No Me Esperen En Abril (Mad Men) - Parte 1

Oct 05, 2010 11:43

Nombre: "No me esperen en abril" para la tabla libros de fandom_insano 
Fandom: Mad Men
Categoría: One-Shot (MUUUUY largo)
Palabras: 12000 (+)
Género: Drama. Intentos minúsculos de toques graciosos.
Personajes: Peggy Olson (La Templanza), Roger Sterling (El Emperador), Joan Halloway (El Sol), Pete Campbell (El Loco), Betty Draper (La Luna) y Don Draper (El Juicio).
Pairings: Peggy/Roger, Joan/Pete. El resto subtextuales.
Advertencias: Spoilers de las dos primeras temporadas de Mad Men.
Notas: Escrito para el desafío dorado de crack_and_roll , reto "Arcanos". Situado un par de años después del final de la segunda temporada. Es decir, una especie de universo alternativo donde ni la tercera ni la cuarta se cuentan como canon y yo hago lo que quiero básicamente porque no he empezado la tercera y tenía muchas muchas ganas de escribir de Mad Men xD. Y lo corto en partes porque sino el ele-jota no me deja postearlo.

Pautas del reto:
-Debe de tener como mínimo 6000 palabras.
-Debe de tener 6 personajes principales, y basar cada una de las partes del relato en uno de ellos, asociándolos con cartas del tarot. (Las cartas que yo escogí fueron La Templanza, El Emperador, El Sol, La Luna, El Loco y El Juicio).
-Se deben de mostrar los dos lados de los arcanos (positivo y negativo).
-El fic debe de basarse en una búsqueda en común. (En este caso la búsqueda de la felicidad)
-El formato debe de ser de saltos en el tiempo, es decir, una sección en pasado y otra en presente para cada personaje. Como los capítulos iniciales de Lost. ;)
-En el presente todos los personajes se deben de encontrar en una misma situación.

Pues ya lo ven xD, a que está difícil? Y si se está de vacaciones en un país que no es el tuyo aún más. Aún así aquí está la primera parte de mi intento que quedó super largo:



Alquimia. Desorden, conflicto, mala combinación, peleas. Posibilidad de naufragio. Desarreglos. Trabajando en armonía con otros, habilidad directiva. Algo se está preparando. Gran talento y creatividad. Luchando por trascendencia a través del trabajo.


Peggy nunca había hablado en misa. Tal vez la habían educado de esa manera.

De haber sido hombre, Peggy habría sido sacerdote. Pero había nacido una mujer, así que había terminado en la publicidad. Si llegaba a pensarlo bien, ambos trabajos eran prácticamente lo mismo, por lo menos para ella. Tal vez por eso era que se llevaba tan bien con el sacerdote de su parroquia, o lo que le hacía entender tan bien los trasfondos detrás de las miradas de todos los hombres. Ella sabía leer almas, y aquello era algo que no todos los publicistas sabían. Ella sabía vender una idea como un predicador, conducir a la multitud hacia el mar rojo, abrir caminos y aplastar oponentes. Ella sabía rezar por la noche, arrepentirse de sus pecados y cometerlos de nuevo al día siguiente sólo porque era lo que su vida le pedía, cada día. Ella creaba sermones en su mente con la misma frecuencia con la que creaba slogans, y tal vez por eso era que la gente creía fervientemente en ellos, y después de tres años en Sterling & Cooper había conseguido más que ninguna mujer antes.

Peggy ahora no hablaba en misa. Pero tal vez no porque la habían educado de esa manera, sino porque cada vez con más frecuencia, en aquellos minutos frente al altar, ninguna palabra cruzaba su mente, ningún rezo era suficiente y la culpabilidad caía sobre ella durante esos instantes fatales.

