135 Seoul [1/2]

Jun 19, 2015 18:29


No permito que mis traducciones sean publicadas en ninguna otra página, así que por favor no las utilices ni las adaptes.

(Masterlist)

Título: 135 Seoul
Autora: changdictator
Género: Romance
Rating: PG-13
Idioma original: inglés
Fanfic original: click aquí
Traductor: Drake15
Palabras: ~12800

Bueno, empecé a traducir este Hunhan hace un tiempo largo y me costó bastante, y para cuando terminé, Chang ya había ocultado hacía tiempo todos sus fanfics. Aun así, le pregunté si no tenía problema con que publicara esta traducción y me dijo que no, siempre y cuando pusiera los debidos créditos. Así que por eso está ahí el link al fanfic en inglés pero el acceso denegado: porque Chang los ocultó.

He visto que la gente clasificó este fanfic como romance/angst, pero la verdad que de angst propiamente dicho yo no le vi nada, así que por eso le dejé nada más el romance. De todos modos no sé bien a qué categoría pertenece esta historia xD

En fin, disfruten la lectura. ¡Recuerden dejar un comentario luego diciendo qué les pareció, y compartan con quienes puedan para ayudarme! Muchas gracias. :D



135 Seoul

Su primer encuentro fue en un sótano sacado directamente de Área común de seguridad. Suho tenía una sonrisa amigable y un apretón de manos simple. El contorno de una navaja automática sobresalía del bolsillo superior de su traje bien planchado. Tras ellos, Chanyeol lucía horriblemente alto apoyado contra la pared, cargando y descargando la misma bala en su revólver, haciendo girar el cilindro, pasando temerario el dedo por el gatillo, a la espera de que cada vez Baekhyun le apartara la mano abofeteándosela. Kai entró último a la habitación. Sujetaba una gruesa pila de papeles, los cuales dejó caer en manos de Sehun antes de reclinarse y utilizar el hombro de D.O como apoyabrazos.

Sehun pasó el pulgar por las páginas, hojas de un blanco completamente obliterado bajo filas y filas de una letra sólo lo suficientemente grande como para resultar legible.

-Es tu contrato -explicó Kai, levantando despreocupadamente el mentón. Tenía más bien un aire a ruin nuevo rico, o al prostituto de alguno, que de asesino-. Léelo. Fírmalo.

Fue D.O quien comenzó a hablar primero. Un muchacho bajito ataviado con un polo blancuzco; su cabello corto irradiaba el carisma de la inocencia. Sehun no sabía si estaba más cautivado por la sonrisa entusiasta e inofensiva de D.O o por su cigarrillo apagado zarandeándose entre sus dientes.

-No hace falta que lo leas todo. Las reglas son simples. De hecho, solo hay dos. Uno: nos envías una foto de cada asesinato, preferentemente en películas formato 135. Nosotros nos aseguramos de que has cumplido con tu trabajo y tú de paso practicas tus habilidades fotográficas. Dos: este es un contrato vinculante, es decir que una vez que entras ya no puedes salir. Por lo que si renuncias, tu cara podría terminar en el 135 de alguien más.

-En el mío -mencionó Kai con indiferencia, extrayendo luego de su bolsillo un encendedor y ahuecando una mano para prenderle a D.O su cigarro-. Mi auto necesita un retoque.

Los labios de Kyungsoo se curvaron en una mezcla entre burla y escepticismo, mientras que Jongin explicó: «Ando corto de dinero. Y puedo hacer que salgas muy bien. Realmente muy bien» mientras tomaba el cigarro de labios de D.O. Le dio una pitada larga, campante.

-No lo escuches -se bufó Baekhyun-. La mitad de sus fotos son una porquería. Te hará lucir como un muy buen orangután.

D.O recuperó su cigarrillo de Kai.

-Firma y fecha en las páginas tres, catorce y última. Es veinticinco de marzo.

El bolígrafo era como hielo en manos de Sehun. No estaba seguro de si al firmar estaba entregando su vida o ganando una, o si cualquiera de las dos haría alguna diferencia.



Incluso sin los gruesos habanos ni las fichas de póquer, los asesinos a sueldo llevan una vida buena, corrupta. Y si lo desean, que usualmente sí, dichas vidas involucran capital: una insustancial cadena numérica en sus libretas de ahorros, que no se toca ni se ve. Capital invisible, convertido en horrible temor con una mordaza fría. Capital líquido, fluyendo de la fuente de chocolate de D.O, dulce opulencia engrasando las tuercas y tornillos y engranajes entre funciones con champagne. Capital duro, drogado con calor y moldeado como hierro fundido, baños de cromo, cristal, acero y cobre y cuero plástico; capital duro grabado en llantas de goma, en puertas de Lamborghini y capós de Mercedes-Benz.

