Protector poderoso. Poder, voluntad, energía, certeza, constancia, firmeza, rigor, exactitud, equidad y positivismo. Realización.
Roger Sterling estaba mueriendo. Y lo sentía en cada uno de sus poros, en cada una de sus caladas a sus cigarrillos importados y en cada uno de sus sorbos generosos a licores de antaño.
Desde que era joven, Roger había sentido que se estaba muriendo. Y no había manera de asegurarse, pero eso no impedía que se despertase todos los días con una sonrisa sardónica, dispuesto a fregar al mundo un día más.
Después de todo, ¿qué habría sido de Roger Sterling sin aquella certeza de que la vida se le podía ir en cualquier momento? La única diferencia entre el socio de Sterling & Cooper y una persona normal que se tragaba su mentira mientras caminaba por la calle sin siquiera darse cuenta era que él, parecía a fin de cuentas estar al tanto de ello.
Todo el mundo estaba muriendo. Calles enteras, edificios, niños naciendo. Sólo era una ley de vida. La muerte te perseguía, respiraba en tu oído, eran chances menos chances más, posibilidades, estadísticas, pero siempre te alcanzaría. Y la mayoría de las veces, él pensaba, que si de todas maneras tenía que hacerlo, prefería enfrentarse a la muerte con una jovenzuela entre los brazos, un tabaco en la boca y una copa en la mano. Después de todo, no había nada mejor y cuando las oficinas de su empresa heredada cerraban, no había nada más a lo que aferrarse.
Él era esa clase de hombre, después de todo.
Él no había nacido para los grandes negocios. Ni para los grandes juegos, ni las grandes firmas. Ni siquiera para los grandes matrimonios. Tal como un linaje milenario, la corona había aparecido un día inesperado sobre su cabeza, y él jamás dejaría de pensar que había ocurrido demasiado rápido.
Había sido una herencia, un poder legítimo. Había sido un juego del destino.
Había oído a su padre decir varias veces que él sería el último en heredar la empresa de sus propias manos. Que haría todo por evitarlo. Claro que esas eran declaraciones hechas después de unos cuantos tragos y acompañados de risas y cumplidos varios. Y habría sido así, él no habría tocado ni un escalón de aquel edificio que ahora era su existencia de no haber sido por la muerte de su hermano Edmund y la mala suerte de su padre sobre un caballo.
Era definitivo, la muerte los alcanzaba a todos. Y lo terminaría alcanzando a él con la misma rapidez, sin importar cuantos desnalgues pudiese cometer.
Aún así, desde que era un niño, siempre había pensado que su padre había estado hablando cuando menos un poco en serio.
A los ojos de su padre él había sido un mimado, un consentido siempre pegado a las faldas de su madre (Y es que eso siempre lo había tenido, las piernas de las mujeres eran su punto débil), un bueno para nada, un soñador siempre con la cabeza en las nubes. Un debilucho que prefería acariciar conejos a cazarlos. Un niño rico que se empachaba a dulces y aborrecía la carne.
Y es que él había sido un niño dulce. Por regla general sus amantes ocasionales solían reírse de sus cuentos de infancia, que él decía habían pasado hacía un par de años, cuando en verdad faltaba poco para que llegasen al medio siglo. Solían poner boquita de enamoradas cuando les contaba aquella ocasión en la que sin querer y pecando por inocente había delatado a su hermano Edmund y había recibido una paliza después por su parte. Solían llenarse los ojos de lágrimas cuando decía con aquella voz gastada por el humo y por la vida que ahora que sólo quedaba él, sus días de inocencia debían de quedar atrás para ser sustituidos cruelmente por la última voluntad de su padre: gobernar con rectitud Sterling-Cooper.
Pero había cosas, que aletargaban su mente y sacudían su cuerpo en las largas noches, conjuntos de recuerdos, últimas palabras, que sólo había contado bajo el calor de las sábanas a una sola persona. ¿Por qué? Tal vez porque pensaba que sólo ella las entendería sin juzgarle.
Ella había tocado la puerta hacía un par de meses.
