Olímpicos: Capítulo 14, primera parte

Sep 22, 2012 21:21




CAPÍTULO 14, primera parte

―¿Hace cuánto los sacaste de sus jaulas?

―Desde que llamaste para decirme que querías cazarlos, señor, exactamente hace una semana.

―¿Cuántos darán lucha?

―Solo dos, señor. Uno no ha querido comer y no se mueve de su sitio desde hace tres días; puede que ya esté muerto. Otro murió queriendo escapar... La hembra ha comido, y agradecido que la sanemos y demos fuerza; ―sonrió, divertido―; se ha follado a los otros tres. Pero será la primera en caer. Parece muy feliz; solo se está dando sus últimos placeres, no creo que quiera alargar su muerte.

Alegremente, Ares alargó la mano para darle una fuerte palmada en la parte posterior del hombro a su hijo, y hasta lo atrajo un poco hacia sí en un abrazo de lado, sonriente.


Aunque tenían los ojos del mismo color verde, y altura y contextura prácticamente iguales, entre padre e hijo había una diferencia más allá que el color del cabello y las facciones más suaves y atractivas de Phobos. Los dos eran temibles y sin embargo, en el menor había un algo en sus maneras que hacía pensar a las personas que estaban en peligro sí, pero se trataba de un peligro indefinido, impronunciable y esquivo tal cual era su mirada.

El Dios de la guerra estaba animado.

―Castor es uno de los nuestros, peleará hasta el último aliento. Para él, esa será la más dulce de las muertes. El otro, ¿por qué está aquí?

―Un asesino en serie, señor. Un ex I.M.I.

Ares lo miró con disgusto.

―Esos maricas juega mentes no son guerreros.

―Pero sé que está planeando escaparse. ―dió un remedo de carcajada―. ¡Realmente piensa que podrá hacerlo! Y no es idiota por más que esté loco. Es un buen estratega, mató por más de cien años sin que nadie se diera cuenta.

Ares hizo memoria.

―¿No es el que mató monjas y sacerdotes monoteístas? ―Phobos asintió, pero Ares no estaba impresionado― Lavaba cerebros para que otros lo hicieran, no veo muchos huevos en eso.

―¡Pero fue imaginativo! Le gusta la violencia y después de tantos años bajo mis cuidados, ―el joven sonrió, con un brillo sádico en la mirada que heredó de su padre―, esa violencia se ha incrementado. Tiene mucho por ganar, según él, y nada qué perder. De hecho, es al que le tengo más apuestas a favor como el último en caer.

―¡Hombre, si es así...! ―Ares volvió a reír y a zarandear a su hijo, orgulloso.

Caminaban por un pasillo gris y metálico, herrumbroso en las esquinas y cerca de los tornillos. Los hechizos, tallados como extrañas y retorcidas enredaderas, estaban alrededor de las puertas totalmente lisas que aparecían regularmente en el aparente pasillo sin fin.

Era el ala de máxima seguridad, la custodiada únicamente por Phobos.

La justicia Olímpica podía haberse actualizado en cierta manera, pero sus castigos seguían siendo muy heterodoxos. El que Phobos impartía era el peor de todos, ya que se hacía cargo de los sentenciados a muerte. Y cuando le daban luz verde para llevar a cabo la sentencia, Phobos también decidía la forma en que cada uno de los condenados moría. Como regalo a su padre, algunas veces consistía en cacerías dentro de unos pasillos deshabitados de la cárcel Olímpica.

―¡Hace tiempo que no tenemos una ejecución tan emocionante! ―Ares se volvió a mirar sobre su hombro―. ¿Qué te parecen tus enemigos, vaca?

Minos, tan silencioso como solía estar cuando a Ares lo hacía ir a la cárcel, carraspeó y respondió:

―Como somos tantos casi no van a durar, pero no están mal.

―Servirá para el entrenamiento. ―Se encogió de hombros y se volvió a ver a su hijo, orgulloso―. ¡Deja de hacer tan bien tu trabajo y danos más carne decente! La mayoría de tus presos o están locos, o se suicidan o están muy débiles para dar pelea...

―No tendría diversión si lo hiciera.

Ares le congratuló la broma con una gran carcajada.

Minos les siguió mientras ellos hablaban de tan buen talante. Tomó un par de tragos más de su petaca, rezando porque la visita pronto terminara.

