Autora: Ade C (
dfotw)
Palabras elegidas: castigo - hechizo
Personaje: la Bruja Zárate, personaje de las leyendas posteriores a la Conquista en Costa Rica, obvio remanente de leyendas tradiciones precolombinas; la siguiente historia está basada en la leyenda de la Piedra de Aquetzarí.
Rating: PG16 - Het
Palabras: 3180
Vestida de negro de pies a cabeza, Zárate espera en el atrio de la iglesia. Fuma un cigarro que ha liado ella misma, con la brasa dentro de la boca y echando el humo por el cabo. No es la nube de humo azulado que la envuelve lo que hace que algunas mujeres -con sus mantillas y sus rosarios- se santigüen al pasar a su lado, murmurando por lo bajo, “¡Bruja!”.
Zárate sonríe entre el humo de su cigarro. No todas las mujeres se persignan al verla; más de una le dirige un saludo furtivo -todavía con el regusto de alguna de sus pócimas en la garganta, o con uno de sus talismanes sobre el corazón, junto a una estampa de la Santísima Virgen-, y algunas de las más pobres -aquellas a las que Zárate ha dado frutas que, dicen, se convierten en oro al ver la luz del sol- se inclinan ante ella como se inclinan frente al señor cura.
Si los hombres la miran, no es por su fama de bruja. Es por su pelo oscuro, su piel cobriza, sus amplias caderas, su mirada franca, su risa descarada y su actitud insolente; como si su padre no hubiese muerto a las manos del gobernador español y aún fuese dueño y señor de las tierras a su alrededor.
Una indígena vieja llega arrastrando las alpargatas, con el cabello cano recogido en sendas trenzas bajo un manto de paño raído, y se detiene frente a ella.
-¡Zárate, hija del cacique Aquetzarí, escucha mis quejas! -le dice en la lengua huétar, que el cura y el gobernador han intentado erradicar con tanta insistencia como a las creencias idólatras de los indios-. Los españoles se han llevado a mis dos hijos a la mina y a mi hija a servir a casa del gobernador. Mi marido sirvió en el monexico junto a tu padre y ahora pasamos hambre. ¿Qué haces, Zárate, hija de Aquetzarí? ¿Qué haces por tu gente?
La bruja guarda silencio, su mirada indiferente. La vieja le dirige una mirada amarga y entra en la iglesia.
Zárate no le presta atención. Espera, fumando su cigarro, a que todo el pueblo de Aquetzarí, pobres y ricos, españoles e indígenas, se reúna para la misa del domingo al mediodía.
Por fin, al sonido de las últimas campanadas, el gobernador Don Alfonso de Pérez y Colma se dirige a la iglesia, cruzando la plaza con largas zancadas. Es alto, guapo, de cabello oscuro y ojos verdes, y las mujeres reunidas en el atrio de la iglesia cuchichean al verle, desplegando sus abanicos o las cintas en su pelo.
Zárate no aparta la vista de él mientras se acerca, saludando a los notables de Aquetzarí, estrechando las manos del señor cura. Cuando está a punto de cruzar el umbral de la iglesia, los ojos verdes del gobernador se encuentran con los ojos negros de la bruja, que permanece impertérrita en una esquina del atrio, rodeada del humo de su cigarro; Zárate no parpadea y el gobernador tampoco, hasta que el señor cura llama su atención para que deje pasar a las señoras a la iglesia.
Cuando no queda ya nadie más en el atrio, Zárate apaga su cigarro en la suela de su alpargata y entra en la iglesia, sin mantón que cubra sus trenzas negras. Como siempre, se sienta en el último banco y clava sus ojos en el gobernador, que finge escuchar el sermón desde el banco de los notables, frente al púlpito.
A su alrededor, tallas de madera de vírgenes y santos, vestidas más ricamente que todos los feligreses, observan la congregación con ojos de cristal. Zárate desprecia a esas figuras sangrantes y llorosas a las que invoca el cura en sus oraciones; mientras dura la misa, la bruja cierra los ojos y repite para sí las invocaciones huétares que aprendió de su abuela y de su madre, y que estarían siendo repetidas por toda la tribu en esos días para propiciar una buena cosecha, si las creencias indígenas no hubiesen sido erradicadas a sangre y fuego por los conquistadores.
El señor cura y los soldados que el gobernador envía para esos menesteres, se han asegurado de que se desmonten todos los altares que los habitantes de Aquetzarí y Curridabat tenían en sus casas, pero no se han atrevido a entrar en la choza de Zárate. Y aunque lo hubiesen hecho, ésta sabe donde encontrar los ídolos de jadeíta y tumbaga que tantos sacerdotes, ahora muertos, enterraron en la selva para mantenerlos a salvo de los doctrineros, así como sabe los ritos para propiciarlos.
