CAPÍTULO 7, parte final
Hermes estaba seguro que era el dios más activo de todo el panteón. Sí, también admitía que era el que más se divertía de los Doce Grande. El infantil y travieso que nadie entendía como había llegado ahí y, sobre todo, conseguir seguir en esa posición. Hermes, personalmente, creía que era porque le encantaba y no había nadie como él para hacer bien su labor... Y porque prestar sus poderes de teletransportación a los dioses mayores le hacía tener un gran acolitaje, pero a veces le gustaba jugar a idealista, y prefería pensar que la razón era la de su gran cariño a su función.
Y se recordó eso para no perder el buen humor cuando oyó a Poseidón, Hades y Démeter en su cabeza que, en menos de cinco minutos, pedían muy demandantes a por sus servicios. El primero, que necesitaba para ya una encomienda de magia limpiadora; el segundo, le pedía que fuera al inframundo para buscar un recado que debía dar en mano a Hefesto (¡Genial! Con lo que el vulcánico lo quería... Quemar lentamente con sus propias manos. Ser el padre de varios de los hijos de Afrodita durante milenios, no había afianzado mucho su relación) y Démeter que le pedía, ella sí con un poco más de cortesía, que se fuera una temporada al Tártaro por haberle gastado una broma inocente en uno de sus templos.
Pensó en que podía matar dos pájaros de un tiro (se sonrió con esa idea, así de fácil era que algo le hiciera gracia) al ir cerca del Tártaro para buscar el recado de Hades. Lo tenía mal acostumbrado al dios de la muerte, pero Hades no podía salir al mundo humano, y eso hacía que Hermes sintiera mucha lástima del pobre tipo, además de que sí se sentía realmente necesario como mensajero en una época en que existía internet y los teléfonos celulares, además de la telepatía por acolitaje, claro... Sin embargo, todo eso y más lo haría después de terminar con ese recado.
-... necesito que también los clasifiques por pureza, Hester -decía Atenea a una de sus sacerdotisas.
Estaban en la colección restringida de una biblioteca en Uruguay, un templo disfrazado de Atenea. Además de estanterías con todo tipo de libros, más que todo enormes volúmenes escritos a mano, habían varias computadoras y scanners. Y, aunque había silencio, varias mujeres trabajaban en con denuedo por doquier. Estaban digitalizando la biblioteca, una tarea que no debía muy divertida que digamos... Por ese tipo de cosas, es que a Hermes prefería con mucho su función.
-¡Las pizzas están aquí! -gritó él, y el silencio en el recito cerrado hecho con mármol era tal, que oyó eso mismo unas siete veces.
Atenea le miró y negó. Fue hacia él, mientras su sacerdotisas le miraban con cierto interés.
-Y usas «pizza» como símbolo de... -le preguntó, llegando a su altura.
-Nada -apareció varias pizzas en el suelo a unos metros- son pasadas las cuatro, creo que ellas pueden comer algún aperitivo, ¿no? ¡Coman, hay hasta vegetarianas...! ¡No ofendan a un dios mayor! -gritó entonces, como si se comunicara con una persona a veinte metros de distancia.
Todas miraron hacia Atenea, y ella les hizo un ademán muy amable con la mano diciendo que podían hacerlo, mientras Hermes les aparecía también algo para tomar, vasos y platos... Hasta servilletas. Las mujeres, con cierta emoción y hablando entre sí, aceptaron gustosas el regalo.
-Si recordara ese dicho sobre el pueblo, el pan y la diversión, lo diría en este momento. -comentó Hermes, con una sonrisa amable.
Atenea negó un poco más ampliamente, condescendiente, y se acercó un paso más a él para susurrar:
-Gracias. ¿Ya puedes decir el mensaje verdadero?
