CAPÍTULO 13, primera parte
En un sábado normal, Lance Hewlett probablemente hubiera dormido hasta tarde, salido después de merendar a dar un paseo por el parque, rentado una película o leído un libro. Cosas normales, que un hombre soltero normal de menos de treinta años hacía, que servían para guardar las apariencias con los vecinos.
Pero no fue un sábado normal. Esa mañana le habían ocurrido cosas muy locas, lo suficiente como para descatalogar de entrada el día como «normal»: no sólo se había besado apasionadamente con una Diosa que le atraía por demás, en su propia sala (y se había sentido pecaminoso, de lo más emocionante, y le había dejado hambriento, exaltado), sino que había ido con ella a la escena de un sangriento asesinato. El olor intenso de los fluidos varios derramados en el piso aún le revolvía el estómago de sólo recordarlo, y por más que se había duchado y frotado la piel muy bien con la esponja, aún no podía sacarse esa peste infecta de encima.
Había estado en escenas de crímenes antes, pero hacía mucho que no veía una tan horrible. Sin embargo, el olor o la visión de la sangre humana no le provocaban tanto malestar como el sabor; estaba seguro de que si volvía a probar sangre humana alguna vez, se pondría muy enfermo.
Ese sábado no durmió. No comió. No tuvo noticias de ella, tampoco. Si llamaba al número que Atenea le había proporcionado, le atendía siempre una voz distinta, una recepcionista. Se había enojado con todas y cada una de ellas, irracionalmente, porque las culpaba de interponerse entre él y la Diosa. ¿Cómo se atrevían a ponerlo en espera? No sabía cuántas vueltas le dio al departamento desde que se separaron, una vez que Atenea lo devolvió a su hogar tras el asesinato de la Heroína y su familia.
Si un desconocido lo hubiera visto durante esas horas tan frenéticas, sin duda habría pensado que estaba frente a un adicto sufriendo un importante síndrome de abstinencia...
Para el domingo, Licaón ya había dejado de contar las veces que había pulsado el botón verde de su teléfono cuando pasó de las veinticinco. Le rugía el estómago. Pensó en comer algo, pero un aroma familiar lo distrajo, el olor dulce y suave de la vainilla y la presencia sobrenatural de otro ser muy distinto de él, una sensación que le ponía la piel de gallina de pura delicia.
Al volverse sobre su hombro, la vio.
Atenea. De pie cerca de la ventana, su figura de Diosa se veía aún más dorada y hermosa en la semi-oscuridad del anochecer. Su cabello ardía como un fuego, resplandecía. El alivio recorrió a Licaón entero como el golpe de una ola en el mar. Se veía bien. Vestía jeans y botas de cuero sin tacón, una camiseta de escote poco profundo de color camello y una chaqueta corta, negra.
Pero, aunque no tenía nada de impresionante, seguía siendo una visión de ensueño.
-... Atenea. -sólo pudo articular, cuando recuperó la voz y el control sobre sí mismo.
-Hola -dijo ella, su voz sonaba tranquila, incluso sonrió ligeramente-. Me dijeron que me has estado llamando.
Con esa última frase, toda la paz que Licaón había sentido al volverla a ver se desvaneció.
Arrugó el puente de la nariz de un modo que le hizo retirar los labios, y exhibió los colmillos en una mueca feroz:
-¡Precisamente! ¿Qué Tártaro pasa? ¿Tus operadoras reconocen una emergencia cuando la oyen? -se quejó, inmóvil en su lugar- ¡Casi me vuelvo loco! No supe nada más de ti ni de la misión, Hermes tampoco ha aparecido, ¿Qué le pasa a ese enano? Olvida al enano, ¿Qué pasa contigo? ¿Cómo estás?
Ella sonrió más ampliamente, con una felicidad que se transmitió en su aroma.
Licaón no entendió de buenas a primeras qué le causaba tanta gracia; su sonrisa, si bien era un regalo para él, le enojó aún más. ¡Había pasado por un calvario esperando noticias!
Entonces, Atenea se le acercó con pasos rápidos, riendo como una niña, y le echó los brazos al cuello. Apretó con ansia cada centímetro de su cuerpo magro pero femenino contra el suyo. Licaón no supo qué hacer, al principio. No entendió qué estaba pasando. Pero, por suerte, su instinto era un poco más sabio y pronto se encontró abrazándola también, con la nariz hundida en su cuello y ese dulcísimo aroma a vainilla llenándole los pulmones. Simplemente, deliciosa.