No entendía cómo su señor podía caminar por ese pasillo, en la compañía de Phobos, y estar tan alegre... Ares no debía tener conciencia. Minos, sin embargo, no podía dejar de sentirse culpable por una cantidad indeterminada de acciones. Es más, presentía la amenaza de ser encerrado en ese mismo pasillo, de convertirse en la carne de la que Ares hablaba.

A causa de ese tipo de pensamientos, su señor insistía en llevarlo a las ejecuciones, por más que Minos ya conocía de sobra la cárcel y le tenía sin cuidado quiénes fueran los que iban a asesinar. Al final todos eran músculos, huesos y órganos que terminaban partidos por sus cuernos. Y odiaba pensar en que él mismo también lo era. Aunque odiar no era la palabra precisa para lo que sentía en cada visita; pero prefería impulsarse a la ira, que dejarse llevar por el horror instintivo que ese ambiente le podía producir, si dejaba que llegara hasta él. No le iba a dar esa satisfacción a su señor.

Para Ares, solo era una broma pícara entre soldados. Otra más de sus pequeñas torturas retorcidas con los que «regalaba» a los subordinados más cercanos. Claro que, si Ares realmente se proponía torturarle, le haría cosas mucho peores que ir de visita a la cárcel... Minos se mandó a no pensar en eso, por más que le costaba mucho no irse a derroteros aún más espantosos.

Estar cerca de Phobos siempre producía ese efecto: pensar, sentir, ahondar en sus terrores más profundos. Solo incontables encuentros con él habían curtido a Minos para no caer totalmente bajo su influjo, pero era difícil la lucha.

Decididamente necesitaba un buen trago, pero se tuvo que contentar con tomar de uno de los más baratas bebidas de Dionisio. Al menos su señor nunca se atrasaba en pagar, y al día siguiente a esa misma hora tendría dinero para sobrevivir una semana más... Si es que no los atrapaban para ese entonces.

No entendía cómo a Ares no le importaba que el D.S.I diera con la mantícora del alquimista y su laboratorio; o el saber que el ataque que estaba planeando era una traición, y por un fin muy estúpido... ¡O cualquier pensamiento racional que decía que iban a terminar en ese mismo pasillo o directamente en el Tártaro! ¿¡Por qué, maldición!? ¿¡Por qué debía ser su marioneta!? ¡Pero no tenía otra salida! ¿¡Por qué no tenía los huevos de matarse por sí mismo en vez de...!?

«¡NO PIENSES EN ESO!» Se mandó Minos. Había sentido un vacío en el estómago, una nausea terrible de espanto... ¡Tártaro! ¡Cómo odiaba visitar la cárcel!

―¿Todo bien, Minos? ―le preguntó de repente Phobos, mirándolo con cierta sonrisa que decía claramente que sabía que todo no estaba bien, y eso le complacía.

Minos frunció los ojos y se alegró al sentir de nuevo la ira, su mejor aliada.

―Solo unas mariposas en el estómago. Lo siento, como buen hijo de Afrodita que eres, no puedo evitar sentir este amor por ti.

Phobos dejó de sonreír y Ares dio otra más de sus risotadas.

Minos se maldijo y congratuló a la vez por haber dicho esas palabras. No iba a recular. Cerró los ojos y esperó a que el Dios del miedo usara en él toda la potencia de sus habilidades. Milagrosamente, no sucedió.

Su señor había dejado de reír y preguntó a Phobos con seriedad:

―¿Pusiste todas las cámaras para que no tengamos ningún punto ciego?

―Sí señor. ―Phobos olvidó a Minos y le puso atención toda la atención a su padre.

―¿Subiste la temperatura a cuarenta grados centígrados o más?

―Sí señor.

―¿Pusieron los hechizos para probocar los cambios ambientales?

―Artemisa terminó hoy mismo, señor.

Ares sonrió de medio lado.

―¡Bien! Porque tengo ganas de jugar un poquito con nuestras presas.

Minos negó. Esperaba que Ares no terminara matándolos en su jueguecito... Y que pudiera salir antes de que se le terminara la bebida de su petaca.

-o-

Licaón despertó de buen humor, aunque no fue conciente de eso hasta sintió cómo se le desapareció. Su nariz no pudo percibir el olor de Atenea, solo... ese fantasma aromático que decía que ella estuvo ahí hasta hacía poco, a su lado en la cama.

