Olímpicos: Capítulo 7, segunda parte

May 27, 2012 11:51





CAPÍTULO 7, segunda parte

El despertador marcaba las cinco y cincuenta y nueve, como cada día.

Lo distinto fue que Licaón ya estaba despierto. No había podido volver a dormir mucho tras la pesadilla, así que al quinto intento se rindió y prefirió no seguir tratando de cerrar los ojos otra vez. Continuaba viendo cosas que no quería ver. Estiró la mano fuera de la cama con la velocidad del rayo, para apagar el despertador antes de los números digitales cambiaran y se activase la alarma. El pitido siempre le causaba sobresaltos.

Se quedó un momento contemplando el techo.

-¿Dónde estará ese enano? -se preguntó, pensando en Hermes y la fiesta privada de las chicas del otro edificio.

Cerró los ojos e hizo una mueca de disgusto. Mejor si no lo veía. A ninguno de ellos.

Especialmente, a esa bruja con ojos de búho.


Pero, ¿Acaso no habían quedado en que iban a darle un uso a sus habilidades inexploradas? ¿En que ahora tendría que ayudarla, para que lo dejaran en paz en el futuro? Por eso le extrañó que ellos no lo estuvieran esperando, invadiendo su departamento.

En fin, los dioses eran caprichosos. Mejor si no estaban allí.

Se levantó de la cama y fue directamente a ducharse, otra vez. Había sudado mucho con aquel mal sueño, y aunque sabía que el resto de la gente no se daría cuenta, él podía percibir en su piel un olor espantoso a transpiración. Le parecía que era sangre. Quiso sacárselo de inmediato. Tras veinte minutos de ducha y una buena frotada con la esponja y el jabón, salió y fue a vestirse.

El uniforme estaba en el mismo lugar donde lo había dejado.

Camiseta gris sencilla, camisa caqui con la espalda bordada con el logo de la empresa y pantalones cargos de un tono tierra más oscuro, con muchos bolsillos muy prácticos para guardar cosas. Botines de suela antideslizante y calcetines, todo en orden. Y la gorra, su infaltable gorra. Se vistió rápidamente y el olor del café recién hecho entró por su ventana abierta. La señora March ya había abierto su local. No pudo evitar soltar un suspiro de satisfacción. Café caliente, y bizcochos.

Sonrió de medio lado, mientras se chequeaba el estado de la barba en el espejo del cuarto.

Era buena idea ir a comer donde la señora March, hacía buenos desayunos y tendría tiempo para distenderse, para sumergirse de nuevo en su vida normal. Esa vida donde no era una bestia que necesitaba saciar ciertos impulsos sangrientos de vez en cuando. Con toda la paciencia del mundo, revisó en el I-Pad la lista que el Departamento de Logística ya le había enviado. Sus asignaciones para el día, todos los envíos que debía retirar de depósito y procesar para organizar su ruta y repartir. A media mañana estaría de vuelta en el camino, haciendo la ruta y bajando paquetes, sonriéndole a la gente y solicitando sus firmas digitales.

Guardó el I-Pad en el bolso con el resto de sus planillas y sellos, y se lo colgó del hombro.

A las siete, ya estaba sentado frente a un desayuno de espléndido aspecto.

La señora March sabía cuál era su favorito, así que se lo preparó sin demora. Café doble, muy cargado y en una taza grande, con poca azúcar y apenas un chorrito de leche. Bizcochos dulces con jalea de frambuesa y crema de leche. Una delicia. Y hasta tuvo la suerte de que su mesa preferida también estaba vacía, era una mañana estupenda. No había algún Dios Olímpico a la vista ni problema en el horizonte y estaba por disfrutar de un desayuno de fábula.

Licaón se dio el lujo de sonreír, y empezó a desarmar un bizcocho.

La crema era dulce, y tenía un aroma ciertamente familiar, ahora que lo pensaba.

Apartó el bizcocho de su boca y volvió a olfatearlo, esa vez más concienzudamente pero con la misma discreción, por si había alguien mirándole. Siempre había alguna chica o chico mirándole, no era de los que pasaban desapercibidos. Frunció el ceño, porque al estar distraído pensando en la gente que se había reunido en el local de la señora March, su mente vagó por otro derrotero en un segundo plano, y se dio cuenta de a qué le recordaba el dulce olor de la crema:

-Atenea -murmuró, inconscientemente.

