Ritmo Ala Poesía

Dec 01, 2016 21:52

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Escucho música para hacerme fuerte. El ritmo me mueve la cabeza, como un sonajero con sesos de oro dentro. Zas zas, máximo volumen para una vida pequeña y escondida en la nueva ciudad, que está dispuesta en rampa. Esto afecta a los idos del ala como yo, porque nos tuerce la perspectiva. La terrible Ciudad de M. animaba a cierto desparrame mágico y supongo que a estas horas sus convecinos siguen afanados en las tareas artísticas, delineando melodías y cantando ligeros sobre la planicie asfaltada, ajenos a tal privilegio. Entretanto en Ali-Canto, yo confecciono mis días un poco metamorfoseada en la novia de Ulises, harta de esperar junto a las cajas de la mudanza todavía sin abrir, a que vuelva la uña de mi carne, que ahora anda siempre por ahí. Sentada en mi castillo de cartón, relegada, pongo canciones como quien pone bombas y me dejo, entretanto, crecer la melena con la esperanza de hacerme largas trenzas. Es una manera de acortar la tarde entretenida en tareas sencillas.

Ahora entiendo por qué rezan algunos. Acudir a los expertos de la mente es dejarse pulir y someterse al autoengaño. Según los expertos, hay que gestionarlo todo. Según yo, te tiene que llevar hacia delante el viento. Ellos proporcionan el alivio de la resignación con su robótica forma de entender los vínculos. Pero yo quiero un milagro, no me vale otra cosa. Codiciosa persona -me dice el espejo- intrépida insaciable, loca perniciosa, rapera sentada en mitad de la tarde, en mitad de las cuestas, ¿sientes la losa de estar sola? No respondo, canto y como flows. De un instante para otro, recupero la rabia y la alegría, son un YinYang giratorio que atraviesan mi pecho en forma de cometa. Si se van la rabia y la alegría, se va la fuerza y sólo queda verse crecer el pelo sin cambiar de posición. No es que no tenga nada que hacer, por supuesto, pero el cuerpo pide períodos de adaptación donde sólo existen vacíos y caras que miran sin que les importe lo que ven.

Tal vez no necesite a nadie ya. Ha sido una ilusión, un brote en los intersticios de los quehaceres. Mientra la parte responsable de esta vida fragmentada se doctoraba y laureaba, dándose sentido con ocupaciones, la parte yaga, parte corazón, parte cicatriz malcosida, estaba ahí contemplativa hasta que le hemos dado tiempo para crecerse. Y aquí estamos, las partes rotas y yo, conformándonos unas a otras y pasándonos pañuelos cuando se caen las lágrimas. Si no tengo que aguardar una presencia, no noto así la soledad. ¿Qué hacer? ¿Cómo se deshace este embrujo? No lo sé.

Achaques así son propios de la infancia, cuando unos niños pasan de otros y les empujan al rincón o bajo los pinos del patio para disfrutar del padecimiento ajeno y consolidar su grupo. Crueles, se sonríen con gran encanto entre ellos. A mayor cantidad de mocos embarrando la cara del expulsado, mayor sensación de sana democracia y liderazgo, mayor vocación por la normalidad y el término medio tienen los pequeños ogros. De este modo van madurando hasa pudrirse. Pero de poco sirve creer que una respira a salvo en su burbuja, ya que tarde o temprano vuelve el grupo a opinar y secuestrar opinando, vuelven las oscuras golondrinas del patio del colegio, convertidas en esa cosa tan deprimente que es la genteguay. Y allí, como reinsertado, se va Ulises a escribir sus poemas mientras a mí se me cae encima, no ya la casa, sino edificios enteros de esta ciudad en cuesta.
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