CAPÍTULO 15
Una vez que Licaón salió de su asombro, no supo qué hacer o sentir. Pero lo que imperó fue un instinto de protección casi sin precedentes dentro de él, y quiso levantarse de la mesa violentamente, ¿para defender a Atenea, quizá? No estaba seguro. Pero no lo hizo, de todos modos. Porque era su hijo, Acontes. No el primogénito, pero sí el que había llegado a apreciar más.
Estaba muy cambiado, muchísimo. Diferente rostro, diferente contextura, distinta aura. Lo único que no había cambiado en él, era el color de sus ojos (azules, como los de su padre), porque hasta la mirada era otra; austera, peligrosa, autoritaria.
Licaón podía adjudicar ese radicalísimo cambio físico, a los mismos mecanismos que le ayudaban a él a sobrevivir y mezclarse con la gente de las regiones donde se asentaba: sus rasgos cambiaban sutilmente y se volvía «autóctono» a cuantas más transformaciones tuviera en una misma zona. Pero aún sabiendo eso, Licaón no podía encontrar en él algo del Acontes en su memoria. Quizá si su cerebro embotado por la sorpresa pudiera recordar el olor de su propio hijo, aquel que una vez convertido en licántropo fue casi el único que se mantuvo al margen de la salvajada y las crueles escaramuzas, podría reconocerlo con mayor seguridad... El tono frío y práctico en que le había hablado, era lo más irreconocible para él.
Licaón estaba a punto de decir algo, cuando la mirada de Acontes se desvió hacia Atenea y la congratuló con un saludo militar propio del Panteón (se llevó la palma abierta al pecho, sobre el corazón, y se inclinó respetuosamente en su dirección).
-Mi señora -le dijo, y al menos para con ella, su tono fue respetuoso.
El otro muchacho hizo también la venia, su nerviosismo era evidente. Mithra se había mentalizado a que iban a hablar con Licaón, y ni aún así se creía listo para hacerlo del todo. Pero, al darse cuenta que tendría que vérselas con Atenea a la vez, le hizo tener el impulso de dar media vuelta e irse. Pero su alfa fue al encuentro con presteza, y él no iba a dejarlo solo por si lo necesitaba de alguna manera.
Atenea, viendo que su disfraz de «Jane Doe» no había encubierto su verdadera identidad, hizo sus cálculos con rapidez. Obviamente, Mithra la había delatado con su líder. Maldijo para sus adentros. Había tomado prestado parte del poder de Mnemosine para alterarle la memoria, pero siempre estuvo la posibilidad de que la manipulación no fuese ciento por ciento efectiva; sabía que la memoria de los licántropos estaba muy ligada al instinto; algunas cosas no se podían borrar de sus mentes así como así. La psique de los híbridos era compleja.
El resultado estaba ante sus ojos. Atenea intentó tomar una posición neutral y tranquila, y les hizo un ademán con el brazo para que se sentaran. Estaban llamando un poco la atención en el local. Acontes se sentó frente a ellos con rapidez y naturalidad; pero Mithra se removió y decidió seguir de pie, como si fuera el guardaespaldas de su alfa. Atenea pudo haberle insistido, pero lo vio tan nervioso que decidió no hacerle pasar un mal rato. La pareja en la barra, y las personas que atendían la heladería, solo verían a algunas personas hablando con seriedad. Sería algo raro, pero jamás pensarían en lo que realmente estaba pasando. No era una situación alarmante para el cuido del Secreto.
Quizá, Acontes sólo había ido a quejarse por el maltrato a su subordinado, pero Atenea lo descartó rápidamente. Demasiadas cosas que no encajaban. ¿Cómo la había encontrado? ¿Por qué no pidió una audiencia? Lo más extraño era que Acontes parecía estar perfectamente cómodo con ella estando disfrazada y con su padre, a quien había perdido de vista por miles de años.
-Acontes de Acadia, ¿Qué te trae por aquí? -preguntó ella, con tranquilidad.
-Gracias por atenderme tan de improviso, intentaré ser breve.
-Claro. -la Diosa hizo un ademán amable con la cabeza, y comentó-: ¿Debo suponer que Mithra te ha traído hasta mí?
