Autora:
melisa_ramPersonaje: Jorge de Capadocia, conocido como “San Jorge”, a cuyo alrededor se montó en la Edad Media el mito de que derrotó a un dragón. La leyenda ha sido expandida y adaptada por varios países, modificada según las creencias locales de cada región, pero básicamente todas aluden al mismo personaje.
Palabras Elegidas: “Castigo” y “Sacrificio”
Palabras: 3.359
Advertencias: PG14, bastante light. Hay alguna que otra mala palabra. Ironías.
Mi nombre es Jorge.
Nací en Roma, pero mi madre me llevó a su tierra natal y me educó cristiano.
Nunca le dije a nadie, pero siempre supe que Dios tenía un ojo sobre mí. Podía sentir Su amor, Su protección. Dios quería que yo viviera, para hacer algo en Su nombre. Por eso fue que envió al Ángel a hablarme, a decirme cuál sería mi Destino. La criatura de Luz vino a mí un día, y caí preso de su encanto; escuché sus pacientes versos, regocijándome en la belleza de su voz tan dulce y melodiosa, hecha para entonar la Palabra del Señor.
Y negarme a Su voluntad resultó... impensable.
Yo tenía quince años.
Cuando cumplí los dieciocho, me enlisté en el ejército. Los soldados romanos no sentían simpatía alguna por los cristianos, por lo que tuve que ocultar mi Fe. Supongo que aún, si hubiera sido destinado a morir en manos de esos infieles, hubiera aceptado gustosamente lo que venía, pero el Ángel me habló claramente de lo que debía hacer con mis creencias. No debía renegarlas, sino, simplemente, ocultarlas por un tiempo. Fueron años duros, donde sufrí y estuve en contacto directo con la muerte. Vi las tragedias más horribles y las victorias más gloriosas, tuve miedo, hambre, frío... pero mi Fe me sacó adelante. Cada vez que mi corazón se encontraba al borde de la ruptura, cerraba mis párpados con terror y me aferraba a la cruz de madera que llevaba oculta bajo la armadura, pedía al Cielo la fuerza para continuar soportando.
Porque seguir creyendo era mi esperanza.
Porque derrotar al Mal era mi Destino.
El Ángel fue muy claro en esto.
“Vive.” me dijo, una y otra vez. “Vive, y vence.”
Seguí su comando todo el tiempo; en el camino, en batalla, en mi vida. Fui capturado, torturado y liberado, condenado a muerte y salvado, recuperado por mis tropas, condecorado por mi valor. Ascendí rápidamente entre los rangos de la milicia romana, y poco antes de los treinta años, convertido en tribuno de mi pueblo.
Pero lo único para lo que yo vivía, era para cumplir mi propósito.
Porque el Ángel también dijo “Vence, Jorge, mira al Demonio a los ojos, y recuérdale que no hay sitio en la Tierra del Señor para que anide el Mal. Hasta que el Demonio no lo haya entendido, la vida no te abandonará...”
Aparentemente, cada día que enfrentaba a ese Mal, estaba más cerca de hacerle entender.
O, tal vez, no.
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Era el tercer día del segundo mes de la primavera.
La bestia tenía la barriga vacía, uno se podía figurar. Hacía calor, y la gente necesitaba beber. El muy hijo de puta se había apostado a la orilla de un río y no dejaba que nadie se acercara. Pasó por ahí de casualidad, porque lo único que tenía planeado era visitar Santiago de Compostela, y echar una que otra plegaria.
El Ángel le dijo que podía rezar después.
Su primer encuentro con un dragón fue... aparatoso.
Él no sabía muy bien cómo vencerle, pero al parecer la bestia sí sabía muy bien lo que pretendía hacer con ese diminuto contrincante: comérselo. Y lo intentó. Oh, lo intentó con todas sus fuerzas. Gruñidos, rugidos, fauces abiertas, alas desplegadas, cola como un martillo; lo tenía todo. Fue una lucha terrible en la que, de alguna manera, el joven salió vivo. El Ángel le congratuló con alabanzas, porque había sido valiente y peleado con tesón. Ése fue el primer dragón que Jorge mató, y la victoria tuvo su precio. Resultó herido, pero como el héroe que era, aguantó y sanó; se fue de aquel pueblo para luchar con otro monstruo.
