Tabla 30 Besos
Fandom: How I Met Your Mother
Pairing: Barney/Robin
6. El intervalo entre los sueños y la realidad
Está dormida, más o menos. Está justo en ese intervalo, esa duermevela; no quiere abrir los ojos, pero parpadea. Hay más luz de la necesaria, más luz de la que está dispuesta a aguantar, y se da la vuelta en la cama -y tantea-. Puede que eche de menos algo, supone. Podría ser. Puede que eche de menos a Don, porque le ha tenido tan cerca durante este tiempo, porque se le hace raro no tener a su pato/conejo con ella. Puede que eche de menos al hombre que le pidió que se mudara sin ceremonias, que empezó a llevar pantalones sólo por ella. Podríamos haber funcionado, de haber tenido tiempo. Podríamos haber llegado a la meta, a esa boda con el vestido blanco y el ramo de flores y un Marshall lloroso y un Ted emocionado, una Lily histérica. Podríamos haber sido casi eternos, se dice -sabe que es mentira-.
Maldice entre dientes; está despierta. Se resiste a estarlo; no quiere salir de la cama. Hay ruido fuera, más allá de la puerta; puede que sea Ted, trasteando. Típico de él, se dice. Nada mejor que hacer que joderla, sabiendo como sabe que sigue trabajando a las cuatro de la mañana y necesita dormir y sí, quizás ayer bebió un poco más de la cuenta, al llegar a casa -quién puede culparla-, pero ya está. Le duele la cabeza.
¿Scherbatsky?, pregunta una voz, poco más que un susurro. Y no, no, no, Barney, ahora no es el momento, piensa; él no hace caso de su advertencia mental, y, si tuviera los ojos abiertos, Robin podría verle entrar en su habitación, sortear la ropa tirada y acercarse a la cama. Los tiene cerrados, apretados muy fuerte -sigo dormida; intenta convencerse-, pero puede sentirle igual. Le huele, le oye.
Casi se imagina una sonrisa, en sus labios. Suficiente y satisfecha, como todo en él -algo burlona, también, porque quizás se regodea un poco en verla así, echa polvo, aunque sea por otro hombre-; casi le imagina agachándose, dispuesto a despertarla tapándole la nariz, por ejemplo, o con un beso, como en los cuentos de hadas. Con un roce de sus labios contra los suyos, como hace ahora -no debería hacerlo, sin embargo; lo suyo ya se ha acabado-, un beso ligero y casto y nada típico de él, casi perfecto, y luego nada.
No sabe si es real, todo eso; podría ser parte de un sueño. Tampoco quiere saberlo.
7. Superestrella
Con dieciséis años le dijeron que siguiera así, que mirara al futuro. Con dieciséis años le dijeron que era preciosa, tenía talento, te convertiremos en la estrella más brillante del cielo de Canadá. Y a los veinte se le acabó la buena suerte, el personaje se le quedó pequeño, y Robin Sparkles murió -no es que se arrepienta de ello, por supuesto- y dio paso a esa otra Robin. La que está desencantada, la mayor parte del tiempo, la que intenta que todo salga bien, tener un trabajo serio y una vida decente, la que ahoga las penas en alcohol porque su último novio se ha largado a Chicago a perseguir ese sueño que ella ha dejado escapar y su compañera es una niña pequeña en un cuerpo muy grande y, de alguna forma extraña, incluso ella es más popular.
Barney se deja caer en el sofá junto a ella, una noche -le preguntaría cómo narices ha entrado, pero hace mucho que ha asumido que, bueno, Marshall y Lily y él tienen una habilidad natural para estar siempre dentro cuando no tienen que estarlo-, le enseña un DVD. Dice esta es la tercera parte de Robin Sparkles, tendríamos que verla -confiesa que quería enseñársela a los otros, también, pero que primero quiere verla con ella. Lo dice así, como si fuera lo único que quiere decir (eres la chica en quien pienso cuando quiero hacer algo especial, Robin), como si no fuera importante ni significara nada del otro mundo-. Y ella se encoge de hombros, adelante. Pero promete que no te vas a reír, y él, por supuesto, le jura lo contrario. Moriré entre carcajadas, Scherbatsky -aunque es mentira-.
Y hay un momento extraño, cuando empieza la cinta, porque Robin puede verse allí, en la pantalla, sin verse a ella misma. Es una niña, la del programa, es una niña que aún sueña. Una que no está atrapada, que tiene todo el futuro por delante, que va a ser una superestrella. Y se echa a llorar sin darse cuenta, en silencio, sin sollozos ni lamentos, sólo lágrimas. Y en un momento dado dice estúpida, apaga el televisor, cierra los ojos. Y siente los brazos de Barney alrededor de ella -es torpe cuando abraza- y sus labios en la mejilla, y está bien, le dice, tranquila. Estoy aquí, Robin -no dice su nombre si no habla en serio-, sabes que puedes contar conmigo. Con nosotros. Sabes que no estás sola.
8. Nuestro mundo
A veces se le olvida que hay más gente alrededor, y es raro. Es raro porque no le ha pasado nunca -por suerte-, porque nunca ha sido de esas chicas que visten de rosa y hablan como si cantaran, como si todo fuera bien. Es raro porque siempre ha tenido los pies bien plantados en el suelo -o casi siempre-, porque nunca se ha permitido olvidar que, en el fondo, todo esto no es más que una etapa. Los hombres son hombres, le dijo su madre una vez -su padre sólo se lo mostraba-. Los hombres son hombres, y si estás dispuesta a dejarte llevar por ellos acabarás peor de lo que empezaste, Robin. (Mírame a mí, se calló.)