Cuando brille la luna, la bruja Zárate saldrá de su choza y realizará, sola pero acompañada por el espíritu de su tribu, los sacrificios necesarios para que Aquetzarí y sus alrededores sean bendecidos por los dioses de la cosecha, protegidos de los desmanes de los dioses de las tormentas, recordados por los dioses de los muertos. En unos años, tal vez, cuando la persecución del señor cura haya perdido intensidad, más y más paisanos suyos la acompañarán, escurriéndose furtivamente entre las sombras, haciendo tiempo hasta poder recobrar sus tierras y celebrar sus ceremonias de nuevo bajo la luz del sol.
La misa no es larga: los indígenas tienen que volver al trabajo, y a los españoles los esperan opíparos almuerzos -pavos asados, bandejas de yucas y maíz fritos, potajes de fríjoles, chocolate-. El cura, pensando ya en lo que lo espera en la mesa del gobernador, hace la señal de la cruz y se baja apresuradamente del púlpito.
Zárate se queda en su sitio mientras los feligreses desocupan la iglesia, y después se dirige a los pies de la imagen de la Virgen con la luna a los pies y el niño en brazos, regordete y pálido como nunca podrán serlo los niños nacidos en Aquetzarí.
Cuando Zárate enciende una vela, su llama es verde como los ojos del gobernador.
-Don Alfonso -dice, sin apartar la mirada de la imagen, que bajo la extraña luz verdosa parece haber crecido, cambiado, haberse hecho más oscura-. ¿En qué puedo serviros, vuesa merced? ¿Requerís una pócima que os permita dormir por las noches sin sueños que vengan a turbar vuestras mañanas? ¿Un talismán que os traiga más gloria y fortuna de las que os han traído las tierras de mi gente?
El gobernador, de pie a espaldas de Zárate, permanece en silencio.
-¿O acaso queréis algo más de mí, Don Alfonso de Pérez y Colma?
Zárate se da la vuelta. Es casi tan alta como el gobernador y no teme mirarlo a los ojos.
-Aquí no -susurra Don Alfonso después de un momento.
-Sabéis donde vivo, vuesa merced -dice Zárate-. Esta noche brillará la luna de camino a mi choza.
Zárate se marcha sin decir más, y el aire que agitan sus faldas apaga la vela que ardía al pie de la Virgen.
####La tarde de domingo transcurre plácida en Aquetzarí: algunos indígenas trabajan en las tierras que les han dejado en encomienda, otros se emborrachan con chicha y recuerdan viejos tiempos; los españoles, reunidos en la casa del gobernador, hablan de las últimas noticias recibidas de la Madre Patria. Y Zárate, sola en su choza, prepara chocolate y peina sus largos cabellos.
Cae la noche y brilla la luna sobre el camino que sale de Aquetzarí hacia la montaña. Don Alfonso siente que mil ojos lo observan mientras cabalga, pero en realidad no encuentra a nadie, hasta que no desmonta en el patio de la choza de la bruja y ve a Zárate que lo espera junto a la puerta.
-Don Alfonso de Pérez y Colma, gobernador de la Corona española, soy Zárate, hija del cacique Aquetzarí, dueño de estas tierras. ¿Qué queréis de mí?
Sin mediar palabra, el gobernador avanza hacia ella y la besa bajo la luna llena. Zárate responde al beso por un momento, pero después pone sus manos sobre el pecho del español y lo empuja con suficiente fuerza como para hacerlo retroceder dos pasos.
-Si es esto lo que queréis, tenéis más de diez indiecitas a vuestro servicio.
-Ninguna es como vos -dice Don Alfonso sin pensarlo-. Desde que os vi por primera vez, no puedo dejar de pensar en vos. Dicen que sois bruja, pero esto es peor que cualquier hechizo sobre los que los curas me hayan advertido… cada vez que os veo, es como si vuestros ojos me quemasen.
La risa de Zárate espanta a unos yigüirros que habían anidado en el árbol que cubre su choza, y que ahora vuelan espantados hacia el monte.
-Es tradición entre mi gente que si un hombre quiere a una mujer sin haberse casado antes, le ofrezca un regalo para el futuro hogar de ella -dice la bruja, acercándose al gobernador-. Ofrecedme algo, Don Alfonso.
-¿Qué… qué queréis?
-Si os pidiera la libertad de mi gente, ¿qué diríais? -Zárate espera la respuesta un momento, pero el gobernador no dice nada-. ¿Me mentirías y me ofreceríais lo que no podéis darme?
Don Alfonso mira a la bruja, que está tan cerca que puede sentir su aliento perfumado a cardamomo y tabaco sobre la cara, y no encuentra su voz.