Todo se reduce a autos. Los asesinos se insertan a sí mismos en sus coches como los fotógrafos en imágenes. Suho se mueve en un elegante Bentley negro para la primera impresión, mientras que Kai se desplaza vertiginosamente en su llamativo Lamborghini Murciélago amarillo las mañanas dominicales: un chirriante trozo de metal y cuero para despertar a la policía vecinal; Baekhyun trata de mantener oculto su embarazosamente tierno Volkswagen Beetle, un recordatorio para Chanyeol y su odioso Hummer H3 de no alardear durante un juego de póquer, sobre todo con llaves de auto en juego.

No conducen por necesidad. D.O convierte el dinero liquidado en su libreta de ahorros en un Aston Martin plateado para alardear, la clara división entre «yo» y «tú y el resto». Kai, por la mera chispa de adrenalina que le trae pasar un dedo sobre un acabado de pintura tan cara como la plata esterlina, y por el bestial golpe de poder al conducir dicho acabado de pintura sofisticado por el duro asfalto. Y Baekhyun dice en voz baja, mientras se encuentra inclinado sobre el lavabo removiéndose el kohl de los ojos, que lo compra como una reconfirmación. «Cuando lleves en el negocio el tiempo suficiente, te olvidarás de qué nombre se supone que figure en tu pasaporte y serás un fantasma. Un fantasma real, viviente, y el mundo no tendrá ni un solo registro de tu existencia. Necesitarás algo que te identifique, y el auto es simplemente un medio para ese fin. No es el único medio, ni tampoco es precisamente necesario, pero es el más fácil.»

No obstante, Sehun sí se compra su Bugatti Veyron color blanco satinado, una súper máquina tan perfectamente elegante como excesiva, por necesidad. A veces el mundo se ve como un mapa sin texto y no está seguro de a dónde se supone que vaya, o a dónde quiere ir. Lo hace sentir inquieto y torpe. Con la opulencia nublándole la mente, el estupor de la alta velocidad oscureciéndole la visión y el gruñido del motor inyectándole un poder paralizante en el cuerpo, su pánico se desvanece con ese ronroneo. La velocidad le permite enfocarse en la muerte. En el puro acto de ir.

-Entonces, Cara de Póquer, ¿quemar tu billetera por un auto horrendo se supone que te ayude a encontrar una dirección en tu vida? ¿Es como autoterapia? -exclamó Kai hace una semana, cuando se hallaban metidos en balcones opuestos en Barcelona. Su voz se oía con claridad por encima de los murmullos corteses de los intercambios diplomáticos bajo ellos. Sehun había estado estrujando el cuello de un embajador cuando Kai lo había visto y había alzado su copa de champagne, brindando. Estaban a una docena de metros de distancia, lo suficientemente cerca para que Sehun divisara los labios de Kai ampliándose con una carcajada silente-. Y yo que creía que Chanyeol tenía un mal hábito al arrollar gente con su auto.

-No es autoterapia. No necesito encontrar una dirección -replicó Sehun, soltando al embajador muerto para acomodarse el corbatín, y se encogió de hombros-, no cuando he visto el planeta entero. De Berlín a Casablanca.

-¿Y se supone que eso sea una excusa plausible de por qué estás tan ansioso por conducir por el mundo a toda velocidad? ¿Es que no puedes esperar para volver a verlo todo? -Kai alzó un dedo mientras apuraba el resto del champagne. Él lo aguardó hasta que le volvió a poner atención, girando la copa vacía con una sujeción laxa.

-No -dijo Sehun, a la larga.

-¿Qué?

-La velocidad es sólo una anestesia, ya sabes: se lleva el dolor y enfoca la lente en el objetivo, y hablando de eso… -Sehun apuntó con su mentón hacia una mujer subiéndose a una limusina, dos pisos más abajo-. Creo que el tuyo se te está escapando. Te aviso, nada más.

Kai elevó una comisura de su boca en una sonrisa perezosa, desagradecida. Siguió la mirada de Sehun, sacando una pistola de la chaqueta de su esmoquin. Los disparos salieron del cargador metálico con un estallido. Sehun bajó la mirada para atisbar el fino hilo de humo saliendo del capó de la limusina y a la explosión anaranjada, y para cuando volvió a levantar la mirada, con los oídos zumbándole por el estallido, Kai ya se había ido con un eco de «siempre y cuando no te vayas demasiado lejos, Cara de Póquer. Y tu corbatín sigue torcido».

La iluminación en la imagen estaba extremadamente deformada gracias al fuego de Kai, mas Sehun hizo su mejor esfuerzo por tomar una buena fotografía del rostro. Lanzó la cámara hacia las llamas y depositó el rollo en su bolsillo. La fiesta finalmente comenzaba, las sirenas hacían un buen ritmo, las luces de disco rojas y azules giraban en los autos policiales y los agentes de seguros y ricachones de clubes nocturnos y peces gordos extranjeros rompían finalmente el hielo, cuando Sehun se retiró.

