CAPÍTULO 14, segunda parte
-... Por lo que pronto tendremos el ADN de la mujer que fue hibridizada, y podremos saber más de la victimiología. Por otro lado, Mnemosine y el I.M.I me dicen que están haciendo avances en encontrar el aura que la mantícora sintió aunque, como saben, eso no es...
-Lo único que oigo -la cortó Hera, con ese tono glacial, muy correcto y que siempre tenía un fino desprecio en el fondo cuando hablaba con Atenea- es «aquel hizo esto, ese hace aquello», y no qué haces tú. ¿Qué te hace irremplazable en esa misión? ¿Por qué tienes que llevarla a cabo tú, en vez de un Héroe?
Atenea le miró a la cara y, de lo fuerte que cerró su boca para no decir algo indebido, le palpitó la quijada.
Desde que Hermes llegó a decirle que los reyes la esperaban, sentía como el enojo y la indignación pugnaban por salirse de su cuerpo con violencia. Y, cuando al llegar a la Sala de los Doce Tronos se encontró frente a su padre, Hades, Poseidón y Hera sentados y esperándola, haciéndole ver que debía comparecer frente a los cuatro; la indignación adolorida afloró más... Y la frialdad neutral para tratar con ellos a la par.
Había estado contándoles los avances de la investigación, respondiendo a sus preguntas y tranquilizándoles al insistir que todo seguía bajo control. ¿Que Poseidón le preguntaba por la situación de los tritones de hielo? Ella le recordó que gente de La Social y un equipo táctico de Héroes estaban haciéndose cargo, y que en situaciones de relocalización se necesitaba paciencia hasta ver que la población esté asentada. ¿Que Hades le preguntó por qué había retrasado varias de sus consultorías con otros séquitos, y no había estado personalmente disponible desde que se fuera de la reunión de los Dioses mayores? Atenea insistió en que esas consultorías no eran mandatorias; y que si temía que sin ellas los séquitos de otros Dioses mayores estarían en problemas, debía llamar a pedir explicaciones a esos Dioses mayores, porque serían ellos los que no estarían haciéndose cargo de su propia función. Por otro lado, le aseguró que su séquito podía hacerse cargo de la seguridad por el tiempo en que ella no estuvo comunicada. Y si hubiera pasado algo de suma importancia, por su acolitaje, lo habría sentido.
Eso y más lo dijo con tono tranquilo, interesado y lo menos agresivo que podía; por más que a su mente afloraban verdades como que Hades y Poseidón solo les preocupaba realmente sus propios «hogares»; que Hera solo había hecho «legal» su necesidad de sangre al haber tomado la función de Némesis como Diosa de la venganza, y que su padre...
-Coordino y analizo toda la información y a los que actúan en la misión, muy parecido a lo que hace padre para con todos nosotros. Eso no lo hace reemplazable, ¿verdad? -le contestó rápidamente a la consorte de su padre.
Hera miró hacia su marido. Por más que la reina era una de las personas más herméticas en su lenguaje corporal que Atenea conocía, había también en ella un algo que traslucía su verdadero sentir con facilidad. Estaba despreciándole, pensando que sí que Zeus era reemplazable, por más que sonreía tenuemente en dirección a él.
-No puedes comparar la función del rey con el de un simple Héroe -dijo finalmente, volviéndola a ver con un fluido movimiento de cabeza.
-No puedes pretender que un Héroe vaya contra un asesino de Héroes, sin ponerse una marca en su espalda.
-Le hemos pedido peores peligros a lo largo de la historia.
-No si yo puedo evitarlo.
Hera se sonrió con burla.
-No puedes evitar ponerlos en peligro, su trabajo lo es por definición. ¿Acaso ahora te pondrás a hacer todas sus misiones por ellos?
-Cállate -exigió Zeus a su esposa. Era muy común que él le hablara así, irrespetuosa y cansadamente.
Hera miró hacia el rey con un brillo peligroso en sus ojos azules. Hades fue el que habló entonces, para calmar un poco los ánimos que habían venido exaltándose, y dijo con su tono serio y sosegado.
