135 Seoul [2/2]

Jun 19, 2015 18:59



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La espontaneidad lleva a Sehun de vuelta hacia la banca al otro lado de la calle. Llega a pie, con las manos en los bolsillos, pateando grava invisible. Quiere ver a Luhan. Es un deseo trivial revoloteando entre el aburrimiento y el afán. Pero Luhan no está allí, no un domingo. Sehun observa a las motocicletas pasar por entre camiones de chatarreros y autos negros lustrosos y transeúntes, la totalidad de la gente concentrada, menguando, palpitando, fluyendo, rezumando de los túneles y puentes y rampas hacia los caminos y autopistas. Se frota las manos, pensando en Luhan. No sabe mucho sobre él. Un fotógrafo con una guitarra que toca melodías desconocidas. Nombre extranjero. Probablemente chino. Alguien con ojos café, una nariz casi demasiado pequeña como para encajar en su rostro, sonrisas tembleques y nerviosas. Sehun pudo ver la vida de Luhan cruzándole los ojos: Luhan como una muñeca metropolitana, creciendo con sus padres, quienes conducían los lustrosos autos chinos; Luhan como un chico de Beijing de fragorosas risas, yendo hacia Seúl en uno de esos camiones maltrechos llenos de chatarra; Luhan como alguien intermedio, como una sonrisa diluyéndose en un guiño en las motocicletas verdes oxidadas. Luhan en Seúl. Seúl en Luhan.

Los azules del lunes se funden hacia los negros del miércoles, y no es hasta que el domingo se precipita con una neblina grisácea, las interminables lloviznas de septiembre, que Sehun finalmente se topa con una melodía flotando con indecisión en el aire. Demasiado definida como para ser etérea, casi humana. La silueta de Luhan está borrosa, pero su música abre brecha por la calle como los recuerdos de infancia de unas brillantes notas de caja musical, centelleantes y tan claras como el cristal. Está allí.

Sehun siente aquella antigua descarga veloz de calidez expandiéndose desde la cabeza hacia abajo, viajando junto al oxígeno en su sangre, un impulso imparable llenándole cada grieta entre sus articulaciones, o tal vez disparándosele desde los dedos y explotando en un grito en alguna parte de su cabeza, amortiguado por todas las gruesas capas de carne y defensas. Pero no hace nada. Se queda plantado en el lugar, sin respirar, mientras que Luhan parpadea con parsimonia. Ambos se encuentran empapados.

Luhan está demasiado embelesado con la música como para sentir temor o sorpresa. En sus pupilas dilatadas está el reflejo vidrioso de otro mundo, una película completa transcurriendo escena a escena. Sehun se sienta en el borde del banco al lado de él, apenas superponiendo las manos, y con las rodillas a milímetros de chocarse pero aun así a metros de distancia, y escucha el pequeño tarareo atrapado en la garganta de Luhan. Las semanas, las estaciones y los años los pegan el uno al otro. Hay un ancla en alguna parte de las melodías. Hay ruidos y pausas y titubeos, demoras torpes, pero puede que sean esas las cosas que lo mantienen en el lugar, calmado, a la vez.

El sol se hunde. El cielo está demasiado nublado como para ver la luna o las estrellas. En un punto la melodía se debilita y Sehun se pone de pie, y está a cinco pasos de distancia cuando Luhan inicia la conversación:

-¿Vas a caminar? -Sehun no abre la boca a tiempo para la siguiente pregunta del muchacho-: ¿Te dejaste aquí la moto la última vez? Creo que alguien se la llevó.

-No importa -responde, demasiado fuerte y demasiado pronto.

-Parecía cara. -Luhan se encoge de hombros, actuando con demasiado descaro, lo cual hace que Sehun se sienta raro, como si no supiera dónde poner sus extremidades-. ¿Necesitas un aventón?

-Estoy bien.

-Estás empapado. -Luhan hace un ademán displicente con la mano, y dos minutos más tarde (Sehun no tiene idea de cómo sucedió) termina en la bicicleta de Luhan.

Aferrado al asiento con ambas manos, deja que el mundo pase frente a sus ojos, edificios y calles estrechándose constantemente en la distancia conforme se dirigen más y más profundo hacia el corazón de la ciudad. Contracorrientes de intereses y apetitos y política y consumismo mezclándose, fusionándose, diluyéndose en el horizonte.

La espalda de Luhan se presiona contra la de él. Omóplatos filosos contra omóplatos. Sehun le dice con un grito:

-Eres un loco. Loco y estúpido. ¿Acaso has olvidado quién soy yo?

-Jamás me dijiste tu nombre -brama Luhan en respuesta, y su risa se sumerge y pierde entre los puestos de fruta y libros abiertos y chicas con vestidos de verano-. Al menos me gustaría saber quién me mata…

-Soy Sehun. Oh Sehun.

