TÍTULO: RETORNO A KENT
CAPITULO: 10
AUTOR:
munnochBETA:
carmenmariabsADVERTENCIA: Adultos
LENGUA: Español
PERSONAJES: Tanto los protagonistas como las situaciones que pueblan esta ficción son frutos de mi imaginación.
NOTA: Para lo que será mi última publicación en castellano, un capricho, que empezó por un mail… y que poco a poco, fue dando vida a Pearly a Sebastián y a todos sus amigos...
COMENTARIOS: Muy agradecido.
MUSICA:
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1953 Sebastian 37 años
A la pregunta de: ¿cómo se siente uno, tras despertar de un sueño artificial? Hecho un despojo humano o quizás cual un zombi.
Ni siquiera cuando salí tiritando después de una ducha fría, conseguí despejar mi mente, ni desaturdirme del cansancio que penetraba mis huesos. Sin ganas de enfrentarme con la rutina de la vida, salí de mi habitación…
Acomodado en el pequeño comedor, delante de mi desayuno, aparté de mí vista los huevos revueltos. Tan solo con mirarlos me provocaban nauseas. Sólo té, fue lo único que pude tomar, incluso el zumo de naranja se me hizo agrio.
-¿No desayunas? Como sigas así, vas a pesar menos que un gorrión.
-Por favor Fergus, ten piedad, no empieces…
-¡Piedad!!! -Exclamó a regañadientes-¡Te has visto como estas!!! Levanta ya la cabeza y lucha Sebastián, no defraudes el nombre de tus precursores. A quien se le diga que con tan solo treinta y siete años, te estás convirtiendo en un viejo oso irascible! ¿Desde cuándo no sales a dar un paseo? Si… ya sé lo que me vas a decir, “cuando sales de compras” pero eso no vale. ¿Desde cuándo no visitas a tus amigos?
A sabiendas de que la única manera de alentarme, era la de ponerme entre la espada y la pared, sonreí con ternura a mi buen Fergus. Lo atraje contra mí y apoyé mi cabeza dolorida sobre él. Repitiendo como si fuese su eco -¿Mis amigos…?
- Bueno no hablemos de ellos… ¿A propósito, sabes lo que se me ocurre? que te marches a pasar el día por Battle, como todos los años en esta fecha conmemoran la famosa batalla de *Hastings con reconstitución histórica de los combates.
***
Torneo
Finalmente, me dejé convencer por sus argumentos, quizás me ayudaría olvidar que a pesar de la desilusión que sufrí tras la visita de Lester, no conseguía guardarle ningún resentimiento, quizás porque en la última mirada que me dedicó cuando se marchó, comprendí que, si ya no necesitaba más mi amor, en él llevaba aún presente el recuerdo emocional.
***
Una vez más, a pesar de que ya lo había hecho menos de una hora atrás , volví a ducharme. En guisa de distracción, escogí mi ropa con cierto esmero, una elegante camisa de lino de color crudo satinado, gemelos de huesos de ballena fabricados por Theophilus Shirtmakers of London, un blazer azul marino en cachemir, hecho a medida, con sublime preocupación del detalle por mi sastre personal. Unos ligeros pantalones de gabardina beis. Mocasines richelieu negros hecho à mano por un zapatero italiano con escaparate en Sloane square.
Más bien satisfecho por el resultado elegante de mi vestimenta, sonreí a mi reflejo en el cristal del espejo.
Algo más animado, disfrutando del paisaje, me dediqué a la conducción a poca velocidad de mi descapotable con rumbo a **Battle que, después de todo dista tan solo unas dieciséis millas del pueblecito de Sissinghurst
Se dice; que, la suerte sonríe a quienes madrugan, lo cual por mi parte se verificó, inversamente proporcional, a mi retrasada llegada.
Pues apenas contornear la plaza asimétrica que da acceso al impresiónate castillo feudal y a su derecha a los parkings, la suerte me sonrió en la persona del guardia del parking, quien con ademán diligente, me señaló donde aparcar mi Aston Martín.
Menos propicio me resultó, obtener una mesa para almorzar; pues todos los pubs que hacían de restaurante, colgaban el cartel de completo, lo típico para un día de fiesta local. .
Ya era el tercero que visitaba sin éxito alguno, así que no muy optimista entré en The Black Horse, un lujoso pub y restaurante con bastante buena reputación.
Al penetrar, el maître me recibió con sonrisa afable y, alentado por la propina que muy discretamente le tendí, me respondió:
-Haré lo imposible señor. Por favor aguarde unos instantes en el bar, la casa le ofrece el aperitivo.
Y fue en ese preciso momento que un señor me rozó el hombro. Se excusó sin dedicarme la más mínima mirada, alejándose en dirección a su mesa.