Tenía que admitirlo, jamás se habría fijado en ella en primer lugar, y sin embargo ahora lo hacía. Había algo en esa certeza cautivadora que reflejaban sus ojos, en la fiera que tenía adentro. Siempre dispuesta a alcanzarlo todo y ni pedir permiso. Aún así, no era su estilo. Jamás había sido su estilo. Las mujeres sumisas eran las fáciles. Las mujeres sumisas eran mujeres. ¿Ella? Ella un extraño híbrido que quería aspirar a más.
No sabía si le gustaba eso de ella del todo. Siempre era mejor acostarse con alguien que no tenía ni idea de quién era y ella parecía tenerlo muy claro. Tal vez la manera en la que parecía leerlo y saber lo que se proponía y conocer exactamente lo que pasaba por su mente le recordaba a las malas costumbres de su padre, o cuando intentaba mentirle a su madre a los seis años y ella siempre parecía conocer la verdad.
Le asustaba. Pero a la misma vez le hacía sentirse distinto, y eso, eso tal vez era lo que le hacía falta y a lo que siempre había aspirado. Con rapidez se había convertido en su protector. De pronto el mundo lucía brillante y siempre había algo prometedor en el día, repentinamente sin importar lo mal que estuviesen yendo las cosas, Roger Sterling se levantaba con una sonrisa, porque ella le había recordado en primer lugar quién era y quién había sido. Y jamás podría agradecerle lo suficiente por eso.
¿Quién hubiera dicho que lo único que necesitaba un hombre embebido en su gran mentira era un poco de verdad de vez en cuando? Y su gran mentira era esa, que era feliz con ese trabajo heredado. Que era feliz con su hija casándose. Que era feliz cada día porque tenía el suficiente dinero como para pudrirse en él. Era feliz porque cada día que sus ojos lo miraban con las cejas levantadas y los labios entreabiertos, ella podía ver más allá de esa alma que fingía ser feliz y que se encontraba atrapada en algún lugar del pasado, atada por el fantasma de un viejo temerario que le había destinado, por un juego, a una vida llena de pretensiones y juegos de azar, sólo para los valientes. Y esa era la verdad más grande de todas. Que era en verdad un cobarde.
Y de pronto, sin importar las cosas que pudiese traer el día. Los problemas matutinos, las responsabilidades sin llenar, todo era compensado por unos momentos con ella, con ella en silencio y él contándole una gran verdad, un gran secreto que jamás se había admitido a sí mismo y que de pronto vivía en sus labios y moría en el olvido porque ella le perdonaba todo. Y la habitación se llenaba de color y luego de blanco. Y el mundo sonreía. Y él se sentía lo suficientemente fuerte como para seguir caminando, a pesar de los fallos, a pesar de no llenar la cuota, a pesar de perder dinero y perder vida cada segundo, porque de pronto eso no era de él, y él era más que eso. Porque para él ahora nada importaba, y era de nuevo un niño. Porque él era esa clase de hombre que pensaba que todo saldría bien después de todo.
Testarudez, falta de idealismo. Adversario obstinado. Caída, pérdida de los bienes.
-Ya es hora, Roger.- La voz del anciano Mr. Cooper suena desgastada y cansada. Pero Roger Sterling está ya tan acostumbrada a ella y a sus regaños que por un segundo la ignora.
La oficina se sume en un silencio profundo y el heredero de Sterling levanta la cabeza, de pronto dándose cuenta de que si su padrino está allí fuera de su despacho zen, debe de ser algo importante. Más que una chiquillada o un regaño de faldas.
-Ya es hora de que decidas qué hacer.
-¿Qué hacer?- Responde alzando una ceja todavía sin entender del todo.
-Tu padre y yo sabíamos que este momento alguna vez llegaría. Y creo que tú también lo sabías. Pero Lucky Strike nos ha dejado, y las cuentas de Belle Jolie, Pepsi y Pampers han fracasado.- Explica Mr.Cooper tomando asiento.
Roger sabía que en el último año las cosas no habían salido como hubiese querido, pero el hecho de que metiese a su padre allí le hace sospechar un poco y le hace temer algo peor que lo que se ha imaginado en un principio.
-Y tus deudas, Roger.-Su socio abre los ojos violentamente y las arrugas se mueven hacia arriba y hacia abajo. Es verdad que ha envejecido mucho en los últimos meses, pero aún así Roger Sterling no quiere creer que todo se vaya a venir abajo.