El Ángel siempre estaba a su lado, diciéndole qué hacer. O casi siempre.
No lo guiaba en las batallas, porque Jorge se había preparado toda la vida para hacer eso, para enfrentar al Mal. Y siempre lo hacía sin dudas, muy seguro de cada movimiento de lanza o de cada estocada que arrojaba sobre los cuellos de esas bestias. El rumor sobre sus legendarias victorias, dignas de ser contadas por siglos, se expandió rápidamente por toda Europa. Había pueblos que sin dudar hablaban de santificarle; pero él pensaba que eso era demasiado y rehuía a tales ideas. Jorge se consideraba un hombre sencillo, de su casa y de sus cosas. Claro, cuando un dragón aparecía y aplastaba su casa por haber matado a alguno de los suyos, ya no era tan “de su casa”.
Jorge sabía cuándo ponerse “medieval” con esos bichos.
Pero, claro, esa misma forma de vida, heroica, no le permitía tener nada. Ni un lugar estable, ni un pueblo al cual regresar, ni un ser especial al cuál amar. Ni siquiera un caballo al qué cuidar. Ni un perro, o un gato. Una vez tuvo un halcón, que le duró mucho. El Ángel era la única presencia estable en su existencia, y con el tiempo, también se volvió parte del mosaico de fondo del pasar de los años. Él simplemente aprendió a dar por hecho que el Ángel siempre estaba vigilándolo, aconsejándole en los momentos de duda, y dándole fuerzas.
Jorge de Capadocia mató a cincuenta y seis dragones antes de darse cuenta de que algo no estaba bien con él.
Tenía setenta y ocho años, y aún se veía como un joven de apenas treinta.
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Puede parecer que Jorge era corto de entendimiento, pero en realidad no era así.
Es decir, no le impresionaba su juventud aparente, porque en la Biblia estaba Matusalén, que había vivido muchísimos años; y además, el Ángel siempre estaba diciéndole que no se fijara en esas cosas, porque su misión era más importante.
Pero, sin lugar a dudas, que todas las personas que había conocido en los buenos tiempos de pronto empezaran a morir a su alrededor, y él siguiera adelante… no tenía ninguna gracia. Jorge trató de ser fuerte, pero sufrió mucho. Haber sido elegido para un destino más grande que la Humanidad misma, para sobrevivir al Mal y seguir peleando en su contra, era doloroso. Porque había días en los que de verdad se quería morir, y llegar al Cielo. Sentía que lo merecía, después de haber librado a tres cuartos de Europa de la amenaza de los dragones. En todos los vitrales de las iglesias había imágenes suyas, en momentos de lucha. Verlas le daba más ganas de ir a ese Cielo prometido. Y el Ángel le decía que ya no pensara en esas patrañas, y debía concentrarse en la misión que Dios le había dado; que aprovechase las bendiciones que le fueron otorgadas para hacer honor de Él.
Jorge quería honrar a Dios, por supuesto, pero a veces creía que le tomaba el pelo.
Ahora puede parecer que dudaba de Dios, pero no era así. No dudaba de Su existencia ni de que estaba vigilándole.
Sólo pensaba que, a veces, ponía demasiado sobre sus hombros.
Un hombre común, nacido de mujer, no estaba nunca realmente preparado para todo.
Tuvo varias batallas memorables, algunas más cruentas que otras. Se mezcló en las Cruzadas para llegar hasta Jerusalén, y atravesar el desierto buscando a aquel monstruo que vivía escondido en las arenas. No se acordaba el nombre. Eso era otra cosa que tenía, en algún momento empezó a sentir que no podía recordar ningún hecho concreto que tuviera más de treinta años de antigüedad. El dragón del desierto le dio una terrible pelea, pero terminó muerto y él con terribles heridas. Tuvo que pasar mucho tiempo en una cama, postrado, para recuperarse. El Ángel le vaticinó que no se iba a morir, por supuesto. El único recordatorio que tenía de esa batalla infernal en las dunas ardientes era una cicatriz blanca y larga en el costado izquierdo del pecho, que bajaba por su torso hasta el hueso derecho de la cadera. Y la fecha que había tatuado con tinta negra debajo de la cicatriz. No estaba seguro, pero quizá hubo una mujer implicada en esos eventos.