-En realidad, no; no tenía idea de que la encontraría aquí. Quería hablar con él, pero este cambio de escenario me simplifica la vida -comentó en tono casual; los ojos de Acontes se movieron hacia Licaón un instante, y luego se concentró en Atenea otra vez, sin más-. Iba a pedirle que me consiguiera una audiencia directa con usted, ya que lo he intentado por los medios burocráticos del Panteón. Todos me dicen que está en una operación clasificada, y no disponible hasta nuevo aviso. -No dio ninguna señal de que encontrarla en una heladería le pareciera extraño o negativo, y esbozó una sonrisa triste-. Pero hete aquí que las cosas de repente se voltearon a mi favor. Espero que no le moleste que aprovechara la oportunidad.
Atenea parpadeó y se echó el cabello hacia atrás, en un gesto también casual. Sabía de los pedidos de audiencia y hubiera hecho algo al respecto si no estuviera tan ocupada con la misión, y con otro sinfín de temas. Tenía prioridades, pero algo en Acontes y la manera digna pero necesitada en que se conducía, cuando ella había estado divirtiéndose sin pensar en nadie más; la hizo sentir un poco culpable. Sin embargo, primero quería saber el terreno en que estaba antes de darle audiencia.
-No me molesta, pero sí me sorprende. Sabes acerca de tu padre y eso es algo que ignoraba -repuso Atenea, con un carraspeo-. Se supone que en el Panteón nadie sabe sobre él, y que tu gente cree que está muerto.
-Mis hermanos creen que está muerto. Yo sólo he guardado el secreto.
Licaón se quedó con la boca abierta, incapaz de articular palabra. Acontes lo miró de soslayo y Mithra respiró hondo. Ese sonido le llamó la atención a Licaón y le miró, recordando vivamente la vez que le había golpeado y rugido en el bar. ¿Su nieto? Qué incómodo. El joven estaba de pie en el pasillo, con las manos cruzadas sobre el cierre de los vaqueros. Licaón entrecerró los ojos al notar ese nimio detalle, que para él significaba algo. Le temía. Ésa era una típica medida defensiva de un perro aterrorizado: proteger sus partes nobles cuando se sentía amenazado. Pero algo que no dudaba de Mithra, era que se lanzaría a morir si algo llegaba a pasarle a Acontes… ¿Por qué se distraía pensando en esas cosas? ¡Tenía a uno de sus hijos y a un posible nieto a un palmo de distancia! ¿Cómo supo Acontes dónde encontrarlo? Si «sus hermanos» creían que él estaba muerto, quería decir que otros de sus hijos aún vivían… No entendía nada y estaba muy sorprendido de que Acontes pudiera estar tan tranquilo con el encuentro cuando Licaón tenía tal caos mental en su mente. Lo estaba ignorando, ¿Por qué lo hacía? Ésa no era la actitud de idolatría del Acontes que recordaba.
Mientras Licaón estaba sumido en sus pensamientos, Atenea y Acontes había seguido su conversación. Ella ya creía entender lo que había pasado, y decidió ir al punto.
-Bien, has logrado tu audiencia. ¿De qué quieres hablarme?
-No me siento bien pidiéndole esto a usted, pero tengo pocas alternativas -empezó Acontes y entrelazó las manos sobre la mesa, en actitud pensativa-. No me da miedo admitir que estoy desesperado y haría cualquier cosa por subsanar mi situación. Mi mujer, mi esposa, se muere; y no creo que tenga que explicarle a usted, la Diosa de la sabiduría y la guerra, lo terrible que es esa perspectiva para un licántropo.
Atenea hizo una mueca de angustia,
-Acontes, no sé qué estás pensando, pero...
-No, por favor, déjeme terminar.
-¿Estás casado? -preguntó Licaón, de repente.
Acontes se volvió a mirarlo y en su expresión hubo una mezcla de enojo y confusión, pero fue lo bastante mesurado como para responder:
-Así es. En dos meses serán noventa y cinco años de estar juntos.
-Y si va a morir, es porque... ¿Ella es humana? -preguntó Licaón, con curiosidad.
El otro lo miró como si ni siquiera supiera por qué iba a perder su tiempo en explicarle.