Dejó el bizcocho a medio comer, y tomó otro con dulce en vez de crema. A ese lo devoró con algo de rabia, impaciente. Bebió un sorbo de café y volvió a mirar el centro cremoso del pastelito que había dejado, con la nariz ligeramente arrugada.

No podría quitarse ese olor tan delicioso de la cabeza, ahora.

Sí, olía un poco como ella, a vainilla y flores fragantes, a primavera y bosque. A dulce. A tierra mojada por una breve lluvia. Viva y poderosa, seductora sin querer. Se mordió la lengua y se encogió de dolor, conteniendo una maldición dentro de la boca.

¿O es que sólo a él lo podía seducir con esa inocente carita de niña buena?

Ese sencillo olor a vainilla dulce, ¿Tenía el poder de evocar entera a Atenea en su memoria? Tal vez, había estado pensando demasiado en ella. En sus ojos de búho y en todo ese rollo de los Héroes asesinados. Algo estaba revolviendo de nuevo al Panteón, y fuera lo que fuese, era grande. Alguien tenía a Atenea en la mira, pero, ¿Quién podía atreverse? Ella era la única que podía decir que era «verdadera» hija de Zeus. Tan poderosa, que desafiarla era una idea que le causaría risa a cualquiera. Dioses y diosas, hasta Licaón quería reírse pensando en la posibilidad de que alguien lo intentara, siquiera...

Pero no era cosa de risa, estaban socavando a Atenea por medio de sus Héroes, robándole.

¿Cuál era el objetivo final?

Bebió un poco más de café, esperando que el aroma fuerte de la bebida le ayudara a olvidarse de esa mujer. Estaba mucho mejor sin pensar en ella, no necesitaba otro problema en su día tan ajetreado.

Miró por la ventana, distraído, y se dio cuenta de que un muchacho encapuchado estaba observando su camioneta con cierto interés.

Era el vehículo del reparto, ¿Qué tenía de grandioso?

Pensó en la posibilidad de que fuese un ladrón. La carga estaba asegurada de todos modos, pero a Licaón de Acadia no le gustaba que alguien pusiera sus manos sobre lo que le pertenecía, y eso era algo que no había cambiado en tres mil años. Siempre había sido muy profesional con sus responsabilidades, aunque en otro tiempo eso implicara hacer hasta lo innombrable para lograr sus objetivos. Mientras terminaba su desayuno, observó lo que pasaba cerca de su vehículo y estudió la actitud del joven.

Al cabo de unos minutos, el sujeto se fue.

Licaón pagó y salió a la calle. El aroma de la vainilla dulce aún estaba en su nariz y le costaría arrancarlo de su sistema, pero no perdió de vista su objetivo y le dio una vuelta al camión, esperando encontrar algo pegado o lo que fuera. Alguna marca, para que luego le robaran cuando estuviera en otro barrio. No vio algo y se tranquilizó. Se subió de nuevo al vehículo, puso la radio...

Había un olor en el aire. Ya no era ese que le recordaba tanto a la Diosa, sino algo más. Pero no le prestó mucha atención, su instinto no lo sentía peligroso.

Fue un día como cualquier otro, excepto que la imagen de esa mujer y la irritante risita de Hermes no le dejaban en paz.

A las ocho en punto recibió la carga. A las nueve, como esperaba, ya estaba repartiendo. Conforme llegaba la hora del almuerzo, Licaón de Acadia remitió y fue suplantado cada vez más rápido por Lance Hewlett, ese hombre paciente y de carácter eficiente que enfrentaba a los clientes con responsabilidad y sonrisas. Acabó por olvidarse de Atenea, de Hermes, de la sangre que olfateó en el callejón, de los robos, de las intrigas y del Panteón entero. Comió con un par de compañeros, y hablaron sobre un juego de baseball y dos de soccer. Él no había visto ninguno, pero sus compañeros estaban bastante acostumbrados a que los escuchara y de vez en cuando acotara cosas sobre la estrategia de juego.