La caligrafía del tatuaje era demasiado cuidada, fina, femenina.
Cuando empezó a darse cuenta de que tenía problemas para recordar cosas, fue que hizo eso.
Inició su prudente maniobra de tatuar las fechas de las batallas en sus cicatrices. Era la única forma de que, a medida que su vida avanzaba, los hechos con más de treinta años de edad no se borraran de su memoria completamente.
Su vida, entonces, no era más que un sendero marcado por cicatrices.
Y olvido, pero el olvido era su forma de avanzar, su facilidad para no aferrarse a nada.
Porque siempre terminaría por desaparecer, eventualmente, eso que le hacía doler el alma.
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Se podía decir que Jorge era un hombre que vivía de a una experiencia a la vez.
Llevaba nota de todo lo “importante” que le sucedía en cuadernos de viaje, bitácoras en las que sólo volcaba fechas, nombres y brevísimas descripciones del suceso. Llegó a acumular muchos de esos cuadernos, y no se desprendía de ellos ni aunque el Ángel ya le hubiera dicho muchas veces que eso no tenía nada que ver con su misión.
“No necesitas recordar, Jorge.” le decía el Ángel, terco. “Todo lo que necesitas es escuchar mi voz, porque te traigo la Palabra de Dios, y seguir caminando, buscando, cazando a esos demonios del Mal. Dios te ha puesto una misión muy importante. ¿Qué sucede contigo? ¿Ya no lo ves?”
No era que no lo viera, era que en los últimos cuatrocientos años los dragones empezaron a escasear, y de Europa se mudaron a Asia, a las frías tundras del Norte, y llegaron así hasta China. Eso lo sabía porque tenía sus notas. Y en un momento de ocio, se ponía a comparar algunas notas de los cuadernos a ver cuántas de ellas concordaban con fechas que tenía tatuadas en el cuerpo.
Después de todo, el Ángel se lo había vaticinado. Viviría.
Pero, claro. Él no podía recordarlo, porque eso fue hace mucho tiempo.
Todo eso empezaba a sonarle POCO a una bendición, realmente.
Jorge se guardó casi siempre sus protestas, porque era un hombre tranquilo, pero hasta el alma más pacífica y entregada tiene momentos de duda. Empezó a dudar de sí mismo y de su capacidad de mantenerse siempre en la ignorancia, tal vez; pero jamás dudaría de su Dios. Así que por un tiempo continuó sus batallas, en paz consigo mismo y con el Ángel.
A veces, Jorge dudaba del Ángel. De sus palabras.
Porque una cosa era la Palabra de Dios, y otra la de un ser al que pocas veces había visto.
Casi siempre, sólo escuchaba su voz. Confiaba en que había emisarios de Dios, siempre cerca y vigilando, haciendo del mundo un lugar mejor, pero ese Ángel en particular era extremadamente metódico y calculador. Si hubiera sido capaz de recordar, se habría dado cuenta de que con el correr de los años el Ángel había cambiado sus maneras y el tono de su voz, y era cada vez más exigente, más altivo.
Una noche, un miedo extraño se apoderó de él, y empezó a escribir sobre el Ángel también.
El Ángel le preguntó por qué escribía cosas sobre él en sus cuadernos.
Jorge no le mintió. Pero su silencio tampoco le dio al emisario divino respuesta alguna.
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Al revisar sus cuadernos, Jorge se daba cuenta de cuánto tiempo había pasado.
La fecha que escribió aquel día, era 15 de Abril 1946.
A esa altura de su vida, sus recuerdos más lejanos involucraban la Primera Guerra Mundial y la Gran Crisis del 30. Eran los hechos que más fácilmente le venían a la mente. Después, había sucesos más pequeños, sin importancia internacional, pero que para él eran igualmente importantes. Como el día que conoció a la chica.
O el día que se casó con ella.
El día que nació su primer hijo.
