Olímpicos: Capítulo 13, parte final

Sep 15, 2012 22:12




CAPÍTULO 13, parte final

La mantícora latigueó su cola y disparó los proyectiles envenenados en dirección a Licaón.

Cinco de ellos se le clavaron en el cuerpo entre el pecho, el estómago y las piernas. No fue tanto el dolor de los aguijonazos, pero sí la parálisis que empezó a subirle por la piel y los miembros de inmediato, ¿Qué clase de veneno tenía esa criatura? ¿Era tan potente? A los pocos segundos ya había caído de bruces al suelo y no podía moverse, no tenía sentido del equilibrio y se estaba quedando ligeramente sordo.

Hubo más dolor cuando la mantícora se abalanzó sobre él, y le mordió el brazo a la altura del codo. Iba a comérselo, por su traición. El dolor y la furia que percibía en la criatura eran más fuertes que nunca, y podía sentirlo aún a través de las nubes de estupor que le causaba el veneno en la sangre. La golpeó con las manos y los pies, torpemente, sin control de sí mismo. Pensó en cambiar de forma, pero nunca llegó a concretar la idea, estaba...


Perdido. Se sentía perdido. El corazón le latía a una velocidad imposible, enviando más y más de esa sustancia a todo su cuerpo, ¡Pero no podía evitarlo! ¡Estaba aterrorizado! ¡Los dientes de esa bestia le estaban desgarrando el brazo! ¡Le parecía que estaba tardándose la vida en arrancárselo de cuajo!

Todo pasaba más rápido de lo que Licaón podía percibir.

Broom entró al cuarto de cristal con una lanza larga, y golpeó repetidamente la cabeza de la mantícora hasta que la obligó a soltar a su presa, y alejarse de él. El centauro no aprobaba los métodos de tortura para animales prácticamente sin consciencia, pero en ese momento le hubiera gustado mucho tener una picana eléctrica para aturdirla. Un humo blanco empezó a llenar el cuarto, y el Héroe local retrocedió justo a tiempo, llevándose a Licaón por el brazo sano. Lo arrastró por los escalones y lo dejó en el piso.

Muchas personas empezaron a entrar por las salidas: los guardias que habían estado esperando la orden, Atenea, Prometeo, los centinelas médicos...

Y dentro del cuarto de cristal, la mantícora seguía rugiendo y golpeando los vidrios con las alas y la cola, revolviendo el humo blanco somnífero que estaban usando para aplacarla. Todo terminó cuando se desplomó sobre sí misma, rendida.

Afuera, el caos reinaba sobre todo por los gritos de Licaón:

-¡NO ME TOQUEN! -ladraba, furioso- ¡SUÉLTENME! ¡DÉJENME EN PAZ!

Se arrastró como pudo por el piso, conteniéndose el brazo desgarrado contra el pecho, herido, desorientado, casi ciego y sordo, con la mitad del cuerpo inmovilizado y agarrotado… Topó con la pared. Los centinelas médicos volvieron a caer sobre él, pero Licaón no se quedaba quieto. Aún tenía fuerza para empujarlos brutalmente.

- ¡QUE NO ME TOQUEN! ¡ALÉJENSE DE MÍ! ¡ALÉJENSE!

-¡Licaón! -gritó Atenea, no pudiendo estar lejos un momento más.

-¡BASTA, BASTA, MALDITOS!

-¡El veneno lo está enloqueciendo, Ati! ¡Ayúdalo! -decía Prometeo, a gritos- ¡Detenlo, por su propio bien! ¡Tú puedes hacer que se calme, responderá a tu olor!

- ¡Esto es mi culpa! -chilló la diosa, con los ojos llorosos, adolorida- ¡Yo lo traje aquí! ¡Recibió demasiado veneno! ¡Tártaro! ¡¡TÁRTARO!!

Empujó a uno de los médicos para estar a la par de él, y lo vio.