Se preguntó a dónde se estaba dirigiendo mientras agarraba el volante, y cuán lejos quedaba demasiado lejos. Pero no importaba, porque incluso tras abandonar vertiginosamente Barcelona y Cataluña y España en su totalidad, siempre terminaba en el mismo lugar: mirando el espejo retrovisor desde el asiento trasero del Bentley de Suho.

Es mediodía y ha pasado una semana. El ruido blanco se ha endurecido hasta volverse algo frío. Una migraña le palpita a Sehun en las sienes. El corbatín de anoche se halla arrugado en su bolsillo. Las manos heladas, el cuello dolorido, los ojos ardiéndole de tanto entornarlos en busca de demasiado lejos, y el alma cansada por haber regresado vacío, otra vez.

-Kai me ha contado que ustedes dos están haciendo buenas migas -menciona Suho, ofreciéndole un bagel y un sobre a cambio del rollo fotográfico. Lo revisa velozmente a contraluz antes de cortar un segmento y guardarlo en un porta-tarjetas plateado. Sehun se queda con el tubo del rollo como suvenir-. Eso es bueno, pero no te encariñes. Ambos son asesinos, él podría ser tu próximo objetivo tanto como tú el suyo. Y Kai nunca titubea, por más que le agrades.

-Yo tampoco -musita Sehun, calculando el grosor del efectivo y echándole un vistazo rápido al siguiente itinerario. Seúl, Corea. Le resulta curiosamente familiar. Recuerda algo acerca de polvo suspendido en haces de luz y olor a libros viejos de arquitectura e historia-. No somos amigos. Y no me agrada.

-No seas tan frío. -La sonrisa de Suho luce cálida en el espejo retrovisor-. Te veré en Seúl -agrega, y hace que Sehun se sienta algo mareado. Al descender a un lado del camino, con el Bentley desapareciendo de su visión periférica, Sehun permanece de pie bajo las vibrantes ondas de calor, con el sol refulgente pulsando en su espalda y la grava áspera crujiendo bajo sus pies. El horizonte se extiende ante él, interminable y abrasador. Cuando parpadea, pierde un poco el enfoque. Doble exposición. Aguarda a que el frío se le descongele de las manos, pero persiste ahí.

A la larga termina andando, con los dedos sobre el tubo plástico en su bolsillo. Lo mantiene frío.



A Sehun le gusta ver películas apoltronado contra la salida de más atrás de las butacas, para entrever la mitad de la pantalla.

No quiere ver la imagen completa, porque le gusta imaginar que en la otra mitad del metraje está él. Oh Sehun. El diálogo, la música y el ocasional chirrido estentóreo se aquietan, con tiempo y esfuerzo, hasta volverse un interminable zumbido motorizado. Un flujo informativo de ruido blanco, expandiéndose desde las fragilidades humanas, volviéndose emulsiones de 35 milímetros; y las bases transparentes, panteones antropomórficos y atemporales de la pantalla grande, alimento para las masas anónimas proveniente de transductores electroacústicos gigantes. Destilable, desfigurable. Y él lo internaliza todo, se entreteje con el sonido envolvente resonando en sus huesos y aparenta formar parte de la película. Pretende que es el último huésped de The Quiet Family. Que era el alcaide sin nombre de Hierro 3.

Para Sehun, cada filme es una condensación de visuales y audios y la descarga del aire acondicionado sobre su piel, y se resume en el extracto del alma. O si no, al menos es algún lugar en el que existir, cuando el mundo fuera del cine parece haberse doblado sobre sí mismo tantas veces que cada metrópolis no es más que una fotocopia de la siguiente, y en ninguna de las copias parece haber espacio para Oh Sehun.

Pasa la noche en el cine, dormido consciente durante Volver y El laberinto del fauno, y se moviliza hasta la salida al despuntar el alba.

España es un borrón de colores fluyendo por sus ventanas cuando lleva su Veyron a dar una última vuelta. El rendimiento óptimo zumba bajo sus dedos, un fino hilado de jaulas de acero y bloques de hierro y un abandono temerario, y lo tiene planeando bajo y veloz sobre una tela de asfalto. Se deslizan por los pequeños atisbos de humanidad en carteleras publicitarias y una infinita secuencia de civilización, y Sehun casi empieza a pensar que está yendo hacia algún lugar, que más allá del horizonte del horizonte hay un pequeño globo de texto que tiene su nombre junto a demasiado lejos grabados en letra chica. Pero a la larga se les agota el tiempo y el espacio. Y la inscripción no se deja ver por ninguna parte.

Sehun se baja del auto, extrañamente tranquilo. Se lo ha visto venir. Esta vez lo deja en medio de la nada, con una bomba de tiempo parpadeando en el chasis y las llaves sobre el capó. Se toma un taxi hasta el aeropuerto. El conductor se muestra confuso cuando Sehun usa su limitado español para pedirle que suba la calefacción.

-Un día de verano, summer day. -El chófer ríe, hace un intento por expresar las partes en inglés-. Hace mucho calor, summer, hot. Very hot. No heat.

-Frío -explica Sehun-. Tengo frío, hoy.