Ella era buena con las palabras y ni aún así habría podido jamás describir cómo se sentía. Tal vez sería un sentimiento parecido al pánico. Se quedaba como cerdo en matadero cada domingo. Empotrada en un banco de iglesia. Asustada de las promesas de una eternidad en el infierno que su imaginación desproporcionada rebobinaba todas las noches antes de irse a dormir. Se quedaba cada día allí sentada, con el puño en el corazón, con la boca seca y el perdón en los labios, que sin embargo, nunca llegaba a salir.
Porque a ella le habían enseñado que para pedir perdón se debía primero de estar arrepentida de los pecados cometidos. Y ella no estaba segura de estar arrepentida. Y era probable que jamás lo estuviese.

-

-Necesito hablar con usted, padre.

Había estado durante toda la misa ausente entre sus pensamientos, pero jamás había pasado una reunión absorta en un cliente, siempre en ella misma y en lo que estaba haciendo, cosas que no podía llegar a lamentar y por ello terminaba odiándose. Y justamente por eso, cuando llamó al sacerdote en medio de la iglesia vacía, un sentimiento doloroso atravesó su pecho al darse cuenta de que probablemente el padre habría visto a través de ella durante toda la misa. Los sacerdotes solían enterarse de aquellas cosas.

-¡Oh, Peggy!-Sonrió con cariño mientras volteaba hacia ella.-Te extrañé hoy.

-Sí.-Murmuró ruborizada. Pocas cosas podían hacerlo ya, pero siempre el temor a la confesión, desde la primera vez hacía casi veinte años, lograba ese efecto en ella, una mujer crecida, enamorada de un hombre casado, creativa de Madison Avenue, que sin embargo no dejaba de ser muy distinta a aquella niñina, más cerdo que persona, enamorada del Señor, que había comulgado por primera vez en esa iglesia cuando no sabía ni leer corrido.

-¿Puedo hacer algo por ti?-Murmuró el párroco con los ojos brillantes como atravesándola.

Y eso había sido suficiente para que se desmoronase allí mismo.
Tenía el corazón de una enamorada y tal vez por eso su pecho ardió entre sus manos como el sagrado corazón en cuanto se dio cuenta de lo que estaba haciendo y frente a quién.
Jamás se lo había dicho a nadie. Había sido el secreto mejor guardado de la faz de la tierra.
Y entonces allí, sin pudor alguno se abrió hacia el mundo. Y de sus labios manaron las inquietudes, los encuentros, los besos y los ardores. Las promesas compartidas, la desesperación de sus cuerpos, la conexión que habían tenido desde el primer instante, la relación que de alguna manera había florecido, enferma, incorrecta, pero siempre allí, siempre absorbiéndolos. Y también el sufrimiento, el saber que él jamás dejaría a su mujer, que se había visto envuelta en aquello sin quererlo, que no había podido evitar caer como una tonta a sus pies. Aunque sabía que estaba equivocada, aunque sabía que lo de ellos jamás podría ser. Su rabia contra el mundo, su rabia contra él, su rabia contra sí misma, porque sabía que con aquello se había auto-destruido y que sería difícil recoger las piezas.
-No creo poder seguir haciéndolo, padre.- Fue poco más que un susurro y sin embargo resonó en su cabeza con magnitudes enormes. Tal vez porque era la primera vez que el pensamiento de acabarlo todo se cruzaba por su cabeza, tal vez porque había salido a borbotones sin haberlo siquiera procesado.

El párroco ladeó la cabeza. Mirándola como si fuese una niña pequeña, sabiendo que estaba a punto de llorar. Cuando ella no lloraba. Cuando ella jamás lloraba. Y sin embargo estaba allí, reducida a nada, exitosa, mujer, fuerte y capaz, pero deshecha por un amor que no podía ser y al que se había aferrado de todas maneras hasta el último momento.

-Entonces no lo hagas.-Murmuró como respuesta, como la única respuesta que podría brindar. Y Peggy lo miró con los ojos muy abiertos como viendo la verdad enfrente suyo. Como asustada por la expectativa, como un barco a punto de naufragar ve las rocas en la orilla.

-Ve hacia el perdón.-Continuó el padre en el medio de la iglesia vacía.- Él siempre está con los brazos abiertos.

-¿Cómo?-Respondió Peggy con un hilillo de voz. Viéndolo todo irremediablemente perdido.

-Has tu vida acorde con lo que te dicta tu conciencia.