Hasta ese siglo, y a juzgar por sus notas, nunca se había planteado la idea de casarse.
O la mera idea de conocer a nadie. De tener una familia.
Probablemente, nunca se le ocurrió que podría hacerlo, o el Ángel nunca se lo permitió.
Pero Laura era una mujer tan buena, tan sencilla como él, y de su casa…
Tenía un espacio especial al final de su cuaderno actual donde marcaba la cantidad de días que llevaba sin actividad. El tiempo que hacía que no mataba a un dragón de verdad. El último lo había tomado en Belfast, Irlanda, hacía cincuenta años. Si las cosas seguían como estaban, la inactividad lo iba a matar; no podía seguir haciendo lo mismo todos los días, pretendiendo que era un simple obrero de la Ford Motor Company.
Obviamente, lo hacía por Laura y el hijo de ambos.
Porque Dios proveía, pero aparentemente sólo proveía para él.
Y cada día que pasaba, cada nueva entrada en su cuaderno (una cualidad que su esposa le admiraba mucho, porque pocos hombres escribían sus memorias de la forma en que él lo hacía, como si estuviera repasando notas de contabilidad), tenía cada vez más firme en su mente la certeza de que llegaría un momento en que tendría que abandonar a su querida familia. Y debería ser antes de que empezaran a preguntarse cómo podía seguir viéndose tan joven, si tenía más de cuarenta años.
El Ángel fue claro en eso. Tendría que tomar una decisión.
Jorge realmente ya no escuchaba los largos discursos del Ángel, su intento por psicopatearlo para que hiciera las cosas. Había pasado mucho tiempo siguiendo sus órdenes, y revisando sus notas. Lo que empezó como empujones amables con la Palabra de Dios, con el correr de los siglos se había convertido en la letanía de un ser agrio, oscurecido y antiguo. El Ángel parecía estar todo el tiempo… ¿Resentido, tal vez? Era inverosímil.
Claro, porque el Ángel era el Ángel, y no podía crecer, evolucionar.
“Hay un dragón esperándote en Milano, Italia.” le urgió el Ángel, un día. “¿¡Y piensas dejar que se te escape, como si nada!? ¿¡Qué pasa con tu misión, Jorge!? ¿¡Con la misión que Dios te dio, y con las bendiciones que te dispensó!?”
Jorge quiso replicarle que se fuera a tomar por culo. Tenía una esposa y un bebé ahora.
Pero, la espina de la culpa…
“Un hombre santo como tú hace sacrificios todo el tiempo, Jorge.” insistió el Ángel, feroz. “Y los hace en pos de un bien mayor. El fin justificará tus medios, te lo aseguro. ¡No pierdas más el tiempo, y muévete!”
Sacrificios.
Él lo había dicho claramente, eran sacrificios. La sangre le llamaba.
Era imposible que Jorge no sintiera la ansiedad por la batalla, que no quisiera ir al encuentro del peligro. Un hombre que había vivido más de mil años, ungiéndose en la sangre de monstruos casi inmortales no puede rechazar fácilmente la debilidad de la carne, ni siquiera un hombre santo, como lo llamaba el Ángel. Así que Jorge se cerró a todo. Recogió sus cuadernos y sus armas, y en medio de la noche se fue.
En Italia encontró a su dragón. Oculto en los pasadizos secretos debajo de Milano.
Era grande y magnífico, con las escamas verdes y los ojos muy rojos. Sus escamas brillaban como el metal, y sus garras estaban bien afiladas. No necesitó un caballo para ir a por la bestia, sólo fue cuestión de acorralarle e incrustar su lanza en el cerebro del monstruo, a través de la boca abierta que intentó escupir fuego sobre él. Cortó su cabeza y abrió su estómago, para asegurarse de que no fuera una hembra y no tuviera huevos. El Ángel le había dicho que siempre hiciera eso, sólo para estar tranquilo de que no habría por ahí otra camada.
Revisó los túneles, por las dudas.
Esa entrada en su cuaderno, la que hizo tras la hazaña, fue la última en la que consignó una cosa como: “Maté a un dragón hoy. Verde. De más de doscientos años. Herida en la pierna derecha, por encima de la de 1764”.
