Autora:
dirtylawPalabras elegidas: Embarazo - Solaz.
Personaje: Ariadna y Dionisos tuvieron entre 3 y 4 hijos pero tan solo se conoce algo del primogénito, quien sería posteriormente el rey la isla de Quíos. Ariadna entonces está embarazada de Enopión en esta historia y es plenamente consciente de su condición de mortal en un mundo de dioses.
Rating: PG16 - Het
Palabras: 2039
Por la mañana me despertaste tocando el flautín tras los matorrales que sirven de paredes para nuestro baldaquín dorado, al caer la noche. No necesitamos más, he aprendido. El verde y sus espinas nos defienden de las alimañas que buscan nuestra carne caliente, nuestra sangre caliente, nuestro vino caliente y este amor que dicen profesamos el uno para con el otro.
Me desperté liviana, con un suspiro reciente en los labios y con las manos por encima de mi cabeza, estos dedos tiernos entrelazándose con mis trenzas prácticamente deshechas, como culebras por entre ellos las cintas con que las sujeto desde hace ya tanto tiempo, un tiempo que no tiene apenas ya sentido recontar. Cintas de azur y cobalto, cintas doradas que he ido perdiendo una a una en las playas, prendadas de las ramas bajas, o atadas entorno alguna columna derrumbada, en nuestro camino; dejando un rastro que nadie va a tomarse la molestia de seguir, te digo y tú sonríes, porque los dioses siempre sonríen y es mucho mejor así. Y fue hace cuatro noches que mi última cinta dorada dejamos sobre un cuenco de aceite en un altar improvisado, ofreciendo magnolias y bellotas, mi última cinta dorada y un mechón de tus cabezos. Allí, un voto de felicidad y un largo sorbo de vino, vino rosado, vino amoroso.
Entre los matorrales has asomado tu frente despejada al oírme, con el instinto de un silvano, tus ojos oteando entre las zarzas y las zarzamoras, bebiéndose cómo me desperezaba lentamente sobre la piel de la pantera y la piel del leopardo. Cubro mis senos fríos, desechando el relicario que la madrugada ha dejado en ellos en forma de rocío y te he llamado. Y has preferido ir a recoger fruta fresca antes que beberte ese rocío perlado sobre mi estomago.
-Todos duermen, menos tú y yo -susurras saliendo tras la maleza, corren por entre tus piernas dos nutrias idénticas de tamaño y con el pelaje seco y erizado en sus lomos. Te sientas sobre la piel de leopardo a mi lado, tan cerca que siento en mis piel las pequeñas heridas que te han dejado en las piernas las piedras del río y los juncos, sanándose apenas las descubro-. A penas a salido el sol.
Me trenzas el pelo como seleccionas los granos de la uva, me tranzas mi cabello negro con helechos y hiedra fresca, helechos y hiedra que sólo crecen de noche allá donde dejas caer tus sandalias de oro y esparto, guardándotelas como ningún perro podría hacerlo. Y yo, recuesto mi cabeza, como siempre hago, como quiere el dios que haga; y cuando terminas de trenzar el largo cabello de mis sienes, me haces girar hacia a ti con manos que no mueves pero que allí están, sobre mi piel dormida acercándome a ti, y en la proximidad de tu cuello reclino mi cabeza y te miro por entre los mechones y las guirnaldas que coronan mi frente. Trenzaras entonces el cabello de mi nuca con hojas de vid y campanillas que caerán en cascada por mi espalda desnuda y blanca hasta morir sobre la piel de pantera sobre la que duermo.
Las nutrias chisporrotean en su lenguaje como leños encendidos en una buena hoguera, corren por encima mío y comen cuando caen las flores que te parecen poco menos que imperfectas para mí, indignas de mí. Mientras no terminas de peinarme acaricio sin miedo sus lomos tupidos, paso mis manos sobre esas colas que han sido diseñadas como timones de agua dulce. Me dices sin despegar tus labios adheridos a mi cuello que puedo acariciarlas sin miedo porque si te han seguido hasta aquí, ya no le pertenecen al mundo ni a sus leyes. Me encaramo a tu cuello y pendo de él mientras nos levantas a ambos y tras los pinares veo por fin que el cielo todavía se tinta con islas de oscuridad y estrellas.