Licaón estaba cubierto de su propia sangre, sosteniéndose el brazo roto en el regazo y con la ropa desgarrada por los dientes y las zarpas de la mantícora. Los puntos donde el veneno había ingresado a su cuerpo se veían como manchones violetas en su piel, sangrantes. No sólo eso, estaba cambiando de forma, y eso era peligroso en su estado actual. Ya le había crecido pelo sobre los antebrazos y los colmillos se le habían estirado dentro de la boca. Si se convertía del todo, haría un destrozo y el veneno se movería más rápido en su sistema. De sólo reparar en la idea, el corazón de Atenea se estrujó de dolor.

No era un monstruo, ¡No lo era! ¡Sólo tenía que tranquilizarse!

Se acercó más Licaón, para agacharse junto a él. Le atrapó la mano en el aire, cuando intentó empujarla lejos de sí como había hecho con todos. Eso sólo acrecentó su furia, y aceleró el proceso de conversión. Necesitaba protegerse y su instinto lo llevaba a cambiar, a adoptar la forma más poderosa y resistente. Licaón rugió y su rostro se deformó ligeramente, su espalda se volvió un arco tenso, se acuclilló sobre sí mismo, dominado por el dolor y el aroma de la sangre en sus propias narices.

Atenea luchó y con su fuerza superior lo obligó a quedarse quieto, tomando su brazo sano y empujándolo en el pecho con su otra mano. Le gritó en la cara:

-¡Huéleme, por favor! ¡Soy yo! -Percibía toda su confusión y su ira- ¡Soy yo, Licaón! ¡SOY YO!

Él apenas sí respondió. Seguía retorciéndose. No podía concentrarse en hacer una cosa o la otra, todo a su alrededor le parecía una amenaza. El veneno lo estaba encegueciendo. Ya no podía mover el brazo que en teoría tenía sano y tampoco sentía las piernas, pero seguía luchando.

-¡SUÉLTAME, NO ME TOQUES! ¡MALDITOS SEAN TODOS USTEDES! ¡SUÉLTAME…!

Hablaba bastante mal. Atenea apretó los dientes. ¿Por qué era tan malditamente terco? ¡Era peor que Prometeo! ¡Tenían que atenderlo! ¡Ese veneno podría matarlo!

-¡ESCÚCHAME BIEN! ¡VAS A DEJAR QUE TE ATIENDAN, O POR MI PADRE Y MIS ACÓLITOS QUE TE DORMIRÉ DE UN GOLPE!

-¡INTÉNTALO, BRUJA! -gritó el licántropo, o pudo haber dicho otra cosa, la lengua se le trababa al hablar.

Licaón quiso decir algo más aunque la lengua se le estaba inflamando, y seguía oponiendo resistencia contra ella... Atenea colapsó entre el enojo, el miedo y las ganas de llorar.

Simplemente, reaccionó.

Levantó el puño y descargó un golpe en la mandíbula de Licaón. Con su fuerza y precisión, fue suficiente para que él perdiera el conocimiento del todo y cayera laxo al piso, arrastrándose de lado contra la pared.

Atenea se puso en pie, para darle espacio a los centinelas médicos… Solo podía pensar que nunca quiso pegarle, que quería abrazarlo y que a su vez él la abrazara.

Los presentes se encontraban en silencio, contemplando a su Diosa. Ella no era conocida por perder el control. No de esa manera en que parecía desesperada, perdiendo el tiempo antes de asestar el golpe de una vez, con practicidad…

Prometeo fue el único que se acercó y le sirvió de sostén. Sabía que a ella no le importaba el exabrupto, sino el golpe que le había propinado a Licaón. A veces, hasta Atenea temía de su lado bélico. Los dos se quedaron observando cómo los oficiales se llevaban a Licaón. Debían administrarle con urgencia el antídoto del veneno, y reconstituirle el brazo casi arrancado.

Atenea no se sentía capaz de verlo por un segundo más en ese estado. Los sanadores se hacían cargo, no debía entorpecerles su trabajo, por más que temía que cometieran algún error que ella pudiera evitar.

El resto del personal se desbandó discretamente, hasta que sólo quedaron Broom, Atenea y Prometeo frente a un rastro de sangre que bajaba por los escalones de la caja de cristal y el piso blanco de la habitación de contención.