Sonaba sencillo, tal vez demasiado, y cerró los ojos para detener las lágrimas que aún así surgieron. El silencio creció entre ellos y nadie dijo una palabras más. Pero el párroco marchó sabiendo que había hecho bien y ella se quedó allí resignada dudándolo, mordiéndose el labio, sintiéndose espiada y traicionada pero sabiendo siempre cuál era el irremediable paso a seguir.
Y allí había recibido la absolución. Peter Campbell se había deslizado de su mente con rapidez certera. Todas las miradas en la oficina ignoradas, todas las palabras rehuidas, todos y cada uno de los gestos esfumándose con el viento, y de pronto ella no era quién para darse cuenta.

Y sabía que le estaba destruyendo. Pero aquello era por ella, aquello siempre había sido por ella. Se conocía a sí misma. Y sabía que era lo mejor. Sabía que era lo que debió de haber hecho en un principio. La Peggy del pasado volvió con aún más fuerza a su propio camino, y a través de los años aquello se fue perdiendo, todos los susurros detrás de la puerta, todas las confesiones en el sofá, sus ganas de rescatarlo de sí mismo, de su esposa, de un mundo que lo juzgaba cruelmente, cuando era ella quien había necesitado toda la ayuda que hubiese podido obtener de sí misma.

Ella había llorado. Porque le había querido, en verdad lo había hecho, tal vez todavía lo hacía.
Se había dejado a sí misma en el pórtico de aquella iglesia, aquellos minutos perdidos en el olvido y aquellos segundos de sentencia final en los que lo había escupido todo y había hecho la resolución de no volver a enamorarse en nuevo.

Y así había continuado. Toda una vida escalando hacia arriba. Los días se habían convertido en meses. Y los pajaritos en retroceso en cuentas. Y las notitas de amor en informes. Los encuentros picarescos de madrugada en la oficina pronto habían desaparecido para ser suplantados por el frío sexo de conveniencia. La pasión en su pecho, los escalofríos cuando lo tocaba, el rubor cuando lo miraba, todo había sido cubierto con una buena capa de maquillaje y una contestación políticamente correcta dependiendo de la ocasión.
Ahora se había cubierto de la coraza más impenetrable, se había disfrazado de ilusiones rotas y seguía hacia adelante con un único objetivo. Había entrado en Sterling & Cooper pensando que jamás llegaría a ser nada más que una secretaria, pero el mundo le había hecho creer otra cosa muy distinta y la providencia divina se había posado sobre ella para darle un don. Un don que ella no pensaba desperdiciar.

En su mente, quería vivir para siempre. Quería ser recordada, admirada. Ella, la que nunca había tenido amigas, la descendiente de emigrantes irlandeses, la de una vecindad católica, de la que todas se habían burlado en la escuela, la que nunca había tenido novio, ni había aspirado a ser algo más que no fuese la burla de una sociedad que se había enganchado en su contra. Quería ser algo más.
Quería ser una estrella en el firmamento, pero había pasado demasiadas tardes leyendo en vez de jugar a la casita, y quería ser una especial. No era hermosa, no tenía ni gracia. Tenía dientes de conejo, orejas paradas, papada y cuerpo cuadrado, y sin embargo las penurias le habían hecho sacar un intelecto que no sabía de dónde había salido. Y así, de esa misma manera quería brillar. No quería ser una princesa, ni una modelo, no quería ser la próxima Marilyn, oh Dios no. Ni quería ser Jackie Kennedy. Lo que quería ser ni ella lo tenía muy claro, excepto una cosa. Ella quería ser inmortal.

Y en eso puso sus mayores esfuerzos. Comenzando con hacerse indispensable. Comenzó a pasar noches en vela pensando, exprimiéndose el cerebro, haciendo cuentas, haciendo listas, haciendo recados. Imaginando, expandiéndose. Siempre la que tenía el informe completo, la que tenía las mejores ideas acerca de cómo anunciar anillos Beatrix Bijoux, o chocolates La Rochelle. La que atendía las llamadas, conquistaba a los clientes sólo con su voz y los atraía prometiéndoles el cielo a una empresa que pronto la comenzó a valorar.