-Evidentemente -respondió Acontes, y de nuevo volvió a hablar con Atenea-. Mi señora, no estoy haciendo esto porque me guste, y si usted está tan informada como creo que está, sabe bien que no ruego a menos que tenga que hacerlo. Le suplico por su ayuda. Ella no puede morir. Mi Rosa no puede dejarme, no voy a pasar por eso otra vez.
No había perdido la compostura, pero estaba a un paso. Respiraba muy profundo, con furia e impotencia. Y Licaón olió su dolor. Fue aterrador. Acontes estaba tan lleno de dolor, que...
-Acontes... -la Diosa suspiró y negó suavemente, compungida- Sabes que no es mi campo. Estoy al tanto de las solicitudes y las concesiones que ha hecho Astrea para conseguirte los favores de Hebe y Asclepio. Te han ayudado, y no puedo prometerte nada para hacerles cambiar de opinión, pero hablaré con Panacea...
-Panacea se ha negado -repuso Acontes, con los dientes apretado-. Rechazó mi pedido diciendo que mi Rosa ya es demasiado anciana, que ha vivido por demás. Que la magia ya no puede seguir manteniéndola viva. Ella cree que soluciona todo diciéndome que el ciclo de mi Rosa se ha terminado. Pero yo no puedo aceptarlo.
Licaón, escuchó todo aquello con gran interés y cierta zozobra. No sólo porque le interesaba mucho lo que su propio hijo decía, sino porque él estaba casado con una mujer humana. ¡Con una mujer frágil, mortal! ¡Por más de noventa años! ¿Cómo lo había logrado? ¿Cómo sobrellevaba el envejecimiento? ¿Era Mithra descendencia de ella? Lo más probable era que sí, porque el joven se mostraba muy dolido. Lo que más le intrigaba era el cómo había logrado Acontes conjugar con ella su otro ser, su lado animal. Porque, evidentemente, Acontes no había envejecido ni un día en miles de años, y si ella tenía más de cien, debía saber de su condición.
De repente, la noticia de Acontes tuviera una mujer humana, le dejaba descolocado de la impresión… Si Acontes pudo, ¿Por qué él nunca lo hizo?
¿Por qué siempre que pensó en la sola posibilidad, se bloqueaba del miedo?
¿Por qué nunca se permitió acercarse a nadie, mientras que su hijo no se había privado de ello? Noventa y cinco años al lado de una mujer común, que al parecer lo aceptaba con todo y el animal que llevaba dentro.
Pero era evidente que no estaba manejando muy bien el tema de la eventual muerte, pues el dolor era tal, que Licaón casi se sentía impregnado por este. A juzgar por el gañido que Mithra emitió cuando escuchó a su padre hablar de la muerte de su madre, supo que posiblemente era un tema que tocaba muy profundamente a toda la «manada».
Hubo un pico en la sensación de ese dolor cuando Atenea habló de nuevo.
-Acontes, sé por dónde va esto -le dijo, con suavidad-. Ella es tu hembra y no quieres perderla. Lo sé. Sería terrible para ti...
-Usted no sabe lo que es -repuso Acontes, con cierta ferocidad-. No podría entenderlo.
Atenea tragó aire bruscamente. La acusación fue como una flecha de fuego atravesándole el alma. ¿Cómo se atrevía a decirle eso? ¡Como si ella no supiera lo que era perder a alguien muy preciado! Se llevó inconscientemente una mano al vientre, por debajo de la mesa. Licaón la vio, y se tensó en su lugar. El olor de su tristeza le llegó a la nariz, pero se refrenó de reaccionar a ello saltando sobre el gaznate de Acontes. Licaón sabía bien lo que ella sufría, lo había presenciado y sentido en toda su crudeza cuando la acompañó a la casa de Teresa. Quiso abrazarla, pero sabía que ella no lo apreciaría, por lo que solo le tomó con fuerza la mano fría que ella había movido en un impulso.
Antes de permitirse que los ojos se le llenaran de lágrimas o montar en cólera, Atenea había adoptado una expresión combativa, una serenidad pétrea; el rostro de la Diosa bélica y fría estratega en ella.
