Apr 01, 2008 13:56
La mañana siguiente, Drelliane remoloneó algo más de lo que habitualmente se permitía. No en vano era la primera de muchas noches en la que dormía en una cama; una cama que, pese a -como todo en esa ciudad- no ser más que un bloque de hielo esculpido hasta el más mínimo detalle, se le había antojado curiosamente cómoda, una vez cubierta con las pieles que alguen había dejado allí para ella. Si los devotos siervos del Príncipe o él mismo habían abandonado alguna vez el castillo para ir de caza o si habían pertenecido a lobos u osos muertos por causas naturales era algo que no podía ni siquiera empezar a adivinar.
Cuando, con el sol ya bastante alto en su curso, reunió por fin la voluntad necesaria para alzarse, y tras haber renovado los encantamientos que le permitían soportar el inclemente frío, se sorprendió al encontrar que la mesa -que recordaba claramente vacía la noche anterior- había sido puesta por una mano fantasmal, tan discreta como silenciosa.
De todas las maravillas de las que había sido partícipe, aquella no era en absoluto la menor: a pesar de todo su escepticismo, descubrió que la fruta servida (que semejaba un montonicito de bolas de nieve modeladas hasta formar algo parecido a una manzana puestas sobre una bandeja de gélido cristal) era suave al tacto y menos fría de lo que habría cabido esperar. Cuando, no muy convencida de lo que estaba haciendo, la mordió, comprobó que cedía fácilmente a la presión de sus incisivos, pero sin perder la coherencia ni desgranarse. Por añadidura, su sabor no era ni remotamente el de la nieve, sino algo desconocido, extraño, pero no por ello desagradable. Al segundo bocado, cambió de opinión y lo calificó de "dulce e interesante" y no necesitó llegar al cuarto para dejarlo en "verdaderamente exquisito". No se lo pensó dos veces antes de acometer la segunda fruta, tan pronto como la primera se esfumó en un último bocado, sin dejar atrás corazón, ni semillas, ni nada que no fuera comestible. Descubrió, no muy sorprendida ya a esas alturas, que tenía un sabor completamente distinto, pero no por ello menos encantador.
No tardó en vaciar completamente la delicada bandeja, sin haber logrado encontrar en el proceso dos frutas que tuvieran el mismo sabor, ni tampoco alguno que no se le antojara agradable o curioso de algún modo. Tampoco le sorprendió sentirse saciada y a gusto, recuperada del largo viaje. ¿Tendrían todas las leyendas realmente alguna base de realidad?
Salió de su habitación de particular buen humor y dejó que fueran sus pies los que la guiaran. Eso supuso dar un enorme rodeo que le llevó a descubrir nuevos rincones de la Ciudad y también, en más de una ocasión, lugares que ya había visitado el día antes. Sin embargo, eso no pareció importarle mucho, ya que, cada vez que eso sucedía, descubría en él nuevos detalles que le habían pasado desapercibidos la primera vez, como si su vista estuviera tan ocupada que no pudiera asimilarlos todos de una sola vez.
Encontró al Príncipe en la misma estancia que el día anterior, ocupado en un bloque que apenas parecía comenzado a moldear.
-¿Que pasó con el otro? -preguntó, a modo de saludo, acercándose a observar la obra con los ojos brillando de curiosidad.
El Príncipe levantó la vista, desorientado, mirándola por unos instantes sin saber a qué se refería. Finalmente, una expresión de entendimiento asomó a su rostro.
-Oh, te refieres a Lia. -No era una pregunta. Drelliane tuvo que suponer que ese era el nombre de la figura en la que estaba trabajando cuando lo vio por primera vez-. Estará jugando en los jardines...
-¿La terminaste?
Él asintió: -Esta mañana le di aliento. Ahora es una habitante más del Reino...
-¿Y estás creando otro?
Los ojos del Príncipe fueron de los de ella al bloque de hielo. Sonrió con una torpeza bastante infantil.
-Oh, no... Esto es... No es nada -se contradijo. Drelliane le contempló con una ceja arqueada y los puños en la cintura-. Ya lo verás cuando esté terminado -añadió rápidamente, sin que eso sirviera para alterar lo más mínimo la expresión inquisitiva de la mujer, que se mantuvo incluso cuando él abandonó lo que estaba haciendo y se acercó a ella como para distraer su atención del tema.
