Apr 04, 2008 00:34
Las espadas silbaban y se entrechocaban a tanta velocidad que la batalla era más perceptible al oído que a la vista. Ambos contendientes eran marcadamente diferentes en cuanto a la silueta, pero más y más parecidos como más se centraba el examen en los detalles: uno de ellos era alto y estilizado, de porte señorial y gesto sereno, mientras que el otro era algo más bajo, atlético y juvenil, y carecía de la fría seguridad con que el primero manejaba el arma. Sus nombres eran respectivamente, Elran y Eithan, y su apellido era el mismo: Elannon.
La espada del más joven, Eithan, fue apartada con fuerza por un golpe certero. Pese a que su mano no llegó a soltar la empuñadura, el golpe fue suficiente para que el chico no pudiera responder al ataque siguiente, que concluyó con la espada de Elran a pocos milímetros de la piel de su cuello.
-Mira a los ojos de tu oponente, no a su arma -le aconsejó, sonriendo burlonamente-. Su arma nunca te mostrará sus verdaderas intenciones.
Eithan asintió, pero sus ojos, en contra de lo que éste mismo le estaba indicando, no enfocaban los de su oponente, sino que miraban lejos por encima de su hombro, a la figura femenina sentada en la fuente. Un gato -una gata, de hecho- remoloneaba dulcemente en su falda, acariciada por gráciles dedos.
Las puntas de la sonrisa de Elran se curvaron fugazmente hacia arriba. Este fue el único signo visible que dio de reconocer la dirección de la mirada del otro muchacho.
-La princesa Lillian... -comentó, divertido-. Apuntas alto, hermanito.
Nadie entendía por qué la princesa Lillian no había encontrado marido aún. Había entrado en la edad de casarse antes de que Elran o Eithan nacieran y las princesas -y aún menos las de belleza tan reconocida como la de Lillian- no solían demorar mucho tal enlace.
La razón de todo aquello era que la princesa escondía un oscuro secreto: desde su más tierna infancia, cuando recibió un mordisco de una bestia salvaje, había estado afectada de licantropía. Mientras por el día era una jovencita dulce y de buen corazón, las noches de luna llena se convertía en una máquina de matar sin freno ni razón. Los médicos de todo el reino trabajaban sin cesar para encontrar una cura para la princesa, pero, mientras tanto, ella debía rechazar con excusas cualquier pretendiente que se le presentara.
Eithan se sonrojó visiblemente, incluso a pesar de la natural habilidad élfica para ocultar los propios sentimientos. Su contendiente pareció divertido ante tal reacción y, como solía hacer desde que ambos eran niños, se burló de él:
-Siempre has sido un romántico incurable...
-Y tú un cínico sin remedio -respondió el otro, devolviéndole la atención.
-Si estuvieras prometido desde el día en que naciste con una señora de Edhellion a la que no has visto en tu vida, tú también serías un cínico, mi querido hermano. Tienes suerte de no ser el primogénito...
El menor calló ante estas palabras, no encontrando nada que decir. Lo cierto era que por nada del mundo le habría gustado cambiar el orden de nacimiento con su hermano Elran. Su prometida era bella e influyente, hija de un respetado miembro del Consejo del Bosque y, por lo que sabía, una de las más deseadas jóvenes de entre los elfos silvanos. Sin embargo, la idea de desposarse por motivos políticos, como eran el estrechar la relación entre las siempre distantes familias nobles de Arthia y Edhellion, sencillamente le repugnaba, y hacía que admirara la cínica resignación con que se lo tomaba su hermano.
-¡Otra vez! -exclamó este último, asiendo con fuerza su espada y lanzándose contra Eithan antes de que tuviera tiempo de salir de su ensimismamiento y prepararse para recibir el ataque. Su instinto tomó las riendas de la situación, eligiendo el curso de acción que más estúpido parecía: sin soltar la espada, el hermano menor cruzó las manos frente a su cuerpo y se inclinó hacia atrás.
La espada de Elran se detuvo con un ruido sordo. En contra lo que habría podido esperarse, no le había cortado un brazo, sino que había quedado bloqueada a mitad de su trayectoria por alguna clase de barrera invisible. Eithan respiró hondo.
-Veo que tus reflejos aún funcionan -rió Elran, dando unos suaves golpecitos con el arma en la barrera que se había creado entre su hermano y él. Por muchas veces que lo hubiera visto, nunca dejaría de sorprenderle-. Pero eso queda fuera de las reglas: no puedes usar tus malditos poderes de sacerdote en un duelo de espadas.
-Sabes que no soy un guerrero, Elran. Si los dioses hubieran querido que manejara las armas mejor que tú o que sucediera a papá como Caballero de la Corte, me habrían hecho nacer a mí primero...
-Y entonces estarías prometido con una damisela silvana y no habrías tenido ninguna posibilidad de llevarte a la princesa -respondió el otro, recuperando su habitual tono burlón.
-Tampoco la tengo ahora...
Elran enfundó su espada, sucedido por Eithan, a quien cogió por los hombros con fuerza y obligó a caminar hacia el edificio principal del castillo. El camino pasaba por el lado de la fuente.
-Qué iluso eres, hermanito, qué iluso... -murmuró Elran, entre dientes.
Cuando estuvieron a poca distancia de la princesa, la gata saltó espectacularmente de su falda a brazos de Eithan, obligándole a pararse.
-¡Cassandra! -exclamó Eithan, en tono de divertida reprimenda, levantando la gata frente a su cara-. Algún día no me dará tiempo de cogerte...