«“Tengo frío”, así es como dices en español que tienes frío», le había dicho Kai hace siete meses, con marzo descongelándose hacia la primavera. Sehun recuerda la mitad de una escena con lluvia oblicua y humeante café negro generando condensación en vasos de poliestireno. Kai le enseñó su seductora mirada de párpados medio caídos la primera vez que le preguntó, apoyado contra su Lamborghini Murciélago odiosamente amarillo, hablando más con sus labios que con su garganta, cómo te gustaría morir. La descolorida Roma iluminaba al Leblanc Caroline destrozado en el fondo, móvil pero invariable.

El resto de las líneas se borraron con el tiempo, aunque Sehun recuerda con claridad aquel cómo te gustaría morir que lo sedujo para meterse a este negocio, y el dejo de amargura cuando él le respondió a la seducción con un ya estoy muerto. Sehun cree que en ese momento pudo haber elegido, y se pregunta por qué optó por subirse al Lamborghini de Kai.



Baekhyun está sentado en el asiento de adelante, haciendo piececitos sin mucha discreción con Kai, quien se halla ubicado frente a él. Baekhyun juega dura y velozmente, lanzándole estocadas y patadas y gruñidos y jadeos, mientras que Kai lo hace con control y cálculo, y D.O los detiene a ambos con unas veloces tundas a la cabeza con una revista enrollada. Chanyeol resopla ante la hostilidad, con su flequillo ondulado cubriéndole los ojos. Suho está en el frente y, desde ese ángulo, fácilmente podría hacerse pasar por el vicepresidente joven y simpático de alguna importante firma; se halla inmerso en su laptop y le dedica brillantes sonrisas a las azafatas.

Sehun se pregunta si él lucirá igual que los demás, un manojo de yupis inofensivos en trajes de diseñador. Piensa en el «cuando lleves en el negocio el tiempo suficiente, te olvidarás de qué nombre se supone que figure en tu pasaporte y serás un fantasma. Un fantasma real, viviente, y el mundo no tendrá ni un solo registro de tu existencia» que le dijo Baekhyun. Y se pregunta si ya estará listo para ser ese fantasma, o si ya se habrá vuelto uno.

Una existencia efímera, destinada a esfumarse en cuanto la otra mitad de la película sea develada.

Ese pensamiento no le resulta temible.

Seúl llega por entre las nubes como áreas marrones, y conforme el avión desciende, Sehun divisa pedacitos de follaje brotando desde los costados, como musgo negro. Desde dos mil metros de altura, la ciudad peculiarmente se asemeja tanto a una acera de Brooklyn vista de cerca, como a un sendero sucio en San Petersburgo. Sehun trata de dormir durante el resto del descenso. Se supone que este sea su hogar, pero a él le produce la misma sensación que Kioto o Hong Kong o Versalles. Un sitio antiguo y nuevo. Ya lo ha visto, y ya vio la totalidad de todo, antes.



En Seúl, Sehun devasta su billetera con una Ducati Desmosedici RR de color rojo intenso. Kai la bautiza como una motocicleta atípicamente llamativa para alguien como Sehun, aunque típicamente fea. Él le explica que anda dócilmente y, más importante aún, rápido.

-¿Cuán rápido? -inquiere Kai; el interés del adicto de la velocidad se vio despertado, y roza con una mano la carrocería de fibra de carbono y los asientos de cuero cosidos a mano. D.O rueda los ojos tras ellos y gesticula hacia Sehun para que mantenga las llaves lejos del alcance de Kai. Todos tienen un mutuo acuerdo sobre él; no es que sea un suicida, sino más bien que no se preocupa lo necesario como para serlo.

-No lo suficiente.

Kai alza las cejas y asiente, casi como comprendiendo. Ya le ha dado un asentimiento así antes: la primera vez que se conocieron, cuando Sehun extendió una mano y murmuró ya estoy muerto.



El sobre que le entrega Suho esta vez es grueso. Los cabecillas van con descontrol por los sindicatos de Corea. Cuando matan, exterminan. Familias enteras con un cuchillo, registros carbonizados de a docenas, linajes borrados como líneas de grafito. Sehun se termina dos rollos fotográficos en una tarde, y todavía tiene sangre coagulada bajo las uñas cuando se deja caer en una banca, media hora pasada la medianoche. Le duele todo.

Extiende una mano y tapa a la mitad la visión que tiene del banco frente a él. Cierra los ojos y convierte el sonido de los grillos y un estacionamiento medio vacío en una banda sonora. Una escena de abertura. Está sentado en una escena de abertura. Este es un agosto asfixiante atrapado en la transición, deshelándose hacia el otoño con farolas anaranjadas, el murmullo distante de la civilización: niños, campanillas de bicicletas, ecos del tráfico, la ropa lavada sacudiéndose al viento. Y él está sentado en el centro exacto, en la mitad de la banca del parque al otro lado de la calle, en la parte que está cubierta por su mano.