A veces se le olvida que hay otras cosas, además de ellos. Que no están solos en el bar, por ejemplo -aunque Lily suele recordárselo delicadamente con cada carcajada a su costa-, que uno no puede andar por Nueva York como si estuviera ciego. Que Barney sigue siendo Barney, y esto va a acabar mal, va a acabar tan mal, no sabe por qué narices ha empezado. Barney sigue siendo él mismo, y ella, Robin, se está perdiendo.
(Pero puede que no esté tan mal, se le ocurre con cada beso. Puede que no esté tan mal dejar que todo desaparezca, crear un mundo nuevo sólo para ellos. Nuestro mundo, lo llama en su cabeza; si lo dijera en voz alta tendría que echarse a reír, a llorar.)
Robin Scherbatsky no es de este tipo de chicas, se recuerda. Robin Scherbatsky tiene sentido común, tiene fuerza. No lo olvides -y lo hace, a veces-. Al final, cuando de verdad cuente, se dice, estarás sola. Es difícil de creer.
9. Carrera
Es una forma de protegerse, supone; es lo que le diría un psicólogo, si algún día -uno muy lejano y muy imaginario, gracias- decidiese ir a uno. Es lo que le dice Lily, también, y Lily entiende lo suyo de estas cosas.
Se concentra en su carrera, después de romper. Se concentra en eso de ser la chica de las noticias de la noche, que es estúpido y no tiene sentido y la tiene encerrada, porque, sinceramente, Robin Scherbatsky vale mucho más que esto. Mucho más que un programa con un sólo espectador que, casualmente, resulta ser su ex novio -y no, no hay ninguna parte de ella que lo encuentre adorable, a estas alturas. Desde luego que no; sólo molesto-, mucho más que un plató con un cámara medio dormido y un tipo sin pantalones paseándose por ahí. Y es frustrante, desde luego, porque, al parecer, el mundo no acaba de darse cuenta, porque resulta que la niña canadiense que vino a los Estados Unidos a cumplir su sueño acaba de estrellarse con la realidad. O quizás ya lo hizo, hace mucho tiempo.
Pero es igual. Es igual, porque, se dice, va a ser la presentadora más profesional del universo, aunque sea sólo para el estúpido de Barney -para el tipo que la ha dejado rota, perdida, el que la distrajo de su vida durante un instante para dejarla sola otra vez-, aunque Don haya decidido reírse de ella y su actitud y, joder, ¿cuándo piensa ponerse unos pantalones? Va a ser la presentadora más profesional, desde luego, a concentrarse en su trabajo, su carrera, porque podría despegar, ahora -porque, mientras tenga un guión que leer, noticias que dar, puede olvidarse de todo lo que no tiene. De que él la está viendo, a través de una pantalla, mientras una rubia duerme en su cama; de que podría volver a casa, después de esto, y besarle y dejarse besar, de que podría ser perfecto-.
10. #10
Esto está ganado, Lils, dice Marshall en un momento dado. Lily asiente mientras se termina otro vaso -el octavo, si ha contado bien-, lo deja a un lado. Agarra el siguiente.
Barney es más lento. Lo está intentando, desde luego, pero está claro que no tiene nada que hacer; Lily es demasiado rápida, demasiado buena en esto. Y a Robin le hace gracia, verles a los dos, empeñados en terminarse los diez whiskys antes que el otro; se pregunta cómo narices llegarán a casa, después de esto. Oh, bueno, siempre pueden quedarse a dormir en su sofá, supone. No cree que a Ted le moleste, sobre todo si así puede aprovechar y reírse de ellos mañana cuando se levanten.
Vamos, Barney, le anima, entre risas; tiene su propio vaso en la mano, medio vacío, y quizás ella también está bebiendo un poco más de la cuenta. Pero, hey, están de fiesta, y no hay mucho que celebrar, pero es una buena excusa. Hoy no tiene que acordarse del trabajo ni de cuánto tiempo hace desde que un hombre la miró de arriba abajo -uno que no sea Barney, por supuesto-, hoy no tiene que pensar en el lunes; queda muy lejos.
Vamos, venga, repite; él ya está borracho, le cuesta tragar -joder, le cuesta hasta acertar, coger el vaso-, y Robin se da cuenta, justo entonces, de que es la primera vez que le ve así. Nunca se había fijado, pero Barney no suele emborracharse; sólo bebe lo justo, normalmente. Y se pregunta qué narices le habrá convencido de hacer lo contrario, porque sí, es una apuesta -y Barney no se resiste a las apuestas-, pero aún así es raro. Y le mira y enarca una ceja; Lily pone otro vaso boca abajo. ¡Sí!, grita; luego murmura algo que, si una afina mucho el oído, podría sonar a he ganado. También podría ser algo como hace buen día, claro, porque la pelirroja ha decidido hablar con la boca cerrada, por lo visto.
Barney gruñe cuando se da cuenta; ya hay un ganador. Él va todavía por su noveno vaso, y a Robin se le ocurre que el número diez podría tomarlo con ella, que estaría bien. Son amigos, se dice, son amigos desde hace mucho y estaría bien tener un rato para ellos, unas horas para charlar -aunque él no parece estar en condiciones-, para sentarse juntos. Un beso. Y piensa que quizás, sólo quizás, ella también se ha pasado bebiendo. Un poco. No demasiado.