-... son preciosas, bien saben ellas que lo son. Míralas. -ríes-. Las he llamado y han venido a mí -murmura mi dios todavía abrazado a mí; y quisiera decirle cuánto comprendo la alegría inusitada de los pequeñas, pues heme aquí yo como una nutria más a sus pies, con mi pelaje seco y lejos de casa.
Las ramas se agitan sujetas en sus bases, cimbrean como varas dispuestas a reprimirnos y sin que tú digas nada, sé que esta es la forma que tienen las mismas ninfas de echarnos.
-Las ninfas dirán que se las he robado -dices mientras recoges nuestras pieles del suelo-. Siempre es un robo, nunca un descuido, tampoco un haber abandonado, haber dejado de amar -masculla mi dios atando las pieles enrolladas una encima la otra, quiénes somos nosotros en tal enredo.
Y sabes que no desconozco del todo qué significa realmente cuanto exhalas sobre mí una vez vuelves a abrazarme. Y huelo el perfume del río en tu cabello seco y el beso de los peces en tus mejillas.
-Sin embargo olvidan las dichosas que no se roba, ni se rapta, aquello que se olvida, a quién quiere dejarse robar, ¿no?
Nunca sabré qué responder cuando me preguntes. Nunca.
-Ahora son nuestras, da igual -despisto. Y miras como coloco mis manos sobre este vientre hinchado y juego con una azalea que no has sujetado lo suficiente al peinarme.
Y sonríes sin reparos, brillando como quien saben pocos que no eres, pero pareces y siempre confunden. Estampas en mis frente con un beso sonoro y orgulloso, porque por fin empiezo a desterrar las preguntas que moraban entre mis dientes; porque doy ya por sentado a que tu lado el mundo es cuanto es y será, y estamos en él para saquear cuanto podamos y reparar cuanto sepamos.
-No Ariadna, no. -callas colocando tu barbilla sobre mi cabeza respirando profundamente un perfume que a mis pobre condición humana escapa- No son de nadie, pero no son más libres que tú y yo, que tú o que yo.
-Cuando se harten de bailar a nuestros pies volverán a sus ríos, y volverán con sus ninfas.
Sé que sería solamente mías si te lo pidiese, porque haciendo un mohín preocupado me las entregarías lamentándote de mi poca fe en ti, lamentando cuan poco te pido siendo tanto lo que necesito, lo que necesitamos ambos, siendo tanto lo que está en tu mano para dar, para darme. Pero ¿hasta cuándo? No quieres dudas, no las quieres.
Aquella mañana, me llevaste de la mano por un sendero de margaritas y camelias, me cogiste en brazos para bajar el desnivel hasta la orilla de la playa y allí entre el oleaje señalaste. El sol, pugnaba por llegar a su cúspide, despertando destellos en mi cinto de esmeralda. Me dijiste: míralos. Y quise preguntarte qué debía mirar, señalaste y miré.
Me desperté aquella mañana sin temer las premoniciones, segura bajo el toldo ligero de tu protección, estimada, pero al ver los cachalotes varados en la deliciosa playa, con sus cabezas abombadas manchadas de arena y coronadas por las algas, pensé en los monstruos que vomita el mar, pensé en las monstruosidades blancas y enormes que sirven a Poseidón en sus profundidades; pensé también en sus regalos preñados de rémoras.
-Así llegó a las costas de tu isla el toro blanco de Poseidón -lees mi pensamiento, tiro de tu mano y por una vez tus ojos son duros, sabes entonces que sé qué está por llegar, pero no lo sé y no encontraré nunca el modo de hacértelo saber.
-Soy una mortal ¿qué enseñanza quieres que aprenda? -sin respuesta-. Si no hay nada que aprender, entonces deja que aleje de la playa y de sus olas, deja que me adentre en la tierra y olvide que nací en una isla. Dame bosques y montañas, no me lleves a las playas.
Mi dios coronado de vid y topacios, vestido de mujer y calzado como hombre, suelta mi mano y se inclina en la arena y traza con su grácil dedo un dibujo que borra para volver a trazar. Un laberinto torcido y sencillo, un laberinto para el niño que hay en nosotros. Y si mi intención era huir ahora sé que no puedo más que permanecer cerca de los laberintos que lo aprisionan a él también.