-No, en eso tienes razón; quizá no te entienda porque no lo he vivido a tu nivel, pero sé de qué hablas porque también he perdido seres amados -fue la respuesta de ella, y se mantuvo seria y firme como una estatua de mármol-. Sé que es muy serio para ti, y por eso haré lo que pueda. Hablaré con Panacea y le pediré que se encargue, como un favor personal. También se lo comentaré a Hefesto, si yo se lo pido, estoy segura de que él pensará en algo. -Su voz y mirada se dulcificó un poco, antes de decir la parte más difícil de pronunciar-: Pero si Panacea ya dijo que Rosa es insalvable, todo lo que se pueda hacer solo alargará un poco su vida. Por lo que, te voy a dar la tarjeta personal de Prometeo, para que hables con él. Dile que vas de mi parte, te atenderá sin hacerte esperar ni un minuto.
La Diosa estiró la mano sobre la mesa, desplegando entre sus dedos una tarjeta blanca. Acontes la recibió no con desconfianza, y le echó un vistazo. Gruñó, abatido:
-Entonces, ¿Me envía al psicólogo, mi señora? Eso no es muy alentador.
-Hay una realidad, Acontes. Tu esposa es mortal. -y mientras lo decía, no pudo evitar tomarle la mano, y mirarlo con cariño y comprensión-. Tendrás que enfrentarlo y aprender a vivir con su falta. Sabiendo lo difícil que es eso para ustedes, te recomiendo que empieces a hablar con Prometeo desde ya. Estoy segura de que Rosa es tu vida y te ha hecho feliz como nadie, pero no quisiera que te hagas falsas ilusiones. Vivir en una ilusión no es para nada sano, tampoco.
Acontes la miró con ojos brillantes, enrojecidos, y una expresión enojada. Atenea le soltó la mano, y el silencio entre su conversación hirvió de emociones. Licaón sintió una nueva oleada de dolor surgiendo de la Diosa. El impulso animal de rendir tributo a su tristeza le revolvió el estómago, y se controló por muy poco. Seguramente Acontes y Mithra también se dieron cuenta de la inestabilidad de Atenea, porque el primero se sentó en el borde de su asiento, y el segundo miró en otra dirección, visiblemente enmudecido por la angustia.
La mirada de Acontes, sin embargo, se llenó de astucia y oportunidad.
-Nada es una ilusión si tienes una Niké en tu mano -comentó, con una ligera sonrisa que temblaba en sus labios-. Una de esas estatuillas podría hacer que la galaxia entera gire en sentido contrario, ¿no es así? Todo es posible. Cualquier deseo. Cualquier cosa.
Atenea se echó para atrás en la silla, pasmada de espanto y, luego, enojo.
-No -dijo y esa vez, fue terminante.
-¿Por qué no? ¡Mi deseo es tan válido como el de cualquiera! Sólo necesito una.
-¡No!
-Mi señora, no me gusta suplicar -repuso Acontes, con un gruñido que pese a todo, fue respetuoso-. Pero por mi Rosa, con gusto me arrastraría hasta donde usted lo disponga, ¡Póngame la prueba que quiera! Concédame el derecho a ganarme una Niké. No es nada para usted. Podría significarlo todo para mí.
Mithra abrió la boca, sorprendido, y articuló en el aire como un pez fuera del agua. No tenía ni idea de lo que su padre había estado tramando, y tampoco le gustaba.
Pero ni la decisión en la postura de Acontes hizo que Atenea cambiara de opinión.
-No voy a darte una Niké ni el derecho a ganártela.
La Diosa se levantó del asiento y Licaón la siguió por instinto, su repentina muestra de horror le obligó a acercársele y... No sabía bien qué quería hacer, si ponerse violento con el otro o abrazarla a ella, pero esa conversación con Acontes había ido demasiado lejos, aunque Licaón no entendía a cuenta de qué. Retrocedió hasta el pasillo, porque Atenea quería salir y se dirigió al mostrador, a pagar lo que habían consumido. Acontes también se puso de pie y la siguió, pero se mantuvo a una prudente distancia de más de dos pasos. A Mithra se le notaban mucho las ganas de huir de ahí.
-No quería hacer esto una batalla legal, -susurró Acontes, en tanto Atenea esperaba que la muchacha le devolviera la tarjeta de crédito que había aparecido para pagar-, pero usted sabe bien que no puede negar la solicitud de un desafío para ganar un beneficio divino. Está en las Nuevas Leyes, y actualmente es casi la única manera en que el Panteón otorga obsequios fuera de la generosidad de los Dioses.