-Típico nombre clave de asesino coreano, ¿no? ¿Trabajas para una pandilla o algo? ¿Cómo «Las víboras negras»? Oh Sehun, francotirador de élite…

Sehun resopla.

-¿Tu nombre es chino?

-Soy de Beijing -explica Luhan, y pronuncia Beijing como 北京, impreciso por el mandarín y la nostalgia-. Estoy aquí por un proyecto: documentar Seúl. Tomo fotos de… ya sabes, las pequeñas cosas que resumen un momento, el aquí y ahora. Como las etiquetas con precios de las máquinas expendedoras, los mercados de pescado, las calcomanías en los paragolpes de los taxis y los cafés hipsters con universitarios, y un asesino, vestido de cuero, con una motocicleta brillante y perdida, calado por la lluvia, en medio de todo eso… Un panorama inmenso, universal, del siglo veintiuno.

-¿Y yo estoy en él?

-Por supuesto que sí. Estás aquí, conmigo, ahora. Estamos en él juntos. Una gran fotografía del mundo. Este mundo.

Sehun deja escapar una sonrisa débil, y está a punto de replicar cuando de pronto las ve: las pequeñas grietas alrededor de las tapas de las alcantarillas, el gris esponjoso en las orillas de las nubes, el brillo particular de un cartel indicador, el dorado ambarino de la luz de mil velas. El mundo. El mismo mundo, ese en el que nació y al que finalmente está entrando por primera vez.

-Es hermoso -dice, un murmullo bajo que pronuncia antes de poderlo comprender, y Luhan se ríe con una remembranza de la melodía que toca en su guitarra, clara y translúcida en la noche.



La vida, este lado de la proyección, está compuesta de deseos banales, de las seiscientas tomas que Luhan tiene guardadas en su estudio, y de deseos súbitos, del deseo de atraer a Luhan hacia un beso, con la boca abierta y rápido y uno que con el tiempo se ralentiza, y se funde en las venas de sus palmas unidas. Sehun lo ha visto todo antes, pero está viviéndolo por primera vez, y deja que lo inunde una sensación notablemente dulce de esperanza y pertenencia.

Y también una capa agria de temor, del conocimiento de que no va a vivir eternamente.



-Eh, Cara de Póquer.

A dos semanas de iniciadas sus vacaciones, Sehun se encuentra a Kai en la puerta de entrada. Ninguno lo llama su apartamento, porque no tiene nada de hogareño. No es una morada, sólo un refugio.

Sehun ha alineado todos los tubos plásticos vacíos de los rollos fotográficos en el alféizar. Son decoraciones que dejan hileras de sombras en el suelo, las cuales a la hora precisa se transforman en siluetas, en caras y miradas demacradas que le hacen recordar los últimos segundos de cada víctima, existencias más allá del arte y el conocimiento. El rostro del chico atractivo es una máscara de un grito; el del hombre del baño, uno con la confianza de alguien que no creía en la muerte. Hace que Sehun se pregunte qué dirá su cara en sus últimos segundos. Si reflejará miedo o escepticismo u orgullo y pasión, o aquella calmada esperanza que portaba Luhan.

-Me ha enviado Suho -explica Kai. Deja caer una bolsa con provisiones junto al refrigerador. Sehun divisa el borde de un cartón de leche sobresaliendo del plástico, y de alguna manera lo ve en blanco y negro, algo que se imagina que compone el documental de Luhan. Miles de pequeñas polaroid clavadas a los muros, algunas fotocopias en blanco y negro, y otras un espectro completo de colores. Kai se repantiga en el sofá, posando los pies en la mesita de café-. No te confundas, no es que me preocupe por ti. Fue Suho quien compró la comida. Cree que debes alimentarte bien, etcétera, etcétera.

Hay un extenso momento, un silencio largo, inmenso, mientras Sehun escarba por entre los alimentos con la punta del pie. Fideos instantáneos, ensaladas envasadas, yogur, una nota con la letra de Suho acerca de su salud.

-¿Por qué estás aquí, entonces?

-Sólo me provocas curiosidad. -Kai se encoge de hombros-. Quería ver cómo te está yendo.

-Estoy vivo.

Silencio.

-¿Te duele?

-Seh.

-Sabes, tú eres el único entre nosotros que termina lastimado. D.O y Suho no sufren un rasguño desde hace ¿cuánto, ocho años? ¿Nueve? La cicatriz del brazo de Chanyeol es de aquella vez que le hizo cosquillas a Baekhyun, y yo he tenido moretones tal vez una o dos veces, pero tú… Tú haces que nos preguntemos si estás tratando de matar a tu objetivo o a ti. Cada vez que te mandamos a algún trabajo, te las arreglas para volver medio lisiado. ¿Acaso la próxima vez vas a liquidarte?