-¿Qué quieres decir?-Responde ofuscado con un deje de ira. Es como si le estuviese echando toda la culpa a él instantáneamente.
-Oh, no finjas estar ofendido. Sabías que esto pasaría en algún momento. No tienes ojos para los negocios.-Dice Mr.Cooper esbozando una sonrisa senil y en sus ojos se trasluce la tristeza que tienen los viejos de ver a la vida pasándoles por enfrente y no poder hacer nada por detenerla.
Roger se queda en silencio. Incapaz de creer que exista una respuesta a aquel pensamiento. No va a decir que aquello era mentira. Bertrand Cooper desde un inicio había velado porque no metiese la pata muy profundo en el charco en cuanto se trataba de la dirección de la empresa. Se había llenado su cabeza de responsabilidades y de una administración impecable mientras él supervisaba todo y dejaba que los problemas y los creativos se le saliesen de las manos. Mientras bebía y fumaba, y follaba en las esquinas. Si es el fin de Sterling & Cooper, bien es cierto que debe de ser su culpa.
-Eres joven todavía.-Murmura el viejo.-Yo soy un anciano. Es hora de que tomes tú las decisiones. ¿Qué debemos hacer?
-¿Cuáles son las opciones?-Intenta decir Roger con un tono sarcástico mientras se encoje de hombros como diciendo “No me dejas alternativa”.
-Tú sabes cuáles son.- Y de pronto la figura de Bert se convierte en un fantasma de su padre mientras lo mira con esos ojos desprovistos de toda fe.- Puedes decidir si dejarla ir o luchar por ella.
Roger Sterling suspira. Nunca había habido otra opción.
Tiene millones en su cuenta de banco, y la alternativa era suya, solamente suya. Bert Cooper quiere descansar, quiere contemplar el mundo desde su mente en el más allá, y pasear por el parque sólo usando medias. ¿Él? El todavía tiene por lo menos una década de vida por delante y debe de sacar su mundo adelante.
En verdad es una opción sencilla. Puede invertir todo lo que tiene en la empresa y cumplir finalmente el sueño de su padre, aunque a él no le hubiese correspondido en primer lugar hacerlo. O puede dejarla morir y crear los suyos propios.
Roger Sterling sonríe. El destino tiene una curiosa manera de hacerse presente. Aquella empresa nunca había sido para él, él habría sido tal vez un navegante bueno para nada, y se habría dedicado a perderse entre la bruma de haber tenido la alternativa. Pero aquello, aquello nunca lo había pedido y había estado años atado a aquel animal loco y moribundo que era una agencia de publicidad en la calle Madison, siempre entre choques y fallos, y luchas y victorias. Siempre adaptándose a la época, al movimiento, y jamás una entidad en su propio sentido. Podía haberlo sabido siempre, que aquello no duraría, que el mundo era demasiado maleable, que de una vez la providencia se hacía presente y ahora le entrega las riendas de lo que ha debido de ser su vida.
Roger Sterling sonríe aún más porque por fin se siente liberado. Puede vivir. Puede hacer lo que quiera. Y esta vez puede ignorar al fantasma de su padre en cada esquina, implantándose en recuerdos propios, lugares suyos y secretos del mundo. Hace una mueca, como no sabiendo como decirlo, y ante la mirada bondadosa de aquel anciano que ve su sueño desperdigado pero que no tiene las suficientes energías como para seguirlo persiguiendo, pronuncia las palabras fatales.
-Déjala hundirse.
-
Pocas horas después les mira a todos y sabe que es su culpa. Pocas horas después es la hora de su liberación. Y no puede sino contemplar la verdad y el sol y quedarse allí. Sentado, brindando un apoyo silencioso aunque sus piernas no querrían más que salir corriendo de allí de una vez por todas.
Pero ella le necesita. Y sabe que es su culpa. Y sabe que de pronto lo ha roto todo y que la ha perdido. Y aunque le duela no hay una revelación más grande que esa y se siente repentinamente liberado. Porque ahora que ha dejado ir su luz, puede buscarse la suya propia, puede convertirse en una él mismo.