Lance era inteligente, y a los otros les constaba. No lo veían como una amenaza pero tampoco como un amigo. Sólo eran compañeros de trabajo, ya que él nunca asistía cuando lo invitaban a tomar algo en el bar después del turno. Los solteros siempre se reunían a celebrar el fin de semana, y ya era costumbre que nadie le preguntara a Lance si quería unírseles, porque él siempre se negaba.

Y a Licaón le constaba que era mucho más fácil decir «NO» que dejarse arrastrar a uno de esos bares. Los olores eran penetrantes y no sólo había alcohol, un resabio de sangre, orina, sudor más música de rock pesado a un volumen pecaminosamente alto, sino también excitación y ansiedad. No podía respirar en un ambiente donde el aire estaba tan cargado de deseo crudo y puro; y donde las chicas estaban tan dispuestas a echársele encima después de dos o tres cervezas. No quería cometer un acto impropio, tampoco. No porque el sexo fuera impropio, sino porque sentía que no estaría en control de sí mismo en un momento tan intenso en el que el pensamiento podía quedar relegado.

No conocía sus límites en ese terreno, tenía terror de acercarse a una mujer más de lo permitido, porque temía a lo que era capaz de hacer con ella. La bestia era ansiosa y fácil de provocar.

Después del almuerzo, cada quien siguió su camino. Licaón volvió a la ruta y despachó los últimos paquetes del día, regresó a la central y entregó las planillas, descargó los archivos de firmas del I-Pad y se quedó a llenar el reporte. Su turno no terminaba hasta que no hubiera llevado el camión a mantenimiento para el chequeo diario, y recibiera la aprobación de los mecánicos para poder irse a casa. Anocheció, y Licaón marcó su tarjeta de salida a las seis de la tarde en punto.

Al salir del estacionamiento, pasó por el supermercado y se acordó de la leche y los huevos que le faltaban, y de paso compró algo para calentar en el horno y evitarse la molestia de cocinar. Cuando iba en medio de un pasillo, uno de los tantos olores se impregnó mucho más en su nariz. Miró hacia un lado, y ahí estaba la vainilla. No pudo contenerse de ir a por ella y la acercó más a su nariz. Al recordar el amargo que tenía ese menjurje, de inmediato regresó a la realidad. Era horrible. ¿Cómo algo que olía tan bien podía ser tan desagradable, en realidad?

Se sonrió, con ironía maliciosa.

-Es justo como ella -se dijo-. Muy dulce por fuera, pero seguro es una arpía manipuladora por dentro, amarga y letal.

Si con esa carita de ángel fue que logró convencerme de entrar en su cirquito... lo que no me deja muy tranquilo, es no saber qué hacer ahora. ¿A qué están esperando?

Por alguna razón, tuvo problemas en dejar la botellita en su lugar. Pero rápidamente estuvo fuera de nuevo, y los olores de la ciudad le hicieron olvidar su pequeña y nueva obsesión olfativa.

Llegó a su casa, se tiró en el sillón y quitó los zapatos. Lo mejor de su trabajo era que, cuando terminaba el turno, terminaba todo. Podía llegar a casa tranquilo y sentarse en el sofá, prender la tele y ver alguna película o leer algún libro. Últimamente estaba leyendo estudios sobre las formaciones militares más famosas de la Antigüedad. La precisión de los detalles era algo digno de un aplauso, porque casi todo era tal como lo recordaba de sus años al frente de cuantiosos ejércitos. A veces, dormía una siesta en el sillón, hasta la hora de cenar.

Podía decirse que su vida era bastante aburrida, pero era la vida que tenía y que le gustaba. Era una existencia pacífica de vez en cuando cortada por la adrenalina de una buena cacería ocasional. Simple, puro.

Cenó un pote de fideos instantáneos mientras veía las noticias, algo que por lo general no hacía, pero le dio un poco de curiosidad, por si había ocurrido algo sospechoso. Los humanos malinterpretaban la información, pero con lo que él sabía, tal vez pudiera sacar algo más en limpio. No supo bien por qué de pronto quería estar más atento. Pero se sintió extrañamente satisfecho consigo mismo por eso.

Fue a la cama con un gran libro de historia militar en los brazos, y se durmió arrullado por el olor dulzón del puesto de la señora March a unos metros de su ventana abierta. Ni pensó en que uno de esos olores era el que su nariz había buscando sin darse él cuenta de ello.

