CAPÍTULO 14, parte final
-¡No! Esto no se trata de mí -repuso Licaón, con molestia, intentando hacerle ver el quid de la cuestión-. No estás aquí por mí, estás aquí porque has pasado un mal raro y quieres mi compañía. Así que olvida mi brazo por ahora, eres tú la que me preocupa. Si no vas a decirme qué es lo que ha pasado, entonces no quiero que pienses en otra cosa que no sea algo divertido.
Se acercó y le puso las dos manos sobre los hombros, deteniéndola. Sin embargo, desde esa distancia, la Diosa pudo ver con mucha facilidad que su brazo estaba prácticamente recuperado, las cicatrices estaban desapareciendo hasta ser mínimas. Se recuperaría del todo en un par de horas; su sistema inmunológico era fantástico, capaz de regenera heridas tan terribles en poco más de un día. Tendría que obligarlo a hacer un poco más de fisioterapia para que la movilidad volviera a la normalidad, pero no sería un gran problema una vez que lograra...
-Atenea, ¿Me estás escuchando?
La mujer alzó la mirada y se encontró con esos ojos azules, furiosos y suplicantes al mismo tiempo. Se enojaba con tanta facilidad como ella, pero a los dos les calmaba la proximidad del otro. Era como un pequeño milagro. Atenea se desinfló en un suspiro que quiso sonar hastiado.
-Te oigo. Está bien, no insistiré sobre tu brazo. -miró a todos lados, y sonrió mientras le tomaba la mano a Licaón-. ¿Ya escogiste la armadura que vas a usar? -Atenea se acercó a una espada, emocionada-. Hermes ha hecho un buen trabajo. Te trajo lo de mayor calidad, pero con detalles que dicen que han sido usadas habitualmente. -Lo miró con cierta alegría-. Te veo más como un tipo de cuchillos, y mira, esta pechera tiene dos fundas para dos cuchillas de buen tamaño. ¿Es la que escogiste?
Licaón no pudo ni quiso decirle que no pensaba ponerse o llevar ninguna de esas cosas. Sin embargo, recordó que Hermes había dicho que lo convencería y ya que estaba conociendo a Atenea no dudaba de eso. Sabía que si lo decía, ella no iba a descansar hasta que él prometiera al menos llevarse algo como protección. No quería discutir, por lo que decidió sonreír, acariciarle el dorso de la mano con el pulgar y acercarla a él.
-Hablar de la misión no es divertido, y no es por lo que has venido. Si me devuelves mi ropa... -ella se sonrojó tanto al darse cuenta de que no se la había aparecido, que Licaón tuvo que darle un beso en la caliente mejilla mientras Atenea arreglaba el pequeño error- Mucho mejor. Ahora, ¿lista para, por una vez, sea yo el que dé las órdenes?
Atenea sonrió nerviosa, y con algunas dudas. Pensó que deberían ultimar detalles para la misión de infiltración, que deberían elegir sus armas o escudos, que tendría que repasar cálculos y contactar a sus asistentes para constatar que todo estuviera en orden, volver al D.S.I. para verificar la información sobre la mantícora y ver por sí misma cómo seguía el ser... Y un sinfín de cosas que mientras más pensaba, más se acumulaban dentro de su cabeza.
Hasta que Licaón le tocó los labios con el pulgar, y la fuerza de su energía la recorrió entera, sacándola de sus pensamientos. Parpadeó varias veces, sin darse cuenta hasta entonces que había permanecido todo el tiempo mirándolo a los ojos, y cuando él se inclinó para besarla, lo recibió con ganas y emoción. Fue tan relajante, tan liberador...
-¿Qué tienes en mente? -susurró a sus labios cuando el beso terminó. Lo sintió sonreír.
-Te llevaré a cenar fuera -murmuró él-. Estés de acuerdo o no. Así que mejor que tengas hambre o la desarrolles espontáneamente antes de que lleguemos allá, porque si no...
Ella no opuso resistencia. ¿Cómo esperaba Licaón que no estuviera de acuerdo, después de un beso así?