Hermes hizo que lo pensaba, y finalmente dijo:
-Aunque no lo creas, no me gusta que me tomen como la vieja de patio de la familia. Dicho esto, ¡vamos a lo jugoso! -sonrió, se acercó un poco más a ella, y se sentó a indito en el aire, con los brazos en su regazo. En su mirada, había una diversión e interés muy despierto-. Estuve oyendo por ahí que hubo alguien más preguntando sobre el caso. Imagino que ya sabes que encontraron a la mantícora que mató a tu Stiga... -al ver que Atenea frunció el ceño, sin entender, él sonrió y se dio a explicar- Bueno, realmente, que encontraron su sangrante rastro ayer.
-Sí, leí el informe preliminar hace unos minutos. Se encontró al que parecía su creador, muerto en el mismo asentamiento de Canadá en que fue asesinado David. Los dos rastros de energía, la mantícora y el alquimista, estaban en la escena del asesinato de Stiga. Broom está buscando a la mantícora en este momento y su gente, el historial del hechicero que era uno de los del panteón egipcio convertido a nuestra religión hace unos tres años.
Hermes asintió, y siguió:
-Después de tu resumen de serie televisiva sobre el caso, a lo importante: Creo que tengo quién es tu tercera aura con el pelo de váquico.
Atenea le miró, expectante. Y Hermes sonrió y se movió un poco en su sitio, emocionado.
-¡Minos!
Lo dijo como si fuera la sorpresa del día, y miró con una gran sonrisa a su medio hermana, en espera de una buena reacción. Pero Atenea solo entornó sus párpados, y algo desilusionada y cortante, replicó:
-Tendrás que ser más específico. Ese nombre es el «Jonh Smith» de los váquicos masculinos.
-¿Crees que te vendría con eso de -hizo una voz graciosa al decir- es un tal Minos? No, es EL Minos.
Atenea dio un pequeño respingo, que hasta dejó de pensar en varios asuntos a la vez, y la voz de algunos acólitos entraron en su mente sin poder «filtrarlos»... Sin embargo, se logró controlar al instante, le dijo amablemente a una sacerdotisa que le preguntaba con señales que no quería pizza y, luego, miró a Hermes después de pensarlo un poco. No habían razones para que Minos empezaron una agenda contra ella y sus héroes, no a simple vista. A menos que...
-Minos es del séquito de Ares...
Hermes, muy serio, asintió.
-Eso es decir poco, Ati. Minos le pertenece a Ares. Hace como ¿un siglo, setenta cinco años? Minos estaba en lo peor de su adicción y le debía mucho a Ares, y no pudo pagar a tiempo. Desde ese entonces, nuestro querido medio-hermano prácticamente lo hace como le da la gana.
Atenea miró hacia alguna estantería. En su mente, empezó a reunir todas las evidencias de los tres casos que sentía vinculados, toda la historia bélica entre ella y Ares, el acuerdo de paz y las cláusulas en él, los posibles asesinos en cada caso y sus biografías... Debía saber donde estaba parada para poder dar con una buena estrategia. A la vez oía lo que Hermes le decía, teniendo, cosa extraña en él, el buen tino de hablar sinceramente serio:
-Dicen por ahí que Minos ha sido visto con el egipcio varias veces y estuvo preguntando por lo que sucedió con él anoche, algo en lo que gastó mucho dinero. Además, en las últimos meses, las malas lenguas dicen que ha estado en trabajos misteriosos para Ares. Por lo que estuve preguntando por otros lados sobre él, y supe que Minos estuvo unos días en el sur de Oceanía y entre su llegada e ida, se estima que fue la muerte de tu amazona...
-Lita Forte -lo corrigió ella. Había recordado el estado en que encontraron el cuerpo de la amazona, semanas después de haber muerto por tortura, y se sintió indignada de que Hermes no recordara su nombre-. ¿Algo que lo conecte con la muerte de Seamus McCleary por el disparo de un francotirador? -Atenea sabía que no era una de las habilidades de Minos, pero tuvo que preguntarlo.