-Creo entender lo que sucede y porqué te importa tanto. Sé que esos Héroes te apreciaban mucho, y sé que tú los debes apreciar posiblemente más que ellos a ti. Pero no veo la conexión entre las muertes. Tal vez no sea cosa del mismo asesino, como crees, y deberías dejar que todo fuera llevado como varias investigaciones diferentes.
Atenea miró hacia Hades. Sintió desazón al pensar que el que menos estaba involucrado «en el mundo de los vivos», fuera el que le daba más comprensión. Aunque no le extrañó del todo. Para ser el Dios de la muerte, Hades podía ser muy amable en varias ocasiones, en su seria y algo lejana manera de amabilidad.
Pero Atenea no estaba como para apreciar el buen gesto de su tío, y le habló con más dureza de lo que quiso.
-Gracias por tu compresión, pero esa no es tu decisión.
Poseidón iba a decir algo, muy posiblemente en el tono impaciente que había tenido para con ella desde que Atenea llegó; pero Zeus subió una mano, pidiendo de esa manera silencio.
-Pero sí la mía como tu rey -sentenció.
Zeus, como solía hacer, había estado callado y escuchando muy atentamente en toda la reunión. Y cuando por fin hablaba con ese tono seguro, quería decir que había tomado una decisión, que iba a dar una orden y que se terminaría la reunión sin derecho a protestas.
Atenea cuadró el porte. Realmente, solo la opinión de su padre le importaba y era a él que había dado rendición de cuentas.
Él la miró atentamente, analizándole y como si no quisiera pronunciar lo que pensaba decir. Pero pronto suavizó su rostro y se puso en pie para ir hacia ella. Atenea se sintió tan aliviada, que sintió llegar las lágrimas a sus ojos. Se había estado alistando para discutir con él, por más que a los dos les hacía daño estar realmente peleados. Pero no iba a decistir en su investigación. Había que detener a Ares, y aún cuando no era ni el momento ni el lugar para hablar de sus sospechas, sabía que si hablaba en privado con su padre, lo hubiera logrado convencer. Sin embargo, no tener que hacerlo, la hizo sentir muy aliviada.
-Tienes razón, mi niña. Es tu decisión.
-Gracias, le juro que...
Zeus le puso la mano en el cuello, y la miró a los ojos pidiendo silencio.
-No he terminado. -Atenea sintió un pequeño escalofrío. Él había hablado con cierta impaciencia-. Escúchame y trata de entender mi posición. He visto como, cuando dejas que la muerte de los acólitos lleguen a ti, sufres, te alejas, te enfureces y no quieres que te ayudemos, y eso solo empeora las cosas. No quiero verte pasar por eso de nuevo, y por eso he decidido que vas a hacer esta última misión con ese Héroe que tanto te importa. Si rinde frutos, sigue con ello, pero si no, dale la misión a alguien más. Y te concentrarás de nuevo en los vivos y en los que puedes salvar.
Atrás de ellos, se pudo oír el murmullo de Hera hablando con alguno de los otros dos reyes. Posiblemente, se estaba quejando de la decisión de Zeus. Pero Atenea estaba más ocupada en sentir un vuelco en el estómago, y una desesperación que la hizo perder la firmeza en la voz.
-Pero, padre, ¡son mis acólitos, yo debo...!
-Son nuestros acólitos y nuestra familia -insistió él, con el tono más duro-, y tú estás alejando a la familia de su escudo.
Así le había dicho Zeus desde pequeña, con orgullo y confianza. El escudo del Panteón. Atenea quiso replicarle que no debía preocuparse, que ella y su séquito seguían haciendo su trabajo lo mejor que podían, pero no pudo. Su padre tenía razón. Todo el Panteón la necesitaba y bien que mal, le había dado aún espacio de acción para atrapar a Ares.
Zeus sonrió, le acarició la mejilla y la abrazó.
-Y por favor, mi niña, no te enojes con tu padre cuando intento protegerte de ti misma.
Atenea terminó de convencerse, y a los pocos segundos susurró:
-Perdón por gritarte. -y le abrazó de vuelta.