-Ya estoy aquí, tranquilo -le pidió Atenea, suavidad-. Tenía que arreglar unos asuntos.
-¿Qué clase de asuntos? -preguntó él, en un murmullo.
-... cosas que tenía pendientes. -fue toda la explicación que la Diosa quiso darle, y sintió un cosquilleo en la piel cuando Licaón le besó el cuello, la mandíbula y la mejilla, en un camino que ansiaba terminar en sus labios-. ¿Qué pasa?
- ¿Cómo estás?
La pregunta se la hizo entre pequeños besos, claro. Sobre la comisura de los labios, y luego en la nariz, en la frente. Atenea gimió muy bajito. ¡Se había saltado el sitio más importante, su boca! ¿Lo hacía a propósito? Después de hablar con Prometeo, estaba más dispuesta que nunca a encarar a Licaón y darle la oportunidad de probar que los instintos de ninguno de los dos se equivocaban, y que había algo bueno allí esperando por ellos. Su voluntad ardía deseando que fuera más que sólo una atracción física. Pero podía combatir ese refunfuño interior con la inmensa alegría que sentía de ser objeto de toda la atención de Licaón, le provocaba unas cosquillas agradables en el estómago y el pecho.
Y desde el primer momento en que lo vio otra vez, caminando de aquí para allá dentro del departamento, murmurando cosas por lo bajo, nervioso, incómodo, con el teléfono apretado en un puño crispado...
Sí, había querido eso, por supuesto.
Aún antes de responder la pregunta, fue la propia Atenea la que buscó la boca de él y le atacó, tal y como deseaba. Licaón reaccionó enseguida, apretándola entre sus brazos. Esa vez no iba a ir a ninguna parte. La Diosa enterró todo lo que pudo los dedos en su corto cabello rubio, para acceder mejor a su boca y dejarse mimar, al mismo tiempo. Él respondió sin pausa pero sin prisa, como si no deseara hacer nada más por las próximas horas (o días) excepto tocarla, besarla, sentirla, saborearla, adorarla. El roce de sus colmillos y su lengua en los labios era una sensación magnífica que la dejaba temblando. ¿Había probado alguna vez un beso tan adictivo? En ese momento, la Diosa no podía decir, estaba más ocupada disfrutándolo.
Una partecita de su mente le gritaba que tenía algo muy importante qué hacer, pero el resto de su ser le decía «¡Sí, sí, sí! ¡Ve por ello! ¡Déjate llevar!» Adoró sentir la respiración agitada de Licaón, caliente como una brasa sobre su piel; la dureza de su cuerpo bajo los dedos, el ronroneo de sus gruñidos...
El corazón le daba brincos de emoción, como si se hubiera desatado por completo.
Pero Licaón aún estaba más en control de sí mismo que ella, aunque le besó con la misma clase de hambre y ansiedad, y la llevó lentamente hacia atrás sin que Atenea lo notara, hasta que la acorraló contra la pared. Sus labios se separaron bruscamente, y la Diosa quiso tirar de él por un segundo, para volver a besarlo, pero Licaón se lo negó.
SE LO NEGÓ. Atenea buscó sus rostro y lo miró, contrariada, y entonces él preguntó:
-Atenea, háblame. ¿Cómo estás? -exigió saber, en un gruñido feroz.
La Diosa lo miró directamente al fondo de esos ojos azules, fieros y siempre altaneros.
Elíseo Infinito, es que él era tan...
-Estoy bien. -dijo, y en ese momento, era verdad. Licaón lo pudo oler- Estoy mejor que ayer. Y tengo noticias que te gustará oír.
-Ya me gusta bastante esta novedad, ¿Crees que lo otro pueda superarlo?
Él no había sonreído al decir aquello, aunque la ironía era palpable. La caricia de sus dedos en el cuello la hizo sonreír. Ella también podía percibir su contento, aunque no lo demostrara más allá de la proximidad con que la retenía contra la pared. Se veía nervioso, sí, pero también había un inusual tono oscuro debajo de sus ojos, un cansancio muy palpable.
-Eso tendrás que decidirlo tú -comentó, y le acarició el rostro con la palma-. ¿Has comido algo?
-... no. ¿Cómo iba a comer? -se volvió a quejar Licaón- Estuve en la escena de un crimen espantoso y también vi a una Diosa quebrarse como una niña indefensa. ¿Crees que no es bastante para quitarle el apetito a cualquiera?
-¿Llevas sin comer desde ayer?
-Y sin dormir desde la pelea en la arena clandestina.