-o-
Después de que Atenea hiciera un par de llamadas a sus sacerdotisas, y con mucha alegría, salieron a la calle vestidos para la ocasión: Licaón con vaqueros, zapatillas deportivas y una camisa limpia; Atenea, disfrazada de la chica fácil que lo había acompañado a la pelea clandestina de Ares, pero con mucha más ropa. Él no terminaba de acostumbrarse a esa visión de mujer fatal que atraía la vista de muchos hombres y hasta mujeres, pero entendía que Atenea no podía mostrarse con su rostro habitual en público. Temía que alguien la viera con él y arruinara la cubierta de la misión. A Licaón se le hacía difícil tocarla «viendo» que no era la misma mujer de siempre, pero... Por lo menos, olía como Atenea. Y besaba como Atenea. Por eso, él no puso más reparos.
Visitaron un comedor ambulante japonés, estacionado a tres calles del edificio de departamentos donde vivía Licaón, y de cara hacia la bajada del río. Ella no se esperó que le gustara tanto comer al aire libre, de noche, y una comida que hacía mucho no probaba. Le fascinaron las linternas rojas de papel, los accesorios colgados, los dibujos en la madera y los alimentos. La comida no era perfecta, el paladar de Atenea siempre encontraba la manera de cómo mejorar cada receta que degustaba, pero sí que estaba deliciosa. Un cuenco grande de sopa de fideos al huevo, con cubitos de pollo y arroz blanco aparte, más un refresco de lima para acompañar y una tacita de sake, para después. Sencillo, muy bien preparado y disfrutado.
El restaurante era poco menos que un gran carro aparcado en la acera, pero se sentía tan bien sentada en la banca, con los brazos apoyados sobre el mostrador y el cocinero oriental que salteaba las verduras más allá, que... No hubiera pedido un mejor sitio para pasar el rato. Aún se relamía de los deliciosos fideos cuando se volvió y sonrió: Licaón estaba haciendo un esfuerzo por volver a acomodar los palitos en su mano, infructuosamente.
-¿Por qué me invitaste a comer aquí, si no sabes usar los palitos? -se rió ella, alegremente.
-Princesa, no preguntes eso cuando te estás riendo de tan buena gana. Olvídalo.
-... ¿Lo hiciste pensando en mí?
-Es curioso. Últimamente, todas las estupideces que hago, las hago pensando en ti.
Se miraron un instante muy corto, pero fue suficiente para que Atenea sintiera calor subiendo por sus mejillas. ¿Por qué era tan bueno todo eso? No se explicaba cómo habían logrado cambiar su forma de pensar radicalmente en tan pocos días, y no solo del pensar, sino de sentirse en cuanto Licaón y la atracción que tenía para con él. Lo había negado, dicho que era interés por su potencial de Héroe, y luego, por lo que Delfos le dijo acerca de su destino juntos. Había temido aceptar esa atracción, tanto que solo lo sintió cuando Prometeo le dijo en la cara que temía. Y si embargo, en ese momento, frente a un puesto de comida ambulante como cualquier otro, no quería quitarle valor a sentirse tan feliz. Solo quería entenderlo, dejar de sentir que era raro cuando pensaba en ello.
La Diosa no iba culpar a los instintos animales de Licaón ni a su propio celibato autoinfligido; no estaban los dos desesperados ni nada. Era algo más, debía serlo... Sintió un picor en el estómago y revolvió los fideos con los palitos otra vez, dentro del cuenco. Lo miró de reojo. No pudo evitar volver a reírse.
-¿Por qué no lo tomas directamente del borde? Es una sopa, ¿No?
-Shh, ya casi lo tengo. No me distraigas. -él volvió a acomodar los palitos, pero apenas quiso tomar un par de fideos, perdió la concentración y uno de ellos terminó dentro del cuenco, hundiéndose en la sopa-. Bien, me rindo.
Atenea ahogó una carcajada. Y, aunque eran los únicos clientes del muy concentrado cocinero, se acercó a él para susurrarle sin miedo de ser oída.
-Después de tantos cientos de años y viajes, no has aprendido a comer con palitos -comentó, en son de broma.