Y sin embargo. No era suficiente. Aunque daba lo mejor de ella a cada segundo, manteniendo su mente ofuscada, concentrada en el trabajo, ignorando amantes pasados, pretendientes posibles y cualquier aspecto de la vida que no fuese ascender. No era suficiente. Por el simple hecho de que era mujer.

De haber nacido hombre habría sido sacerdote, y muchas veces Peggy pensaba que su destino le habría deparado algo mejor de haber nacido del género masculino. Una presencia que se tomaba en serio, empezando por allí.

Jamás llegaría a ser nadie más que aquella chiquilla que había llegado con una bolsa de papel de almuerzo al escritorio frente a la oficina a atender las llamadas personales de Don. Jamás dejaría de tener la nariz respingona, una falta en lugar de pantalones y una muchacha que había aterrizado en el lugar equivocado, cuando lo que le correspondía era estar en su casa, cuidando al recién nacido y haciéndole la comida al marido.

Había llegado a pensar en rendirse. Había llegado a pensar que jamás lo lograría. Salir de ese agujero en el que había nacido por el único hecho de haber sido concebida mujer. Era el sexo débil y por lo tanto siempre estaría en aquella posición. No había mucho que pudiese hacer.

Pero Peggy Olson había pasado por alto que ella era una pecadora. No sabía si era consecuencia directa de una arrogancia disimulada o si en eso se habría convertido al entrar en aquel mundo competitivo, que la había pisoteado y vuelto a levantar. No sabía si sería algo de selección natural que de pronto, bajo sus más básicos instintos le enseño la manera a seguir, el modo de seguir escalando, la estrategia para llegar a la cima.

Tal vez había sido ella desde un principio que se había dado cuenta, que la única manera de lograr sus objetivos era entregarse a todo aquel que pudiese ayudarla.

Y de esa manera había aterrizado allí. Desligándose de todo tipo de emoción que no fuesen las ansias por el éxito. Había hecho todo lo posible, y había hecho todo aquello que ningún hombre de la oficina podría haber hecho. Se había aprovechado de su condición para derrotar enemigos poderosos, abrirse un lugar y seguir escalando hacia el tope. Aunque no significase nada, aunque fuese bajo, aunque tuviese que confesarse después por ello.

Porque ella, la dulce Peggy, ya no era ella después de todo. Porque se había dejado así misma el día en que decidió cambiar las reglas de su corazón y expulsó su mayor secreto hacia el mundo, frente al altar, con los bancos de madera como únicos testigos. Porque ella había cambiado y de pronto nada importaba. Porque ella quería alcanzar la inmortalidad. Quería hacer un cambio. Y en su cabeza el fin justificaba los medios. Y aunque llorase por las noches todavía por lo que no había podido ser, por lo menos tenía el consuelo de lo que sería. Para siempre.

Adaptación. Paciencia. Moderación. Compostura. Reflexión. Paciencia uniendo dos opuestos, combinándolos cuidadosamente. La unión de los opuestos refinada por el fuego de la voluntad.

Es el inicio del fin. De eso todos están seguros. Lo supo Peggy en cuanto las noticias de que Sterling & Cooper iba a tener un cambio drástico de personal gracias a la enorme venta que se había oficiado hacía apenas unas horas. Lo que solamente era lenguaje técnico para decir que todos ahora estaban despedidos.

Las secretarias dejaron de trabajar, los empresarios simplemente cerraron los ojos por un segundo, porque no habían estado trabajando en primer lugar. Los cuchicheos y murmullos se oían por los pasillos. Y el vozarrón del señor Cooper de pronto lo hizo público.
Las lágrimas comenzaron comienzan a caer de unos y otros rostros. Las manos son llevadas a las bocas, en una exclamación de desesperanza, en una última calada del cigarrillo que al día siguiente les costará tanto comprar. Los hombres de pronto envejecen, y comienzan a guardar las fotos de sus esposas a las que engañan por todo lo alto en cajas de cartón.