El silencio reinaba, ni siquiera la mantícora se movía.

Atenea se miró el puño aún cerrado, el puño que había golpeado a Licaón. La Diosa se refugió en el abrazo que Prometeo le daba y, sin poder contenerse, echó a llorar en silencio. Broom observaba la escena con incomodidad y cierta pena. Él conocía muy bien a Atenea, y sabía que era una mujer sensible a pesar de su dureza y capacidad táctica. No era un robot. Eso era lo que sus acólitos más apreciaban de la Diosa de la sabiduría y la guerra: que era una persona como ellos.

Lo mejor era no seguir importunando más.

-Iré a ver si las del I.M.I lograron extraer información de la mente de ese pobre ser -dijo, excusándose para irse.

Cuando se quedaron completamente solos en el cuarto blanco, Atenea dejó de llorar un poco.

-¡No puedo creer lo que hice! -gimió, adolorida- ¡No estaba en sus cabales, y yo sólo...!

-Tranquila, Ati -le susurró Prometeo, con paciencia-. Estaba fuera de control. Era una situación extrema, las decisiones debían ser tomadas con rapidez. Hiciste lo que tenías que hacer. Te lo agradecerá después, créeme.

Ella se quedó con Prometeo un momento más, hasta que se sintió lo bastante controlada como para apartarse, y dejar que él le limpiara las lágrimas con su pañuelo de seda.

-Tengo que llamar a Panacea. Licaón ha absorbido demasiado veneno, podría...

-No pienses en lo peor todavía. Concéntrate en ir por Panacea y quedarte con él.

Atenea parpadeó varias veces, sorprendida, y se llevó una mano al pecho:

-¿Que me quede con él? Pero, eso durará mucho y…

-Te estás muriendo por hacerlo, ¿no? -no le fue difícil interrumpirla de lo débil que era su convicción. Prometeo se rió, con serenidad- Cuando nuestra gran Diosa médica terminen con él, toma a Licaón y llévalo a casa. Quédate con él hasta que despierte. Déjate ser un poco esa Diosa doméstica que llevas dentro, y que tanto te hace sentir culpable ahora mismo... Está herido, apuesto a que por unos días estará muy molesto y gruñón, y algo incapacitado. Te necesitará, y tú también lo necesitas.

-Tenemos una misión el miércoles, es muy importante que haga todos los arreglos, no me puedo quedar con él todo el tiempo.

Prometeo la miró con ojos reprobadores pero amables.

-Ati, no vas a lastimarlo de nuevo. Sólo estarás ahí para él. Es orgulloso como pocos. Jamás pediría ayuda. Una vez que ambos estén bien... y sabes a qué me refiero, podrás ocuparte de todos esos asuntos tan importantes tuyos.

Atenea cambió el peso del cuerpo de una pierna a la otra, incómoda. Estaba nerviosa. ¿Por qué? ¿Porque ver a Licaón herido era como reafirmar que había sido, en parte, su responsabilidad? Acababa de desarrollar más una debilidad, y ésa era el bienestar de Licaón.

Porque le gustaba ser el centro de su atención, sentirse deseada por él, acompañada...

-Prometeo, entiendo el punto, es sólo que... -balbuceó la Diosa, abochornada.

-Ati. Ati, por favor. -Prometeo le puso las manos sobre los hombros- ¿Qué te dice tu instinto? ¿Qué está diciendo ese corazón tuyo que tanto te sugerí que obedezcas? Vamos, reprimir lo que deseas no te ayudará.

Él le dio un toquecito en la barbilla con un nudillo, sonriendo.

Atenea sorbió por la nariz y se acordó de dónde estaban. ¿Qué pensaría Broom, que la había visto quebrarse así? Tenía que ser fuerte, dar una imagen confiable, ¿Y estaba tan de los nervios por Licaón? Qué bien. Gran imagen. Se sentía un poco infantil, estuvo llorando sobre una decisión tomada en el calor de una situación peligrosa. Quizá si ella no lo hubiera golpeado, Licaón podría haberse transformado y quién sabe si no hubiera muerto ya por el veneno y...