-No... -hizo memoria- Pero creo estuvo en un bar de Dionisios cuatro o cinco días seguidos por ese entonces, como si le hubieran pagado mucho por un trabajo. Pero no es nada poco común en adictos. Ya sabes como son, están en muchos negocios y en ningunos a la vez, pudo haber conseguido dinero hasta robando a un no-iniciado. -Hermes se encogió de hombros y continuó-. Lo que más te interesa, es que se dice que está reclutando un grupo para un trabajo grande, y sé donde estará dentro de unas horas... Puede que quieras ir a por él antes que ataquen de nuevo.
Atenea negó, frustrada:
-No. Si lo hago, caerá solo Minos. Ares, que es la parte intelectual de esto, -sonrió con sorna, poniendo en duda con su expresión que hubiera algo de intelecto en su medio-hermano-, no sería castigado por romper el acuerdo de paz. Y si yo lo ataco directamente, seré la que lo rompa... ¡Ese maldito! -lo último lo dijo muy airada, y con la voz más baja.
Hermes tuvo que darle la razón. Por más que hubieran nuevas leyes, el panteón seguía siendo un nepotismo. Lograr que los dioses menores, híbridos o humanos no fueran castigados por ciertas afrentas a los dioses mayores o medianos; era algo en lo que se había avanzado mucho. Sin embargo, castigar a dioses mayores por delitos de cierta gravedad, era una materia en la que iban muy rezagados, por decirlo en palabras muy suaves. Minos podría jurar y perjurar que Ares le daba órdenes; el dios de la guerra lo negaría, recuerda que es un Doce Grande con miles de años sirviendo al panteón, se convierte en un tema de a quién le creemos más y Minos termina castigado solo, y el caso archivado como un dato curioso en la biografía de Ares.
Atenea tenía que ir con pruebas y testigos muy poderosos para que el juicio falle a favor de ella. Hermes dio un suspiro, aliviado de que esa no fuera su función, y hasta algo melancólico por los tiempos en que simplemente, Atenea iría a darle una buena tunda a Ares... y luego, se lo pensó mejor. Ese tipo de cosas casi siempre terminaba en una guerra entre ellos dos y sus ejércitos; justo lo que querían evitar con el acuerdo de paz que Zeus, Temis y Astrea, prácticamente los mandaron a hacer. El mundo era más aburrido desde ese entonces, pero el contar con más vidas de acólitos por ello, lo compensaba.
-¡Hermes! -él la miró, y se dio cuenta de que había perdido la concentración en sus pensamientos en vez de oírla- Que si sabes algo del Cinturón de Hipólita y el Vellocino de Oro.
-No, no han aparecido en el mercado divino, sino, ya los habría comprado con un alias.
Atenea asintió, y mirando hacia el suelo, pensativa, siguió:
-Voy a ir yo misma ¿Dónde estará Minos?
-Se llega por medio del Templo a Hércules en Boston, pero no es precisamente ahí. Yo te llevaré cuando sepa mejor como se debe entrar, pero eso sí, sino lo vas a encarcelar necesitarás por lo menos un disfraz. Lo siento, eres muy... Atenea para esos lugares.
Ella le miró con una sonrisa divertida y peligrosa, e hizo un ademán con la mano, quitándole importancia.
-No eres el único que tiene habilidades en el espionaje, no te preocupes.
Hermes la miró sin creérselo del todo, pero subió sus hombros, relajado:
-No lo hago, no estaré ahí para ver como terminan las cosas. Y eres Atenea, claro -se apresuró a acotar.
Ella relajó el semblante, miró hacia las sus sacerdotisas de varias edades y contexturas, pero todas vestidas con el antiguo «uniforme» del vestido blanco y vaporoso, comiendo pizza y hablando amigables entre sí. Su mente seguía analizando claro, y ya tenía trazada la línea que iba a seguir. Espionaje, y esperar ser testigos de la orden de Ares para que Minos y su grupo atacara a uno de sus héroes. Tendría que pedir ayuda a Hefesto para conseguir aparatos mágicos o electrónicos, y a Mnemosine, sino conseguía que los únicos dos guerreros con grandes poderes mentales que eran de su séquito, pudieran ir con ella a esa misión...