-¡Bah! Sabes que eres la única que puede gritarme.
-o-
Pocos minutos después, cuando la reunión terminó, Atenea se apareció en un parque en París. Estaba dolida, irritada y muy avergonzada. No quería hablar con nadie o que alguien la viera sin antes haberse controlado.
Temblaba como una hoja. Ni siquiera el abrazo de su padre había servido para que se calmara el torbellino de emociones que se desató dentro de ella, cuando se dejó pensar que los reyes habían insinuado que los acólitos eran una fuerza descartable, y que no necesitaba cuidarlos con tanto celo. Para Atenea, casi que los habían reducido a ganado, aunque usando palabras elegantes por decirlo.
Ella jamás podría verlos así. Y no entendía cómo a algunos de su pares les importaba tan poco la seguridad de los acólitos, cuando todos dependían de ellos.
No echó a llorar, pero sintió las lágrimas en los ojos. Podía haber aparentado fuerza y entereza delante de su padre y sus tíos, pero no podía contener las emociones desbordantes ahora que ya no tenía que hacerlo. ¿Cómo podían? ¿Cómo podían exigirle eso? Ella que vivía para ser su escudo, como bien su padre lo había señalado. Los protegía, y eso implicaba proteger también a la gente que les hacía Dioses. ¿Por qué para ellos, el querer a los acólitos era contraproducente y digno de desconfianza en su lealtad y trabajo? Apretó los dientes, y se enjuagó con la manga de su chaqueta los ojos, para secar las lágrimas que no habían llegado a caer por sus mejillas.
Cuánta hipocresía. Ciegos a lo que sucedía en torno, a la realidad de sus vidas, con tal no incomodarse, de no dejar de disfrutar sus tronos.
Estaba enojada. ¿Porque no la dejaban ser? No. No era eso. Estaba harta. Sabía que su función le estaba consumiendo la vida, que todos esperaban más de ella de lo que realmente le competía, porque sabían que no dejaría de hacerlo jamás. Mientras tuviera fuerza, sería el escudo del Panteón. Pero ella lo hacía no por supervivencia, sino porque veía la belleza en sus acólitos; más en los seres humano y su efímera pero entusiasta vida, la misma que sus pares se negaban a apreciar.
Atenea suspiró largamente y se frotó los brazos con las manos, recordando el abrazo de su padre y notando lo vacía que se sentía en ese momento. Necesitaba calmarse. Necesitaba estar un rato en paz, tranquila y sabía que la compañía siempre era su mejor bálsamo. ¿Dónde? Podía ir con Prometeo. Él la recibiría sin duda. Siempre estaba dispuesto a cocinar con ella o a hacer algo divertido que no conocía y él le enseñaba hacer. Además, Prometeo siempre la escuchaba. Y comentaba... No, no estaba lista para que hasta él le dijera nuevamente, que tenía poner una «sana» distancia entre ella y sus acólitos.
No podía acudir con Hefesto, con el que solía pasar el tiempo cuando necesitaba aflojarse. Él no podía ofrecerle la contención emocional que necesitaba. ¿Hestia o Afrodita? No, se preocuparían mucho, la tratarían casi como una niña a la cual mimar. Y con Mnemosine, siempre sentía que nunca estaba totalmente presente, que su mente se encontraba también en otro momento de su existencia.
Tenía a más personas que quería y que la querían, pero ya había pasado la lista con la que se sentía como un igual, sus mejores amigos, y había descartado a todos. O, tal vez, siempre había sabido a dónde y con quién ir.
Miró hacia el oeste, en dirección al continente americano.
¿Le molestaría a Licaón si...?
Antes que pudiera terminar de pensar, había desaparecido del parque, como si jamás hubiera estado allí.