Atenea había iniciado el camino, junto a Licaón, al fondo, donde estaban los servicios sanitarios fuera de la vista de los no-iniciados. Acontes la había seguido mientras le hablaba en susurros y, aunque ella quiso ignorarle, eso último lo hizo devolverse y verlo a la cara.
-Acontes, no lo hagas -advirtió, mirándolo con severidad.
-¡Reclamo una prueba! ¿Qué más le da? Podría morir intentándolo.
-¡POR ESO QUIERO QUE VAYAS CON PROMETEO! -bramó la Diosa, y las dos dependientas de la heladería se volvieron a mirar a su dirección, con curiosidad. Atenea las miró de soslayo, y se dijo que debía bajar la voz- Estás en medio de un duelo por la inminencia de la pérdida de tu pareja, y necesitas ayuda con eso. Sabes que el emparejamiento de los licántropos es un vínculo tan fuerte que cuando se rompe, duele con la misma fuerza en que fue creado y se mantuvo. Pero eso no te incapacita para volver a amar, o minimiza el amor y el cariño que tu familia tiene para contigo. Solo que ahora no puedes verlo porque estás sumido en las primeras fases del duelo y…
-No lo veo porque Rosa es mi vida, porque nunca he amado a nadie como la amo, y sé que no podría encontrar a alguien más como ella -le retrucó Acontes, enojado y lleno de dolor.
Atenea gimió y se cubrió la cara con las manos, temblorosa. Había sido insensible con él y su dolor al no darle el valor que en ese momento tenía. Acontes estaba sufriendo por su esposa, su hembra, una mujer con la cual había encontrado una afinidad casi instintiva, una entre tantas que podían ser, pero que se convirtió en la única cuando se emparejó con ella.
Atenea sabía que el emparejamiento licántropo era una necesidad para los varones de la especie, pues parecía que solo al tener a alguien a quien amar y le amara, ellos llegaban a tener un equilibrio emocional e instintivo con su parte animal. Pero eso no quería decir que las mujeres licanas no fueran igual de monógamas; emocionalmente, el lazo era igual de fuerte para los dos sexos. Tanto, que las guerras entre licántropos generaron más bajas que las que sucedían en el campo de batalla: al perder a su pareja, era relativamente común que el viudo o la viuda no pudiera soportar la pérdida, y se quitara la vida, sin mediar hijos o seres queridos. Era un sentimiento asfixiante y, aunque tenían la posibilidad de sobrellevarlo, su duelo solía ser largo, muy profundo y casi siempre solo se recuperaban del todo hasta que encontraban a otra pareja afín… El emparejamiento licántropo genuino, resultaba ser como una ceguera problemática y absoluta. Algo que tenía muy presente para cuidar de Licaón, porque jamás se perdonaría hacerle daño si podía evitarlo. Él no era como Acontes.
-Deberías alegrarte de que tienes una enorme familia que te apoya -repuso, y le enfrentó con los ojos enrojecidos, cuando se descubrió el rostro-. Hablaré con Panacea y Hefesto. Pero no lo haré a menos que vayas con Prometeo primero, ¿Me has oído?
Acontes frunció el ceño y apretó los puños, con impaciencia.
-¿Está hablando en serio, mi señora? -espetó.
Licaón reaccionó instintivamente, porque percibía que Atenea no sólo estaba dolida y enojada, sino también triste, exasperada y, en el fondo, aterrorizada. Cruzó delante de la Diosa y obligó a Acontes a retroceder un paso con su sola presencia. Mithra gimoteó y se paró detrás de Acontes, temblando entre su abuelo y los lavabos del servicio sanitario en que estaban… Ya había sufrido una vez en carne propia la influencia del Primer Licántropo, y no le gustaba nada la sensación.
-¡BASTA! ¡Termina con esto! -reclamó Licaón, con un gruñido- ¡Ya ha dicho que te ayudará! Deja de insistirle, deberías agradecerle.
-Tú no te metas en esto. No te incumbe -le respondió Acontes, entre dientes.