-¿Has dormido bien? -preguntó, fijando en ella aquel par de ojos transparentes. Le odió por aquellos ojos. Le habría gustado decirle muy seriamente que se dejara de jueguecitos, que con ella no funcionaba lo de salirse por la tangente y que no se lo iba a poner tan fácil, pero en lugar de eso se encontró respondiendo:
-Muy bien, gracias. -Abandonando su pose y volviéndose de espaldas, maldijo de todas las formas que sabía. ¿Cómo se había dejado torear de aquella forma? Aquello no era justo... Nada justo. Se apartó un poco y fingió estar muy interesada en las evoluciones de los habitantes de la Ciudad.
-Me dijiste que tus padres murieron siendo niña... -volvió a cambiar de tema él, acercándose de nuevo para ponerse a su lado-. ¿Te criaste tú sola?
Drelliane lo miró, frustrada. ¿Siempre tenía que parecer tan asquerosamente inocente? Viéndole allí, como un pasmarote, devolviéndole la mirada sin alterarse, casi parecía que hubiera pasado toda la noche pensando en aquello. Suspiró, resignándose a la idea de que tal vez fuera así.
-Me crió un sacerdote que vivía en el pueblo de mis padres, un elfo... Se hacía llamar Draucandir: una especie de nombre recibido al convertirse en clérigo, pero que siempre me pareció horrendo. Realmente se llamaba Eithan, pero sólo me dejaba llamarle así cuando estábamos a solas. Era un buen hombre, con un corazoncillo fácil de ablandar: siempre terminaba dejándome hacer lo que quería... Incluso aceptó mi interés por la magia y mis deseos de ir a estudiar a Vector cuando la mayoría de los de su clase me habrían tildado de bruja o hereje y tal vez incluso me habrían condenado por ello. Supongo que fue... lo más parecido a un padre que pude encontrar.
El Príncipe asintió, lentamente, como si considerara cada palabra y las hiciera encajar, una a una, en su esquema mental, como nuevas piezas que se le fueran dando de un puzzle gigantesco e intrincado. Drelliane no supo qué más añadir. ¿Qué se suponía que le decía una a un ser salido de las leyendas de su infancia cuando se le terminaba la conversación? Tras unos minutos de silencio y para su sorpresa, fue él quien habló de nuevo:
-Ya es casi mediodía... -dijo, mirando hacia arriba, hacia el sol que se aproximaba a la cima de su trayectoria diaria en el cenit.
¿Qué clase de conversación patética era aquella? ¿Qué esperaba que le respondiera? ¿"Oh, sí, igual que cada día a esta misma hora"? Le pareció tan tristemente absurdo que tuvo que contenerse para no dejar escapar una sonrisilla amarga. Sin embargo, no pasaron más que unos instantes hasta que se dio cuenta de que, realmente, no esperaba que dijera nada...
Lo supo en el preciso momento en que un rayo de sol alcanzó verticalmente la torre más alta de la ciudad, situada en su mismo centro. En apenas un parpadeo, la propia configuración del hielo que formaba su parte superior recogió, reflejó y descompuso esta luz en decenas de nuevos rayos, que fueron enviados cada uno hacia una de las torres situadas más hacia el exterior, donde fueron a su vez reflejados y descompuestos en una miríada de haces de colores desconocidos, dirigidos con magistral precisión a cada uno de los tejados, cúpulas, torrecillas y recovecos de la ciudad entera, convirtiéndola en un encantador palacio de luces y reflejos. Drelliane no pudo más que contemplar alrededor, azorada ante la nueva maravilla que había yacido hasta el momento escondida en el hielo, girando sobre sí misma y deseando tener también ojos en la nuca para no perderse los juegos de luces que se formaban a su espalda.
Sintiéndose flotar en aquel mar de luz, Drelliane supo sin mirarlo que, pese a que llevaba miles de años presenciando diariamente aquel mismo espectáculo y que esa era la primera vez que podía mostrárselo a alguien, allí estaba el Príncipe Blanco, a su lado, igual de maravillado y contemplativo que ella, observando atentamente cada matiz y cada mezcolanza, sin duda con los injustamente críticos ojos del artesano, dispuesto a pulir cualquier minúsculo defecto que solamente él fuera capaz de encontrar en la armonía del conjunto.
-¿Sabes una cosa? -dijo al fin Drelliane, con un hilo de voz, incapaz de apartar la mirada del maravilloso firmamento estrellado en que se habían convertido, en mitad del día, las paredes y el techo de la Ciudad-. Te odio...
fantasía,
invierno,
cuentos