Apr 04, 2008 19:24
De entre todos los pretendientes rechazados por la princesa Lillian, había uno -sólo uno- que jamás se había resignado. Amaba a la princesa sin ser correspondido desde hacía décadas, y las repetidas negativas de la doncella no habían hecho más que avivar aquel fuego que ardía sin control en el interior de su pecho. Su nombre era Dagor y había sido Paladín Supremo de la Sagrada Orden de los Cruzados desde hacía cuatro siglos.
El nombre de Dagor era conocido en todo el reino con respeto y veneración, pero nunca con amor. Había entregado toda su vida a luchar contra los peligros que amenazaban Arthia, lo cual le había traído gloria y admiración, mas era orgulloso y severo, y duro de corazón. Sin embargo, amaba sinceramente, a su propia y desesperada manera, a la princesa, a la que había dedicado su entrega constante desde el primer día que sus ojos se posaron en sus delicados rasgos, sin que eso le acarreara un progreso notable hacia la consecución de su objetivo.
La devoción infatigable de Dagor hacia la princesa le había hecho correr peligro -sin que él ni siquiera fuera consciente de ello- en varias ocasiones con anterioridad, cuando insistía en verla hasta tarde y ella apenas alcanzaba a deshacerse de él antes de que el sol se pusiera y la luna llena se levantara en el cielo. En aquella ocasión, sin embargo, a punto estuvo el paladín de perder la vida.
Las estancias de la princesa se hallaban sorprendentemente apartadas del resto del castillo, sus muros eran gruesos y su puerta podría haber resistido el embate de un ariete incluso mejor que la de la entrada. Esto debía ser así, puesto que, en las noches en las que la maldición actuaba, el monstruo en el que se convertía montaba en una temible cólera gritando y rugiendo y destrozando todo cuanto hallaba a su paso con una fuerza sobrehumana.
En mala hora, a Dagor se le ocurrió la idea de trepar en secreto por la ventana de Lillian, para seducirla a solas y en mitad de la noche. No se resistiría... y, si se resistía... en fin, él era más fuerte.
Poco a poco, aquella idea fue ganando peso en su mente, hasta convertirse en una verdadera obsesión. Fue entonces cuando decidió llevarla a la práctica.
Quizás se habría salido con la suya, si hubiera elegido mejor la noche, si no hubiera habido luna llena. Su luz plateada bañaba el mundo, fría y ajena a todo cuanto se sucedía sobre su superficie. Lord Dagor levantó la cabeza, para mirarla. Tal vez habría tenido que elegir una noche sin luna, para tener el amparo de la oscuridad... De todos modos, no importaba: aquella zona del castillo siempre estaba sorprendentemente vacía... Y, además, era absolutamente incapaz de esperar otro día. Tenía que hacerlo, y tenía que hacerlo ya.
Balanceó su cuerpo para llegar a la repisa de otra ventana con la mano, tratando de no mirar abajo. No era un ascenso fácil, aunque las plantas trepadoras que crecían en toda la parte interior del castillo permitían una escalada que, en otro caso, habría sido prácticamente imposible (o, al menos, muy digna de mérito).
Sólo unos metros más lo separaban de la ventana de su princesa deseada, sólo un ligero esfuerzo...
Finalmente, consiguió llegar hasta su objetivo. Sus brazos entrenados no tuvieron ningún problema para levantar el peso de su cuerpo y, con un ágil movimiento, entró en la estancia.
La alcoba de la princesa estaba a oscuras, pero la luz que entraba por la ventana, aunque débil, era suficiente para sus ojos élficos. Cautelosamente, se acercó hasta la cama... y lo que vio lo dejó sin aliento.
Los ojos de la princesa, aquellos dos preciosos ojos verdes que no podía quitarse de la cabeza ni siquiera en el fragor de la batalla más cruenta, lo observaron por un momento, asustados y repletos de lágrimas, desde un cuerpo que no era el de Lillian, sino el de un monstruo horrible, grande y peludo, con facciones marcadamente lupinas, como si un lobo salvaje hubiera crecido hasta el tamaño de un hombre y hubiera aprendido a andar sobre dos patas. Lord Dagor ya había visto antes cuerpos como aquel: era un licántropo... y en plena transformación, además.
Lo último que cambió fueron los ojos. Durante unos pocos momentos, pudo leerse en ellos una súplica silenciosa, que sus mandíbulas transformadas ya no podían pronunciar, para luego extinguirse de su seno toda señal de humanidad: se volvieron fríos y salvajes, totalmente desprovistos de razón o piedad, o cualquier emoción que no fuera la sed de sangre.
Lo único que Lord Dagor pudo hacer fue desenvainar su espada y encomendarse a los dioses. Ya se había enfrentado a licántropos antes, pero siempre había llevado su armadura y contado con la ayuda de otros miembros de la Orden. Ahora, sin embargo, se hallaba desprovisto de ambas cosas, en la misma habitación que uno de ellos, y sin escapatoria posible, puesto que tanto intentar abrir la puerta atrancada como tratar de salir a través de la ventana implicaría ofrecer al monstruo unos momentos de vulnerabilidad que sin duda resultarían fatales.
Como esperaba, la bestia en la que se había convertido su bella se abalanzó violentamente sobre él, atacándolo con colmillos y garras. Sus ataques eran tan rápidos y tan fuertes que una compañía entera de soldados habría tenido dificultades para sobrevivir. Sin embargo, el paladín los resistió con estoica heroicidad, uno tras otro, durante horas. Aquella fue sin duda la noche más larga de su vida.
Al amanecer, los encontraron yaciendo, cada uno, en un rincón opuesto de la habitación. Lillian estaba pálida y temblaba de miedo y de injusta culpabilidad, mientras que Dagor sangraba por varias heridas de importancia y al borde estuvo de la muerte. Los médicos del rey, únicos conocedores de la enfermedad de la princesa, aparte de ella misma y el propio Rey Lindir, tuvieron que usar todas sus artes para salvarle la vida.
Lindir fue a ver a Lord Dagor hacia el final de su recuperación, cuando ya se encontraba fuera de peligro. Primero lo abofeteó y luego le hizo jurar que bajo ningún concepto desvelaría jamás aquel temible secreto.
-Por supuesto, mi rey -respondió Dagor, con la sonrisa de quien ve llegar un momento con el que ha soñado durante mucho tiempo-. Pero con una condición...
Apenas un mes más tarde, las campanas repicaban y la ciudad teñida de fiesta gritaba y aclamaba a su nuevo príncipe. Lord Dagor Aenarion, Paladín Supremo de la Sagrada Orden de los Cruzados de Arthia, acababa de desposar -al fin- a su amada princesa.
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