Sam jamás olvidará el 4 de julio de 1992. Fue la primera vez en su vida que tuvo contacto alguno con un arma. Una pistola negra del calibre 45. Con quince cartuchos de sal en el cargador. Y todo empezó como un día normal. De lo más normal…
El Día de la Independencia amaneció nublado aquel año, pero Sam estaba contento, porque era uno de esos días especiales en los que su padre se levantaba para hacerles el desayuno a él y a Dean. Porque había pasado la noche en casa y se levantaba a despertar a sus hijos, como haría cualquier padre. Ese día no tocaba jugar a “señor, si señor” ni a soldados y general. Aunque Sammy, como su hermano lo llamaba, sabía de sobra que aquello no era un juego.
Su papá era un héroe. Eso decía Dean. Y decía también “Algún día, Sammy, tú y yo también seremos héroes”.
Su papá le puso delante un cuenco de cereales de su marca favorita y le revolvió el pelo, como también hacía a veces Dean.
-¿Cómo ha dormido mi campeón?-le preguntó antes de sentarse delante de él en la mesa. Dean acababa de entrar en ese preciso momento.
Sam miró a su padre y entendió que podía contárselo.
-Papá… hay un monstruo en mi armario.-susurró en voz tan bajita que tanto Dean como John tuvieron que inclinarse hacia él para oírle.
Sam jamás había visto a su padre con una mirada de preocupación semejante. Dean se acercó a él y le puso una mano en el hombro. Esa mano de hermano protector que, sin que ninguno de los dos lo supiese, usaría durante el resto de su vida.
John se levantó y salió del cuarto de la pensión, y cuando Sam oyó abrirse el maletero del coche de su padre -que sin que ninguno de ellos lo supiese, sería la compañera de la vida de Dean- miró a su hermano con una muda pregunta en sus ojitos verdes.
Su hermano se limitó a dedicarle una sonrisa de medio lado, como intentando infundirle valor. Sam no entendía por qué tanto revuelo por un monstruo en su armario, que se iba cada vez que encendía la luz.
Su padre volvió a entrar en el cuarto, con un bulto envuelto en papel marrón. Se lo puso delante y lo miró con gravedad, por entre sus espesas cejas negras.
-Ábrelo, Sammy.
Él, sin entenderlo abrió cuidadosamente el paquete y vio allí una pistola negra brillante. Apartó las manos asustado y miró a su padre y luego a su hermano, interrogativo.
-Es una pistola del calibre cuarenta y cinco, Sammy. Cuando yo no esté en casa, si el monstruo de tu armario vuelve a molestarte, le pegas un tiro.-explicó.
El niño asintió conmocionado.
-Está cargada con quince cartuchos de sal. A los humanos no les hacen daño; a los monstruos si.-añadió. Sam asintió con la cabeza. Tenía ganas de llorar y de que alguien lo abrazase. Pero esas cosas en su familia no se estilaban.-Escúchame bien, Sammy; cuando termines los cartuchos le dices a Dean que te enseñe a fabricar más.-dedicó una mirada a Dean, que asintió una sola vez con la cabeza.-Ahora me tengo que ir.
Y tras revolverle el pelo a su hijo menor y apretar el hombro levemente a su hijo mayor, desapareció por la puerta.
Sam recordaba el ruido de las ruedas del Impala al chirriar contra la gravilla cuando su padre dio la vuelta rumbo a la carretera.
Y recordaba también la conversación, larga y complicada, con Dean. Cuando se enteró de prácticamente todo. Y su vida cambió para siempre.