No. Lo que más le dolía era que lo había golpeado cuando deseó más bien abrazarlo y apretarlo contra su cuerpo, para que la oliera. Hubiera deseado calmarlo con su aroma, y no con sus puños... Atenea apretó los labios y asintió. Prometeo entendió de inmediato a qué venía ese gesto. Era su respuesta.

Se sonrió, y recibió el pañuelo cuando la diosa se lo devolvió.

-Tengo que buscar a Panacea -se recordó Atenea, los labios le temblaban.

Su corazón claramente le estaba diciendo... no, le estaba GRITANDO, que fuera con él.

No porque Licaón la necesitara, sino porque ella necesitaba estar junto a Licaón en ese momento tan crucial. Necesitaba ver que estuviera bien. Que no se muriera.

Dioses, ¡Que no se muriera!

El corazón le latió aún más desbocado, si era posible. La Diosa salió apresuradamente del cuarto blanco, casi corriendo, tratando de que el miedo no se le volviera a meter debajo de la piel. Necesitaba asegurarse que lo salvaran, y no había mejor doctora en estos casos que Panacea.

Prometeo se quedó ahí un rato más, con las manos en los bolsillos del pantalón, pensando.

Sí, por algo él había tenido que dejarla ir. Atenea corría hacia su Destino.

-o-

El tiempo pasaba extrañamente despacio, a medida que volvía en sí.

Para cuando Licaón abrió los ojos, había penumbra a su alrededor y no podía distinguir con claridad dónde se encontraba. Nada tenía sentido. Veía borroso, y tenía la plena consciencia de que estaba acostado. Sentía algo hinchado dentro de la boca, aparte del sabor horrible. Aspiró profundamente, y el sutil aroma dulce de la vainilla inundó su nariz, dibujándole una sonrisa en los labios. Nada estaba claro, excepto la presencia de ella.

Atenea estaba cerca.

La vista se le aclaraba lentamente, y el lado derecho de su cuerpo se sentía anclado a la cama.

-¡Bien! Ya estás despertando -dijo una voz complacida que iba y venía, no podía saber dónde estaba, pero sí a quién pertenecía-. ¡Panacea nunca se equivoca!

Una caricia fresca en su frente le ayudó a recobrar el sentido más rápido. Quiso hablar, pero la lengua le pesaba mucho. Ella estaba a su derecha, su aroma lo envolvía desde esa dirección. Empezó a respirar más rápido, inquieto.

-Tranquilo, ya está bien. Bebe esto. -le pidió Atenea.

El colchón se hundió a su derecha, y ella le pasó el brazo por la espalda para ayudarlo a incorporarse. Su fuerza divina era suficiente para manipular el cuerpo pesado de un licántropo adulto, como si fuera un muñeco. Le puso un vaso contra los labios. Licaón bebió el líquido lo mejor que pudo, y sintió de inmediato un calor agradable bajándole por todo el cuerpo.

No sabía qué era lo que había tragado (sabía a té), pero el embotamiento disminuyó enseguida y en cuestión de unos pocos minutos, la hinchazón de su lengua y el malestar se desvanecieron. La vista se le aclaró, el cuerpo dejó de pesarle. Había recuperado la orientación y la coordinación en las manos y los pies, percibía completamente el calor de la sábanas y el ambiente a su alrededor.

Y se encontró en su cama, en su habitación, en su departamento. Pero, sobre todo Atenea aún estaba a su lado, sosteniéndolo contra su cálida presencia y sonriéndole con cierta angustia. Le acariciaba el pecho con movimientos circulares de su palma. En algún momento, en una maniobra de alivio desesperado, esa misma mano le acarició la mandíbula y la Diosa le cubrió el lado derecho del rostro con besos.

-Me alegro que hayas vuelto. Estaba preocupada.

Por lo que Licaón podía oler, muy preocupada. Le dedicó un gruñido bajito, y se las arregló para articular:

-¿Qué estás haciendo aquí?