-Liquidarte -musita Sehun, y piensa en la vez que Kai le dijo «yo puedo liquidarte», con sofocantes ojos color negro azabache, en Roma. «Va a dolerte», con el filo helado y liso de acero contra su cuello. Roma fue la primera vez que Sehun conoció a un asesino. Lo irónico era que él había tratado de matarse. Había virado con su Leblanc Caroline fuera del camino, un giro tan cerrado que al recordarlo le parece irreal, con el mundo girando ante él al volar a 250 kilómetros por hora. Ojos cerrados, el corazón muerto, contando los últimos milisegundos antes de que el dolor le impactara.

Excepto que no chocó hacia la muerte. Chocó con Kai, quien en retrospectiva estaba en medio de un trabajo, sentado en el capó de un Lamborghini amarillo y limpiando la sangre de su pistola. Había un cadáver en el suelo. La expresión de Sehun había sido de indiferencia cuando Kai le apuntó al rostro con su arma.

Le preguntó «¿cómo te gustaría morir?» cuando Sehun abrió la puerta de una patada, con el airbag presionándole el pecho. El humo le quemaba los ojos. Todo olía a goma. El vaso de poliestireno con café en su auto se había volcado al girar, y le calcinó un lado de la mano, la misma mano que estiró hacia Kai, «ya estoy muerto». La mano con la que aferró la de Kai cuando éste lo arrastró fuera del auto y lo puso contra la puerta, presionando sus cuerpos. Una navaja le fue apretada contra el cuello. «Yo puedo liquidarte. Te va a doler». Sehun se rió entonces, una carcajada ahogada entre sollozos sin aliento.

Y luego de eso terminó en el sótano, estrechando manos con la mirada entusiasta de D.O y el revólver de Chanyeol y las presentaciones incesantes de Baekhyun. El corte en su cuello todavía estaba fresco, pero la cicatriz estaba comenzando a formar una costra. Un pañuelo plegado justo bajo su nuez de Adán y una veta de rojo oscuro.

La veta de rojo oscuro se replicó por otras partes de su cuerpo. Un tajo en el muslo, en una biblioteca polvorienta de Seúl. Primer trabajo. Luhan. Sol. No le dolió. No hubo dolor, solo un picor vacuo y un pálpito leve y un recordatorio sombrío de que él no formaba parte de esto. No lo suficiente como para sentir dolor. Había un universo, un multiverso de existencias e inexistencias, pero él no formaba parte de él. Ni de la alegría ni del sufrimiento, ni del ser ni del no ser.

Pero ahora hay otra marca entre sus costillas. Esta es diferente. Esta duele, y cuando roza los vendajes con la mano, siente la descarga de electricidad, el fuego blanco corriéndole por el corazón. Sin aliento. Lo deja sin aliento y lo dirige hacia la banca, hacia Luhan. Hacia Seúl. Hacia todas las pequeñas cosas, las diminutas grietas rodeando las tapas de alcantarilla, el brillo particular del cartel indicador, el dorado ambarino de la luz de mil velas.

-Si quisiera liquidarme, ya lo habría hecho -murmura Sehun.

Kai le lanza un tubo plástico.

-Mocoso cara de póquer. Mañana se dará un informe. Suho está pensando en ponerte a trabajar a medio tiempo en Incheon.

Y el mundo termina. No colapsa ni se desmorona. Simplemente se queda congelado, mientras Sehun asiente y se retira con lentitud, despojando a su alma de color y portando su cara de póquer. No es el mundo que lo rechaza, sino él mismo quien decide salirse.



Y a veces resiste.

Sehun vuelve. Se compra una bicicleta. Le toma tres horas desplazarse de Incheon a Seúl. Cuatro para dejarse caer en su lugar de la banca junto a Luhan. En los días raros, hay una ocasional mancha de sangre en la camisa de Sehun. En los demás, Luhan se olvida la guitarra, así que parten en busca de temas para su proyecto. Van cuesta arriba por caminos serpenteantes hacia unos acantilados bajos y toman fotos, capturado la iluminación cuadro por cuadro y memorizándola. Una estampa, una marca de la historia.

-¿Tienes colegas? -inquiere Luhan.

-A uno de ellos no le gusta usar camisas -Y Sehun se imagina a Kai, apuntando su rifle con sorna hacia la punta de la nariz de Baekhyun, esperando a que éste saboree el intocable roce líquido de la bala de plomo, que pasa zumbando junto a su oreja y se hunde perfectamente entre las cejas del hombre ubicado dos pasos más atrás-, y eso cabrea a otro. -Que sería Baekhyun, mientras le grita algo como «valores, hijo de puta, consíguete un poco y deja de tratar de desfigurarme, carajo. Y ponte una camisa para variar, me cago en la virgen.»

Luhan lo observa inexpresivo, sin entusiasmo. Sehun hace otro intento:

-A uno le gusta rapear, todo el tiempo. Es alto, además, de voz grave, pero luce como tu primito.