-o-
Cuando apareció en el balcón, lo vio a través de las cortinas semi-transparentes. Estaba sentado en el sillón reclinable viendo una revista, y sonrió posiblemente por algo que leyó en la misma. Estaba rodeado por un caos de escudos, pecheras y armas pulsocortantes. Hermes le había visitado, ¿Quién otro podía llevarle todos esos regalos a Licaón, si no había sido ella? Se afirmó despacio contra el marco, para observarlo y sonriendo. Curiosamente, desde que asentó un pie en el piso de mosaico de ese balcón, había dejado de sentir esa horrible opresión en el pecho, y aunque sentía los ojos ardiendo por el deseo de llorar, ya no le picaban. Podía ver a Licaón, y sólo con verlo se sentía más liberada.
Sí, había hecho lo correcto. Ir con él había sido lo mejor.
Necesitaba distenderse un rato, y tal vez...
-¿Quieres salir de ahí? Sé que estás en el balcón. No puedes ocultarte de mí.
Atenea dio un respingo y se apartó del marco. Licaón estaba mirando hacia ella, dejando la revista a un lado. No en actitud defensiva, simplemente esperaba y miraba hacia el ventanal. La Diosa abrió la mampara corrediza con un pensamiento, y las cortinas se movieron también para dejarla pasar. Le sonrió un poco, con las mejillas teñidas de rubor. Se detuvo a unos pasos de la ventana y volvió a cerrar la mampara.
-Hola -le dijo, mirándose los pies como si fueran muy atractivos-. ¿Cómo sigues?
-Muy bien -repuso Licaón, y se puso en pie para caminar hacia ella, cauteloso. La miraba con la barbilla un tanto alta, preguntándose por qué Atenea parecía tan reticente-. Ya casi no siento dolor en el brazo, comí mis verduras, soporté una visita de tu ilustre hermano y dormí una siesta. Estaré como nuevo para mañana. Ah, y por supuesto que no estoy pensando para nada en quién se ha estado encargando de mi trabajo en el reparto estos días, o si tendré trabajo cuando pueda volver a ello. ¿Qué te pasa a ti?
-Llamé para decir que estabas enfermo. Estás en unos días sin paga. Y yo, sólo vine a ver cómo estabas.
-Y ahora pretendes mentirme. -Licaón soltó una risita y se cruzó de brazos. Percibía que algo no estaba bien. Los dedos le temblaban por el deseo de correr a ella y abrazarla, lo mismo que las piernas; pero se obligó a permanecer quieto por órdenes de su nariz-. La ida con tu padre no te ha sentado nada bien. Lo siento. -Se quedaron mirando un momento, confusos. Licaón intentó hablar para alejar esa sensación, dando un paso hacia ella-. Leí en el Mensajero Alado que... Bueno, gente que quiere que trabajes esclavizada para ellos, y gente que dice que tienes el derecho de hacer lo que se te da la gana. Zeus es de los primeros, ¿eh?
Atenea frunció ligeramente el ceño, molesta.
-¿Podemos no hablar de él ahora? Por favor. Vine para estar contigo. -espetó.
Licaón alzó las cejas y olfateó cuidadosamente el aire, el perfume de deliciosa vainilla que fluía de ella estaba manchado por una sombra de enfado y tristeza. Se tragó un gañido, preocupado. ¿Cuál era el motivo para que Atenea estuviera tan alterada? Descruzó los brazos y se acercó para tocarle despacio el rostro con la palma de la mano.
-¿Quieres hablar de eso, princesa?
¿Hablar? Eso fue lo más civilizado que pudo decir. Porque a cada segundo que pasaba, sentía una ira más y más poderosa revolviéndose en su pecho. Oh, Zeus. ¿Qué le había hecho ese maldito a su princesa? Percibir el malestar de Atenea le sacaba de quicio, ¿Hablar? ¡Hubiera preguntado a quién tenía que matar! ¡Nadie debería hacerla sentir así, nunca! No podía ver esa mirada abatida en los ojos de ella y... ¡Tenía los ojos rojos! ¡Había estado llorando! Apretó los puños, la piel le temblaba de enojo. No sabía bien por qué estaba reaccionando así, pero qué fuerte e intenso era.
Licaón parpadeó varias veces, serenándose, y carraspeó esperando la respuesta.