Dio un gruñido, y abrió los ojos. El dolor en el brazo estaba adormilado y daba la sensación de que estaba inflamado. Movió las cobijas para verlo. Las cicatrices seguían rojizas, la piel muy blanquecina y el músculo del antebrazo menos desarrollado. No podía moverlo mucho y definivitamente no tenía la misma fuerza que antes. Esperaba que en su forma semi-animal no tuviera muchos problemas con él. Al día siguiente tenía la misión con Minos.

De repente y extrañamente, se sintió como si fuera el más grande idiota por estar pensando en su brazo y la misión.

Se sentó en la cama para buscarla con la vista. ¿¡Dónde se había ido esa mujer!? ¡Ella le había prometido que estaría ahí cuando despertara! Sintiéndose algo traicionado, se puso en pie para irla a buscar.

Había comprovado que Atenea era una princesa voluntariosa que siempre se salía con la suya. Primero lo hizo comer su plato de sopa, con mucha verdura. Luego, aunque insistió en que cambiar de forma era lo mejor para sanar, no lo hizo porque ella se negaba muy rotundamente a la idea. ¡Ni siquiera lo había dejado cambiarse los vendajes! Porque según Atenea, lo estaba haciendo mal. Luego, y aunque le parecía una pérdida de tiempo, hicieron unos ejercicios con el brazo para ver el funcionamiento del músculo, cuando era más que obvio que estaba débil, algo dolorido, pero bien.

Finalmente, Licaón intentó convencerla de salir a tomar el aire fresco, y ella volvió a contravenirle y hacerlo irse a la cama aunque acababa de despertarse dos horas antes.

Para ese momento, los dos estaban con la paciencia al límite y muy indignados con la actitud del otro. Se miraron en silencio, incómodos y sin saber qué decir. Cuando ella abrió la boca, Licaón jamás podría haber pronosticado sus palabras.

―Entonces, tengo una pregunta desde hace un par de días, y me gustaría que me lo respondieras ―se había ruborizado un poco, pero lo dijo―: ¿Qué es Jeopardy!?

Al recordarlo, Licaón sonrió ampliamente y negó. Los dos se habían reído mucho, pero eso dicipó el ambiente caldeado entre ellos, y posibilitó que se quedaran poco más de una hora en la cama, sentados uno a la par del otro, simplemente hablando del sétimo arte y la televisión. Aún estaba impresionado de que Atenea era una total ignorante de las películas, series y concursos de variedades que no ganaban Oscares, Emmys o estatuillas por el estilo.

Pero el pitido del teléfono celular de Atenea, el que anunciaba un mensaje nuevo, incrementó en su recurrencia. Ella los miraba, y parecía cada vez más preocupada, pero no los comentaba ni respondía. Había intentado seguir en la conversación, pero eso los había devuelto a la realidad y después del quinto mensaje, Atenea fue la que cambió el tema.

-La misión de mañana... -intentó iniciar.

-La haré -le había interrumpido Licaón, muy decidido.

Atenea le había mirado largamente, analizándole. Finalmente, aunque aún dudosa, había asentido.

-No hay más opción si queremos seguir con esta línea de investigación. -luego lo había mirado con una expresión entre súplica y mandato, que a Licaón le había dado el impulso de querer besarla-. Vas a participar, pero iré contigo y no voy a permitir que te arriesgues. El primer momento que vea que algo se está torciendo...

-Lo paras, correcto. -No había esperado menos de ella.

Pero el haber despertado sin Atenea a la par, aunque se había dormido con la promesa de que lo acompañaría, le hizo tener resquemores. Para cuando estaba devolviéndose hacia la sala, el licántropo se decía seriamente que el sentir que la necesitaba emocionalmente, lo estaba haciendo confiar en ella demasiado. Se sintió avergonzado por ello, y temeroso... Todo era muy intenso, muy rápido, demasiado maravilloso. Su yo de una semana antes hubiera huido de la situación porque a todas luces parecía una trampa, alguna manipulación divina; y sin embargo, sintió el impulso de pedir perdón a Atenea solo de pensar esa posibilidad.

-Me puso la vida de cabeza -se susurró totalmente confuso, masajéándose el rostro con una mano y los ojos cerrados.