-o-

Broom meditó que estaba viejo para esas cosas, decididamente, y le urgía ser reemplazado por otro Héroe pronto. Se llevó una mano a la frente, con los ojos muy abiertos. Había visto cosas peores, pero pocas le habían provocado tanta repulsión como ese cadáver medio masticado y medio vestido, tirado en la calleja. Quedaba poco más que huesos, algunos órganos desparramados entre bolsas de basura destrozadas y desperdicios de todo tipo. Una túnica, desgarrada, ensangrentada y sucia. Poco de humano se podía observar. Le parecía que esa clase de cosas no sucedían, ya que hacía años que no se encontraba con un escenario de esas características, pero...

¿Cuántos monstruos quedaban en el mundo, capaces de hacer algo tan horrible?

Porque estaba claro que el sujeto había sido medio devorado.

El asco le llevó a cerrar los ojos, y tragar saliva con fuerza.

Se apartó un poco, y aceptó el paraguas que uno de sus subordinados le sostenía sobre la cabeza, para que no se mojara. Como si no estuviera empapado ya. La lluvia era intensa, y estaba lavando todos los olores. Por eso los humanos aún no habían descubierto el cadáver, aquel rincón de la ciudad era poco transitado y estaba lleno de fábricas a medio desmantelar. Las sirenas del puerto se oían con claridad aún a través de los truenos. Era un día gris, que tendría una noche muy oscura, terrible.

Para Broom, el día acababa de oscurecerse del todo.

-¿Cuánto tiempo lleva muerto? -preguntó, con impaciencia.

-No mucho más de dieciocho horas. Lo que les pasó, les sucedió a todos a la vez. -explicó Jerry, el ofídico de mediana edad que había llegado primero a la escena del crimen. No fue casualidad que lo descubriera, el Panteón tenía ojos por todos lados, pero aquel reporte llegó directamente de uno de sus vigías, quien había captado el intenso rastro de calor de un monstruo desconocido en uno de sus recorridos. Les llevó tiempo dar con la escena del crimen, a la bestia aún no la habían encontrado-. No hay más huellas de calor ni tampoco de olor, me temo que la lluvia se llevó casi todo lo que podíamos detectar aquí afuera, y no estamos en condiciones de hacer un seguimiento; pero allá adentro -señaló detrás de sí con el pulgar, hacia una puerta herrumbrada de la fábrica, abierta de par en par- hay varios cuartos en estado calamitoso. Creo que han mantenido algunos seres en cautiverio. Hay mucho trabajo aquí, jefe, y muy bien organizado. En un cuarto encontramos armas, provisiones, documentos... químicos, polvos, piedras, hierbas, ingredientes mágicos. Era el escondite de un alquimista, o de algún tipo de hechicero. No puedo ni acercarme. Intentaré descifrar a la criatura, pero mi lengua no dará a basto. Necesitamos perros entrenados.

Con ese «perros entrenados», Broom supuso que Jerry se refería a los licántropos de Acontes, una de las fuerzas híbridas que el Panteón no controlaba totalmente pero con la que se podía contar de vez en cuando. Los ofídicos, con sus lenguas bífidas, podían percibir rastros de calor como si fueran olores y eran buenos rastreando, excelentes; pero servían más en misiones de ataque, donde los objetivos móviles y vivos estuvieran efectivamente, vivos y calientes. Una debilidad que los rastreadores licanos solventaban. Realmente, como decía un antiguo dicho del panteón: todo híbrido es tan extraordinario como sus debilidades.

Los hombres-serpiente (ofídicos, en lenguaje técnico) eran descendientes de la Medusa. Y además de rastrear haciendo uso del calor corporal, tenían huesos con doble articulación, excelente movilidad en el agua, fuerza y agilidad superior, muchos de ellos, incluso, eran venenosos.... Pero podían tener fuertes problemas en la piel por sus constantes cambios de muda, y algo en sus cerebros los hacía tener un muy fuerte instinto de caza y autoprotección. Por eso, podían ser muy peligrosos y de control del carácter.