Sorpresivamente, pudo hacerle frente. Todo su ser temblaba, y el instinto le decía que agachara la cabeza ante el mayor de sus líderes; pero el corazón le ordenaba mantenerse firme por Rosa, porque ella valía cualquier sangre y cualquier sacrificio.
-¿Que no me incumbe, dices? ¡Maldita sea que no me incumbe! No voy a permitir que le hables así -respondió Licaón, con los dientes apretados-. ¿Cómo te atreves irrespetar así a una Diosa? ¡Atenea te ha ofrecido su ayuda! ¿Qué pasa contigo?
-Perdiste tu derecho de exigirme nada hace dos mil quinientos años. Esto es entre la señora y yo, no te metas -gruñó Acontes, mostrando los dientes.
-Pero, ¿Qué demonios...?
-¡Licaón, no! -se metió Atenea, y se plantó entre él y Acontes. Le puso una mano en el pecho y lo empujó un poco hacia atrás-. No es dueño de sí mismo, su instinto está dividido entre la lealtad hacia la autoridad y la lealtad a su hembra, es natural... es fruto del emparejamiento, no te pongas así.
Licaón gruñó de nuevo y lo mismo hizo Acontes, mirándose a las caras y quizá pensando en arrancar un pedazo del otro... Dentro de cada uno, el instinto lidiaba con poderes fuera de control.
La mezcla de olores los estaba volviendo locos a los tres, incluso al pobre Mithra que no sabía cuál servicio sanitario elegir para esconderse debajo. Esos machos alfa eran demasiado fuertes para él, y todo lo que podía pensar era en gimotear como un cachorro. Tanta tensión acumulada podía ir de mal en peor, y no necesitaban un disturbio justo en un comercio regenteado por no-iniciados.
A los pocos segundos, y gracias a la mirada severa pero paciente de Atenea, Licaón se serenó y dejó de apretar los puños. Fue el primero en apartar la mirada.
Acontes sonrió ligeramente ante el gesto, y lo comprendió. La actitud de ella, y la de él.
-No es tan difícil de entender porqué tengo que insistir en la ayuda para mi Rosa -comentó, con desidia-. Ojalá nunca les pase.
Atenea se puso ligeramente colorada y se acomodó el cabello, mientras se posicionaba a la par de un Licaón que había gruñido al oír ese comentario.
Los dos eran muy parecidos. No solo en la voluntad que tenían de dominar todo lo que les rodeaba, sino en cierta tozudez de carácter y volatilidad. Pero no solo se diferenciaban en que Acontes tenía el cabello de un rubio más oscuro, sino en que sabía canalizar su ira: la convertía en acciones inteligentes; Licaón sólo la dejaba fluir, sin mediar mucho las consecuencias.
La Diosa buscó la mano de su cachorro, y sintió una oleada de ternura suavizando todas sus penas al pensar en ese contacto tranquilizador. Licaón automáticamente se relajó y empezó a respirar con más calma. Ella volvió al quid de la cuestión cuando sintió que el ambiente era propicio.
-El poder de las Niké es caprichoso, Acontes. Aunque la ganaras, es posible que no consigas tu felicidad con ella; confía en lo que te estoy diciendo -murmuró Atenea, tratando de mantenerse seria, aunque palideciendo al recordar el cómo había aprendido esa lección-. Es un último recurso, la medida más desesperada de todas… Te ayudaré lo más que pueda, pero no me vuelvas a pedir algo como eso. No confío en ellas, y nadie debería hacerlo.
Aunque la verdad era que les temía, y al dolor que le habían causado. Licaón lo percibió, y quiso abrazarla, pero solo la acarició con el pulgar en la mano. Para ella, fue más que suficiente y el dolor del recuerdo remitió. Miró con gratitud hacia Licaón, pero cuando se volvió a Acontes, a las claras decía que no iba a cambiar de opinión.
Él tuvo que ceder, un buen abogado sabía cuándo retirarse.
-Está bien. Visitaré a Prometeo, como me lo ha pedido. No dudo de su palabra.
-Gracias por entender.
-Gracias a usted, por no desestimar mi solicitud como lo ha hecho casi todo el mundo.