-Dadme algo, Don Alfonso, y yo os daré lo que queréis… dadme algo… -La voz de la indígena es zalamera-. Dadme vuestra palabra de honor…
El gobernador ve a Zárate sacar algo brillante de su escote.
-Por el amor que sentís por mí esta noche, dadme vuestra palabra que llevaréis este anillo en mi recuerdo siempre.
Diciendo esto, Zárate cuelga alrededor del cuello de Don Alfonso una fina cadena de oro de donde pende un anillo, de oro también, con mil animales grabados en él en la manera de los indígenas.
-Os lo prometo -dice el español por fin, y Zárate vuelve a reírse mientras lo atrae con manos firmes al interior de su choza, que huele a cacao y a hierbas que sólo las brujas conocen.
####
A la mañana siguiente, el canto de los yigüirros despierta a Don Alfonso; está solo en la estera, pero al salir al patio, aún abrochándose la camisa, encuentra a Zárate dándole agua a su caballo.
-¿Tomaréis una jícara de chocolate, Alfonso? -pregunta la bruja.
El gobernador sacude la cabeza, avergonzado bajo la luz de sol como no lo estuvo bajo la luz de la luna.
-He de regresar al pueblo antes de que alguien se dé cuenta de que he pasado la noche aquí. Lo que diría el señor cura si lo supiese no quiero ni imaginar… -Con manos que tiemblan como las de un condenado, Don Alfonso intenta borrar las marcas que los generosos labios de Zárate dejaron sobre su cuello-. Y si los rumores llegan a alguna de las señoras con familia en España, y éstas escriben diciendo que me acompaño de brujas e indios… no sólo mi posición estaría en peligro, sino mi futuro matrimonio también…
La expresión de Zárate es impasible cuando le entrega al gobernador las riendas de su caballo.
-Recordad vuestra promesa -es todo lo que dice, rozando con sus dedos morenos la camisa del gobernador, bajo la que descansa el anillo.
Si a la noche el camino de Aquetzarí a la choza de la bruja estaba desierto, a la mañana hay multitud de gente en él: indígenas trabajando en los campos, mestizos guiando burros cargados de fruta, hombres visitando sus plantaciones, e incluso el señor cura, de camino a imponer una tanda de casamientos católicos entre los indígenas de un caserío cercano. A Don Alfonso se le antoja que todos pueden ver las marcas que Zárate dejó en su cuerpo y, sin querer, se lleva la mano al pecho, donde siente el peso extraño del anillo de oro de la bruja.
####
Zárate no baja al pueblo esa semana, y nadie acude a visitarla. Nadie parece necesitar sus servicios, ni las españolas dispuestas a fiarse de una bruja con tal de salvar a sus hijos y maridos de los peligros del Nuevo Mundo, ni los indígenas sin nadie más que los guíe, los cure y los aconseje desde que los españoles disolvieron sus consejos y mataron a sus sacerdotes, ni Don Alfonso tampoco, por mucho que brille la luna sobre el camino que lleva a Aquetzarí.
El domingo en la mañana, Zárate se viste de negro y baja al pueblo a la hora de la misa. Decenas de miradas la siguen de camino a la plaza: los niños cesan sus juegos para verla pasar; las mujeres en el atrio de la iglesia estrechan sus corrillos, lanzándole miradas de lástima por encima de sus abanicos; de los grupos de hombres fumando al pie de la iglesia salen risas y palabrotas.
Zárate ocupa su lugar habitual en la esquina del atrio y enciende su cigarro, haciendo oídos sordos a los comentarios que le lleva el viento húmedo.
-¡Zárate, hija del cacique Aquetzarí! -La indígena de las trenzas canas se detiene frente a ella-. Nos has traído vergüenza a todos los que aún recordamos los nobles reinos de El Guarco y Correque. No es de extrañar que no atiendas a las quejas de tu gente, si estás ocupada abriéndote de piernas para el hombre que tiene esclavizados a los nuestros. ¡Así se revuelvan tus antepasados en sus tumbas, sobre las que aún no crece la hierba!
La vieja escupe a los pies de Zárate antes de entrar, renqueante, en la iglesia.
Como desde muy lejos, Zárate escucha los cuchicheos y risitas de las mujeres que esperan al cura; un joven español de botas polvorientas, recién llegado de Cartago, le grita algo que hace que sus compañeros -soldados y dueños de encomiendas- se rían a carcajadas.
Zárate los ignora, y espera, fumando su cigarro en silencio.
Con el sonido de las últimas campanadas, Don Alfonso de Pérez y Colma entra en la plaza. Llega al atrio de la iglesia caminando a zancadas, sin molestarse a mirar al joven insolente que vuelve a hacer un comentario sobre como ‘brujas y putas, todas son una’, y se apresura a hacerle una reverencia a las mujeres reunidas junto a la iglesia y a saludar al señor cura.