-Doy por hecho que no irás sola ¿A quién vas a llevar contigo? -la pregunta de Hermes la tomó por sorpresa. Atenea había dado por hecho que iba a despedirse e irse, como siempre.
-Tengo un par de héroes... Sino pueden hoy, iré yo sola o con alguien del IMI.
-¡Estás de suerte! Yo tengo un héroe que está libre y puede ayudarte hoy mismo. Ya has visto que su nariz sirve de mucho y...
Atenea negó, realmente sorprendida:
-¿¡Licaón!? ¿Hablas en serio? ¡No está ni medianamente entrenado!
Hermes rió con la boca cerrada.
-¡Pero si mi Lassie siempre lo hace en el váter!
Atenea rodó los ojos e hizo a ir donde sus sacerdotisas, pero Hermes voló al frente de su medio-hermana, y siguió haciéndolo aunque ella no dejara de caminar hacia ahí, como si él fuera invisible.
-Hablo en serio. Te puede ser de mucha ayuda, con él, es casi seguro poder entrar dentro de la misión. Solo oye los que ya se saben que son parte del grupo de Minos: un hijo de Hélix, dos hijos de la luna menguante, un hijo de Acontes... Una osa y Minos, pero los otros son los importantes.
Atenea dejó de caminar y le miró a la cara, interesada. «Hijo de...» era como los híbridos de misma especie pero de diferente manada, se llamaban entre sí. Entre los licántropos habían varias manadas, cada una conformada por un hijo de Licaón y su descendencia, nombradas según la cabeza de la familia. Hélix y Acontes eran dos de las seis manadas cuyos alfas seguían vivos. De las demás, algunas habían terminando siendo poco más que animales rabiosos hacían centurias, y ya casi estaban extintas; otras, eran un cúmulo de sobrevivientes de manadas cuyos alfas muy posiblemente habían muerto en las guerras entre licántropos o híbridos. Esas eran las cuatro manadas con los nombres de las diferentes fases de la luna.
Las diez manadas licántropas actuales, la gran mayoría, no se llevaba bien entre sí. Tenían caracteres y algunas tradiciones diferentes; además de mucha historia bélica detrás. Tener una cuadrilla de lobos de tres diferentes manadas era todo un problema para una misión, sino tenían a alguien que ellos pudieran tomar como alfa y del cual respetaran sus decisiones.
… Y Licaón era el alfa supremo de toda la especie... Atenea se dio cuenta de que Hermes sonreía, estando seguro que ya le había conseguido su primera misión a su protegido.
-Tengo que ir a ver a Hades, a Poseidón y Dionisios me espera para una competencia de chupitos... Te llamaré para cuando pueda llevarles a las luchas clandestinas esta noche. Espero que estén los dos listos para ese entonces.
Atenea le sonrió apenas.
-Dime la verdad, Hermes, ¿Cómo le haces para encontrar esa información?
-¡Oh, no te lo diré! Vas a querer meterme de espía en cosas peligrosas y, querida, sigo vivo después de tantas guerras no por mi valentía, sino por saber en qué no meterme. Creo que te encantará la de doble queso y hongos. ¡Hasta luego, querida hermana mayor!
Y desapareció, pensando en que no había sido del todo sincero con Atenea. A veces, se metía en cosas que realmente eran peligrosas, pero de las cuales no podía salirse. Como en ese enredo hecho por Delfos y con el que él debía saber jugar. Solo esperaba, ahora con un poco más de esperanza, que Licaón estuviera a la altura de las circunstancias.
-o-
Para el cuarto día sin noticias de Hermes o Atenea, Licaón ya se había olvidado de Hermes.
Pero no de ella, obviamente.