Así que se sienta allí. Esperando. Sintiendo el horrible peso de la culpabilidad anidada en su pecho. Aunque sabe que no ha tenido opción. Es el purgatorio por el que tiene que pasar. En su mente sabe que ha podido evitarlo todo. Pero tantos años de práctica le han hecho llegar a creer que todo el sufrimiento que causa es por un bien común. En su cabeza, todos ellos seguirán adelante y serán tan libres como él. Por siempre. Y tal vez es cierto. Tal vez en aquel momento, en aquel lugar, al contrario que el resto de sus mentiras y errores, es cierto, con ellos y su manera de ver la vida.
Poco a poco el sol se va escondiendo en el alivio de la noche. Y la falta de luz en la oficina se hace aún más notoria. Ellos, los cinco que quedan, allí esperando por un milagro que nunca llega de pronto comienzan a extrañar la luz que no sabían habían tenido, apenas por un segundo, mientras sus ojos se acostumbran a la oscuridad.
Ya todos han desaparecido poco a poco. Joan ha marchado sola con una sonrisa y un secreto grabado entre sus mejillas resaltado por su cabello rojo refulgente. Pete y Peggy habían sido engullidos por las confidencias compartidas y el peso de la derrota y el naufragio. Don, después de haberse encontrado con su esposa, luce ausente mientras sus ojos brillan y no dice nada.
Sabe que es hora de partir.
Bertrand Cooper les recuerda a los socios que deben de reunirse de nuevo en abril para firmar el remate de la compañía y la renuncia a sus puestos. Pero nadie parece escucharle. Todos buscan el amparo de la noche.
Y Roger Sterling dice adiós al sueño de su padre con un movimiento de cabeza y una sonrisa que por siempre mantendría en su rostro, mientras desaparece por la calle para nunca pisarla de nuevo.
Molestias, disimulos, arrogancia, vanidad. Tanteo en la oscuridad, desorientación. Deseo de figurar.
Hacía mucho tiempo que había dejado de sentir algo.
Jamás pensó que le pasaría. No a ella. De alguna manera, las mujeres desesperadas ahogadas por matrimonios forzados parecían cosa de la televisión. Y lo suyo no había sido forzado, en un principio no, desde luego. Joan Holloway había pensado hasta el último momento que había jugado bien. Era un médico después de todo. Y ella, no podría llegar a ser nunca más algo que la cabeza de las secretarias de Sterling & Cooper y amante ocasional del primero. Lo había disfrutado mientras había durado. Pero cada vez la vida le golpeaba más fuerte en la cara, y minuto tras minuto, en aquella sociedad y aquel círculo en el que se movía, secretarias jóvenes, modelos, maniquíes, los años amenazaban con hacerse presentes.
Ya no era joven. Había vivido. Había reído y había llorado. Y ahora, había tenido que conformarse con el mayor partido que había podido sacar con su figura de reloj de arena, su contoneo de las caderas y su boquita de piñón siempre estancada en una mueca sensual. Y lo que había conseguido no estaba nada mal, a decir verdad.
En verdad nunca pensó que serían flores y besos y arrumacos para toda la eternidad. Había estado enamorada, y vaya que lo había estado, pero eso no era excusa para volverse tonta. Todo daba un giro en apenas unos segundos, cuando de pronto su voluntad se veía doblegada y uno que otro golpe ocasional que tenía que cubrir con maquillaje al día siguiente la hacía despertar por momentos.
Suponía que el matrimonio debía de ser así. No lo sabía. Jamás lo supo. Jamás estuvo allí para verificarlo. Jamás había conocido a su padre, pero compañeros jamás le faltaron a su madre. Y de ella lo había aprendido todo. De ella también había aprendido que los doctores no estaban nada mal, y que cuando sus labios sangraban, lo prudente era usar una barra de labios más oscura de lo habitual. No es que alguien notaría la diferencia. Ya no. Por lo menos.
A veces Joan, en la oscuridad del dormitorio, cuando sus ganas de llorar se habían disminuido (Porque ella no lloraba, nunca. Se mordía el labio y ponía la mente en blanco. Todo antes de correr la posibilidad de que el maquillaje se le corriese.) y la mejilla no le dolía tanto, y los minutos anteriores apenas eran un recuerdo borroso, se preguntaba si eso sería amor. Y en aquel momento oía las voces de amantes pasados susurrándole en el oído palabras candentes que tal vez nunca llegaría a comprender del todo, y pasaban imágenes de playas y bahías que había visto en revistas pero jamás en la vida real.