Hasta Jerry, en su juventud, se había metido en un par de problemas, pero ya había conseguido limpiar su conciencia después de muchos años como centinela. De hecho, estaba en la misma situación de Broom, los dos habían hecho los requerimientos para pedir reemplazos. Jerry se irían en unos meses, después de entrenar a algunos otros rastreadores con capacidades acuáticas. Sin embargo, a Broom le habían dado largas por semanas. Decían que no sería fácil encontrarle reemplazo.

Pero estaba más que seguro que necesitaba retirarse. Estaba muy cansado, después de un par de días terribles. Primero, el asesinato de David Stiga, del cual no se estaba haciendo cargo, pero sentía presión porque su jefa lo hacía personalmente, y eso casi nunca lo hacía. Luego, el rastreo en las hediondas alcantarillas del vulcánico que había secuestrado a una semi-driade y matado a por lo menos tres humanos más. Y ni siquiera pudo él darle fin a eso, porque Atenea pidió ser ella la que lo ultimara. Broom solo se hizo cargo de varios requerimientos para el seguimiento de la situación, burocracia... Y cuando por fin creyó que podría descansar lo suficiente, encuentran otros muertos, un laboratorio alquímico ilegal y una fiera suelta.

Broom hizo una mueca, y se dijo que no debía negarse a la posibilidad de nueva ayuda, lo que pasaba es que casi no conocía a los lobos de Acontes. Había aprendido, en sus casi doscientos años como héroe, que el tipo de ser que fuera alguien (humano, híbrido, divino o cualquiera mezcla extraña entre ellas), no era un total predictor de la personalidad. Prefería trabajar con seres que conocía de hace mucho o venía con muy buenas referencias. La manada de Acontes no era lo que se decía problemática, pero casi no les conocía porque insistían en ser muy cerrados en su círculo.

-... entiendo -dijo Broom, con el paraguas en la mano, medio protegiéndose él y Jerry. Caminaron hacia la puerta. Otros dos de sus centinelas (una joven osa sin convertir y un muchacho de piel cetrina) ya estaban dentro del laberinto de pasadizos, explorando. Él habló al de mayor rango-. ¿Ya tenemos a alguien que rastree las energías?

-Está terminando de escanear el área y las habitaciones que estuvieron ocupadas -le respondió la osa.

-Bien. Gracias por ocuparte de todo en lo que llegaba.

-No es nada.

Broom entró por la puerta descascarada, y el horrible olor de la podredumbre y el hacinamiento le hicieron fruncir la nariz otra vez. Si fuera un licántropo, estaría revolcándose por el suelo del dolor, quizá. Tenía entendido que los olores en extremo agresivos, para las narices muy sensibles, eran como patadas en la espina.

Revisaron uno por uno los cuartos que sabían que estuvieron ocupados, y los que parecían celdas.

En varios hallaron cadáveres de seres indefinidos, que no identificarían hasta que no les hicieran los estudios correspondientes. Pero la presencia de restos de colas, melenas, más de dos brazos y huesos extraños ya les dieron la pauta de que no eran precisamente personas.

-... por el amor de Gea, ¿Qué hacían en este lugar? -masculló el centauro, mientras se movía por el pasillo.

La muchacha osa los guió por un intrincado laberinto apestoso hasta desembocar en un salón largo, donde se podía ver una caldera. Era la sala de máquinas, y se notaba que también el estudio privado de alguien. Una puerta salida de sus goznes, más allá de un pasillo, les dio la pauta de que uno de los monstruos aprisionados había escapado y muy posiblemente, matado a todo el mundo. ¿Estarían muertos TODOS los otros seres? Broom podía oler todo tipo criaturas, pero con imprecisión. Reconocía, además, la sangre humana cuando llegaba a sus narices. Horrible. Intentó no perder la compostura, porque aquel sitio tétrico empezaba a afectarle. ¿O eran los polvos en el aire, residuos de poder del hechicero que le estremecían? Broom siempre se había creído muy sensible, y ese lugar le daba escalofríos de verdad. La gente que tenía alguna sangre de caballos divinos presentía las tempestades de todo tipo.

¿Y si el sitio había sido sellado con hechizos de terror, para espantar a los visitantes indeseados? Lo consideró un momento, pudo ser para mantener alejados a los humanos no acólitos.

