Dec 23, 2011 14:07
Recuerdo una noche de hace algunos veranos: yo salía de mi casa medio adormilada aún para ir a trabajar de madrugada a una gran superficie comercial donde me ocupaba de reponer la mercancía mientras casi todos vosotros dormíais plácidamente; entonces me topé con la luna de frente y me paré en seco en la acera. Estaba tan gigantesca que parecía que se me iba a caer encima, y tuve un espasmo de miedo de esos que te dan al despertar de una pesadilla. Dicen que es un efecto óptico, algo sobre la línea del horizonte o no sé qué: a mi me pareció que la luna estaba a punto de aterrizar en la Tierra justo encima de mi cabeza, y me tuve que aguantar las ganas de entrar en casa corriendo y llamar a la NASA para confirmar si íbamos a morir todos aquella noche.
A mitad de camino, por entre el bosquecillo que tenía que cruzar antes de llegar al trabajo, vislumbré con las luces del coche una mancha oscura que se movía de forma extraña. Pegué un frenazo en mitad de la carretera. De nuevo el escalofrío de terror. Abrí mucho los ojos, parpadeé varias veces: pero aquello seguía ahí. Fui acercándome cautelosamente hasta que las formas empezaron a adquirir sentido en la oscuridad. Eran una yegua y su potrillo (supongo que escapados de alguna de las fincas adyacentes); ambos corrían al trote, lomo contra lomo, por mitad de la calzada.
Cuando por fin llegué al aparcamiento del trabajo me froté bien los ojos, preguntándome si no seguiría dormida aún y todo aquello no había sido más que un producto de mi imaginación. Pero la luna seguía enorme y amarilla como un queso suizo en el cielo... trastornándome a mi y a los caballos, haciendo que el corazón nos latiese de forma extraña, impulsándonos a correr al trote en busca de quién sabe qué.