Es un nuevo inicio. Lo han llamado una “nueva oportunidad”, pero es mentira. Para ella, que había dejado de dormir durante cuatro años escalando, sufriendo, aguantándose todo aquello, ese es el fin. Es una mujer publicista en un mundo machista, que por pura suerte ha llegado a dominar en una oficina de Madison Avenue. Pero jamás volvería a tener tanta suerte. Después de todo ella no es de esas.
-
Al inicio había estado asustada. Pero ahora se ha acostumbrado al hecho de tener tanto poder en una empresa familiar como lo es, o lo era Sterling & Cooper siendo una completa extraña. Cuando había llegado, la primera cosa que le había dicho Joanne era que tendría que comenzar a subirse la falda y mostrar más las piernas. Ha aprendido a hacerlo.

Oh, la dulce Joanne con siempre unas palabras cínicas en sus labios seductores y su figura de reloj de arena que siempre había anunciado su fin con elegantes palabras de secretaria bien pagada. Ahora cuando es algo más, aún cuando la empresa esté desmoronándose y los rumores puedan ser ciertos, no puede sino mirar con cariño aquellos primeros días cuando Joanne le resultaba tan intimidante. Nunca se han llevado bien, no demasiado. Pero aún así, cuando se cruza con ella por el pasillo y recibe un guiño de ojo de su parte, aunque esté tan destrozada por aquello como ella, sabe que es una amiga. Y que es probablemente la única amiga que ha tenido en su vida.

Es lo peor de que la oscuridad se comience a cernir sobre ellos y su mundo se acabe, que de pronto se da cuenta de todo lo que tiene y todo lo que tuvo y sea aún más difícil marchar. Se da cuenta de lo que tiene en el momento antes de perderlo, y lo siente en su pecho encogido mientras sus tacones clackean y su falda ondea sobre el suelo de linóleo, por siempre despidiéndose de aquella oficina que le dio brillo y vida.

La segunda cosa que le había aconsejado la siempre deseosa de ayudar Joanne , que tomase nota de sus debilidades y de sus puntos fuertes, porque después eso sería todo lo que tendría. Por supuesto que ella había estado hablando de curvas, y moldeaduras, y tobillos y piernas. En aquel mundo, si no se sabía sacar provecho a lo que se tenía era probable que su estancia en la oficina no durase mucho y pronto habría sido sustituida por alguna secretaria más jugosa. Peggy nunca se había sentido en necesidad de enseñar más escote o levantar un poco más la falda y por eso le daba las gracias a su cabeza. Si el asunto era aprovecharse a sí misma al máximo, el consejo de Joanne lo había seguido a la perfección.

Y eso, más que cualquier dote corporal o protuberancias traseras la ha llevado al tope de la cadena de mandados de Sterling & Cooper. Más que una secretaria tontorrona que muestra sus pechos en la oficina de fotocopiado a cambio de unos buenos morreos, se ha convertido en la creativa de alto control, amante secreta de Roger Sterling, que muestra sus ideas y sus sugerencias mientras se entrega a cambio de la promesa siempre constante de ser algo más que una mujer pasada por alto en un mundo de hombres.

Pero aunque desde un principio se ha acostumbrado a la idea. Una parte pequeña de sí misma, una que tiene la voz del sacerdote de su iglesia, no puede sino decirle secretamente cada mañana al despertarse y cada noche antes de dormir que lo que está haciendo está mal. Que todos aquellos meses, años tal vez que llevaba haciéndolo lo ha hecho mal.

Pero aún así, ella sacude la cabeza, si ese es el precio de ser exitosa, ella quiere hacerlo peor.

Había tocado la puerta la primera vez con dudas. Ahora lo hace sólo con respeto, porque todavía no puede llegar a acostumbrarse, por mucho que hubiese ocurrido allá adentro. Por mucho que hubiese trabajado allí para ganarse su sueldo y su puesto, aunque todo ahora parece que se irá al garete.

Espera por una contestación un par de segundos, luego al no recibir ninguna, no se da por aludida y frunce los labios. Y así, con esa nariz levantada y sus orejas cortando el aire abre la puerta del despacho de Roger Sterling.