-Lo dice la Diosa de la sabiduría que no sabía qué era Jeopardy. -retrucó juguetonamente, imitándola al susurrar.
Ella se sonrojó, sonriendo aún más.
-Touché.
Atenea iba a devolverse a su espacio, y eso fue lo que hizo a Licaón darle un beso en la mejilla sonrojada, en un impulso. Ella volvió a reírse, sin poder mirarle a la cara y dejó los palitos a un lado. Tomaron la sopa los dos juntos, del mismo modo: bebiendo del borde del cuenco. Por supuesto, volvieron a sonreírse una vez terminada la hazaña, y él le quitó un fideo que le quedó colgando de la barbilla con un beso. La Diosa se puso aún más colorada, se sentía un poco cohibida ante esas expresiones de cariño públicas, pero se le revolvió el estómago de emoción.
Una vez terminado el plato, apuraron a la de tres la medida de sake y el calor bajando por sus gargantas fue aún más reconfortante.
Se quedaron un momento más ahí, hablando de cosas triviales, hasta que él consultó su reloj y decidió invitarla a dar un paseo por la calle principal hasta el río, donde estaba la zona comercial. Licaón pagó (insistió en hacerlo, arguyendo que ella era su invitada) y se despidieron del amable japonés que les había atendido, un cincuentón discreto, pero muy entusiasta y alegre.
Caminaron juntos calle abajo. Había bastante gente transitando la avenida. Esa zona peatonal era ideal para los transeúntes y los niños, aún no era lo bastante tarde como para que el tráfico decayera y los comercios seguían abiertos. Además de las personas caminando con apuro, había familias y parejas que paseaban, grupos de chicas con bolsas de compras, y muchachos matando el tiempo en los bancos de plaza instalados en las veredas.
Era un festival de aromas y sonidos que Licaón había aprendido a ignorar, para poder concentrarse en el dulce olor a vainilla de la mujer que caminaba a su lado y en su voz. Ella hablaba de todo lo que veía, y parecía que de verdad se estaba divirtiendo. Y él se estaba divirtiendo porque Atenea lo hacía, y se maravillaba de como cualquier cosa, podía hacerla sentir embelesada y hablar con alegría de buenos recuerdos, de sus amistades o de aspectos interesantes de su saber. Parecía que en ese momento y con él de la mano, no había mal que la alcanzara. Licaón no se había sentido tan orgulloso y feliz... Tal vez nunca.
Atenea había visto algo que le interesó y lo miraba con entusiasmo.
-¿Vamos a tomarnos un helado?
Claro que Licaón no le iba a negar el placer. Esa noche iban a hacer lo que ella deseara.
El establecimiento era grande y surtido, famoso por sus batidos de helado con frutas. Atenea no pudo evitar emocionarse como una chiquilla ante la perspectiva del cremoso helado y las frutas frescas, de colores tentadores. Se sentaron juntos en una mesa, y cuando la camarera les sirvió un cuenco de helado bañado de trozos de todo tipo de frutas tropicales, la sonrisa de la Diosa creció hasta el infinito.
Estaba tan contenta. No por el helado, o las frutas, o la comida o el paseo, sino porque ya no se acordaba de los eventos que la habían llevado a estar ahí con él, y estaba disfrutando de todo con genuina devoción.
-Me encanta esto -comentó, y sacó un trozo de fresa para lanzárselo a la boca, con una risita-. Me encanta la fruta. Es tan pura y deliciosa.
Licaón le contestó con un gruñido bajito y sacó otra fruta, para dársela a ella.
La gente a su alrededor no les hacía caso. Todos estaban en su pequeño mundo, y ellos eran sólo una pareja más disfrutando de un helado.
Atenea recibió la fruta en la boca; aunque algo cohibida, masticó con delicia. Un kiwi. Exótico sabor agridulce pero tan jugoso y llenador. Devoró también una cucharada del helado, y se inclinó un poco hacia Licaón para refugiarse en su costado, ya que él tenía el brazo derecho extendido sobre el respaldo del largo sillón acolchado donde se habían sentado los dos. Él gruñó de contento esa vez, y cerró el brazo en torno a la Diosa, mientras Atenea revolvía el helado y elegía qué comer a continuación.