La gata ronroneó, como si aquella posibilidad no la preocupara mucho, y se escurrió como una sombra por los brazos de Eithan, acurrucándose entre ellos y su pecho.
Lo cierto era que no tenía mucho de lo que preocuparse. Como gata élfica que era, Cassandra poseía una agilidad inimaginable incluso para un gato corriente, además de unos pocos poderes mágicos. Aunque Eithan fallara al cogerla, se las arreglaría para terminar el salto acurrucada en su pecho con tanta elegancia que parecería que habría cambiado de dirección en mitad del mismo aire.
-Dudo que eso suceda algún día, Eithan -respondió la voz dulce de la princesa-. En el fondo, sabe que la queréis demasiado como para permitir que tal cosa ocurriera. -La gata incrementó perceptiblemente el volumen de sus ronroneos por un instante, como para apoyar sus palabras.
Sin poder disimular completamente una sonrisa maquiavélica, Elran se inclinó, pronunció "Alteza" a modo de saludo y siguió andando hacia el interior del edificio, dejando a su hermano con la gata en brazos y completamente desconcertado ante la turbadora mirada de Lillian.
-Buen combate -empezó ella, con una sonrisa que terminó de desarmarle. Eithan fingió estar muy ocupado acariciando a Cassandra.
-No mucho, Alteza -la contradijo él-. La única vez que no me venció fue porque rompí las reglas del duelo...
-¡Tonterías! -exclamó ella-. ¿De verdad creéis que cuando os encontréis en una lucha de verdad tendréis tiempo de pensar en cosas tan absurdas como las leyes de la caballería? Esas cosas se hicieron sólo para que los nobles caballeros arthianos tuvieran una forma elegante de resolver sus disputas que no fuera irse clavando puñales por la espalda. No tienen ninguna utilidad en un combate real...
-Así es, miseñora, pero la túnica que visto es la de la diosa Danna. La Defensora de lo Bueno y lo Justo nunca aprobaría que sus sirvientes rompieran unas reglas que habían aceptado acatar al principio del enfrentamiento.
-Pues no lo aceptéis -respondió sencillamente ella-. ¿Tenéis idea de cuánto tiempo pasa entrenándose hasta el más insignificante de los nobles del reino? Sí, claro que la tenéis: no en vano sois hijo de quien sois. Pues bien, al aceptar luchar en sus términos, les estáis dando toda la ventaja a ellos. Mientras el oponente sea vuestro hermano, no tiene mayor importancia, pero, ¿qué haréis si algún día os reta alguien con intención de mataros? Seguro que la Protectora no aprobaría tampoco que uno de sus sirvientes muriera por una estupidez tal como dejarse llevar a terreno enemigo.
Eithan escuchó y asintió. Al fin y al cabo, Danna era también la diosa de la estrategia militar... Y todo el mundo sabía que ningún general con dos dedos de frente iniciaría una lucha en clara desventaja, si podía evitarlo.
-Supongo que tenéis razón, Alteza... Al fin y al cabo, si la diosa me ha dado estos poderes, ¿quién soy yo para decidir no utilizarlos?
-Bien -aprobó ella, con una sonrisa-. Eso era lo que quería oír de vos. Sois un buen alumno, joven Eithan. Y un buen espadachín, también, para ser sacerdote.
-Novicio, miseñora -corrigió él. La princesa hizo una mueca y un gesto de gracioso desdén, como si hubiera exclamado de nuevo "¡Tonterías!" sin llegar a abrir los labios. Incluso Cassandra pareció molestarse por ello y paró de ronronear por unos momentos para dedicarle una mirada de reprimenda. Eithan se sintió de repente avergonzado y buscó la manera de arreglar la situación:
-Os... Os agradezco los ánimos, miseñora. Sois muy galante conmigo.
-¿Quién podría no serlo? -preguntó ella, devolviéndole una sonrisa tan encantadora como divertida. Eithan no encontró respuesta alguna, ni tuvo mucho tiempo para buscar una, porque ella añadió en seguida:- Vamos... Nos estarán esperando para comer. Y no es bueno hacer esperar al Rey de los Elfos mientras se le enfría el asado.
-Sí... -dijo él, sonriendo tímidamente-. Vamos...
Eithan hizo ademán de encaminarse hacia el castillo. Como si hubiera estado esperando esa señal, Cassandra trepó -o, más bien, se deslizó- hasta su hombro, donde se sentó con tanta gracia como si estuviera en mitad de un prado.
-Eithan... -pronunció con deliberada lentitud la voz de Lillian a sus espaldas. El joven se volvió, para encontrarla con los puños apoyados en la cintura y una expresión de completa desaprobación en un rostro, que, sin embargo, sonreía-. Os creía mejor aprendiz... ¿Es que aún no hemos conseguido enseñaros nada?
Eithan la miró por un instante, parpadeando lleno de perplejidad.
-El brazo, Eithan, el brazo... ¿Qué clase de caballero no le ofrece el brazo a una dama cuando debe acompañarla? Me da igual si sois sacerdote, novicio o sólo el hijo de vuestro padre: ¡debéis practicar esos modales si queréis ser un huésped digno del Rey de Arthia!
De modo que entraron en el castillo cogidos del brazo, ella con una sonrisa deslumbrante y él con el rostro enrojecido y la mirada fija en un punto indeterminado del suelo.
fantasía,
verano,
cuentos