Un sonido de pisadas interrumpe los pensamientos de Sehun. Cuando vuelve a abrir los ojos, dejando caer su mano, se encuentra a alguien en su lugar.

Contiene la respiración.

Vuelve a recordar las suspensiones de polvo en haces de luz y el olor a libros viejos de arquitectura e historia. Y esta vez, lo recuerda con la espontaneidad y claridad de un primer amor.

Una única tarde en una biblioteca pública de Seúl. Mediados de abril. Flores germinando fuera de las ventanas. Sangre goteándole del cuello, pegajosa en sus palmas, un dolor horrendo en el brazo, el pánico palpitándole en el corazón. Su primer trabajo. Un total desastre. Un testigo observándolo fijamente a través del polvo que nevaba del cielorraso, y la luz del sol incendiando cada partícula al flotar en el silencio. Con ojos de ciervo y facciones afiladas pese a su rostro infantil, una camisa blanca almidonada y dedos largos. Sehun pudo haberlo atravesado con una bala, y tal vez fue debido a la confusión, la ligereza de un segundo, o quizás por aquellos ojos de ciervo, pero no lo hizo. En su lugar, pasó a su lado dándole un empujón y un último vistazo y saltó por la ventana.

El muchacho tenía el aspecto de querer decirle algo, y ahora tiene la misma expresión: esa leve separación de labios y la ceja medio arqueada, el sol suavizándole los huesos y reflejándosele en los ojos. No es exactamente idéntica bajo el resplandor de la farola, pero aun así ahí está, atrapada entre pestañas largas y sonrisas pequeñas. Esta vez está tocando la guitarra, rasgueando fácilmente con sus dedos. Las notas erradas, perfectas en la cambiante melodía, y algo ilegible reluciendo en su rostro.

La banda sonora se disipa y es reemplazada por los claros y vacilantes acordes de una guitarra. Una melodía está siendo invocada de memoria y posicionada nota por nota, suspendidas como estrellas en el aire entre ambos. Sehun observa con atención al muchacho, de la misma manera que el muchacho lo observó a él. Siente una descarga de algo cálido dentro de su cabeza, y hasta mucho tiempo después de que el otro se fuera con un grupo de amigos, Sehun permanece congelado en eso.



Es veloz. No le provocan placer los asesinatos, ni tampoco la cacería. Entra rápido, sale limpio, descarta todas las paradas intermedias. Pública o privada, suave o fuerte, rápida o lenta, para Sehun, una muerte es una muerte, y tal vez un día él pierda la vida en algún lugar de allí. Aunque por otro lado, la vida no significa mucho para alguien que intenta atravesarla a 7.500 rpm.

Su blanco es un hombre de mediana edad; típica contextura, típico rostro, típico andar cuando entra al cubículo del baño y traba la puerta tras de sí. Sehun se mete al cubículo contiguo. Traza con el cañón de su arma una línea en la pared divisoria, según las coordenadas de la sombra de aquel hombre. El silenciador rebota contra el muro cuando aprieta el gatillo, y la cabeza del sujeto produce un ruido sordo al impactar contra la pared opuesta. Sehun toma una fotografía del hoyo en su cabeza parado sobre el asiento del retrete.

Finalizar cada trabajo siempre lo deja vacío, así que se llena con más tareas. El Bentley que maneja Suho en Seúl es casi idéntico al que condujo en Barcelona o en Tokio o en Nueva York, y su sonrisa es exactamente la misma en el espejo retrovisor. Salvo que esta vez Sehun termina su «no seas tan frío» con demasiada rapidez.

Suho intenta bromear, preocupado.

-Todavía tienes pulso, ¿no?

-Probablemente.

Uno de los dos parpadea, el otro ríe. Sehun ya no se molesta en contar su paga. Dos horas más tarde, vacía un tambor entero en el pilar de piedra tras la cabeza de un chico atractivo antes de rebanarle la garganta, lenta y profundamente. Se deshace de su pistola en un torbellino de metal y vidrio y letreros rotos de taxis en algún punto y lugar. El envase plástico del rollo se siente pesado en su bolsillo, y le hace pensar en melodías de guitarra, en camisas blancas de algodón y palmas nerviosas.



Se vuelven a encontrar cuando Sehun ingresa a un café. Una pintoresca edificación de ladrillos rojos emplazada en una intersección, dividida entre desdibujarse con el sol y derrumbarse bajo el peso de su techo de cerámica. Apenas atraviesa la entrada cuando divisa al muchacho apoyado contra el mostrador de la caja.

Tiene la misma sonrisita y la frase sin pronunciar en los labios. Vaqueros lavados de mezclilla, camisa blanca de algodón, casual como la línea melódica superior de alguna dulce sonata. Una cámara DSLR le cuelga del cuello, rebotándole contra el codo cuando toma su billetera. No habla con acento seulense.