-Esto no me gusta. -por fin verbalizó la sensación que había tenido desde que llegó ahí-. ¿A qué clase de monstruos mantenían encerrados aquí? ¿Para qué?

-No sé para qué era lo que estaban produciendo, pero sí les tengo algo útil -dijo otra mujer, acercándose. Tenía cabello negro, lacio, y piel oscura, pero sus ojos relucían en dorado. Se quitó una capucha de terciopelo negro, revelando su rostro de belleza inmaculada. Era una sacerdotisas de Delfos, de las que solían trabajar con el IMI. Estaba encargada de rastrear las energías residuales-. Dos de las auras, las reconozco. La humana con gran poder y habilidad para la magia, es la que pertenece al cuerpo que encontraron afuera. La otra, es más difícil de definir... -su ceño se frunció y paró de hablar un instante. Luego, pareció darse a la idea de que no iba a encontrar las palabras justas en ese momento, y dijo-: pero estoy segura de que fue ligada a la magia de la primera aura, y que las dos participaron en el asesinato de David Stiga.

Broom sacó en seguida su teléfono celular, se alejó un poco e hizo una llamada. Todos creyeron que estaba hablando con Atenea, pero esa sería la siguiente que haría. Solo quería avisar a su esposa que lo más seguro no llegaría la celebración de cumpleaños mensual a los nietos...

-o-

-¡Maldita sea! -dijo Minos, entre dientes.

Debió haberlo imaginado, tener un día completo sin que algo se fuera al Tártaro, era como pedir que lo hicieran un Doce Grande. Y eso que el día había empezado muy bien. Había pasado la noche recuperando el tiempo perdido con una de sus hembras, y al día siguiente, tuvo una mesa llena de comida en un lado, y vino divino del otro. Luego, se tomó un baño relajante con su cabeza al aire, y casi que estuvo totalmente recuperado de varios días de misiones.

Ese fue uno de esos pequeños momentos en que era consciente que la vida que tenía no era la mejor, pero que no estaba del todo mal en ella. Aunque eran miles de años de tanta mierda; al menos no se encontraba en un maldito laberinto, viviendo y pensando como un animal... No, estaba tomando un baño después de haber pasado una noche de sexo gratis, comido y tomado lo necesario. Habían momentos en que se era consciente de la existencia, y que se vivían buenos momentos en ella.

Salió en su vieja moto apenas anocheció. Debía hacer una pequeña visita al alquimista que estaba haciendo nuevos híbridos para su señor. Solo tenía que presionarlo un poco, amedrentarlo y pedirle resultados, nada del otro mundo. Luego iría a un bar donde sabía que estaría un Oniros prestamista, con el que podía conseguir dinero para hacer apuestas en las luchas próximas. De hecho, tal vez usaría un poco en el mismo local: jugar pool o póker en un bar de Dionisios era una experiencia muy gratificante gracias al ambiente del lugar, y mucho más barato comparado con los otros placeres que, se juraba, no iba a usar esa noche. Todo planeado, y estaba de tan buen humor que se emocionó con el plan... Hasta que vio, cuando iba a doblar hacia el laboratorio, la primera señal de que algo lo había jodido todo.

Para el ojo de un no creyente, la mujer que estaba de pie en la esquina de la acera solo esperaba un taxi, y el tipo al otro lado, simplemente estaba fumándose un cigarro. Pero para Minos fue evidente que la mujer tenía un sable delgado escondido en los pliegues de su pantalón; y el otro tipo no solo no tenía el cigarro prendido, sino que era un cíclope centinela que él conoció en sus días de juventud. Algo del panteón había pasado cerca de ahí, y los dos estaban haciendo guardia en esa entrada para que los no iniciados no llegaran a presenciarlo. Al enfocarse, pudo sentir ese «no se qué» que repelía de ir hacia esa dirección. Los humanos tenían esas cintas amarillas para alejar a las personas que no debían entrar en ciertos lugares, el panteón tenía hechizos psicológicos. La cosa debía de ser grande, y lo único grande en ese destartalado lugar era el laboratorio del hechicero que trabajaba para ellos.

Después de dar su juramento, Minos subió la velocidad de la moto, se dejó ir un poco más en la corriente del tráfico, y aparcó unas dos manzanas más allá. Luego, se bajó y fue a pie a ver la zona y buscar información. Sabía que no era la mejor idea, pero si iba a donde su señor a darle la noticia sin saber más, iba a recibir un tremendo castigo.