A veces volvía a sentirlo todo de nuevo, mientras él roncaba a su lado, y sus ojos se quedaban paralizados en terror. Podía sentirlo de nuevo encima suyo, mordiéndola, acabándola, estrangulándola y amándola, como si sólo de esa manera pudiese hacerlo. Las sensaciones la volvían a recorrer, el miedo en el pecho, el terror en su garganta, la desesperanza en sus manos suaves acostumbradas tanto ya a aquel forcejeó que ni le hacían caso cuando quería defenderse. Y entonces ella y su mirada, transportándose a aquel lugar en la habitación, aquella foto sobre el tocador de una casita en la playa en algún país tropical perdido que nunca conocería. Aquella foto a la que se aferraba en aquellos momentos con fuerza, como para recordarse a sí misma que había algo más, que ella en verdad no era aquella Joan que se encontraba allí debajo, en aquella cama, que todo era imaginación y en verdad ella se encontraba de nuevo joven, allí, tomando una malteada, con su cabello rojo suelto, oliendo el mar, enterrando los dedos entre la arena y queriendo. Queriendo a todo con la misma pasión con la que se quería a sí misma.
Luego, en la oscuridad. Voltearía sus ojos claros hacia él, hacia su figura, hacia su barba rala y su boca entreabierta y encontraría a su lado a un extraño. Se levantaría, no del todo sintiendo sus propios pies, cerraría la ventana por el frío y vería que la puerta estuviese abierta todavía. Pero jamás salía. Volvía a sumergirse entre las sábanas, pensando que era una sirena, un animal marino que no tendría que volver a enfrentarse con aquello hasta el día siguiente, cuando los pescadores no tuviesen miedo de ella y pudiese escapar, a algún rincón del mar por lo menos por un par de horas.
Por la noche, no era ella. Por la noche no sentía nada. Y cada día se levantaba con algún recuerdo nuevo de inmensidades que había visitado de madrugada, con un nuevo secreto que esconder, con una nueva revelación que jamás podría volver a mencionarle a su marido, con unas nuevas ganas de huir, pero con el mismo valor disminuido que ahora casi nunca volvía a tocar tierra.
Volvía a la vida real de día. Volvía a la oficina, y tenía palabras dulces para todos, y exclamaciones irónicas para los coqueteos, tenía sus contoneos, sus conquistas, su manera de dominarlo todo de nuevo, por un segundo, mientras en ella el mundo se abatía y creía no poder seguir caminando entre tanta oscuridad, sabiendo lo que le esperaba luego en casa.
Solía preguntarse entonces si en verdad lo seguía amando y su mente se quedaba en blanco. Creía alguna vez haberle oído a Roger, aquel que siempre hablaba en sus pensamientos, decirle algo entre las líneas de “Pelirroja, si te preguntas si será amor es que no lo es. A veces todo se quiebra, pero no por completo si llegas a cuestionarte si en verdad lo está haciendo. Es sencillo. Pura matemática. Pura venta de panfletos. Pero sólo tú puedes saber la verdad.” A eso ella habría respondido con un beso o una caricia, o una contestación rápida para rehuir de aquel tema que en verdad no entendía del todo pero que sonaba como una muestra más de cinismo entre los labios de Roger. Y él la habría dejado ser, porque siempre había sido así.
No lo extrañaba. Porque ya todo era un mundo aparte.
Había días en los que caminaba ya automáticamente y sonreía de la misma manera. Después de noches tan oscuras, el día parecía una ilusión y ella bordeaba entonces el abismo, preguntándose dónde estaría el límite entre la realidad y la fantasía, mientras servía whiskies y regañaba operadoras y lanzaba besos, mientras volvía a esconderse en el closet de su madre, cerraba los ojos y se quedaba muy quieta en una esquina, esperando a alguien, a cualquiera que tal vez la llevase lejos y la rescatase de allí, como si fuese una niña todavía, como si necesitase ser rescatada.
Uno de esos días, se había fijado en él.
Lo había visto antes, bien era cierto. Pero había hecho como toda la oficina y había sido rápida de tacharle como un jovencito petulante, con más agallas que cerebro. Pero aún así, algo ocurrió entre ellos.