Cuando sus miradas colisionan, Sehun se vuelve abruptamente consciente de las motas otoñales en su propia chaqueta de cuero, las gotas del sol por aquí, el beso de la brisa empolvada por allá, y el casco de motocicleta, negro y reluciente sacado directamente de la última película sobre gánsteres (un Oldboy mutante), que trae metido bajo el brazo. Rompe el contacto ocular demasiado tarde, casi como si el tiempo a su alrededor fuese viscoso. Le falta el aliento. La gente está comenzando a notar su presencia. Alzan la mirada de sus tazas antiguas, sus cafés negros y sus libros de poesía con los lomos rotos, y pasan a evaluar su chaqueta de cuero y guantes punk y su colonia que huele a pólvora. Él sabe que tiene un aspecto de adolescente, ahí parado tan tonto con su apariencia atrevida, y reclinado, veinticuatro grados torcido de su marco. Como un actor que entró al set equivocado. Una toma eliminada de Infernal Affairs atrapada en un rollo de Amélie.

La campanilla de la puerta tintinea con atraso.

Cuando Sehun vuelve a mirar al muchacho, se espera cualquier combinación de conmoción y horror. Espera que recuerde la misma escena en la biblioteca de Seúl que él, la de un asesino cubierto de sangre huyendo a toda velocidad por la ventana, y de polvo en suspensión roto por gotas de sangre. Pero el muchacho no grita ni escapa, precisamente. Simplemente agarra su cámara y…

Clic.

… es la primera vez de Sehun en un rollo fotográfico.



La gente que conoce a Oh Sehun, lo conoce como un fotógrafo. Rollos en formato 135 como paga. Rollos 135 como las páginas en blanco de su autobiografía. Rollos 135 como una especie de noción romántica de la fragilidad humana condensada en pantallas extra extra pequeñas.

Las personas que lo conocen mejor -que realmente conocen a Sehun, a los cuerpos hinchados por la bahía de Tokio y los ojos ensanchados con sesos rodando por las paredes de atrás, y a los hombres tratando de escapar a arañazos de un ataúd clavado con varillas de titanio-, saben que no es ningún fotógrafo. Oh Sehun es un asesino, carne fresca pero un peso pesado mortífero en el lado sur de Seúl, y cuando Kai se destroza la pierna esquiando, en el lado norte también. No conoce complicaciones. Estrangula, apuñala, dispara.

Sehun no se conoce, sin embargo, ni como fotógrafo ni como asesino. No hay arte ni adrenalina. Simplemente está atorado en el desarrollo, una imagen latente con un pie en el 135 y media huella dactilar en la fotografía. No está seguro de si quiere volver al casete o cobrar vida en tecnicolor, principalmente porque el tecnicolor no es tan genial, y quizás él haya ahogado a Oh Sehun en la bahía de Tokio con un bloque de cemento atado a un tobillo, o le haya volado la cabeza contra el cubículo del baño, o lo haya enterrado en la tierra de Dallas hace un largo tiempo. Tal vez no importa si Sehun no es un fotógrafo en el 135 o un asesino a color. Al menos no se supone que importe.



-Luhan, fotógrafo profesional. -El joven extiende una mano. Sehun la observa hasta que Luhan la termina retirando; se la frota tímidamente contra su otra palma para obtener calor, a pesar del clima húmedo-. ¿Vas a matarme ahora? ¿Porque te vi aquella vez?

-Debería -decide Sehun. Están sentados lado a lado en una terraza, a un escalón por encima del nivel del suelo, afuera de una tienda de abarrotes. Luhan se toma un momento para inhalar. Está sorpresivamente calmado para alguien con una sentencia sobre su cabeza. La orquesta del tráfico de hora pico, cacofonías de distintas figuras en el nublado paisaje urbano, instrumentos de viento vibrantes y violines agudos de camiones golpeados y bicicletas oxidadas atrapadas entre medio, ha estado silenciosa desde hace un largo rato. El corazón de Sehun le retumba en los oídos, ruidoso y caótico. Abre y cierra la navaja en su mano. Pequeños clics de acero inoxidable contra acero inoxidable. Ni siquiera es un hábito suyo, así que no sabe por qué lo está haciendo-. ¿Cómo te gustaría morir?

-No me gustaría -admite Luhan con una risa temblorosa. Sehun nota sus ojos arrugándose, y percibe el miedo en su voz. No le es entregado con discordante agitación, sino con esperanza, un débil susurro de una plegaria en las palabras-: si puedo elegir.

-¿Por qué no?

Luhan suena sorprendido cuando le dice:

-Porque aún tengo cosas por las que vivir. -Y tras agregar «además, quiero ver en qué se puede convertir esa foto tuya», es Sehun quien pasa a lucir sorprendido.

-¿Así que la entregarás a la policía?