Atenea frunció un poco el ceño, pero de cierta vergüenza. Se disculpaba con el tono de su voz:

-Te propuse ir al cuartel del D.S.I y acercarte a la mantícora. Te hirió, y...  -Bajó la mirada, y respiró hondo- Panacea te arregló el brazo y te quitó los dardos envenenados. Estuviste fuera de servicio por un día y medio... -la Diosa se sonrojó cuando Licaón se apoyó en su pecho y, a través del oído apoyado sobre su corazón, él sintió claramente cómo se le aceleró el pulso. Atenea se abrazó a él, y su voz destiló sinceridad y cariño- Estaba muy preocupada. Creí que iba a ser mucho peor. No podía irme de tu lado.

Le tocó la mejilla izquierda, con un gesto compungido.

Licaón frunció el ceño, incapaz de recordar de qué le estaba hablado ella hasta que una tras otra, las imágenes de lo que había ocurrido le llegaron a la mente. Cerró los ojos con fuerza, sintiendo el reflejo fantasmal del dolor en su hombro derecho, allí donde la bestia le había mordido y casi desgarrado completamente el brazo. La parálisis, la asfixia y la desorientación. Con un espasmo un tanto frenético, se sentó en la cama y se apartó de Atenea, tocándose el hombro con la mano contraria. Todo estaba en orden, todo parecía estar en su lugar.

¿Como si no le hubiera pasado nada? No. Tenía cicatrices, aún rosadas y recientes, casi no podía mover el brazo y éste parecía débil... ¡Pero estaba ahí! ¿Cómo...?

-¿Cómo es que estoy curado? -preguntó, sin entender.

-Panacea te curó, es la Diosa médica especializada en emergencias. Arregló tu brazo y se hizo cargo de todo. -Atenea se le acercó de nuevo, volvió a tocarle el rostro y le obligó a que la mirase. Su olor intenso y dulce bastaba para que Licaón volviera a respirar tranquilo, pero seguía un tanto alterado y todavía no muy convencido de nada-. Tranquilo, estás bien. Ya estás casi completamente recuperado, con tu capacidad natural de sanación debería ser suficiente a partir de este punto.

-¿Funcionó?

La Diosa se le quedó viendo sin entender, de rodillas sobre el colchón y con las manos sobre los hombros de Licaón.

-¿De qué hablas? -le preguntó, confundida.

-Si resultó. ¿Pudieron tus asistentes entrar en la mente de la mantícora?

-... oh, eso. Sí, fue breve pero efectivo, lo que hiciste nos ayudó mucho. Lograron extraer un poco de información, sólo para comprobar que ella no sabía nada. La capturaron en un lugar, muy posiblemente, de Dionisio. El captor la hacía sentir mucho miedo, y aún intentan poder identificarlo. Al que más vieron fue al alquimista que la hibridizó, y que ella mató. El I.M.I sigue investigándolo, El Volcán... -Atenea le miró, y sonrió apenas. Cambió de tema- Pero ahora, solo debes concentrarte en descansar.

-... bien, entonces no me dejé medio-masticar en vano.

-¡No digas eso! -la Diosa lo miró con los ojos muy abiertos, horrorizada-. No debí llevarte, no… ¡Casi me da algo cuando te vi sangrando!

Licaón hizo una mueca con la boca y se acomodó mejor en la cama, apoyando la espalda desnuda contra el respaldo de madera. Levantó la mano (que, sin ayuda de un médico divino, ahora tendría probablemente amputada) y acarició los cabellos broncíneos y suaves de Atenea, con un gesto más tranquilo. Olerla, sentirla, tocarla...

Era la única medicina que necesitaba, se sentía mejor sólo viéndola.

-No me arrepiento de haberlo hecho, por lo que no lo debes lamentarte a mi costa. Sabía a lo que iba. Ella estaba respondiendo bien a mi voz, y me confié demasiado. Me reconforta oír que les di suficiente tiempo.

-¡No hables como si tu vida no valiera más que esos instante! ¡Casi te mueres!

-¿No son este tipo de cosas lo que hacen los héroes?

