por detalle ese cuerpo musculoso y perfecto. Ginevra Weasley no había decidido todavía si Cedric Diggory era el hombre correcto para meter en su vida, pero definitivamente si lo era para meterlo en su cama.
Esa historia no había hecho más que empezar.
Eran las doce y veinticinco.