El tenor de neumáticos chirriando sobre el asfalto revolotea por entre notas cubistas, y el ruido es incontenible, una sinfonía extensa de caos desplegándose e hinchándose con su silencio. Pero entre ellos está el eco más fuerte, la dislocación del ceño fruncido de Sehun y los parpadeos veloces de Luhan, la desconexión muda entre el instinto y la racionalidad. Es tan fuerte que Sehun no logra oir nada. Los labios del otro están moviéndose, está diciendo algo, y siente la tibieza en su corazón antes de registrar el pensamiento en su cabeza. Hay un dejo de fuego en las puntas de sus dedos.

Lentamente, baja los escalones. De los ojos grandes de Luhan pende una pregunta. Simple y silenciosa. Sehun no está seguro de cómo responderle, así que suelta un ladrido raro.

-Te liquidaré.

Y esta vez, mientras acelera la motocicleta, no tiene ni la menor noción de a dónde está dirigiéndose, o cuán rápido debería andar para enterrar la desorientación que le quema en las manos. ¿Cómo debería irse? ¿Debería dar un giro brusco en un arco defensivo, deslizarse en un ángulo de treinta y cinco grados, doblar en la esquina y perderse en el corazón de los recovecos de la ciudad, o seguir yendo en línea recta hacia demasiado lejos?



Una semana después, Sehun decide doblar. Entre ayudar a D.O a estrangular a un sicario y arrojar del techo a un gánster de mediana categoría, se encuentra en la biblioteca, en el pasillo de Historia de la Arquitectura. Y ahí, casi como si lo hubiera estado esperando todo este tiempo, hay un trozo de papel sobresaliendo de un libro.

Es una fotografía de él. Papel satinado. El Sehun de la foto va ataviado con cuero y metal y un casco de motocicleta, tan brillante como lo recuerda, de pie en la puerta de un café pintoresco, y hay algo agradable acerca de cómo la luz le pega en un lado del rostro. Sehun pasa su mano por la luz y, de alguna manera, una descarga delatora de calidez le corre por las venas, los murmullos de hace mucho calor.

Una hilera de números fue trazada en el borde, con un delgado rotulador permanente. Sehun lo marca en el teléfono, espera el vacilante «¿hola?» y cuelga, con el corazón en la garganta. Siente como si acabaran de chantajearlo en el callejón de atrás. Bam. Y casi se estrella de frente contra un camión cuando atiende la llamada y la misma voz, ya sin titubear, demanda:

-¿Te gustan los parques?



Toma un desvío, tan rápidamente que puede sentirse desvirtuándose con la mera velocidad, antes de detenerse a milímetros de distancia de la banca. Ya ha estado allí antes. Luhan aparece ante su vista de a un cuadro por vez. Primero, Sehun nota sus rodillas, nudosas bajo pantalones de gabardina de algodón. Luego, la guitarra, con su suave arco de madera acaramelada y cuerdas de nailon, y sus nudillos de alabastro suspendidos encima de la roseta, formando tanto una llamada como una pregunta. Una melodía indefinida. De pronto, todo se ralentiza, frena y vuelve a empezar.

-De acuerdo. Estoy listo. Ya puedes matarme -dice Luhan, casi cantarín sobre la pequeña melodía cobriza en las puntas de sus dedos. Tiene un leve acento chino, tal vez del continente. Sehun aparta la mirada y halla la bicicleta apoyada contra el poste de luz. Estaba ahí la otra noche, también, y combina un poco con la guitarra de Luhan. Con la ropa de Luhan. Con el ínfimo indicio de confianza en sus ojos. Con la juventud que llega junto a edad. Con la total existencia de Luhan. Sehun cree que ahí, sentado tan despreocupadamente frente a él, hay alguien de este mundo, bordado sin costuras en la película a la que Sehun hace tanto esfuerzo por entrar. Ingenioso, joven, vivo. Una sonrisa encantadoramente desesperada.

-No creí que fueses suicida -comenta, apoyándose contra su moto.

-No lo soy -responde el muchacho, y lo observa tan rápida y descaradamente a los ojos que Sehun siente el familiar bam sacudiéndole los pensamientos, deteniendo el tiempo y el aire y por un segundo sólo están ellos dos, sus ojos, conectándose. Desconectándose. Luhan inhala, un audible jadeo que quiebra las sílabas-: He pensado al respecto toda la semana. Me encanta vivir. Aprecio, ya sabes, las cosas como el modo en que el sol ilumina tu silueta en aquella foto, y lo apreciaré en su totalidad. O sea, si decidieras dispararme, admiraría el humo de tu pistola, y tal vez las estrellas en el cielo mientras muero. Pero no codicio la vida. No voy a aferrarme a ella y a arruinarla.

-Ridículo -dice Sehun en voz baja, pero tal vez no lo piensa del todo. Tal vez hay una grieta en las sílabas que se abre hasta volverse aquel teatro miniatura que ha construido a su alrededor, y las palabras de Luhan van introduciéndose lentamente, filtrándose por la pantalla grande y moldeándose alrededor de los parlantes-. Qué ingenuo.