Un hombre, de figura esbelta, perfecta, alto, más de un metro noventa, atlético y con fibrosa musculatura, como lo desvelaba su polo de color negro que sublimaba su espalda ancha y flexible y un pantalón del mismo color que el polo, ceñido por una correa de piel de pitón con hebilla dorada, perfilaba sus estrechas caderas al igual que unas nervudas y largas piernas.
De inmediato me sentí fascinado por su irresistible magnetismo. Aquel hombre, como solo nuestra madre naturaleza logra cada un millón de individuos, era verdaderamente hermoso, y cual un tigre, se movía con la misma desenvoltura y agilidad, y como él, seducía e imponía respeto.
Sin conseguir apartar mí mirada de él, lo observé descaradamente. Invadido simultáneamente por sentimientos diametralmente contradictorios. Tan pronto me sentí feliz, como me dejé engullir por un profundo y oscuro precipicio de tristeza. Feliz, porque como renace la rosa de Jericó al contacto del agua, mi corazón resucitado al roce del desconocido, volvió a vibrar. Triste, porque pocas veces se logra la inembargable simbiosis que hace que dos seres fundamentalmente opuestos se fundan en uno solo.
El bullicio que imperaba en la sala, se volvió entonces en un silencio sordo para mí. Un silencio que absorbe la parte más grosera del ruido, dando la ilusión de una especie de transparencia sonora, a lo único que deseaba escuchar: la voz del desconocido cuando se excusó.
-Señor… ¿Señor? -Insistió el maître
-¡Oh!! Lo siento…!- respondí confuso por mi distracción -
-Si al señor le apetece compartir una mesa...
- ¡Sí! Perfecto… gracias.
No sé si existen los milagros, mas cuando vi al maître detenerse delante de la mesa del desconocido, en ese instante se cumplió uno para mí. Me aproximé a la mesa, invadido por una quemadora y delietable tortura, saludé y, con voz que traicionaba mi emoción, le di las gracias por su amabilidad. Sin responderme siquiera, hizo un gesto con su mano que supuso restar importancia a la cuestión, y siguió comiendo absorto en sus pensamientos.
Para cuando el maître me adelantó la silla, el camarero ya esperaba con la carta del menú. Sin consultarla comuniqué mí pedido.
- Tomaré un chicken pie, tres patatitas cocidas al vapor, una ensalada de berros y un vaso de agua mineral sin gas, si fuese posible.
Sentado frente a él, respirando la fragancia delicada de su eau de toilette que sin remisión a cada respiración turbaba mis sentidos, le sospeché indiferente a las emociones que, su presencia provocaba en mí.
El sol, por la ventana, iluminaba con reflejos sedosos sus bruñidos cabellos de color castaño claro, se desplegaba a un espeso flequillo que de vez en cuando le ocultaba unas finas cejas rectilíneas que dibujaban parpados sutilmente nacarados. Me llamó sobremanera sus pestañas largas y espesas que hombreaban una mirada de color gris de acero fundido. La cara era hermosa y noble con los pómulos altos y la nariz recta,.. La boca generosa, con labios pulposos, atestaba irónica, e impudente sensualidad.
En cuanto a sus manos que, eran grandes y fuertes con uñas perfectamente manicuras, manejaban los cubiertos con precisión y medidos gestos. Gestos de cirujano, pues cortaba con la misma destreza la carne; en pequeños trozos; que, masticaba lentamente, de vez en cuando, antes de beber cerveza, limpiando sus labios delicadamente con la servilleta de lino blanco almidonada...
Todo en él se me antojaba divino., pero inevitablemente ocurrió lo previsible! Lentamente, el desconocido alzó la mirada para observarme fijamente. Muy a su pesar noté que se estremeció. Entonces contrariado por su corto instante de abandono, frunció el entrecejo y me preguntó con un rictus de hermética sospecha y con voz profunda.
-¿Le puedo preguntar por qué diablos me observa usted con tal insistencia, ¿acaso sería usted gay? -
Fue un gesto ridículo por mi parte, cuando detuve el tenedor entre el plato y mi boca que permaneció entreabierta. Sin saber cómo actuar. No supe tampoco que responder. El rubor nació en mi cara, pero no fue de ira, sino de vergüenza. Una vergüenza que me dejó mortificado, enmudecido y abrasado por una ola de calor que me provocó sudor.
Cabizbajo, deposité silenciosamente mis cubiertos en el plato. Lo único que se me ocurrió, fue llamar discretamente al camarero y pedir la cuenta. Pero al desconocido, al parecer no le agradó mi tan dócil decisión . Porque nada más llegar el camarero lo despidió con el gesto inherente de los hombres acostumbrados a hacerse obedecer.