Acontes se inclinó e hincó una rodilla en el suelo, para tomar la mano que la Diosa le ofreció y poner la frente en su dorso, a modo de afectado agradecimiento. Licaón no pudo reprimir un ligero gruñido de celos, y se encontró con que Atenea le pellizcó suavemente la mano que entrelazaban, en un gesto entre cariñoso y aleccionador. Cuando Acontes la soltó (a él le pareció que fue una eternidad) y volvió a erguirse, su mirada azul y algo desconfiada se cruzó con la de su hijo, igualmente azul pero mucho más astuta y contenida. Si bien los dos se mostraron en reposo y tolerantes, no dejaban de sentirlo: la necesidad de ser altaneros y feroces el uno con el otro.
Licaón se dio cuenta de que algo más acababa de cambiar por la leve sonrisa que Acontes le dedicó. Sin pensarlo siquiera, acababa de ganar una sustanciosa ficha más para su juego: él podía reconocer a un licántropo emparejado, y a una hembra que le correspondía, cuando les veía y olía. Miró entonces a la Diosa y ella entendió su expresión. Sonrojándose, ella finiquitó el trato.
-Mi única condición es la promesa de su silencio.
Eso Acontes lo había dado por hecho. Un buen abogado también sabía cuándo era mejor callar.
-o-
Milo sólo podía olerla, olerla mientras la miraba moviéndose arriba y abajo sobre él, caliente, húmeda y sinuosa a su alrededor. Le hacía tener rápidas y potentes oleadas de placer como nunca en su vida, encendiendo fuerzas en su cuerpo que hasta cuando llegó a ella, supo que escondía. Verla jadear, sudorosa y sonrojada, siempre con la mirada en su rostro, concentrada en él, solo en él y en el placer que él le estaba dando, lo hacía querer acariciarla, lamerla, besarla, morderla... Pero Artemisa le gustaba tomar y solo recibir cuando ella lo permitía. En ese momento, estaba concentrada en mirarlo, recibir el placer su fricción caliente y palpitante dentro de sí. Cualquier movimiento que Milo hiciera para acariciarla, para compartirla, ella lo alejaba con su poder para mantenerse fuera de su alcance.
―¿Estás listo? ―le jadeó de repente, la voz rasposa, llena de deseo.
―Sí, sí ―respondió apenas.
Artemisa sonrió, con cierta malicia, y bajó el ritmo de las embestidas. Pero Milo se sintió en el cielo cuando ella se acercó a su rostro, y lo besó apenas en la boca. ¡Su aroma, por los Dioses! ¡El calor de su cuerpo, el cosquilleo de su cabello en su rostro y pecho!
―Dime si estás listo para mañana ―le pidió y exigió, entre respiraciones difíciles.
Milo podría haber sentido la alarma en otro momento, pero no así cuando su piel hacía arder la de él, o el aliento de ella al hablar parecía entrar hasta su cerebro y nublarlo, hacerlo solo reparar en los movimientos de Artemisa, y en lo que ella deseaba.
―Sí.
―¿Harás lo que te comande?
―Sí. ―dio un gemido como respuesta a un movimiento particularmente fuerte de la cadera de ella.
Milo pudo tomarle la cintura en sus grandes manos, mientras Artemisa volvía a hacer sus movimientos más rápidos, fuertes y profundos. Tenía los ojos cerrados de la delicia, y oyó la risilla de ella en sus labios.
―¿Te gusta estar bajo mi hechizo?
―Sí ―no podía pensar algo que fuera más cierto en ese momento.
Artemisa se levantó de nuevo, y los llevó a los dos hacia la explosión finalmente.
-o-
Dormido realmente se veía como lo que era. Estaba desparramado en la cama, con el rostro hacia su dirección, inmóvil, con esa sensación de energía en potencia que su fornido cuerpo traslucía, y una expresión de total calma en su cara. Era un cachorro ingenuo, inocente y que no tenía idea de lo que realmente se estaba metiendo.
Artemisa se había levantado de la cama minutos después de haberse satisfecho totalmente con el sexo, e ido a darse un baño en el que Milo no tuvo permitido participar. Cuando salió, él ya estaba dormido. Eso la hizo frustrarse un poco. Normalmente, Milo no se dormía nunca en su presencia pero, desde que se había metido con su cerebro para remover recuerdos de su memoria, él tenía dolores de cabeza tenues y una sensación de confusión y cansancio mental que lo hacía maleable, y mucho menos sagaz y alerta, soñoliento.