Sin más dilación, cura, gobernador y señoras pasan al interior de la iglesia, y los demás habitantes de Aquetzarí siguen su ejemplo, con menor o mayor desgana. Ni una vez se han girado los ojos verdes de Don Alfonso a mirar a la bruja.
Zárate se queda quieta en el atrio de la iglesia, con el cigarro olvidado humeando a sus pies. El viento es húmedo y cálido, pero la bruja se estremece como si tuviera frío.
Cuando todos han entrado a la iglesia, Zárate se da la vuelta y recorre el camino de vuelta a su choza mientras las nubes se arremolinan sobre Aquetzarí y empieza a caer una fina cilampa.
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El temporal no cesa en toda la semana. La fina llovizna cae día y noche, hasta que los caminos se vuelven cenagales y el aire está tan cargado de humedad que cuesta respirar; las nubes descienden casi hasta rozar el campanario de la iglesia, ocultando el sol y las montañas circundantes; fiebres y otras dolencias empiezan a surgir entre los españoles, pero cuando mandan a sus sirvientes a llamar a la puerta de Zárate, nadie acude a atenderlos; algunos dicen que a la bruja se la han llevado los demonios, y los indígenas susurran en huétar que es el castigo de sus antepasados por darle sus favores al gobernador.
Al llegar el sábado, la niebla alrededor de Aquetzarí es tan espesa que Don Alfonso, que pensaba acudir a Cartago con asuntos de la gobernación, se ve obligado a regresar antes de poder avanzar más de un par de leguas. No se ve a dos palmos de los ollares de su caballo, y el sendero parece una cosa irreal, poco sólida, lista a fundirse entre la niebla como ya han hecho las montañas que rodean al pueblo.
Mascando su frustración, el gobernador se lleva la mano al pecho, donde pende el anillo de oro que no ha tenido aún la voluntad de quitarse, y aparta la mirada al pasar junto a la choza de Zárate, que está cerrada a cal y canto.
Esa noche, mientras la cilampa sigue cayendo sobre Aquetzarí, un pesado sueño se apodera de sus habitantes, que caen rendidos en sus camas, en sus esteras y hamacas, y duermen. Y sueñan.
Sueños de fiebre, sueños de dolor, sueños en los que su piel se encoge, en los que brotan plumas de sus hombros, en los que sus garras rasgan la tierra, en los que extraños sonidos salen de sus gargantas. Sueños de los que despiertan con el corazón latiendo desesperado y cuerpos que ahora tiene pelos, plumas, garras y picos.
Donde antes había españoles e indígenas, hombres y mujeres, ancianos y niños, ahora hay dantas, yigüirros, armadillos, micos, murciélagos, perezosos, urracas, colibrís, coyotes, zarapitos, culebras… cientos de animales que salen de sus casas, ocupan las calles enfangadas de Aquetzarí y convergen en la plaza de la iglesia.
La llovizna ha cesado, pero sólo porque las nubes han descendido a nivel del suelo, llenando las calles de Aquetzarí de una espesa, lechosa niebla que amortigua la cacofonía de sonidos animales.
Zárate está de pie en el atrio de la iglesia, vestida de negro de pies a cabeza, fumando un cigarro. Cuando la plaza se ha llenado de animales vociferantes, la bruja avanza entre la masa de pelos, plumas y escamas, hasta encontrar a un pavo real con un espléndido plumaje verde que tirita de frío y miedo. Zárate toma entre sus dedos morenos el anillo que pende de la cadena de oro alrededor del cuello del pavo real y sonríe.
-No es un sueño, Don Alfonso -murmura la bruja al pavo real. Después, alza la voz y silencia a los demás animales-. No es un sueño, Aquetzarí. No despertaréis para humillarme más al pie de la iglesia. Este es vuestro castigo y la advertencia que hago a quienes no creen en los poderes de mi gente.
La voz de la bruja se alza sobre el escándalo angustiado de los animales en un cántico húetar que bien pocos han tenido el privilegio de escuchar. La niebla se arremolina al sonido de su voz, haciéndose cada vez más espesa.
Cuando llega la hora en la que las campanas llamarían a misa en Aquetzarí, la niebla que ciñe al pueblo en su abrazo se ha convertido en piedra.
Muchos años después, cuando los ecos de la leyenda del pueblo perdido de Aquetzarí se han apagado casi del todo, el poblado de Aserrí es fundado en las cercanías de la gran piedra. Y aún hoy, hay quien dice que si recorres el camino que va de Aserrí a la piedra en una noche de luna, y llamas a la bruja con las palabras adecuadas, Zárate aparecerá, llevando al pavo real de su cadena de oro, y te concederá un deseo.
“Busco en vano mi ideal...
Años caminando y siempre en pie…
Linda Zárate, escucha y ábreme,
Por el amor al pavo real.”