-Soy un dios y nada sé de laberintos, en cambio, tú eres una mortal y sabes cuanto podría saberse de ellos -haciendo una pausa añade- y cuando de ellos se sabrá. Dime entonces ¿qué enseñanza quieres que pueda desentrañar de esto? -dice desprendiéndose de su peplo corto.
Me arrodillo junto a mi dios acuclillado, perdido mientras mira el filo del mar ir y venir sobre los cuerpos descompuestos de los cetáceos. En cada una de sus bocas vislumbro un alacrán, y su simple visión arrolla una marea de nausea que reprimo apoyando mi frente sobre la espalda de mi dios. Duplicamos nuestras trampas y hemos hecho de ellas una madriguera para no perdernos. Y tal vez ese es el problema, pues Ariadna sabe cuando puede saberse sobre los laberintos y él como mi hermano brama impotente en el centro de uno del que yo dispongo sus entradas y salidas, sus muros y sus esquinas.
Y entonces, otra vez, en esa playa lloraré como en todas las playas que he pisado.
Entonces como ahora entre la sorda presión de mi llanto escucharé una pregunta suave e incrédula, una sola: ¿Por qué lloras?
Mi respuesta ahora y siempre será la misma, ahogada por el cinto de aquel vestido de abandonos. Mi respuesta colgando del árbol del acantilado, ronca de maldecir.
-Tú también me abandonarás. ¿No lo hizo un príncipe ateniense? ¿Cómo no iba a hacerlo un dios?
No se puede atrapar lo divino en un templo, no se puede encerrar cuanto está dispuesto a metamorfosear. Ahora mi dios es de carne y hueso, maleable y terso entre mis manos y en mis labio, debería bastarme, pero ellos saben que quien pernocta en la noche de la mortalidad esta ciego y necesita cuantas verdades inamovibles pueda recolectar, para construir con ellas una casa que le resguarde de la muerte cuando pueda.
Y las únicas verdades que hay en mí es que amo siempre al mismo hombre.
Mi dios dice pisando el dibujo tosco de nuestro laberinto:
-Ariadna, pura entre las puras, cuan frágil has terminado siendo ante lo taimado que debería reverenciarte. ¿No es mi amor ahora el espejo donde se refleja el mar de esta playa, todos esos abandonos que temes, la muerte, y es el reflejo de ti misma? ¿No lo es? ¿No es simplemente amor? -lamiendo mis lágrimas-. Llevas mi corona y ningún otro dios ha permanecido junto a su amante encintada tanto tiempo como yo. Cuando yo parta o habiendo partido nunca más vuelva, si es eso cuanto temes de este mundo, entonces piensa y recuérdate al reflejarte en las olas que rehuyes, que llevas ceñida mi corona a tu frente perfecta. Mientras la lleves serás la única reina entre las princesas de mi corazón, a la única a quien he colocado en la cabeza de mi cortejo, la única que bebe de mi vino, desnuda, vestida con el fulgor de las estrellas sobre mi regazo. -respiras sobre mí.
Y respiro en ti avergonzada de necesitar tanto y de pedirte todavía tan poco.
Cuando marchemos, el sol en su cúspide cuarteará los cuerpos de las bestias de Poseidón, y llamarás a nuestros leopardos para que de ellos se alimenten, en mi seno el hijo que reinará patea mis recuerdos. Y reharás mis trenzas. Cuando marchemos acompasados por el sonar de las trompetas y los tambores allí seguirá el dibujo del laberinto torcido que trazó mi dios, en el que vive. Las mareas se olvidarán de él, tú también te olvidarás de él.
Pero, cuando me abandones, allí seguirá hundiendo su trazo en la arena y cuando llegue el momento, lo gravaré con fuego en mi escudo de piel y sobre mi pecho desnudo, penderá un pedazo de asta trenzada con hiedra. Cuando acuda a la batalla rugiré entre las amazonas y las ménades que aquel es mi emblema, el laberinto en el que atrapé a un dios, un laberinto sencillo y torcido, un laberinto de amor mortal y nada más.