-Hyung -lo corrige Luhan, asomándose por el borde de la cornisa y volviendo a ver a Sehun. Están nuevamente en el risco, y esta vez lo que los llevó allí no fueron las cámaras, sino los shorts de baño y las creencias adolescentes de que pueden desafiar a dios y a la mortalidad. Que si saltan del peñasco, tomados de la mano, serán lo suficientemente superhumanos como para desafiar a la caída de treinta metros-. Podemos morir.

-La gente ya ha saltado de aquí antes, hyung.

-No quiero morir. -Luhan cavila por un instante-. Y no quiero que la última cosa que vea antes de hacerlo sea tu pálido trasero coreano.

Sehun se ríe, sintiéndose tembloroso y frío, y con la carne de gallina inundándole las piernas y los brazos y está listo.

-No vamos a morir, hyung. Tú vivirás. Vamos a vivir, a volar y a vivir otra vez.

-Si me rompo el cuello, tú pagarás las cuentas. Y me visitarás en el hospital.

El agua ruge bajo ellos, un reto en una escala más larga que la vida. Luhan cuenta hasta tres. Sehun le sujeta una mano. Se zambullen y gritan, sintiéndose al mismo tiempo intrépidos y ebrios de miedo, la gravedad haciéndolos surcar el aire, inmunes a la muerte. La marea fluye helada hacia sus oídos, y Sehun quiere gritar porque jamás se sintió tan jodidamente vivo, jamás sintió su a pulso gritar con tanta estridencia en sus oídos, jamás sintió cada fibra de su cuerpo arder de esta forma. Y cuando mira a Luhan a los ojos, cuando rompe las olas y se ahoga con risas y risas y más risas fusionándose, entrelazándose, cuadruplicándose, sabe que esto es por lo que ha andado acelerado por la vida.

Sehun va hacia la orilla, y las rocas se sienten duras y filosas como tijeras bajo sus pies mientras se estremece bajo la toalla de Luhan. Comparten un cigarro en el Aston Martin que Sehun le pidió prestado a D.O. Observa el modo en que los dientes de Luhan castañetean y le pasa una mano por la piel de gallina de su antebrazo, y Luhan comienza a reírse también.

Resurgen en cafés, casas de té, pastelerías. Lugarcitos pintorescos que Sehun ha aprendido a apreciar. La amargura del pu-erh chino y del té verde japonés, el azúcar glas en el chocolate caliente y los mocas de menta. Miran por encima los rollos que Luhan ha ido juntando. A veces, sostiene los negativos a contraluz, y Sehun se imagina que quizás proyecten sombras sobre sus rostros, como representaciones congeladas de películas.

-¿Por qué te decidiste por… ya sabes? -pregunta Luhan una noche, mientras se encuentran abiertos de piernas y brazos en la playa. Hay una tormenta rugiendo encima de ellos y el oleaje les lame los pies. Luhan tiene que gritar por encima de los truenos. Su voz agrieta el cielo más que los rayos-. ¿Por qué no renuncias?

Le toma tres horas viajar desde la muerte hacia la vida. Cuatro para que Sehun aprenda que no tiene razones para ser un asesino, y para recordar que no tiene manera de escapar.

-No es tan sencillo.



«Venezuela», reza el sobre siguiente. La sonrisa de Suho en el espejo retrovisor no ha cambiado, pero Sehun puede ver la frialdad en sus ojos y la navaja metida en el bolsillo de su saco.

En Venezuela, Sehun casi le erra a su objetivo aun teniéndolo a quemarropa. Es Baekhyun quien arquea las cejas, con una fracción de segundo de duda, y lo ayuda a quebrarle el cuello al hombre. En Venezuela, Sehun no recibe su paga porque pierde el rollo. La lluvia cae con fuerza, gruesos repiqueteos infernales contra la ventana, un clima que lo llena todo de una abrasadora indolencia, como brea ardiente. La sonrisa de Suho es un poco más pronunciada tras las margaritas y las superficies oscuras reluciendo con cristales rotos. Sehun sabe que su nombre está siendo escrito en alguna parte, y todas sus meteduras de pata, marcadas, escrutadas, evaluadas, usadas contra él en una balanza que se inclina a favor de la eliminación. Tal vez esté aferrándose al mundo, pero su agarre se va haciendo más débil y soltándose.

Se trasladan a Tokio, corren por entre desórdenes urbanos seriados y trayectorias curvas, susurros plácidos de una modernización vecina de las tradiciones antiguas. Y esta vez, cuando Sehun le erra a su objetivo, Kai lo ayuda a limpiar, y luego lo estampa contra una pared con un susurro ronco:

-Está empezando a dolerte ahora, ¿no es así?

-¿Qué dices? -responde él con la voz áspera.

