Nov 14, 2007 13:19
Entrada con una semana de retraso U_U
He sido invitada a la XXV entrega de un célebre premio literario que otorga anualmente una prestigiosa editorial barcelonesa. Llego puntual para saludar a la anfitriona, amiga personal de una servidora por la azarosa mano del destino. Tras las cortesías de rigor, me apalanco en un rincón a observar. No conozco a nadie excepto a la anfitriona, demasiado ocupada ahora recibiendo a periodistas, compañeros del medio, escritores y algún premio Imperial de dudosa originalidad.
Tras cierto tiempo amorrada a mi vaso de coca-cola light, saco ciertas conclusiones sobre moda, literatura, sobre la vida en general...
La tendencia en las fiestas literarias es el negro, como manda la tradición, roto su monopolio por breves notas de rojo, gris y marrón.
Muchas gafas, melenas blancas perfectamente alborotadas. Creo divisar a Carmen de Mairena, pero es sólo una mujer muy desafortunada en su elección de cirujano plástico. Garabateo rápidas notas. Nadie me mira. Supongo que están todos acostumbrados a los escritores espontáneos. Éste es un lugar fino, de camareros de la tierra, canapés pequeños, exóticos, deliciosos.
Subo a la balaustrada del segundo piso y desde allí contemplo a la masa que se arremolina abajo, alrededor de la barra libre. No se puede fumar. La gente fuma. Veo un chico joven y guapo. Un camarero, claro. ¡No, esperaª Ahí hay un invitado de mi edad! Oh, es de prensa. ¿Dónde están los editores treintañeros cuando una se ha vestido de punta en blanco (y negro)?
Se entregan los premios: ganadores, un argentino y un mexicano, creo. Miro a mi alrededor y escucho los comentarios. Todo el mundo parece saber mucho de todo. Me pregunto qué pensarían si sacara el libro que llevo en el bolso: Los asesinatos de Cater Street, de Anne Perry. Probablemente me lapidarían con canapés.
--Voy a matar a ese tipo de ahí --comenta tranquilamente una voz junto a mi oído.
Me giro. Un hombre de casi cincuenta años, canoso, medio calvo, con barba gris, contempla con sonrisa maliciosa al premio Imperial que se está atragantando con las láminas de plátano frito, desecado y salado.
--¿Por qué? --pregunto, mi curiosidad ganando la batalla a mi sentido común.
--Porque me quitó el Premio Imperial.
Debo tomar una rápida decisión: o me hago amiga del escritor frustrado de intenciones homicidas o huyo despavorida. Le sonrío y le tiendo una mano.
--Soy Roja.
--Yo JL. Toma una copa, hija. Lo único bueno de estos actos es que cenas y bebes gratis, algo muy de agradecer cuando te ganas la vida con la pluma. Ven, que te presento a mis amigos. Te he visto ahí, escribiendo en esa libretita negra y he pensado: qué sola que está esta chica. Vamos a tener que adoptarla, que parece del gremio.
Una hora más tarde estamos cenados y algo achispados. Bueno, yo no, que no puedo beber alcohol, pero mis nuevos 5 amigos se han visto obligados a beber güisqui, que es la única manera de conseguir que el camarero les sira mi agua. Al parecer, cuando eres tan y tan fino que te puedes gastar 100 euros por cabeza en una cena, el agua sólo se usa para el güisqui.
--¿Qué hacemos ahora, compañeros? Que de aquí ya nos echan...
--Ahora, a casa, ¿no? Es lunes, son las 10 y media de la noche...
Miradas de reprovación y de pena me indican que ésa no era la respuesta apropiada. Probablemente ahora creen saber por qué he ido sola a un premio: porque soy una sosa. Decido aceptar su reto. Llamo a mi compañero de piso:
--Oye, que llegaré tarde. Me voy de copas con unos escritores borrachos... no... no los conozco de nada... Vale, sí, avisaré a la policía. Besos.
Al final la policía no es requerida y los escritores borrachos me depositan sana y salva, a la una de la mañana, cerca de mi casa. No he pagado las copas, ni siquiera me han dejado pagar mi parte proporcional del taxi. Mientras me tambaleo sobre mis 10 cm de tacón camino de mi portal, me pregunto si no sería mejor olvidarme de los hombres de mi edad y concentrarme en los que sobrepasan los cuarenta: resulta mucho más económico.
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