CONTINUACIÓN DEL POST ANTERIOR ¬¬****
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Wakana-hime estaba en sus aposentos, esperando a que las siervas terminaran de cambiarla y maquillarla. Esa noche sería el festival del kami más importante de la región, y ella tenía que verse hermosa para impresionar al pueblo. Ése era su rol como la primera y más importante esposa del señor de Shinano.
Otra vez, como al principio de su viaje, se encontraba algo ausente. No le importaba.
Al menos, hasta que recibió en su aposento la visita del sirviente predilecto de Takeda, su esclavo divino. Las siervas se apartaron, recogieron todo para irse y dejaron a la señora a solas con el hombre-tigre, cuando la princesa les ordenó que desaparecieran de su vista. La joven no dijo nada por un momento, simplemente miró con cierta tristeza los ojos doloridos de su único protector y amigo, el silencioso kami de las Tormentas.
Notó que en su rostro felino había cicatrices nuevas. ¿Takeda lo puso a luchar, o lo castigó?
No sabía qué pensar. Pero al final, suspiró y entrelazó las manos sobre su vientre:
-… hoy será el final. -le anunció al ser, con la voz muy tranquila- Pero eso ya lo sabes, me lo puedo figurar. Lo que no entiendo, es por qué estás aquí.
El tigre gruñó algo entre dientes, y tras un segundo de vacilación, hincó una rodilla en el suelo.
Y se agachó, en reverencia para ella, con la cabeza gacha.
Wakana-hime se sonrojó, porque el respeto de un kami era una cosa del otro mundo. ¡Por todos los pequeños dioses del Japón, qué vergüenza sintió! Ella, que había desperdiciado los esfuerzos de ese noble youkai entregándose sola al señor Takeda…
-No hagas eso, por favor… -le pidió, con la voz rota.
Se acercó al tigre, y tiró suavemente de las hombreras de su armadura, para levantarlo. ¡Pesaba una tonelada! Su fuerza era ridículamente inútil, no pudo hacer nada. Sus dedos trémulos tocaron las cuentas negras del collar tallado, y el ser alzó la cabeza, pacientemente, para verla al rostro. En el fondo de esos ojos azul-celeste, intensos y feroces, había una chispa de súplica. Ahora, si tan sólo ella supiera qué le estaba pidiendo…
-Cuando mate al señor de Shinano, huiré. Me iré de aquí con las niñas, y no volveremos a vernos nunca más, espero. Quisiera… tener algo de ti para tenerte siempre en mi memoria y llevarme tu bendición, Arashi-no-Tora. Gracias por todo lo que has hecho por mí y las niñas. De verdad que eres un kami al que deberían montarle mil altares. -
Y sin pensarlo, ella acarició el pelaje suave en el cuello del tigre, y tomó su collar.
Se lo sacó por sobre la cabeza, con gentileza, y se lo guardó entre las dos manos, como si fuera a entonar una plegaria. Una sonrisa rota se dibujó sobre sus labios, para pelear con las lágrimas que le humedecían los ojos. Iba a extrañar su silenciosa atención y sus elegantes maneras, y sobre todo, iba a extrañar no tener miedo a enfrentar la adversidad. La joven sintió que, de alguna manera, el miedo la acompañaría siempre cuando abandonara Takatō-jou y el gran Byakko de las Tormentas volviera a su reino en los cielos, a vigilar el mundo.
Acarició el collar entre sus dedos un momento, a punto de llorar.
El tigre se levantó de su reverencia lentamente, y se llevó una mano a la empuñadura de la espada. La otra mano, sin embargo, buscó en el aire el rostro de la princesa y sus dedos ásperos le levantaron la barbilla, para que encontrara sus ojos hipnóticos de nuevo.
Ella se quedó boquiabierta, sin entender…
-… no, Wakana-hime-sama. Este kami seguirá en deuda con usted por siempre, la mujer cuya voluntad no puede ser rota. -le dijo, y su voz era tan hermosa como el reflejo azul-celeste de sus ojos ahora alegres- Cuando todo termine, camine por los senderos de Hishinoko-yama. Esta no tiene por qué ser la última vez.
-Pero, ¿Qué…?
-No diga nada, Wakana-hime-sama; no iba a dejar que sus manos se ensuciaran. No podría permitirlo. Todo es karma, mi señora… todo en esta vida se trata de karma y oportunidad.
Cuando ella iba a preguntar de qué estaba hablando (y cómo era que nunca antes le había dicho una sola palabra), las puertas corredizas de la habitación se abrieron y Takeda Genjirō entró primero, seguido por una escolta de cinco hombres. Su sorpresa fue mayúscula al ver al hombre-tigre en ese lugar, y fue lo único que necesitó ver realmente para saber que algo no andaba bien: justo como lo había sospechado. El estúpido kami estaba enamorado de su mujer, y quería tenerla primero a toda costa, ¡Si no la había tomado ya!
La cólera llenó rápidamente del señor de Shinano…
Pero antes de que pudiera abrir la boca para protestar, el tigre se volvió violentamente sobre sí mismo, con los colmillos expuestos. La espada se deslizó fuera de su vaina, suavemente, y voló por los aires hasta atravesar por completo la frente del señor feudal, matándolo al instante. Wakana-hime soltó un grito de pura sorpresa, y sus ojos se llenaron de confusión.