Los edificios de Tokio son lo suficientemente altos como para perforar las nubes, aspirar hacia los cielos, y los salaryman son una milicia tranquila, susurrante, en trajes holgados y portafolios colectivos, y hablan el idioma de las tarjetas de negocios. En Tokio, Sehun deja de ver al calor como una niebla, los murmullos del hule contra las facturas de papel o el resplandor invisible de un cañón humeante. Comienza a ver al calor como vida, a los aros de agua que la taza de té de manzanilla de Luhan deja sobre el apoyabrazos del sofá, la chispa en la risa de Luhan envuelta en la comodidad de Seúl. Sehun está lentamente empezando a salir del rollo formato 135 hacia el rojo, amarillo y azul. Está vivo. En Tokio, D.O murmura que «Kai dice que no hay salida», y Sehun se da cuenta de que está por morir.

-No quiero morir.

Kai ladea la cabeza.

-Entonces simplemente continúa avanzando. No tienes alternativa.



Sehun vuela de San Francisco hacia Montreal. De París a Londres. De Hawái a Sídney. De Taipéi a Nueva Delhi. Se compra un Locus Plethore y pisa a fondo el acelerador, rasga el aire a 400 kilómetros por hora, con la vida desdibujándose frente a sus ojos, tan cerca de volar, antes de detenerse con un chirrido a centímetros de la cornisa. Mortalmente silencioso. La muerte ligera sobre su piel.

El gran cañón lo observa y Sehun le devuelve la mirada. Las palabras de D.O se traducen del recuerdo hacia la realidad.

No hay salida.

Piensa respecto a lo que quiere. Una vida eterna atrapado en el 135 o un momento efímero de realización, de júbilo, Seúl en colores. El problema es que él no es precisamente real en ninguno de los dos. Es sólo una imagen, una existencia bidimensional en un mundo de criaturas tridimensionales. Y empieza a pensar que quizá el 135, de un único color que sirve para todo, sea más apropiado.



Luhan lo llama cuando está en Shanghái. Sehun cuelga antes de que consiga preguntarle un «¿dónde estás?», porque él tampoco lo sabe. Jamás existió un nombre en particular para el lugar denominado demasiado lejos. Luhan vuelve a llamar un par de veces más. «¿Cómo estás?», «¿sigues vivo?», «¿vas a regresar?», «no voy a decirte adiós». Sehun olvida los nombres de las ciudades y empieza a contar en husos horarios. BNT, CDT, GMT, JST, PDT. Y luego deja de contarlos, también, porque es simplemente un fotógrafo. Una tercera persona sentada tras el espacio negro de la pantalla grande, tratando de encajar en una película sin rol. En ningún lugar en particular. Luhan sigue llamándolo. Sehun cambia su número durante una cena en Estambul y deja su teléfono en un vertedero.

Kai le entrega una bolsa marrón de papel con dos viales naranjas dentro.

-Pastillas para dormir, analgésicos, todo de lo bueno. ¿Ya te ha dejado de doler o…?

Sehun parte un espejo con los nudillos descubiertos. Y no siente dolor.

-Sí, supongo.

Se esfuerza por recordar lo que se supone que significa hace mucho calor, y luego deja de importarle. El mundo se detiene a su alrededor. El viaje ha pasado tan rápido, excesivamente rápido, y quizás haya llegado por fin a demasiado lejos.

A veces se arroja de algún risco e impacta contra el agua debajo. Pero no hay Luhan, no hay risas, no hay nada. Sólo el frío adherido a las grietas de su piel, a las uniones entre sus huesos. Deambula de regreso hacia Estambul, va sobre sus pasos hasta el vertedero, pero hace tiempo que el teléfono ya no está, y se queda luchando por recordar la voz de Luhan. Sus últimas palabras. ¿Se rió o lloró o se quedó callado? Pero Sehun no puede recordar. No puede.

Hay películas que terminan así. Son las que jamás llegan a los cines.



Es enero cuando Sehun termina de vuelta en Seúl, y se detiene en su Koenigsegg CCX, todo aluminio, un acabado impecable, un intocable cuerpo de escamas negras y heladas. «Atractivo», lo llamó Kai. «Caro», comentó D.O; «si el trabajo no te mata, tu banco lo hará». A Sehun no le importó. Es rico ahora. Sucio y tremendamente decadente. Está revolcándose en capital, del invisible, del líquido y del duro. Trabaja a doble jornada, toma múltiples exposiciones. Joven, imprudente, atrevido, precipitándose por algo que nadie consigue comprender. Y se compra todo tipo de autos, carcasas de juguete para encontrarse, porque está en ese punto en el que te olvidarás de qué nombre se supone que figure en tu pasaporte y serás un fantasma. Un fantasma real, viviente, y el mundo no tendrá ni un solo registro de tu existencia.

Esta noche el sobre es ligero. Supuestamente es un trabajo rápido. «Dos tiros a la cabeza», dijo Suho. «Tan sencillo que casi resulta insultante». Sehun abre el paquete y ojea el perfil velozmente y con descuido. Su mirada se ve atraída por la fotografía lustrosa de su blanco.