-¡Eso no quita que pudieras haber muerto!

Atenea tenía los puños apretados a los lados del cuerpo. Se había sentado sobre sus talones, en el lado vacío de la cama, y temblaba ligeramente. Licaón pudo ver ira, angustia, dolor y frustración relampagueando en sus ojos dorados. Olió perfectamente la indignación de la Diosa, y no pudo hacer menos que sonreír:

-¿Y te pones así, por mí? Se ve que estabas muy preocupada.

Ella se sonrojó aún más. ¿¡Se estaba burlando de su preocupación!?

-¡Por si no te acuerdas, estoy considerando una relación seria contigo! -Subió el volumen de su voz, indignadísima- ¡Claro que estaba preocupada! ¡No me he movido de tu lado desde ayer! ¡No puedo creer esto, eres tan...!

Él sonrió un poco al oír ese «no me he movido de tu lado desde ayer». Además, el aroma de su enojo y el color rosado que estaban adquiriendo sus mejillas era muy adorable. Le apetecía morderle la nariz para que se riera y cambiara esa cara de Diosa bélica provocada.

Alzó la mano para detenerla en su retahíla de quejas.

-... no quiero discutir contigo, Atenea. -dijo, sincero y calmado- Basta. Estoy bien. Gracias a ti y a tus contactos, estoy bien. No estoy habituado a que se preocupen por mí, es todo.

Luego estiró el brazo hacia ella, abriendo así un espacio que la invitaba a abrazarle.

Atenea no tardó en entender el mensaje. Sin embargo, demoró en entregarse al gesto, porque estaba ofendida y frustrada, y no quería ceder tan fácilmente; pero era imposible no sentir que se le derretía el alma al verlo. Estaba bien. Ahora estaba bien, y podía dejar de morderse las uñas y retorcerse el cabello. E iba a estar incluso mejor. Resopló, apartándose unos rizos de la cara, y se resignó a darle rienda suelta a sus emociones; se acercó a Licaón y se dejó rodear por sus brazos, en total confianza. Ella misma le apretó con fuerza, aunque tratando de controlarse para no hacerle daño, y escondió el rostro en su cuello tibio. Se sentía tan bien así, como si compartieran más que un abrazo, como si...

No quería pensar. Atenea solamente cerró los ojos un momento, y se dedicó a sentir.

-Eso es... ¿No es mejor así?

-Sí, mucho.

Atenea le besó las cicatrices rosadas en el hombro, y por menos de un segundo vio un reflejo en su mente; ese brazo sano, tal como estaba hacía treinta y seis horas: prácticamente descoyuntado y con la carne desgarrada en una herida horrible. Se estremeció. Nunca había temido tanto por la vida de alguien como cuando Panacea negó con la cabeza cuando le vio las lesiones.

¿Por qué era tan intenso lo que empezaba a sentir por él?

Se lo había preguntado varias veces mientras vigilaba su sueño y le cambiaba vendas, o le daba de comer a pesar de que estaba dormido. Es cierto que Licaón le importaba mucho, pero, ¿Por qué así, con tanta fuerza? ¿Estaba avanzando tan de prisa porque inconscientemente, sabía que contaba con la lealtad de su instinto animal?

Ya era bastante desacostumbrado que estuviera tantas horas quieta, sólo mirándolo.

Atenea no servía para estar quieta. Su teléfono no había dejado de sonar y, aunque no había salido de ese departamento desde el domingo por la noche, tampoco había dejado de trabajar. Sólo se había quedado ahí, con él. Ocasionalmente, se había acostado en la cama, a su lado, y le había tocado el brazo o el pecho, angustiada. Jamás lo dejó de mirar, por más que hablara con alguien… Quería asegurarse de que siguiera bien. De que estuviera sólo dormido y no comatoso.

Panacea le había asegurado que se repondría sin secuelas, por las características de su cuerpo, pero aún así...

-Debes tener hambre -observó la Diosa, y se apartó del abrazo para sentarse derecha sobre el colchón, se acomodó los cabellos en un gesto nervioso-. No has comido casi nada.