Los libros de texto dicen que los opuestos se atraen. Pero Joan no pensaba así ni mucho menos. Joan pensaba que los iguales estaban destinados siempre a encontrarse. Y tal vez una mañana de esas fatales, cuando se preguntaba si lo que había vivido por la noche habría sido una verdad o una mentira, eso era lo que los había hecho fijarse el uno en el otro. Eran dos almas desquiciadas, destruidas, a punto de romperse que vivían en aquel lindero entre la realidad y la fantasía, entre el amor y el odio, entre lo temido y adorado. Y así, iguales, complementarios, se habían encontrado, con el único interés de salvarse a sí mismos y darse cuenta de que no estaban solos en aquel mundo tan sombrío.
Una cosa era ser deseada, y ella estaba cansada de aquello. Otra muy distinta, ser necesitada. Y con él, Joan, había encontrado la diferencia.
Ella se había apropiado de él con facilidad, el alma destruida de Pete Campbell clamaba por clemencia, pero ella le había levantado de nuevo y le había dicho que viviría y que dejase el drama. Lo había hecho por la única razón de que muy secretamente esperaba que alguien hiciese algo parecido por ella.
Se había convertido en su protectora, y aunque eso era solamente un acto de vanidad, le gustaba pensar que lo había hecho con el único fin de salvarle, y así había sido. No valía la pena morir por amor, le había dicho, le decía, intentando convencerse a sí misma de que aquella era la verdad absoluta. El mundo pasaba siglos convenciéndoles de lo contrario, Romeo y Julieta, Orfeo y Eurídice, Trsitán e Isolda. Pero era todo una mentira, una mentira del medio, debía de saberlo él en específico que era un creativo especializado en engatusar a la gente.
Y entonces ambos vivían, sobre la cuerda floja. Intentando nadar sin ahogarse, intentando no ser hundidos por el peso de sus propias penas, intentando por siempre ayudarse, a aquella alma tan destrozada que tenían al lado. Pensando que si no lo habían podido hacer solos ahora sí podrían y lo harían. Juntos, contra la corriente. Sólo un ejercicio de autocompasión que había ido más allá.
A veces lloraban. Y se olvidaban de que ellos eran ellos y el mundo era el mundo. Y solamente estaban ellos dos, en un agujero blanco de compasión, y dicha y desdicha, donde estaban aparte y nada podía herirles.
Y a veces entonces le susurraba secretos en la arena y la oscuridad no era tan oscura, y él sabía de pronto todo lo que pasaba por su mente, y ella se sentía libre, porque así habría debido de ser todo. Un amigo. Un amante. Un esposo. Pero estaban ya demasiado lejos para eso. Estaban demasiado rotos. Y demasiado usados. Eran ya conchas vacías de sí mismos en las que no se podía oír siquiera el rumor del mar. Eran cuerpos vacíos e inanimados esperando por siempre aquella oportunidad de una nueva vida.
Distantes, perdidos. Queriéndose y no saber cómo. Amantes disueltos. Lavados en cloro. Renuncias, castigos.
Y Joan allí esperando, a un milagro, a una oportunidad, sabiendo que la puerta podía ser abierta y temiendo por lo que pudiese encontrar al otro lado. Perdida en un remolino de duda, mientras la arena engullía sus piernas y el agua de mar se secaba entre sus dedos. Y sus pulmones se llenaban de agua fría y salada, y su mente de sólo un pensamiento. Prefería morir así que morir a oscuras.
Felicidad material, colaboración. Éxito. Placer, energía, motivación, inspiración. Compromiso o trabajo perdido.
Hace mucho frío pero Joan no lo siente. Es el precio que paga por respirar aire fresco y salir de allí. Y se marcha por la calle con una sonrisa satisfecha por haber hecho su trabajo hasta el último momento.
Las luces de la calle están prendidas. Y los carros viajan a la velocidad del trueno, pasando por su lado, sin prestarle mucha atención. Es enero y la gente ya no sabe qué hacer. Después de la navidad siempre queda aquel vacío en el aire que los envuelve a todos. Inquietos. Ya no hay que comprar nada, ya no hay que preparar nada, ya no hay que querer a nadie, ya no hay que creer.