Ojos cafés, una nariz demasiado pequeña como para encajar, un nombre chino con demasiados trazos. Destellos de suspensiones de polvo en haces de luz y el olor a libros viejos de arquitectura e historia otra vez. Y escalones de piedra, paseos en bici, cámaras, obturadores y cafés y polaroids y té y zambullidas y electricidad, trueno, rayo, una vida. Una vida. Es Luhan. Luhan en Seúl.

Las manos de Sehun están temblando cuando pasa a la página del perfil del empleador y lee 鹿晗, y vuelve a la de su objetivo y lee 鹿晗. Luhan matando a Luhan. Sehun no sabe si está riéndose o llorando.



Cuando vuelve a ver a Luhan ahí en el banco, con su vieja guitarra desafinada, sus dedos rosados por el frío polar, no piensa en bibliotecas ni en saltos de altura, sino en las noches de octubre, en las súbitas descargas de tibieza. La eterna llovizna empapando el hombro de Luhan, la banda sonora de sus vidas flotando con indecisión en el aire. Demasiado definida como para ser etérea, casi humana. La silueta de Luhan había estado borrosa mientras su melodía abría brecha por la calle como los recuerdos de infancia de unas brillantes notas de caja musical, centelleantes y tan claras como el cristal, tal como lo hace ahora.

La mano de Luhan se detiene. La música continúa, en algún lugar lejano. Lo observa no con expectación, sino con paciencia; no cansado, sólo resistente. Ha estado así por un largo tiempo, se da cuenta Sehun, tan largo que la esperanza se le cristalizó en el rostro. Y espera por aquella antigua inundación de calidez, la imparable descarga de electricidad. Y llega hirviente, el enorme peso del miedo, el pánico y una furia demoledora. Sus manos tiemblan cuando toma a Luhan por el cuello de su camisa y le propina un puñetazo en la mandíbula. Salvo que no es tanto un puñetazo como un golpe con la palma abierta, y no es tanto un golpe como una caricia suave, deslizante, y un pequeño gimoteo que se convierte en un jadeo entrecortado en busca de aire.

-Hyung -dice Sehun. Su voz es un suspiro seco.

-Sehun. -Luhan cierra su mano alrededor de la de él y la presiona contra su mejilla. Sus palabras son suaves, dulces y tristemente perplejas-. Sehun, creí que tendrías un alias. Pero supongo que Oh Sehun es en verdad tanto un asesino como un chico raro, ¿no?

-Eres jodidamente ridículo. Estúpido. Ingenuo.

Luhan le toma la mano y besa su palma, susurrando con una risa «tú también» hacia las líneas, y tal vez la palma esté húmeda como las mejillas de Sehun.

-Voy a renunciar. -Lo dice como un pensamiento que ha tenido desde hace mucho, y que probablemente tenga-. Voy a vivir.



Sehun está sentado en un taburete en el estudio de Luhan. Hay dos mensajes de voz sin abrir en su teléfono: uno de Suho y otro de Kai. Un auto ridículamente caro está estacionado en la calle, no muy lejos. Tiene el brillo amenazante de un acabado al viento. El auto de un asesino. Sehun sabe que el tiempo escasea. Las balanzas se han inclinado. Las probabilidades no están a su favor.

-Cálmate -dice, pateando suavemente la figura encorvada de Luhan-. Todavía te queda una semana.

Luhan suelta un gruñido evasivo y digita más números en su calculadora, murmurando algo entre dientes acerca de cuadros y cortes y de sacrificar milímetros.

-Una semana no alcanza para convertir un lío en un show presentable, dios mío ¿cuándo saqué tantas fotos de mierda…? -Sehun lo vuelve a patear. Luhan se da la vuelta con rapidez, a punto de gritarle, cuando él lo besa hasta quitarle el enfado de sus labios.

Es su primer beso. Su primer contacto, en realidad, pero Sehun va rápido porque las probabilidades no están a su favor y el tiempo está agotándose, y no quiere golpearse luego por no haber unido sus labios en el peor momento. Luhan le devuelve el beso, a la larga, tras un breve momento de perplejidad en el que sus manos típicamente se crispan por la sorpresa. Cuando lo besa, le esfuma la aceleración de los nervios y los devuelve a un alto lánguido, sencillo, sin fricción. Sehun alinea al muchacho contra su mesa de trabajo, rodillas contra muslos, mientras que el agarre de Luhan se cierra en su cabello. Sehun piensa que pueden quedarse así para siempre, enredados el uno en el otro. Son dos mundos fundiéndose en uno, o tal vez simplemente un mundo doblándose sobre sí mismo, y Sehun documenta este momento en su 135.

El obturador captura un haz de sol iluminándoles los rostros.