-

-¿Es verdad?

Roger Sterling abre los ojos y la mira durante un segundo con la ceja levantada. Suspira lentamente mientras quita los pies del escritorio y se queda allí en silencio, como esperando a la próxima embestida de la que ha sido su amante los últimos meses.

Sabe que ha debido de advertirle antes. Sabe que ahora se debe de sentir como un trapo usado, como si nada de lo que ha hecho ha valido la pena. Y aunque sabe que en buena parte tal vez sea así, intenta buscar palabras para convencerla de que lo de ellos fue algo más que una maniobra por poder (por lo menos de su parte), pero no las encuentra.

Se le pasa por la cabeza mentirle, como siempre lo ha hecho y decirle que todo volverá a la normalidad. Pero no se ve con las fuerzas y no cuenta con que ella ya ha leído en su cara todo lo que podría haberle dicho y lo ha descartado con ferocidad.

-Así que es cierto.-Suspira Peggy, y Roger reconoce la histeria de la mujer sofocándolo. En sus décadas de años casado ha aprendido a reconocerla y a evitarla, y sin embargo no sabe cómo reaccionar a aquello.

La chica se muerde el labio.

-Así es, cariño. -Susurra. Y sabe que está a punto de presenciar algo inaudito. Peggy Olson está llorando. De nuevo.
Porque ella no había vuelto a llorar desde aquel momento de debilidad en la iglesia. Y ahora sabe que todo por lo que ha pasado desde aquel instante ha sido en vano. Porque sabe que su mundo se desmorona y no hay cantidad de horas extra que pueda hacer, o trabajo por el cual rajarse las venas para recuperar todas aquellas horas, todos aquellos días. Días perdidos. Días marchitos.

Y entonces algo se pudre dentro de ella. Algo se quiebra, de nuevo. Porque lo ha perdido todo y ya no tiene nada a lo que aferrarse. Porque su corazón romántico de niña feliz había pensado que con el trabajo sería suficiente, y ahora que ya no lo tenía, era inútil. Era inútil detener la caída. Detener el dolor. Y era imposible mantenerse impasible.

Jamás se habría permitido a sí misma llorar en frente de un hombre. La Peggy que luchaba no, por lo menos. Pero ya volvía a ser ella, por lo menos por unos segundos, y las lágrimas fluyeron largo y tendido. Pidiendo perdón, implorando misericordia, aunque sabía que no serviría de nada y que el pasado es demasiado pasado como para poder arreglarlo.

Roger Sterling la mira en silencio, sin saber qué hacer. Tiene una hija de su edad. Casi de su edad. Y sin embargo nunca ha sabido cómo tratarla. Se pregunta si sería lo correcto agarrarle la mano, y niega con la cabeza. Se pregunta si debería de decir algo, pero ve en ella reflejados todos aquellos cambios que de pronto embargan su corazón. Y allí se queda embebido, con el cigarro reduciéndose a cenizas entre sus dedos, y el vaso de whisky vacío. Y frente a él un fantasma de aquella mujer fuerte que había sido, más una ilusión que una persona, y ahora la niña verdadera que llora asustada, y reza porque no sabe cómo seguir.

Él tampoco lo sabe, pero para él, aquello no resulta un problema. Siente compasión, siente tristeza, siente vergüenza de encontrarse en la presencia de alguien tan puro y no haberlo descubierto antes. Pero más que todo siente arrepentimiento.

Se ha derrumbado en aquel asiento frente a él, incapaz de levantar la mirada o de decir cualquier cosa. Su llanto es silencioso. No balbucea nada, y sus lágrimas son cristalinas. Aún así sabe que se encuentra ausente y que necesita a alguien que la lleve de nuevo a casa. Levanta una mano, una mano que de pronto se ve demasiado vieja y la posa sobre su cabeza en un gesto de amor, en un símbolo casi paternal, y ella lo mira con pena. Él sonríe y la ayuda a pararse porque ella le necesita por primera vez y la guía a través de la puerta como un pastor a un rebaño, como siempre ha debido de ser.