El retumbar metálico de varios objetos cayendo en su sala, le hizo dar un respingo y abrir los ojos con rapidez. «¿¡Pero qué diantres había pasado...!?» No le fue difícil dar con su respuesta.

-¡Hermes! -se le salió el nombre con ese tono de un padre regañando a su hijo.

-¡Hey! -el Dios mensajero le sonrió grande, pero luego frunció el ceño- ¿No deberías estar en la cama?

Licaón no supo ni qué decir. Hermes había aparecido en su sala, sentado en su sillón reclinable favorito y con un caos de ¿armas antiguas, en serio? Alrededor de él, haciendo de su casa un tiradero.

-No, yo... ¿Qué...? -Bufó, tratando de acomodar sus ideas y caminando hasta él pisando con cuidado entre lanzas, espadas y cuchillos- ¿Qué rayos estás haciendo? ¿Y dónde has estado todo este tiempo? ¿¡Qué es todo esto!?

Hermes se había puesto a flotar y acercado a él. Parecía mucho más interesado en verle el cuerpo, que en dar explicaciones.

-Pero si estás muy bien -dijo al final, apreciativo.

Licaón, exasperado, se alejó dos pasos de él y subió más la voz.

-¿¡Acaso has oído alguna de mis preguntas, enano!?

Hermes hizo memoria.

-Te traigo armas y veo que estás muy bien en tu recuperación, he estado viviendo mi vida y, de nuevo -hizo un ademán expansivo con los brazos, y su tono denotaba que le era muy obvio-: éstas son armas.

Licaón frunció el ceño y luego negó, indignado:

-¿¡Acaso te crees que no he luchado en tres mil años!? Por si no lo sabías, estuve en la segunda guerra mundial y, en los mil novecientos setentas, fui policía.

Hermes sonrió de medio lado.

-Oh sí, sé que has sido travieso.

Licaón frunció la nariz, entre confundido y hastiado, pero aparentando enojo.

-¡Solo tráeme algunas armas, preferiblemente del 44. y semiautomáticas y...

-Serás asesinado por todos tus nuevos camaradas antes de decir «hola» -terminó Hermes, socarrón.

-¿Eh? ¿¡Pero de qué estás hablando!?

-Nosotros no peleamos así. -Le informó. Aunque el tono de Hermes seguía siendo desenfadado, parecía que lo que decía sí iba en serio-. Bueno, ellos no pelean así. En las guerras entre dioses, panteones y acólitos, pelear con las nuevas armas es prohibido. No sé muy bien a cuenta de qué, debe ser por eso de su «honor del guerrero» o algo por el estilo. -Se encogió de hombros-. Aunque si me lo preguntas, no le veo mucho la lógica. Las armas mágicas se las dan a los grandes guerreros como un honor, cuando son las más tramposas que hay... -Sacudió la cabeza, mandándose a no ponerse filosófico- ¡Como sea! Sé que no sabes nada de las cosas a distancia, por lo que...

-Me estás tomando el pelo -le cortó la perorata Licaón, desconfiado.

Hermes negó, sonriendo.

-Tomando el pelo -repitió y dio una risita.

-¡Hermes!

-No, no te estoy tomando el pelo. -Pudo reprimir otra sonrisa-. Te hablo muy en serio y francamente preocupado por tu cola. No has peleado con una espada desde ¿inicios de los mil ochocientos? ¿No? ¿Contra ese tipo que te retó porque su mujer estaba enamorada de ti?

Recordar lo que el otro aludía lo hizo tener un escalofrío. Licaón se cruzó de brazos y lo miró con la cabeza alta, aunque en el fondo se sintiera muy nervioso.

-¿Tú qué puedes saber de nada? -No sabía si lo dijo para tranquilizarse, o para retarlo. Tampoco sabía qué pensaba o sentía con eso de que Hermes comentara algo de su vida, como si fuera de lo más común que la conociera.

-Sé que debes escoger tus armas para ir preparado, y te las traje como buen patrono que soy. -Y se sonrió, muy orgulloso de sí mismo.

-No las necesito -decidió, después de verlas por encima-. Esta gente sabe qué soy. Puedo pelear en mi otra forma sin problemas.