Atenea frunció el ceño, y le puso las manos sobre el pecho para empujarlo, pero desistió.
-¡Licaón! ¿Por qué? Tienes que descansar, que alimentarte para seguir fuerte. -le criticó- ¡Si quieres ser parte de esto, debes estar siempre listo!
-¿Qué noticias tienes para mí? -la esquivó él, poniendo los ojos en blanco.
-Te las diré mientras comes. Compláceme, por favor.
Ella apartó una mano y señaló algo por detrás de Licaón, pero él no necesitaba verlo. Ya había percibido el tentador olor de la carne adobada con salsas y las verduras y huevos hervidos, las semillas, cereales y panes integrales y...
El licántropo aspiró profundamente, en un gruñido, pero no por el aroma de los alimentos, sino para regodearse un poco más en la dulzura de la Diosa.
-... por supuesto que te complaceré. -comentó, y le trazó la línea de la mandíbula con los dedos.
Obedeció con una diligencia que sorprendió a Atenea, y se sentaron juntos a la mesa. Ella le había aparecido un magnífico manjar de lo más completo, y sólo con la visión de la carne el apetito de Licaón se abrió por sí solo. De pronto estaba tan hambriento que se hubiera devorado un caballo completo. La Diosa arrastró su silla más cerca de él, y en un gesto puramente cariñoso le puso una mano sobre el muslo, mientras lo veía comer. Un orgullo indecible le llenaba el pecho, ¿Por qué se sentía tan feliz?
Licaón se preguntaba lo mismo sobre ella, entre trozo de carne y trozo de carne.
Todo estaba exquisito. ¿De los restaurantes de Hestia, decía Atenea que lo sacaba? Pues, era de lo mejor que había probado nunca.
-Está bien, háblame. Dime qué tienes para mí -le pidió, cuando hubo saciado una buena parte de su hambre-. Dijiste que hablarías su comía, y estoy comiendo.
-... Capturamos a la mantícora. Los chicos del D.S.I la atraparon.
Licaón se quedó tieso, con el tenedor en la mano, mirándola. Esbozó una pequeña sonrisa.
-¡Qué bien! ¿Han podido interrogarla? ¿Hay alguna pista nueva sobre su origen?
Atenea suspiró y apoyó el codo libre en la mesa, sosteniéndose el rostro.
-Me temo que no podemos hacer mucho, porque está extremadamente nerviosa. No es una criatura natural, fue hibridizada ilegalmente con métodos oscuros y tortuosos, su mente no está bien... tal vez no podamos recuperarla, tampoco -explicó ella, no sin cierta angustia-. Según el último informe, la tenían profundamente sedada y enjaulada, no hay manera de acercarse a ella. Es una pobre criatura atormentada. Cualquier presencia la enloquece, cualquier irrupción en su mente la asusta y no duda en atacar. Si está inconsciente, al menos no sufre, pero necesitamos saber lo que ese pobre ser ha visto. Nadie en el D.S.I puede hacer mucho ahora mismo.
Él bajó una mano y agarró suavemente aquella que Atenea había dejado sobre su muslo, y le dio un apretoncito.
- ¿Qué va a pasar, entonces? Lo que esa criatura sepa...
-Bueno, eso es la otra cosa por la que vine a verte y pensaba que te interesaría saber -dijo la Diosa, con un carraspeo-. Prometeo tiene esta idea de que tal vez tu presencia podría calmarla, porque eres un alfa del rango más elevado y tu influencia. Eres un líder, y así como puedes dominar a otros, también puedes hacerles sentir tu protección. Tal vez, lo que ella necesita es dejar de sentir miedo y rechazo.
Licaón dejó de comer, de pronto, y la miró con una mueca entre seria e irónica.
-... ¿Por qué Prometeo y tú estaban hablando de mí?
Atenea se puso repentinamente colorada, y el pulso se le aceleró. ¿Por qué Licaón se fijaba en eso, justamente? Él adoró ver ese rubor en sus mejillas, le dio ganas de darle un mordisco cariñoso; pero, sin embargo, había algo más en el olor de ella que simple vergüenza.
Una Diosa que se avergonzaba. Quién iba a pensarlo.
-Prometeo es un viejo amigo mío. Siempre me ayuda hablar con él. Fui a verlo más temprano, hubo una reunión en el Olimpo y salí de allí muy frustrada -empezó ella, con cierta timidez-. Prometeo tiene esta habilidad, él entiende y sabe qué decir para hacerme sentir más tranquila, ayudarme a cambiar de enfoque cuando estoy estresada o no veo la salida a un problema, o simplemente cuando quiero desahogarme. Así que fui con él, estuvimos conversando, y mientras discutíamos pormenores del caso, en algún momento empezamos a hablar sobre ti...