-Es verdad. Pero vamos despacio, tengo el estómago revuelto.

-Es el efecto residual del veneno de la mantícora.

-... ¿Qué han hecho con ella? -preguntó Licaón, con cautela- ¿Pueden ayudarla?

Atenea se bajó de la cama y apareció en el lugar donde había estado sentada una pila de ropa para él. Luego se retorció las manos, algo nerviosa. Negó con la cabeza, y cuando miró a Licaón a los ojos, encontró que probablemente él sentía lo mismo que ella respecto de ese tema.

-... no podemos hacer nada. La hibridación es un proceso irreversible, como sabes. Y esta fue creada ilegalmente por una magia muy temeraria que Hefesto entiende, pero no puede revertir. Sufrirá hasta que muera. Le pedí a Prometeo que me ayude con eso. Como técnicamente es «evidencia» en un caso, nadie está considerando su sufrimiento, y quisiera...

-Eutanasia -lo terminó Licaón-. Es la forma más elegante de decirlo.

La Diosa no dijo nada más al respecto, y él comprendió que estaban de acuerdo.

Licaón se levantó de la cama y encontró que tenía mucha más coordinación de la que había esperado. Se metió al baño y observó en el espejo el reflejo de las cicatrices de su hombro. No era la primera vez que tenía lesiones tan horribles, no se impresionó mucho.  Tampoco sentía ningún tipo de secuela por el veneno. Regresó a la habitación, con pasos lentos, y recogió la ropa que Atenea había aparecido para él. Resolvió darse una ducha rápida, para quitarse los restos grasosos de un ungüento inoloro que le había quedado sobre la piel.

Al salir, encontró la mesa de su cocina vacía a excepción de un plato de sopa caliente y un vaso de agua fresca. Ah, y Atenea, esperándolo de pie junto a su silla.

-Gracias. -le dijo, con una pequeña sonrisa.

Hacía dos semanas, no podía pensar en esa mujer sin odiarla de pies a cabeza, y ahora le daba las gracias por un plato de sopa. No podía entender cómo era que las cosas habían cambiado tanto en tan poco tiempo. Pero alrededor de Atenea se sentía más quieto y tranquilo, como si hubiera encontrado un sitio al cual pertenecer y ya no estuviera incómodo en ninguna parte. Cuando ella no estaba, Licaón se dio cuenta de que se sentía como un perro perdido. Sentía cuál era su lugar. Estar cerca de ella, era como estar en casa.

La Diosa se puso colorada, porque la mirada que Licaón le estaba dispensando decía mucho más que el escueto «gracias» que había pronunciado.

-Es sólo un poco de caldo. Ven, come -le pidió Atenea, contenta.

Él le tomó la mano que la Diosa le ofrecía, y en vez de sentarse, tiró de ella hasta que le rodeó la cintura con el brazo. Encontró sus labios y se dio el gusto de besarla, hasta que sintió cómo toda Atenea se relajaba contra su cuerpo y le respondía con cariño y la misma intensidad. Las manos de la mujer rodearon el torso de él, para abrazarlo y acercarse más, mientras se alzaba de puntillas, respiraban un instante y volvían a besarse con una cadencia lenta, disfrutando cada instante; logrando armonizar sus ritmos.

Atenea gimió bajito cuando Licaón le mordió el labio inferior, suavemente.

Se separaron entonces, apenas lo suficiente como para mirarse a los ojos, y él volvió a decir:

-Gracias. De verdad.

Y con eso estaba diciéndole «gracias por quedarte conmigo», y «gracias por estar aquí ahora».

La Diosa de la sabiduría y la guerra se sonrojó de nuevo, henchida de orgullo y contento. Sí, Prometeo tenía mucha razón: había estado muriéndose por hacer algo así, por tener a alguien en su vida, otra vez. Podía acostumbrarse a él, podía confiar en él. Licaón era la persona que había estado esperando, por tantos años.

Delfos nunca cometía errores. Tenía que ser así.

(CAPI 14 POR AQUÍ)

cuento, olímpicos, tipo: supernatural

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