-¡Por Gea! -negó Hermes, ya más serio. El estruendo volvió a darse cuando él, con su poder, hizo levitar varias de las cosas que había traído. Eran pecheras de armaduras y escudos- Son para licántropos. Al menos escoge uno de...

-No, nada de eso, ¡Solo me haría más lento e incómodo todo!

Licaón le dio la espalda y caminó con cuidado hacia su habitación, con la intención de alejarse de esa sombra conversadora y que tenía esa increíble habilidad de exasperarlo con su sola presencia. Hermes le siguió, como había esperado y temido.

-¡No lo hará! Es aliación del Volcán, es ligero y...

-¡Que no!

-Al menos intenta probarte algunas, antes de...

-¡Ya dije que no, Hermes, no insistas!

-¡Está bien, está bien! Armadura no, pero no puedes negarte a un escudo, después de terminar herido por ir sin uno a amansar una mantícora rabiosa.

Licaón se volvió hacia él como un rayo y le tomó del cuello de la camisa.

-¡Ella no estaba rabiosa! -tomó un par de respiros, vio la imperturbable expresión tranquila de Hermes, pero sintió a la vez ese halo de energía sin control que siempre le rodeaba. Soltó el agarre y le habló más tranquilo y en serio-: Gracias, pero no gracias. Vete de mi casa con todos tus cosas.

-Está bien, la mantícora es una pobre mujer, lo siento. Pero no debes despreciar mi ayuda, Rintintin, mira que...

-¡Y tú deja de llamarme con nombres de perros! ¡He dicho que te vayas con todas esas cosas de mi casa!

Y le cerró la puerta en la cara.

Obviamente, para Hermes no había puerta que valiera.

-¡No creía posible que estuvieras más insoportable que antes! -le dijo, sentado en el aire sobre la cama deshecha de él, y entre divertido y enojado-. No debí desconfiar en la palabra de Atenea... ¡Mira, no pue...

Pero Licaón le cortó, de repente muy interesado en él.

-¿Has visto a Atenea? ¿Sabes dónde está?

Hermes dejó salir el aire, y sonrió aguantando una carcajada.

-¿Es eso? ¿El cachorro está rascando la puerta, esperando a su...?

-¡Hermes! ¡Contesta mi pregunta!

El aludido negó, y se dijo a sí mismo.

-No entiendo porqué me hace gracia que siempre me estés hablando en ese tono. Imagino que como nunca quieras algo de mí, cuando todos...

-¡Hermes!

El Dios mensajero puso los ojos en blanco.

-Sí, sé dónde está. Yo mismo la llevé ahí.

-¿Dónde? ¿Por qué? -su tono al decirlo fue tan apremiante, que Licaón se mandó a controlarse un poco.

-El Olimpo, y porque los reyes me lo pidieron.

Licaón frunció el ceño, sin entender nada. Se sentó en la cama, de lado a Hermes.

-¿Algo pasó? ¿Por qué la necesitan? -su tono era mucho más manso, pero lleno de preocupación.

-Siempre la necesitamos, ese es el porqué.

Licaón le pidió más explicaciones que esa con un ademán. Hermes se dejó caer en la cama, acostado con las manos detrás de la cabeza. El licántropo no le dijo nada al respecto solo porque le estaba explicando lo que quería:

-Porque Atenea fue vista fuera de sí, en una situación fácil de controlar por ella en cualquier otro momento.

-¿De qué situación hablas, si no ha hecho más que estar aquí conmigo? -le preguntó, muy confuso.

Hermes le sonrió socarrón, y se irguió un poco para verle.

-Cuando te atacó la mantícora, ella perdió la compostura y terminó llorando en los brazos de Prometeo. ¡Por Hestia! Yo llegué con Panacea unos pocos minutos después, y aunque se veía que no estabas tan mal, Atenea estaba pálida y te tomaba de la mano como no la había visto desde las guerras monoteístas.

«¿En serio, por mí?» Licaón no le extrañó mucho, y más bien se sintió complacido, aunque también preocupado de que eso le hubiera acarreado problemas... ¿Sería esa emoción que él sentía tan fuerte también para Atenea, entonces? Temió de no temer desear que fuera así.

-¿Y por eso está en problemas con los reyes?

-No tantos. Al menos con padre nunca está en problemas. -Al ver que Licaón abría la boca para insistir, se armó de paciencia y le explicó-: Desde hace semanas que esto había venido caldeando. Desde la muerte de Lita Forte, Atenea ha estado muy enfocada en este tema de las muertes de héroes, y eso no lo entendemos.