Es la penúltima semana de enero cuando Sehun ve al auto exorbitantemente excesivo, el mismo McLaren de un rojo ardiente, estacionado junto al estudio de Luhan, que fue reubicado en su galería. Sabe que el juego ha comenzado por el impacto instintivo de los esteroides en sus venas. Acaricia a la bestia de acero y una especie de polvillo metálico en el aire, como sal hecha de virutas de metal, se le graba en los dedos.

Halla a Luhan entre la multitud. Es un evento de gala. Sehun observa el tumulto, gente vistiendo y ahogándose y forjando capital con sus trajes de diseñador y espaldas rectas y bolsos con diamantes. Esta es la masa que vive en torres con pilares de oro y fuentes de mármol e historia colgando de sus muros, abandonada; el romanticismo de El Padrino y la brutalidad de Pulp Fiction. Y se da cuenta de que quieren alcanzar algún murmullo humano olvidado en la colección de Luhan de artículos brillantes y colores domésticos. Los guijarros y cristales y caracolas y arena y Seúl en su totalidad, aquí y ahora y para siempre. El murmullo de humanidad que Luhan le introdujo con su beso.

Se gira hacia Luhan, cuyos ojos resplandecen a media habitación de distancia mientras descorre las cortinas para revelar la última foto.

Y es la de Sehun, más grande que la vida, ingenuo y raro, ataviado con cuero y metal y un casco de motocicleta estúpidamente brillante, de pie junto a la puerta de un café pintoresco. Hay algo agradable acerca de cómo la luz le pega en un lado del rostro, piensa. Una descarga delatora de calidez le corre por las venas, y pronuncia: «hace mucho calor».



Mensaje nuevo, miércoles 23 de enero, 22:05. Eh, Cara de Póquer, no vayas por ahí creyendo que has trascendido la humanidad o alguna estupidez filosófica similar, ¿sí? Noticia de última hora: no puedes sentir el frío si estás muerto. Tampoco puedes sentir el calor. Estás vivo, naciste vivo. Sí. De acuerdo. Eso es todo. Nos vemos pronto.



Hay nieve fresca, una capa cristalina y brillante de escarcha por el estacionamiento, una sábana blanca esperando su primera marca, la última escena de Kill Bill vol. 1 en ciernes, cuando Sehun sale con una tranquila caminata de la galería. Kai tiene un dejo de comportamiento amigable. Su chaqueta de cuero posee un brillo como encerado. Sehun parpadea con lentitud, incorporando su última visión del mundo de a un píxel a la vez.

Y así es como termina todo, piensa; así todo se detiene. Sin fuegos artificiales, sin truenos bajo los pies, sin restos de metal y cristal y hule humeando y crujiendo sobre el asfalto. Sin un chillido ni un aullido ni un grito, pero con una profunda fe que se enhebra en sus venas aun con menos de un frágil segundo de vida, con menos de medio segundo, y Kai ladea la cabeza con pereza cuando Sehun da su primera pisada en la nieve.

-¿Es esta tu idea de ir demasiado lejos? ¿El vehículo más rápido es una bala a la cabeza?

-No -dice Sehun-. Demasiado lejos nunca fue necesario. Solo me hacía falta dar el primer paso. Solo yo, sin vehículos… tal vez tú también lo comprendas, algún día.

-Mocoso cara de póquer condescendiente. ¿Por qué todavía no odio tu coraje? -La boca de Kai se transfigura en una sonrisa. Luce más joven, casi adolescente, y tiene el remanente de aquella mirada fascinada que le dice que tal vez haya dado el primer paso hace tiempo, solo que en otra dirección. Y luego aprieta el gatillo.

Sehun parpadea ante el destello del cañón, y aprecia las estrellas en el cielo mientras cae para atrás. Nunca antes parecieron brillar tan intensa, anhelante y bellamente. La nieve está fría, glacial, pero Sehun se siente cálido. Cálido como jamás se había sentido antes. Piensa en Luhan. Dicen que en los últimos quince segundos de vida, un ser humano vuelve a revivirlo todo desde el comienzo, así que él cierra los ojos con la muda anticipación de encontrarse nuevamente a Luhan, en alguna biblioteca de Seúl. Y quizá esta vez, mientras lo aparta de un empujón y antes de saltar por la ventana, se detenga por el más breve de los segundos, lo roce con los dedos, una mirada extra, lo que sea.

En verdad duele como la puta madre.



Sehun se relaja en el balcón, ocioso, con una copa de champagne mientras espera a que Luhan concluya su conversación con un patrocinador influyente. Charlan en el idioma de Luhan, líneas curvas, números difusos y una sarta de sílabas constantes y lentas. Es su segundo verano en Beijing, empolvada de techos y horizontes incendiándose con la luz de las tormentas, las calles calurosas y tranquilas pero no muertas. Le gusta este lugar, el trenzado de letreros y farolas y taxis y andamios, el robusto fulgor de veinte millones de personas, multitudes yendo a almorzar y estudiantes y autobuses y campanillas de bicicletas reverberando en un pulso colectivo, toda la conciencia fluyendo por los toboganes de mosaicos de arcilla y acero monocromático y mezclándose en algo tangible. Algo superhumano. Pueden quedarse aquí por siempre. Sehun ya está haciendo planes, en el reverso de las servilletas de la cena y los bocetos de Luhan.