Para mi desconcierto, como si no fuese suficiente, volvió a reiterar su pregunta pero sin alzar la mirada.
Una vez más el bochorno me acometió, muy a mi pesar se me humedecieron los ojos, desesperadamente parpadeé para retener la delatora lágrima que me haría pasar por un cobarde desvelando mi vulnerabilidad. Sin más recurso que él que le queda a los débiles de carácter, hice acopio de valor, pero cuando pude hablar para presentarle mis excusas, mi voz sonó ridícula, impersonal.
Deseando que me tragase la tierra, deposité mi servilleta sobre la mesa y una vez más me propuse levantarme, dispuesto a abandonar en el deshonor el campo de batalla.
De repente, en el preciso instante que traté de mover hacia atrás mi silla para levantarme. El desconocido anticipando mi reacción, como un muelle que bruscamente se distiende, alargó sus piernas, sujetando con sus pies las patas delanteras de mi silla cuan poderosas tenazas.
- ¡Conténgase, qué demonios! No sé de usted en espectáculo… -Pero cuando prosiguió, su voz se tornó suave cual una brisa ligera.- Si alguien debe excusarse creo que también debería hacerlo yo. Lo siento, créame, pero le debo confesar que es la primera vez que me apercibo que un hombre se fija de esa manera. -Concluyó alargándome la mano y presentándose.
-Wilsley, Wilsley Gillingham.-
-Sebastián Rutherford. -Reciproqué atónito estrechándole la mano..
-¿Sebastian Rutherford.. West?… ¿De Thunderhurst Manor? Sus ojos que eran grises como el acero se volvieron azules cobalto al sonreírme.
-¿Me conocía usted?- Inquirí incrédulo.
- Creo que tenemos un amigo común, ¡Maurice! Mi cuñado! Estuve hablando con él por teléfono, no más tarde de ayer. Por lo cual puedo confesar que se mostró elocuente, verdaderamente entusiasmado hablando de usted. De modo que cuando le dije que estaría aquí en Battle, me pidió que pasara a saludarle de su parte. Lo cual me proponía hacer mañana por la mañana antes de regresar para Londres.
De haber estado tan cerca del desastre, el tono amistoso de Wilsley me habría dejado mareado de alivio, pero cuando respondí, mi voz dejó translucir un leve nerviosismo que no pude remediar.
-Maurice...Desde que se marchó para Australia no he vuelto a verlo.
--Ni siquiera cuando se casó, ¿verdad? Su pregunta me sorprendió. Como si fuese una acusación.
-… No…No pude ir… o mejor dicho, no me atreví a reencontrar a ciertas personas que sé que asistirían a la ceremonia, Maurice no se enfadó, de hecho me dio la razón.
-Si… estoy al corriente. Me ha contado lo ocurrido con su pareja,…lo siento… personalmente he sufrido algo similar.
Concluyó, mirando su reloj para decir que ya era hora que nos acercáramos a los palcos, a pocos pasos de ellos nos separamos.
Tuve la suerte de obtener un asiento en primera fila. Los palcos, reconstitución perfecta de lo que debieron ser en la edad media, aparecían adornados con guirnaldas de llamativos colores. Escudos que enarbolaban con orgullo blasones de los diferentes señores, príncipes y otros condados de Gran Bretaña.
Como lo requería la justa reproducción de la época, los palcos se situaban a mas o menos un metro cincuenta de suelo, de modo que desde mi butaca gozaba con vistas inalterables del campo donde se desenrollaría la justa. Miré entorno de las gradas, pero no conseguí avistar a Wilsley, de modo que concentré mi atención en la lectura del programa.
El espectáculo, como se debiera, empezó por un desfile de presentación de los concursantes. Todos llevan nombres prestigiosos, por lo que la inmensa mayoría me recordaban las películas de Errol Flynn.
Llevábamos más de una hora asistiendo a batallas, combates y otras distracciones medievales, animadas con gritos desesperados por partes de los que debían sufrir el papel de recibir heridas sino la muerte, cuando el heraldo, anunció el combate que opondría el caballero Negro al caballero Rojo. Busqué en el programa quienes eran los protagonistas, pero lo único que puede averiguar fue que procedían de Londres, de un club de aficionados en combates de este estilo.
Los dos caballeros, lucían pesadas armaduras de estilo medieval, coronados por el lujoso yelmo con cimera encrestada con plumas de pavo real que, les protegía la cabeza de todo peligro, pero les incomodaba desagradablemente la respiración. Ambos protagonistas, bajo el brazo derecho, contra el costal, apretaban la lanza de justa, guarnecida de arandelas con efecto de proteger las manos..
En cuanto a sus caballos, orgullosos destreros cubiertos con caparazón de vistosos colores, alzaban su cabeza con afanosos movimientos, piafando y relinchando; impacientes por empezar a pelear.