Y entonces todos se dan la vuelta y continúan con sus frenéticas vidas sin prestar mucha atención a nada, una obsesión a todo color y a toda velocidad. Una sociedad de placer instantáneo que no se detiene a observar el color del cielo aquella noche, o la luz de las estrellas, o el olor que trae el árbol de la esquina con sus ramas quebradas, o el sonido de unos pasos sobre la nieve.
Y sin embargo, la señorita Halloway, que ya había dejado de ser señorita, lo hace. Y cierra los ojos mientras siente y vuelve a vivir.
La noche es oscura, y hay tramos donde el alumbrado público no llega. Y no hay olor a mar, ni arena, ni sirenas. Y sin embargo respira, y vive y siente. Y además de todo eso. No tiene miedo. Por una vez, en mucho mucho tiempo, no siente nada más que no sea dicha y tranquilidad.
Aunque debiera de agarrar un taxi, no lo hace y continúa caminando. Sin rumbo, porque ahora es libre y como dice alguna canción o algo así por allí, se hace un camino al andar. No sabe qué hacer, o más bien lo sabe muy bien. Ha salido de Sterling & Cooper para no volver, y ahora se siente en paz. Ha respirado la atmósfera opresiva y ha llevado por el camino correcto al único que ahora dependía de ella. Se había despedido con un beso de Roger, aquel antiguo amante que tanto la había querido alguna vez. Había abrazado a Peggy, había deseado con todo su corazón que se portase bien con él, y le había lanzado un último guiño a Don.
Ya no tiene a a dónde ir, ni de quién despedirse, mientras las horas pasaban, la nieve caía y su mayor secreto se agrupaba en su pecho.
Ella ha sido bendecida.
Y sólo ella lo sabe.
Ha sido bendecida por el mundo, por el futuro, por la vida, por aquella nueva oportunidad, y por la libertad. La libertad de andar caminando a las diez de la noche por una Manhattan despierta y que nadie le preguntase por qué. Por la libertad de qué hacer con su vida, y decidir no volver a casa aquella noche, o ninguna noche. Ya no más. Nunca más.
Ha sido bendecida por aquel error por aquella casualidad de la que se engancharía ahora, por la que viviría ahora. Cierra los ojos y levanta la cabeza hacia el cielo, las estrellas titilantes que lo saben todo la miran expectantes, a ella, un punto de luz en un mundo demasiado apresurado como para prestarles atención. Sus párpados cerrados sienten el brillo, sienten el frío, sienten las nieve, sienten el mundo durante un instante. Y entonces llora.
Porque no sabe cómo ha podido aguantar tanto.
Y llora de felicidad, y llora de gratitud, y llora porque todo se ha acabado, pero porque ha podido salir de la habitación, y porque ha despertado entre un mundo maravilloso, y porque el futuro ahora está lleno de vida.
Sus manos se agarran a su vientre. Y se da cuenta de que es madre de un niño sin padre. Y que no hay nada que pueda hacer por evitarlo. Porque esa noche no volverá a casa. Porque esa noche dará un paso fuera de la oscuridad y recogerá por su cuenta las piezas de sí misma. Porque el universo se lo pide, porque él, aunque no mida más de diez centímetros lo hace. Y esa razón es más que suficiente.
Joan sueña con playas, y castillos de arena. Y el mar bañando sus pies. Y el sol inclemente sobre su frente. Y sueña con el rumor de las olas. Y con un día de calor y un día de luz. Pero ahora cuando sueña no está sola. Y ahora aquel sueño no será sólo un sueño.
Da un paso hacia adelante, porque ahora ha conseguido dirección en la vida y ha encontrado lo que siempre ha buscado. Da un paso para adelante porque California la espera y porque del otro lado del mundo la grama es más verde y el sol sonríe más a menudo. Va hacia California porque dicen que allí está el amor, el amor más grande de todos. Y allí va la gente para buscar un lugar.
E irá allí con él, aunque no sabe todavía quien es. Porque sus entrañas le piden descubrirlo y conocerlo y quererlo como nunca ha querido nadie. Aunque no sepa si su padre es su marido o su amante. Aunque no sepa si es verdad que el sol brilla en California, o si hace tanto frío como en Nueva York.
Irá allá y pisará la arena húmeda y estará en casa.
Y si algo es seguro es que se dejará engullir por las olas. Y no le dirá nada a nadie.
Tercera Parte