Puso una foto de Laura y de Tomás en el cuaderno, y lo cerró.
Salió de ahí, y en lugar de buscarse un caballo, echó a caminar.
A recorrer el mundo otra vez, errando. Perdió la cuenta de los pueblos que visitó, de los bares en los que bebió algo, de las posadas en las que durmió, de las mujeres con las que se acostó (cuando, estaba seguro, jamás había hecho tal cosa; al menos no en los últimos treinta años o antes de conocer a su querida Laura) y de los años que pasó haciendo eso. Sólo sabía que lo hacía para que la voz del Ángel sonara como realmente era: llena de furia, en amenazas.
Estaba harto. Harto de vivir, incluso habiendo encontrado motivos para seguir haciéndolo.
Un día, mientras miraba hacia el mar de pie al borde de un fiordo en Stavanger, Noruega, Jorge de Capadocia tomó su lanza, esa misma que había pulido por centenares de años y que había rematado a más de doscientos dragones de todo tipo. Tomó su lanza y la partió en dos (no sin esfuerzo, porque no era una lanza fácil de quebrar) y la arrojó al fondo del fiordo, donde las poderosas olas del Mar del Norte golpeaban los acantilados.
El Ángel enfureció con él por lo que hizo. Empezó a hablar en voz muy alta, en su cabeza.
Pero Jorge simplemente cerró los ojos, se concentró en escuchar el mar, y…
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Y entonces, la realidad lo golpeó como un mazo.
Ya no había más dragones.
Pero Jorge ya no volvió a su casa, con su amada Laura o su querido hijo, Tomás.
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Mi nombre es Jorge. Soy un cazador de dragones, pero estoy desempleado.
No es como si hubiera muchos dragones sueltos hoy en día, así que…
Fui a la biblioteca local hoy, y no me sorprendió encontrar libros que hablaban de mí.
Al final, sí me elevaron a la categoría de santo. Eso, desde luego, lo sabía; porque tengo una pequeña colección de estampitas con grabados alegóricos a mí. San Jorge, el vencedor de dragones. El que lucha contra la adversidad. Así me llamaron. Siempre me retratan con un caballo blanco, pero aunque sea un error técnico, eso no me molesta. Estoy seguro de que no tenía caballos blancos, porque llaman demasiado la atención y hubo épocas en las que, contra todo pronóstico, alguien como yo quería pasar desapercibido.
Pedí prestados algunos libros y volví a casa, para leerlos con más comodidad.
No fue una de las lecturas más interesantes que he asimilado en los últimos años, pero para mí era totalmente nuevo, por supuesto. Todos los documentos parecían coincidir en un par de cosas, y en un único final.
San Jorge, el Mártir.
Devolví los libros al día siguiente. Nada había cambiado.
Pero ahora mi cabeza estaba un poco más despejada. Me pregunto por qué esperé tanto.
Es decir, la duda la tuve siempre, pero el Ángel no dejaba de insistir en que eso era irrelevante y no debía preocuparme. Aún cuando yo le replicaba que me estaba pudriendo, que la inactividad me mataba lentamente porque los dragones habían dejado de existir en el mundo hacía muchísimos años. Estoy bastante seguro de que el motivo por el que no puedo recordar nada que exceda los treinta años de sucedido, es porque ésa era la edad que tenía cuando morí.
Lo que no me queda claro, sin embargo, es por qué mi vida continuó aún después de ello.
¿Quién montaba el caballo, y empuñaba la lanza?
¿Quién seguía adelante, a través de los años?
¿Sobre qué cuerpo se grabaron todas estas fechas?
¿Maté realmente a algún dragón, alguna vez?
¿Maté a todos esos, cuyas cicatrices de batalla llevo en el cuerpo?
Y si de verdad mi antiguo ser murió, ¿Qué es esta vida tan larga, tan vacía?
¿Fue un premio, o un castigo?
¿Fui un peón sacrificado, por algún motivo que no alcanzo a ver?
Los misterios de Dios, probablemente, no necesitan ser explicados.
“Por ver a San Jorge lancear al Dragón… una, y otra, y otra vez.”