Atenea levantó la mirada, y se encontró con que Licaón sostenía un trozo de carne en su tenedor pero no se lo llevaba a la boca. En cambio, la observaba a ella con cierta ironía.
-Come -le dijo, con otro carraspeo.
-Estoy comiendo -repuso él-. ¿Qué fue lo que hablaste sobre mí con tu amigo?
-Cosas. No importa ahora, el punto es que Prometeo está convencido de que si alguien es lo bastante dominante como para controlar a la mantícora, ése eres tú. ¿Te gustaría intentarlo? Quizá tu presencia sea de mucha ayuda.
Licaón se llevó el pedazo de carne a la boca y lo masticó mientras la miraba, con seriedad.
Su mano soltó los dedos de la Diosa, y tomó un vaso de la mesa, que tenía vino blanco.
-... ¿Por eso viniste a verme? -le dijo, con tono orgulloso- ¿Por eso tan cariñosa? ¿Crees que con unos besos vas a convencerme de hacer lo que quieras? ¿Qué pasó con la Diosa de la sabiduría y la guerra que nunca se rebaja? Porque si esto es un truco, déjame decirte que es uno MUY sucio, Atenea.
Ella abrió mucho la boca, pasmada, y el rojo de sus mejillas esa vez fue de rabia.
-¡No! No es lo que piensas, ¡No es eso! -soltó, tan molesta como él, pero se detuvo y tomó aire. ¿Qué esperaba, si lo que estaba pasando se veía como Licaón acababa de decir, justamente? Se inclinó más hacia él, con la intención de tocarle el rostro- No es así, Licaón.
Él le atrapó la mano en el aire y la miró directamente a los ojos, herido:
-No me toques. -le gruñó, en un acto reflejo-. ¿Vas a aprovecharte de que me atraes como nunca me atrajo nada en mi existencia como este monstruo, para conseguir tus favores? ¿¡De que ni siquiera sé por qué me pasa esto, o cómo puedo controlarlo!? ¡Los de tu clase ya jugaron conmigo lo suficiente!
-¡BASTA! -ella retiró la mano, con el ceño fruncido, y lo encaró- ¿Quieres saber qué fue lo que hablé con Prometeo? ¡Pues eso mismo! Aprecio el consejo de Prometeo más que el de nadie, ¡LE PREGUNTÉ QUÉ HACER CONTIGO! ¡Y él me ha dicho que siga a mi instinto! ¡Quiere que te dé una oportunidad, y eso estoy haciendo! Licaón, te voy a dar una oportunidad en todos los aspectos.
Él se quedó en su posición de guardia por unos segundos más, ninguno de los dos estaba en sus cabales como para pedirse disculpas.
¿Y qué le podía decir? Era demasiado orgulloso como para admitir que se equivocaba al juzgarla, y además ella ya sabía que estaba equivocado. Tampoco sabía qué pensar del hecho de que la gran Atenea, Diosa de la sabiduría y la guerra, hubiera pedido consejo a alguien sobre qué hacer respecto de él, ¿Y le habían aconsejado darle una oportunidad? ¿En qué sentido? ¿Qué pretendía Atenea de él, en ese caso? ¿Qué pretendía él, entonces? ¿Tenían algún futuro?
¿Pero, qué Tártaro estaban haciendo?
Eran muchas preguntas. Pocas tenían una respuesta convincente, o que no implicara un desborde de emociones. Sin embargo, por más que todo eso le hacía sentir varias alertas de peligro, Licaón le hizo caso a la que decía que no quería alejarla de él.
-... te estás emparejando conmigo, y me gusta eso -añadía Atenea, en un murmullo, se trababa con las palabras cuando más las necesitaba-. Pero no es para usarte, sino para...
-Está bien. -la detuvo él, y volvió a tomarle la mano en un gesto más cariñoso-. Lo siento.
Le dio un tironcito a su brazo y logró alcanzar los labios de la mujer, para besarla.
La Diosa cerró los ojos instintivamente, disfrutando del momento y de la caricia que sabía muy ligeramente a vino y especias. Cada beso era más fácil, y se hacía más fácil también desear el siguiente.
-No debería culparte, no confías en mí -repuso ella, aún con los ojos cerrados.