El sueño en el que revivía su caída más grande se repitió otras dos veces, y en ambas ocasiones se encontró respirando con agitación el aire frío de la noche, en su balcón, antes de poder calmarse del todo. Al principio no había entendido por qué volvía a tener ese sueño, ese recuerdo, más bien; pero en el pasar de los días se convenció fehacientemente de que era por culpa de ella. De Atenea. No podía ir a ninguna parte donde algo oliera ligeramente a vainilla, porque se descubría pensando en esa mujer, y cada centímetro de su cuerpo se tensaba en una forma muy rara de ansiedad. Y le asaltaban memorias de su pasado, de tiempos que sí podía recordar, cosas horribles. Ella le despertaba cosas que creía que ya estaban olvidadas, destruidas, aplastadas, que ya eran parte de su viejo ser, instintos de animal que no quería sentir. Porque intentaba convencerse de que había dejado a la bestia atrás, pero cada vez que algo olía a vainilla, la bestia bramaba dentro de él, reclamando acción.
Batalla, sangre, violencia, ¡GUERRA!
Era extraño, e inusual. Se sentía enjaulado dentro de sí mismo, ansioso por salir.
No sabía si la tarea que Atenea le encomendase sería difícil o fácil, si sería arriesgada o no, o si ella volvería a verlo pronto, pero...
Sólo quería que sucediera algo, y al mismo tiempo, no quería. Qué locura.
El segundo día, no pasó nada. El tercero, se levantó menos ansioso pero trató de evitar lugares donde pudiera encontrar ese olor, por lo que desayunó en casa con las ventanas cerradas. Y al cuarto día, ya estaba de buen humor otra vez. No tener noticias de nadie, como si todo hubiera sido un mal sueño, era un aliciente. De hecho, la idea de creer que había sido todo un mal sueño, ERA LO MEJOR.
Entonces, ¿Por qué demonios la recordaba cuando se comía una magdalena?
Ese cuarto día salió de casa más tarde de lo normal, veinte minutos antes de la hora de entrar a trabajar. Puso el estéreo y cantó en voz baja dos o tres canciones mientras conducía, contento. Era una buena mañana, no tuvo pesadillas la noche anterior ni tampoco parecía que fuera a ser un mal día, excepto por la lluvia. Lo bueno de la lluvia era que aplacaba los olores, así que si pasaba por el centro no olería a pan y bizcochos recién hechos, y a vainilla, y eso le hizo sonreír. Recibió la carga del día y lo controló todo con el I-Pad mientras los operarios del depósito subían los paquetes al vehículo. Una de las empleadas de administración se acercó a hablar con él, una chica simpática. Pero no consiguió tampoco el objetivo de invitarlo a salir, ni siquiera cuando el grupo con el que irían después de trabajar era grande.
Aquel día era viernes, y a Licaón le apetecía más salir a cazar que a beber.
Siempre preferiría cualquier cosa antes que ir a un bar.
No le extrañó escuchar, con su oído súper-sensible, que entre el personal femenino (y una parte del masculino, por supuesto) cada vez se sospechara un poco más de su inclinación sexual. Y eso le hizo reír. Si esa gente supiera que su sexualidad era lo último de lo que se tenían que preocupar...
Realizó el recorrido sin tropiezos, almorzó solo en la camioneta del reparto y retomó la actividad por la tarde. Era día de pago, así que marcó su tarjeta de salida a las seis y cuarto de la tarde, con una lluvia del demonio y unos relámpagos bastante poco amigables. Fin de semana, libertad, por fin. Compró algo de comer en el camino y llegó a casa, empapado. Entró muy rápido a su departamento y le echó llave a la puerta casi sin mirar, mientras dejaba la bolsa con la comida sobre la mesada. Estaba ansioso por cerrar todo, cambiar de pelo y salir por la escalera de incendios, cuando... Sintió algo que había estado esperando y temiendo, además que unos golpecitos en la puerta, algo tímidos.
-¿Lance? ¿Estás en casa?
Él apretó los dientes, dándole la espalda a la puerta. Entre una cosa y la otra, prefería con mucho hablar con la mujer que acababa de llamar a su puerta.