-No quiero hablar, no importa ahora -repuso Atenea, con un poco más de temple-. Quería verte y estar un rato contigo. ¿Puedo hacer eso? ¿Crees que podamos...? No sé, ¿Podemos sentarnos un rato y sólo hablar? Estar aquí, comer algo juntos, y vemos la televisión y me hablas de esos programas que no conozco.
Él se quedó boquiabierto un momento, pero reparó en lo más importante:
-Elegiste venir a mí. Podemos hacer lo que quieras. -le aseguró, con firmeza.
Los ojos de la Diosa se iluminaron de alegría y alivio, y recién entonces se atrevió a acercarse a Licaón y abrazarlo con fuerza. Le rodeó la cintura con los brazos y hundió el rostro en sus ropas, sólo para sentir que estaba ahí, y tan tibio como lo recordaba. Licaón la abrazó también y le acarició los cabellos con ternura. El solo contacto de ese cuerpo suave pero que irradiaba tanto poder y energía y ese aroma conocido, dulce, bastaron para que todos sus demonios se apaciguaran y pudiera estar tranquilo en su presencia. La apretó un poco contra su propia persona, y murmuró sobre su cabello cuánto extrañó no verla el resto del día, y lo mucho que Hermes le había tocado las narices con su cháchara.
Cuando Atenea soltó una risita ahogada por la tela de la camiseta de él, respiró en paz.
-¿Es una risa eso que oigo? -le preguntó Licaón, con mejor humor.
-Lo es. Gracias. No, de verdad gracias. Estoy... ha sido un día complicado.
-¿Tú, la Diosa Adicta al Trabajo teniendo un día complicado? Y yo que pensaba que lo tuyo era la presión y todo eso. -él soltó una carcajada bajita y le pasó los cabellos detrás de las orejas, permitiéndose acariciarle el rostro con la punta de los dedos, suavemente-. Me alegro de que hayas decidido venir a verme. Estaba a punto de tomar mi teléfono.
Atenea se apartó un poco de su abrazo y le miró a los ojos, más contenta.
-¿Cómo está tu brazo? -le preguntó, casual.
-Ya te dije que bien. -replicó Licaón, algo a la defensiva.
-Déjame verlo.
-Está bien. En serio, no necesito que...
-Vamos, sólo déjame echar un vistazo. -ella sonrió, algo nerviosa.
La Diosa comenzó a levantarle la manga de la camiseta para ver, y él se hizo a un lado con cierta brusquedad, su semblante cambió de inmediato y siguió evitándola en tanto ella quiso acercarse, hasta que Atenea hizo un movimiento de la mano y Licaón se encontró que ya no llevaba nada puesto sobre el torso. Apretó los dientes, y estiró el brazo entre los dos para que la Diosa no diera un paso más en su dirección:
-¡Basta! ¡No hagas eso! -estalló, mostrándole los dientes.
-¡Licaón, estate quieto! ¡Quiero ver la herida, podría estar...!
-No «está» nada. Ya he sanado casi por completo, dame una noche más y volveré a estar como nuevo. Y por favor, ten un poco de respeto, no puedes llegar a una casa y quitarle la ropa a la gente con tus poderes -Pero Atenea, aunque muy sonrojada, había tomado su brazo para ver mejor la herida- ¡Deja mi brazo en paz! ¡No me estoy muriendo ahora!
Al ver la expresión compungida y a la vez furiosa en el rostro de Atenea, Licaón quiso darse un cabezazo contra la pared. ¿Por qué había dicho eso?
-¡Sólo quiero verte y saber que estás bien! -repitió Atenea, ofendida y preocupada.
-¡No! Esto no se trata de mí -repuso Licaón, con molestia, intentando hacerle ver el quid de la cuestión-. No estás aquí por mí, estás aquí porque has pasado un mal raro y quieres mi compañía. Así que olvida mi brazo por ahora, eres tú la que me preocupa. Si no vas a decirme qué es lo que ha pasado, entonces no quiero que pienses en otra cosa que no sea algo divertido.
(LA SIGUIENTE PARTE POR AQUÍ)