Él no había querido compartirlo, no le apetecía en esos momentos, pero verla comer y sonreír, y reír y charlar con tanta animosidad era el mejor de los regalos. Ya estaba más acostumbrado a mirar esos ojos falsos (pero expresivos, podía sentir todo lo que pensaba la Diosa) o abrazar ese cuerpo igualmente falso (pero que olía a ella) e ignorar el collar en torno a su garganta que impedía que su aura fuera perceptible para otros seres divinos. Estaba relajado, y concentrado sólo en lo que ella decía y hacía. En los movimientos de su boca al hablar o masticar.
Se encontró acercándose a ella al segundo siguiente, y la besó.
Atenea respondió sin tardanza, sus labios estaban fríos y su lengua igualmente helada sabía a fresa y crema, y su combinación con el aroma excepcional de ella fue uno de los elixires más poderosos que jamás habían embriagado sus sentidos.
La Diosa se pegó más a ese cuerpo caliente que tenía al lado, y dejó que su mano vagara sobre el muslo de él, apretando suavemente la carne, subiendo hacia zonas más peligrosas e inexploradas. No sabía qué le había hecho Licaón para que no le importara estar en un lugar público, pero le gustó. Y eso le dio esperanzas e ilusiones. Le hizo pensar en ese calor que crecía en su propio vientre, diciéndole que esa noche podía ser aún más larga y también más entretenida. Sí que podía serlo, por supuesto. No era un sentimiento vacío, había algo entre los dos y era especial, ¿Por qué no aprovecharlo? Delfos se lo había dicho en cierta manera, y Prometeo más directamente. Atenea sintió un poco de vergüenza de su propio pensamiento, pero la intensidad del beso la cegaba. Y él parecía no detenerse, no ver a la gente que tenían en torno, ni querer...
-Tu boca sabe a frutas. Me gusta eso. -gruñó él, con impaciencia.
El beso terminó despacio, cuando Atenea recuperó sus sentidos y se dio cuenta de que Licaón le estaba agarrando por la muñeca, de la mano que antes había estado peligrosamente cerca de su entrepierna.
-Tranquila -le dijo Licaón, en un susurro, y carraspeó al soltarla-. Ya... habrá tiempo.
Ella se puso muy colorada y se enderezó, volvió a buscar la cuchara y revolvió el helado, con nerviosismo. Recordó que, cuando una mujer se le insinuó en el Templo a Delfos, Licaón había dado a entender que él no podía tener relaciones sexuales. Ese hecho la hizo ponerse más colorada, avergonzada, nerviosa y muy curiosa. Pero no era ni el momento ni el lugar y, fuera lo que fuera la explicación de ese comentario, definitivamente debía tratarlo con tacto. Se sintió muy estúpida por no haberse podido controlar y haber olvidado ese detalle. Solo... Tenía que informarse, para saber cómo manejar la situación.
-Lo lamento, no me di cuenta que...
-No importa. ¿Qué tal está el helado? -preguntó Licaón-. Ya veo que la fruta te agrada.
-Está muy rico. Este lugar es muy bonito. Podríamos venir de nuevo otro día. -ella sonrió, aunque el ambiente no se había calmado del todo. Luego bajó la mirada cuando dijo lo que había estado pensando en paralelo-: ¿Te parece si me quedo en tu casa un rato, esta noche? No toda la noche, sabes que por lo general no duermo, pero me gustaría volver allí y estar contigo un rato.
Atenea no vio venir su preocupada contestación.
-Princesa, creo que lo que sea que te haya pasado te ha hecho más daño del que quieres admitir, y entiendo que no quieras hablar de ello... -comenzó Licaón, y con un escarbadientes le robó un trocito de cereza del postre. No continuó hasta no haber tragado la fruta- Pero el que me pidas pasar la noche en mi casa, ya está asustándome un poco.
-Quiero estar contigo -dijo ella, un poco dolida y a la defensiva.
-Sí, pero, ¿Por qué?