Layla, la vecina de casi-al-frente. No se sabía muy bien qué hacía ella de su vida, pero tenía tres hijos, el mayor un niño de seis años. Y siempre iba por el edificio enseñando sus atributos (largas piernas bronceadas y bien torneadas, cintura de avispa, busto importante y ojos de risueño color verde, ese alborotado cabello rubio y largo... diría que tenía silueta de bailarina, no podía imaginarse de qué clase) con ropa que él habría calificado como “poco saludable” para una madre de tres hijos, pero nunca le había hecho mala cara, más que nada, por los niños. Ella llevaba más tiempo que él viviendo en ese edificio, y de por sí, Licaón ya era el «arregla-todo-de-emergencia» del piso, con eso de que el casero muchas veces no estaba.
Tuvo que abrir. Layla lo saludó con una sonrisa grande y cálida, y el escote preponderante bajo una camiseta de lycra negra.
-Lance, ¡Estás mojado! -se rió ella, y lo miró de arriba abajo- Hola, cariño.
Licaón pudo oler la excitación que la recorrió, trató de no respirar más:
-Hola, Layla. ¿Qué pasa?
-... ¿No tendrás aspirinas, de casualidad? Terry está un poco afiebrado, creo que se va a poner malo en cualquier momento. -comentó ella, y bajó un poco la mirada- Y yo tengo que ir a trabajar, si no voy, mañana no comemos. Mi hermana ya viene.
Licaón suspiró largamente, contrariado.
Esa pobre mujer, Layla (cuyo nombre real era otro, él estaba bastante seguro), le inspiraba lo mismo que una embarazada, una niña, o una anciana en la calle: serenidad, y quizá también ganas de protegerla. A ella y a sus tres críos, que eran tan ruidosos, molestos y le decían «señor» cuando lo veían pasar por el corredor, con esas sonrisas enormes. No sentía otra cosa hacia ella o a sus chiquillos excepto la necesidad de ser condescendiente, de ser servil. Layla no le despertaba ninguna otra cosa, aunque bien podría; la mujer tenía todo en su lugar y muy bien proporcionado, pocos hombres hubieran rechazado uno de sus coqueteos.
Pero Licaón prácticamente no veía nada de eso, él sentía su alma, más bien. Su sacrificio.
-... tengo paracetamol, te va a servir más. -acabó por decir, cuando se acordó.
El rostro de la mujer se iluminó:
- De verdad? Gracias, Lance, te lo voy a pagar de algún modo.
-Sólo es paracetamol, Layla. -gruñó él, y fue hasta la nevera para hurgar en la parte de arriba, sacó una tira de pastillas a la que le faltaba una. Luego, vio la bolsa con la comida que acababa de traer y se preguntó otras cosas. Recogió también la bolsa, y volvió a la puerta-. Toma. No me lo agradezcas, sé que lo necesitan. ¿Los niños ya cenaron?
Ella miró la bolsa y dio un paso atrás.
-Lance, cariño, eres muy bueno, pero si me obligas a aceptar eso, me ofenderé. Me saco la piel de la espalda para que mis niños estén bien. -ella lo miró con cierto aire desafiante, esos ojos verdes un poco entornados-. Sólo aceptaré las medicinas, si quieres dármelas todavía.
-Está bien. Lo siento, es que pensé... como dijiste que...
-Lo sé. Pero no te preocupes. Estaremos bien. -Layla volvió a sonreír y recibió la tira de pastillas, y con un gesto algo atrevido se besó la punta de los dedos y le sopló el beso a Licaón, ahora más feliz-. Estaremos bien, te lo prometo.
«Siempre dice eso, y siempre se atrasa con la renta.» pensó Licaón, cuando cerró la puerta.
Puso de nuevo la bolsa de la comida sobre la mesada, y volvió despacio la cabeza en dirección el living. Estaba oscuro y no podía ver, pero el instinto no le mentía. Estaba en su casa. Oculta.
Su energía divina, además, era demasiado fuerte como para ignorarla.