-Bueno, Cara de Póquer, ¿supongo que tu autoterapia no resultó?

Le toma un segundo el reconocer el origen de aquella voz que omite la charla cortés obligatoria, proveniente del patio de abajo. Es coreano, pronunciado con una entonación insulsa y molesta que hace que las palabras suenen insultantes de por sí. Es Kai. Por supuesto que es el jodido Kai. Siente un pálpito instantáneo en su docena de puntos sobre las costillas.

-¿O es que realmente no tienes gusto para los autos? -sugiere Kai, apoyándose de brazos cruzados contra el balcón ubicado frente al de Sehun. Luce casi como un barón en proceso, con su cabello revuelto hacia atrás y una corbata cuadriculada impecable; un traje perfectamente ceñido, probablemente de Armani. Rezumando la opulencia y decadencia de unos cigarrillos extralargos, extrasuaves y de quemado lento, un balance entre insolencia y vanidad. Y también está la familiar marca del barril de un arma contra su bolsillo, claro.

-Por el negativo de aquel orangután -empieza Sehun, refiriéndose al sobre sin marcar que apareció en su mesa de luz el día que se despertó en el hospital. El rollo 135 de una cara manchada y medio cuerpo enterrado en una especie de domo de nieve. Su cara. La cara de un Oh Sehun supuestamente muerto. La foto de confirmación. Baekhyun no bromeaba acerca de las dotes fotográficas inferiores de Kai. Alza su copa en un brindis-. Gracias. Y espero que hayas conseguido hacer bien el retoque.

El otro no le responde. Sehun recuerda todas esas veces en las que Kai lo tuvo a punta de pistola, todas esas veces que Kai le puso un cuchillo contra la garganta, todas esas veces que Kai lo sacó arrastrando de la muerte, lo metió en un auto y se alejó acelerando. Y se acuerda de que Kai nunca lo mató antes. Le dio lo más cercano a sentirse vivo, a solo un paso de la muerte.

-¿Por qué?

Kai se encoge de hombros, observando a la multitud de debajo con mirada calculadora.

-No sé. Nunca fuiste un asesino, nunca pusiste tus manos en el volante. Habría sido un golpe a mi orgullo masculino el matar a un sensiblero cara de póquer como tú.

Sehun asiente, absorbiendo todo lo que Kai no le dijo. Éste chequea su reloj.

-En fin, Suho está pensando en unirse a un grupo de tipos de China. Kris el Dragón, un narcisista con el traje blanco más odioso del mundo. No regresaremos. -Ríe, pero no luce arrepentido, y Sehun nunca esperó que lo luciera porque, después de todo, Kai no es como él. Kai no está buscando realmente un destino; no lo necesita. Kai conduce por la adrenalina y las quemazones y la amenaza tentadora de un choque chispeando en las puntas de sus dedos, el fervor que mantiene pegadas sus manos al volante. Y seguirá conduciendo, y tal vez choque, pero no pasará a menos que lo permita. Porque es Kai. Porque ya ha rebasado demasiado lejos, probablemente, hace mucho tiempo-. No me extrañes.

Sehun siente un tirón indulgente en los labios mientras expresa:

-Si tu sujeto de traje blanco es aquel, creo que se te está escapando.

-Mocoso. -Kai se termina su trago antes de echarle un vistazo al acceso del auto de abajo, y una mueca divertida hacia Sehun. Se empuja para apartarse del barandal-. Hasta nunca.

-Conduce lento.



Los créditos de apertura de A Bittersweet Life se transforman en una escena de un amarillo chillón, en transición entre un violeta y verde, introduciendo una vida toda de serenidad y quietud. Sehun se inclina hacia el oído de Luhan y le cuenta un truco.

-Así es como te insertas en la película: alzas una mano -Y sube la mano, tapando un pedazo de la pantalla ante ellos- y te imaginas a ti mismo detrás. Ahí estás, ¿ves? Y eres parte de la película. Parte de su mundo…

Luhan lo mira como si estuviera loco.

-Esta película ni siquiera tiene un final feliz. ¿Por qué querrías hacer eso?

Sehun cavila y golpea con la nuca el asiento en busca de una respuesta, porque la respuesta por la que estuvo viviendo durante tantos años ya ha expirado. Y tal vez ya no necesite vivir en una película.

-Eres parte de algo mejor -Luhan se acurruca más en su butaca y mete la mano en el balde de palomitas de Sehun-: la vida.

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