-Claro que confío en ti. No me habría metido jamás en ese tugurio de Ares si no confiara en ti, no hubiera movido un pie fuera de este edificio ni aunque te hubieras desnudado frente a mí… -le respondió Licaón, con una sonrisa conciliadora- Bueno, me lo hubiera pensado un poco, y tal vez me habrías convencido. Ya es difícil ignorarte vestida y oliendo tan bien. Imagínate.
Se quedaron mirándose un instante. ¿Había sido una buena broma?
No sabía bien, y ella tampoco. Apenas estaban «empezando», Atenea había llegado con la idea de que quería algo más de él, y Licaón no sabía ni qué rayos quería de ella en tanto no se alejara mucho. Aún tenían que descifrar muchas cosas, su trato nunca había ido más allá de un intercambio de frases airadas, una mínima misión y...
Y lo que había pasado en el antro de Ares. Y después. Todo lo que vino después.
Ni siquiera estaba muy seguro de cómo había terminado en esa mesa, comiendo junto a ella, agarrándole la mano. Como un día cualquiera, como una persona cualquiera. Él jamás había tenido algo así, tampoco; en su vida como rey, nunca había compartido una comida con sus esposas o sus hijos, en aquel tiempo todo eso le parecía...
Volvió a la tarea de comer, y estuvo un rato en silencio. Luego Atenea tomó un tenedor que había aparecido en su mano, y picoteó de la fruta, comentó que todo estaba fresco y le gustaban las nueces. Licaón volvió a sonreír suavemente ante la declaración. Fue su pie para tener una charla un poco más amena, así que hablaron de cosas triviales por un rato, hasta que fue más y más perceptible en el aire que los dos estaban cómodos.
Definitivamente, hacer comentarios acerca de verla desnuda no era algo que debiera repetirse, al menos no hasta que tuvieran más confianza.
-¿Qué quieres que haga? -preguntó Licaón, acerca de la petición que ella le había hecho antes- Con la mantícora, ¿Qué quieres que haga?
-Sólo que uses tu influencia de alfa en ella. Veremos si eso la tranquiliza.
-¿No estaba sedada?
-Lo está, pero aún es capaz de reaccionar instintivamente. Ha lesionado a varios de mis trabajadores y envenenó a otros tantos, sus dardos son muy peligrosos. Si alguien del I.M.I pudiera acercarse lo suficiente, y lograse entrar en su mente sin asustarla, creo que podríamos obtener una información muy importante. Sólo necesitan un minuto.
-Está bien. -él dejó el tenedor a un lado, y se levantó-. Llévame a ese lugar, lo intentaré.
-No terminaste de comer.
Licaón hizo una mueca y señaló la cantidad de platos devorados a medias de la mesa.
-No tengo el estómago sin fondo, Atenea. Has aparecido comida como para todo un grupo comando. Ya estoy satisfecho, y mientras más rápido hagamos esto, más pronto podré volver a tomar una siesta, que es lo segundo que me falta.
Ella se puso de pie también, un poco más animada. Los ojos le brillaban con alegría, otra vez. Con un movimiento de su mano, la comida sobrante ya no estaba allí, sino empacada dentro del refrigerador. Él no lo sabría hasta que no lo abriera, en otro momento.
-¿No quieres descansar primero? Podemos esperar unas horas.
-No. Quiero terminar con esto ahora. Así que mejor será si lo liquidamos cuanto antes.
Licaón miró el reloj en la pared, calculando la hora.
Percibió, sin embargo, un olor a desazón muy marcado de parte de Atenea, y cuando volvió a mirarla, notó que el brillo de sus ojos había decaído un poco. Sonrió y pasó junto a ella con la intención de ir por su chaqueta, pero se detuvo un instante a acariciarle la mejilla con el pulgar y los labios, suavemente. No podía estar apartado de esa mujer por mucho tiempo.
Ya con lo que había pasado hasta hacía un rato, podía dar fe de que esa Diosa se le había metido debajo de la piel, de una forma casi aterradora.
-¿Por qué esa cara? Voy contigo. ¿No es lo que querías?
-No, bueno... sí, lo que pasa es que... está bien, supongo que querrás dormir y mañana debes ir a trabajar, y todo eso. Yo esperaba que... bueno, no importa, olvídalo. Dame la mano, nos llevaré a los dos al cuartel.
La expresión de Atenea de pronto era un puchero tan adorable, que...
La sonrisa se abrió más grande y ladina en su boca, llena de colmillos, y Licaón soltó una carcajada.
-Me parece que me expresé mal. Nunca dije que quisiera terminar con esto pronto para deshacerme de ti. Todo lo contrario.
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