Había otro par de centinelas en la acera de otra avenida que daba hacia el edificio donde estaba el laboratorio del alquimista. Se dio cuenta de que el ofídico miraba directamente hacia él, y había sacado su lengua para analizarle. Como reacción a un subidón de adrenalina, Minos se metió en un inmueble. En el recibidor del viejo y barato edificio de departamentos, un humano viejo y panzón dentro de una cabina le decía que necesitaba saber quién era, pero Minos hizo como que no lo oyera y fue a las escaleras. El tipo no le siguió, aunque no le extrañó. Los humanos tienen un fino instinto para saber cuando no acercarse. Subió los cinco tramos de escaleras y, en el último piso, dio con la puerta trampilla que daba a la azotea. Tuvo que romper la cerradura con sus manos para poder abrirla, y ya afuera, con el aire muy frío en la piel, se sintió libre. No le gustaban los espacios cerrados.

Miró hacia el edificio donde estaba el laboratorio, y sintió la necesidad de quitar la vista. En verdad que el hechizo era poderoso. También, pudo ver que habían búhos y lechuzas en la azotea de ese lugar y en el aire, y cinco personas más en las azoteas contiguas...

-¡Ey! ¿No puede...? -la voz de un hombre iba hacia él, y el sentir de un algo no humano lo hizo devolverse rápidamente.

Sin pensar en nada más, bajó hacia la salida del edificio, con el latido del corazón en las sienes y la sensación de que su cabeza quería salir de la prisión «humana». Estaba casi seguro de que el centinela no lo estaba siguiendo, pero no se sintió a salvo hasta que estuvo afuera, con el aire más accesible para ser respirado, y llegó hasta su moto.

Las azoteas también estaban tomadas, la custodia del lugar era más riguroso que lo común. Pensó solo por un instante en llamar a su señor y decirle la información, pero un retortijón en el estómago le dijo que era mejor buscar información de segunda mano. Conocía un par de personas que podían encontrar respuestas de lo qué había pasado en pocas horas, antes de que se hiciera público por El Mensajero alado, el periódico Olímpico. Una más colorida maldición salió de su boca, y frustrado con el tráfico, Minos se metió solo un instante en la acera para poder dar la vuelta a gusto. ¡Ahora tendría que usar el dinero del prestamista para comprar información! Esos malditos ex IMI o ex sirvientes de Delfos, podían ser unas apestosas sanguijuelas.

-... Mueve tu culo, Minos -la voz y la sensación del aura de su señor llegó tan de repente a su cabeza como siempre lo hacía. El minotauro perdió equilibrio y pegó un hombro con una vagoneta. Eso lo hizo rebotar y caer a la cuneta, con la moto sobre una de sus piernas. Se dio cuenta de que la gente empezó a acercarse, y que el dolor en la pierna y la espalda aquejaba su cuerpo, pero en su mente, solo podía seguir sintiendo el aura de su señor, que hablaba muy airado de algunas protecciones-... frígida puso a todos sus héroes alertas! Se va a hacer más difícil jugar, ¡tengo que tener al equipo del siguiente golpe para ya!

«No sabe lo que sea que le pasó al alquimista» fue lo que pensó Minos, aliviado. Les gritó a los humanos que se hicieran cargo de sus propias vidas, se puso en pie y montó de nuevo en su moto. Su señor seguía despotricando sobre él, pero estaba acostumbrado. De lo que se extrañó, fue de que terminara sus gritos diciendo:

-... ¿Sabes qué? ¿Por qué tienes que ser el único que se divierte? ¡Me haré cargo yo mismo de golpearla donde ella no lo ha visto venir!

Y el sentir que su aura le acompañaba, se fue. Minos se sintió físicamente aliviado, tanto que no le importaba el dolor de las heridas sin importancia del accidente que había tenido. Se concentró en subir la velocidad para llegar donde el Oniros, y tratando de no pensar en que posiblemente, terminaría en el Tártaro cuando todo eso terminara...

(ÚLTIMA PARTE POR AQUÍ) 

cuento, olímpicos, tipo: supernatural

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