-Porque quiero, ¿Acaso tú no quieres? Quiero... estamos intentando esto, ¿No? Y quiero que estemos cómodos con el otro, y tranquilos. -la Diosa no se dio cuenta de que, mientras hablaba, su mano otra vez estaba acariciando el muslo de Licaón. Pero sí notó que él apretaba la mandíbula, y frunció el ceño. Ella le susurró-: ¿Crees que estoy yendo muy «rápido» o algo así? Solo dímelo y lo comprenderé. No está bien que te sientas obligado a algo sólo porque quieres contentarme.
-¿De qué estás hablando? He tenido sexo antes. -Aunque quería parecer casual, su sonrisa era definitivamente nerviosa.
Atenea se sorprendió de verlo tan ansioso, pero no lo dejó ver. Relajó su expresión y hasta sonrió un poco. Su tono fue un murmullo amable, tratando de relajarlo y hacerlo sentir cómodo.
-Intimidad no es igual a sexo -repuso-. Yo prefiero con mucho lo primero a solo lo segundo... Podemos seguir explorando la intimidad, antes de ir más allá. Si quieres, claro.
Esa vez, los dos se sintieron hervir de vergüenza, como un par de inocentes.
La Diosa quiso reír, muy bajito, porque toda la situación era hilarante y estaba muy nerviosa ahora que la palabra con «s» había salido a la luz. No que fuera una palomita blanca, la perspectiva del sexo (una relación muy íntima y placentera con él, con ese hombre que la atraía muchísimo y la hacía sentir necesitada y valiosa) le emocionaba bastante y no podía decir que no quería intentarlo; pero Licaón estaba muy a la evasiva con eso, parecido a lo que vio de él en el Templo a Delfos. Sin embargo, Atenea sabía que la deseaba, lo había dejado claro en la arena clandestina de Ares, cuando había tomado la ventaja y hasta la iniciativa. Solo necesitaba tiempo, costumbre y paciencia, o eso esperaba ella.
Por su parte, Licaón no sabía qué decir o hacer a propósito del tema que accidentalmente había puesto sobre la mesa. ¿Por qué se le tensaba todo el cuerpo cuando ella lo tocaba o lo besaba? No era estúpido. Había sentido deseo antes, y recordaba muy bien cómo era eso. Lo recordaba más que bien. Pero cuando era humano podía ir y tomar al objeto de su deseo, y confiar en que...
Cerró los ojos con fuerza. Ya no era un hombre ordinario, no era una persona común.
No había vuelto a poseer a una mujer desde que Zeus le convirtió en esa criatura, ¿Cómo iba a intentar siquiera pensar en hacer el amor con Atenea, si no sabía de lo que sería capaz? Cuando su sangre hervía, por lo general, sólo traía violencia y muerte. Lo había vivido. Recordaba muy bien los tiempos en que había arrasado y destruido pueblos enteros en manada con los monstruos de sus hijos, intoxicado por excitación en todos sus niveles, jadeando como un perro hambriento por más. Un temblor le recorrió el cuerpo, y sintió cómo todo su ser se enfriaba, castigándole por desear de más el dulce olor de la mujer que tenía a su lado.
Cuando Atenea le tocó el rostro, fue que oyó su voz:
-... ¿Qué sucede? ¿Por qué te has puesto así? ¿Pasa algo, Licaón?
Él parpadeó y suspiró, incómodo, pero se dejó tocar. El roce de la Diosa era tranquilizador.
-Yo creo que no es un buen momento para intentar nada... más avanzado, digamos, entre tú y yo. Eres una Diosa, para empezar. Y yo soy un híbrido creado antinaturalmente, no controlo todas mis reacciones y no sabemos qué podría pasar. Por otro lado, apenas hace unos pocos días que estamos «saliendo», ¿No crees que es un poco apresurado?
Atenea asintió despacio con la cabeza, y luego con más energía. Él olfateó vergüenza en ella.
-Está bien, me alegro de que me lo digas -convino la Diosa, tranquila-. Lo que quieres es que estemos cómodos con la intimidad y el otro, ¿no? Bien. Lo entiendo, es totalmente aceptable. Trabajaremos en eso, si es lo que quieres. Será bueno para los dos.
-Por supuesto.