¡Maldita Selene! Desde que la asimiló, simplemente le llegaba a la mente la manera mágica de lograr lo que quería. No tenía control sobre ese impulso, y tampoco la paciencia para aprender y buscar los «rodeos» seguros, con el fin de evitar los efectos secundarios negativos. Nunca había sido buena metiéndose con la conciencia de la gente. Y lo que menos necesitaba, era tener a un infiltrado idiota en la misión más importante y decisiva hasta ese momento de su actual cacería.
Por un instante, se dejó sentir la pena de su posible pérdida. Para ella, muy pocos eran mejores amantes que un licántropo que no podía dejar de desear complacerla. Pero a la vez, con Milo, la delicia de tenerlo cuando él pudo ponerle un alto y tratar de alejarse de ella, lo hacía sentir hasta victoriosa. Una lástima que tuviera que usar artimañas mentales para lograrlo, sino fuera por Licaón de Acadia... Artemisa se acercó a la cama, le acarició el torso desnudo y musculoso, y le murmuró al oído:
―¿Por qué no solo hacías lo que te decía? ―y volvió a hacer el hechizo, para quitarle los recuerdos sobre la orden directa que le había su alfa supremo.
Artemisa se irguió y apareció ropa sobre su cuerpo.
Decidir qué hacer con el alfa supremo, eso sí que era un problema.
Se sentó a una mesa de la suntuosa habitación, espaciosa y hecha de madera con adornos de piedras preciosas y pisos y muebles de mármol. El plato era de plata, y la comida de la mejor calidad. Era carne de las cocinas de Hestia, y estaría seguido de un gran pedazo de pastel de chocolate muy dulce. Tener una buena sesión de sexo le despertaba el apetito. Sin embargo, no pudo disfrutarlo como deseaba, pues estaba meditando con gran preocupación.
El tiempo se le estaba agotando. Tenía que decidir qué hacer con Licaón de Acadia, y con Milo. Pero regalarles la seguridad no era una opción. No si quería ser la nueva Diosa de la guerra, y no dejar que Atenea se inmiscuyera, o que Ares reculara en sus planes si se daba cuenta que la mojigata estaba tan cerca de averiguarlos.
Ares había visto a Licaón con Atenea, gracias a su maldita magia. Y Artemisa sabía que Minos lo había contratado en el grupo que iba a ir a la gran misión de Ares, la que él decía que iba a hacer la última, la que le iba a dar la victoria.
Cortó parte del bistec de carne de res adobado. Estaba a medio cocinar, jugoso, como a ella le gustaba... Artemisa sabía que había dos grandes caminos frente a ella. Terminar todo, que no era una opción, pues ya se había decidido a que su objetivo era ser la siguiente Diosa de la guerra, y ella jamás dejaba la caza cuando se había decidido a dar con su objetivo. El otro camino era el sangriento. ¿Qué tanta sangre derramar? Esa era su decisión a tomar. Esa noche, en ese momento.
Tomó de su vino rojo, y cortó otro pedazo de carne.
Creía ya haber decidido la opción que más le convenía. Era hora de pensar qué hacer para lograr su objetivo.
Luego, iría a pasar un tiempo con su mellizo. Apolo siempre lograba hacerla cantar o bailar, estar alegre y ver las cosas brillantes, mágicas y dignas de inspiración.
Su hermano aparentaba que no sabía que lo visitaba porque estaba mal o en problemas, y le daba lo que quería: distracción y compañía. Siempre lo visitaba cuando veía la posibilidad de perder en una misión. Era del único que se quería despedir, por si acaso todo salía mal.
Se dio cuenta, distraídamente, que hacía más de doscientos años que no hacía una de esas visitas. Tomó una cucharada del pastel de chocolate, y lo saboreó con fruición... Buen sexo, seguido de una deliciosa comida y la mejor compañía y divertimento; en medio de una cacería a muerte que la hacía sentir viva… A veces, valía la pena seguir existiendo.
(SIGUIENTE CAPI A LA ORDEN!)