-

Roger la ha llevado a la entrada del edificio, que ahora se encuentra vacío y desocupado. Triste. Nostálgico. Había pensado en sacarla de allí, de una vez por todas, lo sabe por su mirada decidida. Él necesitaba dejar la compañía también cuanto antes. No a mucha gente le gusta estar rodeado de cadáveres.

Y sin embargo allí se han quedado. Con una botella de whisky compartida. Todos a los que le es imposible irse sin dar un buen adiós. Ellos son los únicos que quedan, los únicos que después de tantas horas quieren alargar la vida de aquella compañía que les ha dado todo hasta el último momento. Y están allí en silencio. Observándose las caras. Amantes, enemigos, locos e imprevistos. Preguntándose qué harán ahora, preguntándose de qué valdrá. Preguntándose por qué el destino juega de aquella manera con ellos, y por qué exactamente ahora les tocaba empezar de nuevo.

Ve allí a Don, sumido siempre en sus pensamientos, nadie sabiendo exactamente qué genialidad está a punto de salir de su boca, nadie sabiendo de dónde viene ni quién es, ni qué es exactamente lo que tiene que hace que todo el mundo le ame. Pero es suficiente, y nadie se lo pregunta más de dos veces. Ve a Joanne, fumándose un último cigarrillo, con sus zarcillos de oro en las manos pero los tacones todavía puestos, manteniendo siempre el control y la compostura aunque estuviesen viviendo un cataclismo.

Y lo ve a él. Por primera vez lo ve. Había pasado mucho tiempo queriendo ignorarle, sin verle a los ojos, fingiendo que nada había pasado, sin dejarse ver y sin llegar a querer. Y ahora que su corazón está despierto de nuevo, y sus lágrimas están secas sobre sus mejillas, lo recuerda todo y lo siente todo y lo quiere todo. Y por primera vez lo ve.

Allí sumido, con la mirada perdida. Con esos ojos azules, un laberinto en el olvido. Sentado al borde de un ataque de esos que ella conocía muy bien. Y algo en su corazón se encoge porque sabe que es su culpa.

No debería de ser así, jamás debería de ser así. Él es un hombre casado. Ella lo ha dejado. Y sin embargo están allí, los dos, y sabe que él siente la misma desesperanza que ella. Lo sabe cuando lo mira la primera vez y se da cuenta de que ya es un animal salvaje, perdido entre su propia cabeza, comiéndose su propia cordura con la boca llena. Lo sabe y se da cuenta que es definitivo cuando entre todas aquellas personas en aquella oficina, en aquella calle, en aquella ciudad, ella sólo lo mira a él y espera. Espera a que él haga algo. Porque son opuestos como el día y la noche, y sin embargo en algún momento encontraron el equilibrio. Un equilibrio que ahora que lo han perdido todo ansían con más fuerza que nunca.

Tal vez ha querido un tiempo. Tal vez ha decidido esperar sin darse cuenta. En algún pasado pensó que estaban hechos el uno para el otro. Y ahora sólo quedaban esos momentos. Esos momentos de silencios compartidos en los que ella intenta reprimir las caricias que bullen en su interior, y las palabras de aliento. Porque sabe que él no puede y jamás podrá sin ella. Y que ella a su vez ve todo aquello que alguna vez por la noche pidió mirando la cruz de madera allí en frente, en carne y hueso. Y entonces ella espera, porque ella nunca ha sido de esas que esperan y todo le ha ido mal, entonces lo contrario debe ser un golpe de suerte. Espera porque le quiere, y le quiere para sí. Y porque sabe que ninguna cantidad de rezos podrían hacer que él volviese ahora que todo está acabado y que jamás lo volverá a ver. Espera porque él fue el primero, y quiere que ésta vez, tome la iniciativa de nuevo.

Segunda Parte

Ohhh... y perdonen el spam de aquí en adelante. Son varias partes :(
Y mi nuevo icon de Peggy es cuuuuu-te. ♥

escritos, hombreslocos, crack&roll, fanfiction: mad men

Previous post Next post
Up