El cuerpo de Takeda cayó limpiamente de espaldas, como si estuviera entumecido, y quedó allí, inmóvil con una katana clavada en la frente.
El ruido sordo de la caída se combinó con los gritos de alarma de los soldados, y se desató un pequeño infierno.
Byakko de las Tormentas, sin embargo, caminó lentamente hacia el grupo cada vez mayor de hombres que le obstruían la salida con sus cuerpos y sus armas, y al pasar junto a las armaduras que decoraban la habitación, tomó dos espadas de sus vainas. Las movió con elegante maestría en el aire, y con un gruñido sordo en la garganta, los esperó.
Todos estaban muertos, de un modo u otro.
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La muchacha se detuvo un momento a descansar, agobiada por el frío.
Miró a su alrededor, y no había nada. En cualquier dirección era montaña y blancura, y el frío que taladraba su cuerpo. Sintió que no resistiría más. Hishinoko-yama, ¿Por qué estaba allí? Ah, claro. Por él. Porque él le había pedido que fuera a ese lugar, hacía ya dos meses.
Se sentó a descansar un momento, y se abrigó con la capa de paja, temblando. Sin querer, tocó el collar de pesadas cuentas negras que le caía sobre el pecho, encima de las ropas, y tuvo una pequeña visión de una mano gentil, entre felina y humana…
Lo recordaba como si fuera ayer. El tigre había asesinado a la mitad de los soldados del regimiento permanente de Takatō-jou y librado a Hi-no-Moto de la calamidad que suponía un ser tan ruin como Takeda Genjirō y sus seguidores. Y así como un día el señor de Shinano lo había traído a su castillo misteriosamente, así se fue también el gran Byakko; pero no sin antes buscar a un joven capitán de la guardia, uno de los pocos que no probó la justicia de sus aceros veloces como relámpagos. El kami de las tormentas declaró que ese joven, sin noble cuna pero con el corazón justo y sabio, sería el nuevo señor feudal de toda la provincia.
Algunos dicen que se desvaneció en el aire, después de eso.
Otros, que de un salto se encaramó en los techos del castillo y se perdió en la noche.
Pero nadie se atrevió a dudar de que Iwasaki Miyashiro, el joven capitán, era el nuevo Shinano-no-Kami y era un verdadero elegido del karma.
La joven suspiró una nubecita de vapor entre dientes, aterida de frío.
Se frotó los brazos, cansada, y se acuclilló mejor sobre sí misma, al reparo entre unas rocas.
Sonrió, pensando que había alcanzado la paz en su corazón cuando logró por fin devolver a todas las concubinas robadas a sus verdaderas provincias de origen, a los brazos de sus familias (para las que aún tenían familiares vivos). Supo que ya no tenía otra función en Shinano, y que ya no tenía un lugar al cual volver en Higo, su provincia natal… ¿Qué otra cosa iba a hacer, entonces? Seguir sus consejos, en aquel momento, le pareció una buena idea. Y así había terminado, congelándose y a punto de morir de hambre en Hishinoko-yama, esperando por un milagro que parecía que no sucedería nunca.
Wakana, ahora despojada de su título de princesa y del apellido de su familia, resistió otros dos días más en el frío antes de desfallecer de hambre y sueño.
Cuando despertó, súbitamente invadida por un calor agradable que no sabía de dónde venía.
Abrió bruscamente los ojos, estaba en una cueva. Escuchó crepitar de llamas, y percibió el roce de una mano en la parte de atrás de la cabeza. Se retorció nerviosamente, para ver, y encontró los ojos azul-celestes y serenos de un hombre. Era un samurai, que quizá no acusaba más de treinta años y llevaba una armadura negra con borlas plateadas. Su cabello resultaba igualmente oscuro, largo y recogido en una cola de caballo sobre la coronilla.
Las mejillas le ardieron, al saberse acunada en sus brazos con tanta familiaridad.
¿Quién era ese hombre? El terror la invadió, por lo cerca que estaba y lo confiado que se veía.
Y sus ojos, ¡Ningún hombre nacido en Hi-no-Moto tenía unos ojos así, anormalmente claros!
Ella estuvo a punto de apartarse de su lado con un empujón, hasta que oyó la voz…
-… ¿Lo ve, Wakana-sama? Le dije que no sería la última vez. -murmuró, con esa voz tan hermosa como sus extraños ojos, y apartó con cariño cabellos alborozados de su frente- Bienvenida. ¿Me acompañará en mi viaje hasta el fin de los tiempos, mi señora?
Ella podría haber llorado.
De verdad que podría haberlo hecho.
Estiró los dedos blancos por el frío, y le tocó el rostro. Era un rostro humano.
Pero el ronroneo que brotó de su garganta no lo era.
Oh, por supuesto que podría haber llorado (de felicidad), pero en vez de eso, estiró los brazos hacia su cuello, y lo besó en los labios, temblando de emoción. Y el alivio que la recorrió entera fue todo lo que necesitó para saber que todo iba a estar bien ahora, porque estaba en los inaccesibles dominios del Señor de la Tormenta, el poderoso Byakko-Arashi-no-Tora…
FIN