Ella sonrió débilmente, comprensiva, y luego le dio una palmadita en la pierna. Licaón dio un salto en su lugar, nervioso, lo cual provocó que Atenea se riera más, y la tensión entre los dos se evaporó instantáneamente.
Siguieron conversando de otros temas, con más tranquilidad, hasta que se hizo tarde y el local comenzó a vaciarse, pero ocasionalmente entraban adolescentes en sus habituales salidas tardías, por lo que el personal no cerraría la heladería hasta aún más tarde. La Diosa pidió otro helado más (parecía que su estómago no tenía fondo) y esa vez logró que Licaón se comiera un par de cucharadas.
Se lo estaban pasando muy bien... Hasta que ella se volvió hacia el mostrador del local casi vacío para señalar algo de lo que estaba hablando, y vio a un hombre de aspecto familiar parado junto a la barra. Sintió una punzada de alerta y se irguió en el sitio, poniendo algo de distancia entre Licaón y ella.
Ese tipo era el licántropo al que le habían arrebatado un puesto en el torneo de Ares. Por la manera en que se conducía, parecía que ese joven se sentía la escolta del otro. Al inspeccionar a su compañero, Atenea entendió muy bien porqué se comportaba así. El mayor de los dos llevaba anteojos de montura fina, iba vestido de entrecasa y sus ojos profundamente azules e impactantes estaban fijos en Licaón. Ella lo reconoció al punto e, instintivamente, Atenea frunció el ceño y dejó la cuchara sobre la mesa. Su mente se expandió para sentir todo el lugar, tratando de detectar cualquier otra cosa anómala viniendo de ellos dos. No se sintió intimidada por el estado anímico de ellos, pero su llegada no podía ser coincidencia. Finalmente, Atenea se murmuró:
-¿Qué está haciendo Acontes aquí?
Licaón la miraba con inquietud, y éste se incrementó al oír ese nombre. Le sonaba muy familiar.
-¿Qué dijiste? -le preguntó, distraído, y se volvió a mirar lo que ella estaba viendo.
El sujeto que lo miraba junto a la barra llevaba en el brazo un abrigo ligero, y su rostro endurecido de seriedad estaba más orientado hacia Licaón que hacia la mujer. Éste empezó a caminar hacia ellos, y el que le acompañaba también. Al más joven parecía no hacerle gracia la idea de ir al encuentro de la pareja, pero no parecía ver otra opción.
Licaón se tensó hasta un límite nuevo e insospechado cuando el olor llegó a su nariz, confirmando lo que había temido desde el mero instante en que oyó ese nombre en boca de Atenea: los dos que se le acercaban eran licántropos, como él.
Y Acontes, Acontes era... Frunció el ceño, al reconocer al más nervioso de los dos por haberlo visto en el bar de Ares. Entonces, el otro era... Era su hijo.
El hombre del abrigo llegó hasta la mesa y los miró desde su altura, con tranquilidad y gran dominio de sí mismo. El joven que le acompañaba, sin embargo, se hizo a un lado y detrás de este, como si le guardara las espaldas. Estaba nervioso y pálido, pero el mayor no reparaba en él. Más bien, Acontes tomó una suave olfateada de Atenea y Licaón como para saber con qué se iba a encontrar.
Atenea, por debajo de la mesa, puso su mano en el muslo de Licaón (en un gesto quizá a la defensiva) pero esa vez él no dio ningún respingo. No hubiera podido moverse, estaba tieso de la impresión. Nunca otros licántropos habían ido a buscarlo. ¿Cómo llegaron ahí sin que los notara? ¿Se había perdido tanto en el olor de Atenea, que había bajado la guardia inconscientemente? El olor a lobo en ellos era demasiado fuerte como para ignorarlo.
No podía ser, aquello tenía que ser un error. No lo reconocía, y él recordaba bien a Acontes. Seguro había oído mal cuando ella habló… Pero, antes de que pudiera siquiera reaccionar del todo, el hombre del abrigo sonrió ligeramente y un relámpago frío atravesó sus ojos azules en el momento en que saludó:
-Hola, padre. Tanto tiempo sin vernos.
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