-¿Cómo no van a...?

-O preguntas o me dejas hablar. -Licaón cerró la boca y le hizo un ademán, pidiéndole que siguiera. Hermes se acomodó mejor en la cama, sonrió con satisfacción y siguió-: Algunos Dioses tienen ese... como obsesivo amor por los acólitos, que los hace quererlos y preocuparse por ellos más de lo que los otros creemos necesario. Pero Atenea va más allá. Está demasiado apegada, y eso le afecta mucho.

-Como con Teresa y su familia -susurró, con la mirada baja y una desazón en el pecho, al recordar la manera en que ella lloró en su abrazo por aquella anciana muerta.

-Nosotros se lo hemos dicho. ¿Para qué encariñarse de esa manera, con seres que no van a durar ni un suspiro en nuestra vida? -dijo, con verdadero interés por Atenea- ¡Es como querer tener el corazón roto por toda la eternidad!

Licaón ahogó un gemido canino en la garganta.

-Sé como es.

La omnipresente soledad en la inmortalidad. El necesitar y no querer acercarse a alguien, porque la tristeza de las pérdidas solían empeorar la soledad...

-Sí, yo también. -Asintió Hermes, y a continuación su voz se redobló de energía, como si quisiera alejar ese extraño momento íntimo entre los dos-. ¡Pues bien! Atenea es muy la Diosa de la sabiduría y la guerra, pero cuando le tocan a sus acólitos, además de sufrir, se pone... Como tú la conociste. Se obsesiona, quiere hacerlo todo sola y se pone insufrible con los que le piden que vuelva a sus funciones normales.

Licaón frunció sus ojos y nariz, muy molesto.

-¡Pues todos esos metiches deberían meterse en sus asuntos y dejarla en paz!

-Que es lo que ella siempre dice, pero con palabras más políticamente correctas... Hasta la última reunión de Dioses mayores, en que le gritó a padre y frente a todos, que dejara de pensar con la polla antes de venirle a decir a ella qué hacer.

Licaón abrió la boca muy sorprendido.

-¡Esa es mi princesa! -y muy orgulloso.

Hermes sonrió.

-Aw, que eres una ternura, le dices princesa.

-¡Ya déjalo, y sigue contándome lo que...! ¿¡Eh, pero qué haces!?

Hermes se había puesto en pie, con toda la intención de despedirse e irse.

-Lo siento, Licaón. Debo irme. Tengo un trabajo y una vida, y mi misión aquí está hecha. Vi que te recuperas bien, te traje tus armas y te dejaré algunas para cuando Atenea te haga cambiar de opinión. Fue un gusto hablar contigo sin que me enseñaras los dientes... -Aunque realmente se debía ir, Hermes estaba disfrutando más de la cuenta la desesperación de Licaón, que le había estado pidiendo y exigiendo saber más sobre Atenea y sus problemas, mientras él le hablaba sin perturbarse- No te preocupes, en la edición de hoy hay un artículo sobre Atenea, y su decisión de concentrarse en este caso por sobre todas sus otras responsabilidades. Eupheme te lo explicará mejor que yo.

-¿Edición? ¿Eupheme? ¿Pero de qué rayos hablas?

Eso sí lo hizo detenerse.

-¿Del Mensajero Alado, alias la «Vogue» que te llega dos veces a la semana? -Al ver que Licaón no tenía idea de lo que hablaba, la hizo aparecer en su mano y se la dio- ¡El periódico del Panteón que te he hecho aparecer por más de cien años, gran desagradecido!

Licaón tomó la gruesa Vogue. Era igual a cualquiera de las revistas que, por años, habían llegado a su puerta aunque nunca se suscribía a ellas.

-Pero si solo es una revista.

-¡Solo una revis...! -Hermes se había genuinamente indignado- Escribe un epíteto de los míos en uno de sus cupones, y ya vas a saber lo que es solo una revista.

Y, con todo su orgullo herido, desapareció.

Licaón se quedó confundido y preocupado, viendo a una modelo en la portada de la revista de modas. Luego fue a buscar un lapicero.

(SEGUNDA PARTE POR AQUÍ)

cuento, olímpicos, tipo: supernatural

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