Como todos sabemos, antes de enfrentarse a su adversario, el caballero escoge una dama para defender sus escudos de armas. Lo que bien evidentemente hizo el caballista Negro, que acercando la punta embotada de su lanza a una respetable anciana que no pudo esta sino reprimir un gritó de de terror, al mismo tiempo que daba un respingo echándose hacia atrás, para después, bajo un inesperado e intempestivo impulso de valentía, sorprendente por parte de la mencionada señora, levantando su bolso de cuero negro, empezó a golpear la extremidad despuntada de la lanza con tal arrebato que hizo retroceder a aquel feudal señor.
Después de que el heraldo por altavoz le explicase que su respetabilidad no corría el menor peligro con aquel caballero, y que en esas circunstancias, le dedicaba su admiración. La dama que por fin, confusa comprendió su error, sus mejillas sonrosadas por el halago, buscó en el dichoso bolso de cuero negro hasta encontrar un pañuelito que colocó en el asta con tal dedicación y con gestos tan lentos que trascurrió casi un siglo cuando terminó dicha faena. Siglo que el muy locuaz heraldo de servicio, amuebló con abundantes bromas al propósito.
Y precisamente, ya que estamos hablamos de sorpresas, el que se llevó una y de tamaña envergadura fue vuestro servidor.
Sucedió cuando el caballero Rojo sin levantar la visera móvil de su yelmo me presentó la punta de su lanza. Parecido honor, que yo recuerde, históricamente se le ofreció únicamente a un soberano, la verdad es que me sentí abochornado. Pero el heraldo, una vez más, solucionó apresurado la cuestión con voz de circunstancia.
-Su Señoría, le ruego no albergue el menor resentimiento al propósito del caballero Rojo, le certifico que vestido con su hermética armadura metálica, vuestra integridad moral no corre el menor peligro, así que por favor anuncie sus colores, que se nos está echando el tiempo encima!!!- Como podemos imaginar su salida levantó una vez más una rotunda ola de carcajadas en los palcos.
Por mi parte, lo único que encontré para salir de aquel apuro, fue descalzarme un pie y apresurado quitarme un calcetín negro con rayas amarillas, de modo que bastante desolado me deshice de él, y lo até al hasta de la lanza. Ocurrencia que fue acogida por otra salva de carcajadas por parte del público ávido de inocentadas de ese estilo.
El caballero Rojo tras empinar la lanza a modo de saludo se alejó con mi calcetín para situarse al extremo derecho de los palcos, su adversario como comprenderemos esperaba de frente a la izquierda.
A la señal de entrar en liza, los nobles caballeros, con la espalda rigurosamente erguida por la metálica armadura, la lanza bajo el brazo, apuntando recta delante de ellos, aflojaron las riendas. Aliviados de la tracción del freno de hierro que les magullaba las comisuras de sus belfos, los caballos se entregaron desembocados , en un galope liberatorio, cuando sus cascos se hundía raudos en la mueblada tierra del Essex , arrancando de paso gruesos terrones con hierbas. Los jinetes se movían inevitablemente al compas de sus monturas en un simpático chirriar y pesados movimientos
¡Bruscamente! Los soberbios destreros vueltos frenéticos por el estampido que resultó del impacto de la lanza del caballero rojo que estalló con mil añicos al contacto del adversario vencido, que bajo el golpe desmontó cayendo al suelo en un concierto de metálicos estrépitos, digno de un honorable y conocido chatarrero que obraba por entonces por la región; frenaron brutalmente sus carreras. Furiosos, los animales se rebelaron, relinchando y piafando, cuando por sus trémulos ollares resoplaban abundantes nubes de cálido vapor…
Todos aplaudimos al vencedor y ecuánimes por supuesto también al desgraciado caballero Negro que necesitó la ayuda de no menos de tres hombres para levantarlo. En cuanto al Caballero Rojo que muy cortes, volvió a saludarme, supongo que olvidó devolverme mi calcetín, porque se alejó en dirección de la tiendas de estilo circular.
***
* La Batalla de Hastings (a veces llamada Batalla de Senlac) aconteció el 14 de octubre de 1066 a ocho kilómetros en el norte de Hastings, en la localidad de Battle, en el condado de Sussex del Este, al sur de Inglaterra, en la cual se enfrentaron, el último rey anglosajón, Harold Godwinson, al duque de Normandía, Guillaume el Conquistador, el cual ganó la batalla y abrió las puertas para iniciar la conquista de Inglaterra.
**El pequeño pueblo de Battle está situado en East Sussex que linda con la frontera de Kent. Unos 15 km separan Thunderhurst Manor, la casa de Sebastián en Sissinghurst, de Battle.