-Sal a la luz, Atenea. Sé que estás ahí -la acusó, con un gruñido.
Cuando efectivamente la vio, y ella se acercó a la pequeña cocina con los brazos cruzados y esa sonrisita que ocultaba muchas cosas, respiró profundo y se llenó los pulmones con su olor. No era como de vainilla, exactamente, pero tampoco podía clasificarlo del todo; el olor de Atenea era único en su clase, y le provocaba instintos bestiales muy curiosos. Apretó los puños.
-¿Te das cuenta de que te desea? Tu vecina, Layla -comentó Atenea, con paciencia.
-¿Y a ti qué te importa eso? -respondió él, brutal y directo; que hablara de ese tema con tanta soltura, cuando ella no conocía a Layla ni a sus niños, lo puso de mal humor- ¡Ya era hora de que mostraras la cara! ¿Qué pretendes, dejándome tirado así? ¡Pensé que tendría alguna misión! ¿Y qué le pasó a Hermes, que no apareció tampoco? ¿Se extendió la fiesta con mis vecinas?
La diosa de la Sabiduría y la Guerra se acercó, sin mutar la sonrisa de su rostro.
Licaón retrocedió un paso, desacostumbrado a su presencia.
Sin embargo, ella no dijo nada por unos segundos, en tanto lo estudiaba con detenimiento. ¿Eso era cuatro días de incertidumbre? Estaba hecho un guiñapo de tensión. Sin duda, un guiñapo con toda la contextura de un Héroe, la ansiedad era buena señal, quería decir que su voluntad de batalla era muy fuerte y tendría muy buena disposición para las misiones. No haría falta convencerlo con trueques ni con dinero o cualquier otra cosa. Lo miró de arriba abajo, percatándose de que la ropa mojada se le pegaba muy bien al cuerpo. Bueno, no es que no lo hubiera visto casi totalmente desnudo antes, pero no se había detenido a pensar en que Licaón de Acadia era un sujeto macizo y de buena estatura, que le recordaba mucho a otros Héroes de la Antigüedad como Aquiles, Hércules y Teseo, por ejemplo. Tenía todo en su lugar, y no dudaba de que su fuerza física también era bastante impresionante. Para no haber entrenado como héroe en tres mil años, parecía que se mantenía en una excelente condición física. Eso, y que fuera el licántropo más puro, más la ansiedad por acción que se sentía en su postura, la hizo pensar que no era tan mala idea seguir las recomendaciones de Hermes.
Él se quedó muy quieto, con los puños muy apretados. La sonrisa de ella le causaba cosas... malas.
-¿No vas a contestar? -la instó, con un carraspeo.
-Hermes está ocupado, se nos unirá en un rato. Tú y yo tenemos que prepararnos, tenemos que ir a una misión. Ya sabes, un poco de trabajo del Panteón, de ese que tanto despreciaste al principio pero tan ansioso estás por hacer ahora. -explicó ella, y encontró sus ojos azules con esa misma cara de póker, sonriente y decidida. Al verlo fruncir el ceño en una actitud molesta y escuchar el gruñido bajo que Licaón le dio en obsequio, la Diosa añadió, algo indignada-: Oh, lo siento, ¿Tenías algo mejor qué hacer?
Señaló la bolsa de comida con un ademán irónico.
Licaón aspiró profundamente otra vez, llenándose los pulmones con el perfume de su piel, aunque los separaba una distancia de más de dos metros. La seguiría a cualquier parte, si venía ante él con la propuesta de batalla justo en el momento en que más la necesitaba...
-... no. Estoy listo. Vámonos. -aceptó, entregándose a lo que viniera.
- ¿No vas a cambiarte de ropa?
-No creo que necesite la ropa a donde vamos, ¿No es así?
Los dos se miraron, entendiendo perfectamente a qué se refería él. No necesitaba ropa, cuando cubrirse de pelo y desplegar las garras era lo que se esperaba que hiciera.
(Y VAMOS AL SIGUIENTE CAPÍTULO)