Luhan deja la guitarra en el banco y se frota las manos, el mismo gesto nervioso. El Seúl veraniego se esfuma tras ellos, una escena en pluma y papel de alguna obra maestra con veloz mandarín y un tráfico intenso, y la farola vierte su luz sobre ellos. Sehun comienza a pensar que esa noche la ciudad tiene algo distinto. Posee el mismo calor sofocante y los mismos colores gastados, pero no se parece en nada a San Petersburgo o a Johannesburgo o a Sicilia. Se parece a Seúl. Se parece a las miradas desvergonzadas de Luhan y a una débil lámina de esperanza, y a la paz estimulándole las manos.

-Mátame -repite el fotógrafo, más lentamente pero sin titubear.

Sehun extrae la pistola de su bolsillo y aprieta el gatillo. Mantiene los ojos en Luhan cuando el clic sordo rompe el silencio; cuando Luhan se congela, con ojos amplios y la boca abierta; cuando la separación de sus labios se estira y cede hasta volverse una risa. Luhan se deja caer, con lágrimas escapando y refulgiendo bajo la luz, los hombros subidos y sacudiéndose con una histérica alegría muda.

-Bang -musita Sehun. El otro sigue temblando. Deposita el revólver en su bolsillo y saca la fotografía que encontró en la biblioteca, ahora con una línea extra de letras bajo los números: Oh Sehun. La balancea en una rodilla de Luhan, se endereza y se aleja tembloroso.

Su moto queda atrás, con el casco colgando del manubrio. Luce bien allí bajo la farola, posada junto al camino, con el chasis de titanio resplandeciendo de un amarillo polvoriento, la carrocería de fibra de carbono brillando con el fulgor de la metrópolis, el rojo y el blanco parte de un gran, vasto mosaico de humanidad. Un pedazo pequeño pero irremplazable de un pulsante universo de almas y sueños y mundos, entrelazándose y plegándose y gritando. Un organismo natural, vivo. Una ciudad. Seúl.

-Tú también aprecias la vida -llama Luhan-. Sé que lo haces.

Sehun piensa. Va lento. Las vibrantes ondas de calor lo bañan, con las refulgentes llamas pulsando en su espalda y la grava áspera crujiendo bajo sus pies. El horizonte gris se extiende ante él, moteado con las chispas de Seúl. Cuando parpadea, pierde un poco el enfoque. Doble exposición. Pero le vuelve pronto, vuelve como la postimagen de los ojos grandes de Luhan, sus hombros trémulos, sus rodillas huesudas. Y siente como si estuviera en una película ahora, todos píxeles tecnicolor danzando por la pantalla, con mil emociones bullendo a cada momento, un millón de destinos esperando, mil millones de chispas volando por su columna y hacia las puntas de sus dedos y tiene calor, está ardiendo, está en llamas.



-¿Aprecias la vida? -interroga Sehun. El viernes de Seúl llega con el rojo de las nubes algodonadas sobre la vía ferroviaria y la sangre de Sehun, resbalosa y fría. Permite que Kai lo arroje al asiento del acompañante y siente al motor ronroneando en su interior, al viento ululando en sus oídos y a la muerte respirándole en el cuello. Tiene los dedos fríos. Hay explosiones sucediendo tras él, truenos distantes, el bajo resonante de una banda sonora. Sólo es otro trabajo que salió mal, nada importante, pero Sehun quiere imaginarse que ambos van conduciendo hacia el ocaso. Las líneas de sus siluetas recortadas contra los horizontes violáceos. Algo para recordar.

-¿Qué onda con tus cursilerías? -Kai se ríe-. No te vas a morir, Cara de Póquer. Estamos en Corea, nuestro hogar. El país de los médicos negros y órganos gratis para los ricos, etcétera.

-Jamás había visto antes esta parte de Corea -dice Sehun. Tantea el tubo plástico en su bolsillo, ahora pegajoso de sangre-. ¿Habíamos venido alguna vez aquí? -No puede oírse con el viento llenándole los pulmones y el dolor consumiéndolo todo, y tampoco Kai, quien dobla con brusquedad por una salida y dice algo similar a «¿acaso no naciste aquí?».

Un choque y Sehun se hunde en un océano de un gris helado y largos ecos.

Cuando se vuelve a despertar, Suho está sentado frente a él en un apartamento desnudo, amoblado con descuido. No hay sobre esta vez. Lisas paredes blancas, bloques de alabastro, ventanas enrejadas como celdas de prisión. La cama bajo él se siente dura. Sehun piensa en su primera vez en Roma, un estudiante universitario en su último año, perdido entre los grandes domos y catacumbas, rondando por la capilla subterránea de una iglesia capuchina y contemplando los metatarsos y fémures y cráneos, cráneos amontonados en nichos y huecos. Recuerda los muros blancos allí, los cuales rozó con sus dedos y pidió por la iluminación. Eran tan fríos y duros como la comprensión intensa y horrible de que sus plegarias eran en vano. El pensamiento devastador de que él no formaba parte de este mundo. No era ni de la audiencia, ni un fotógrafo ni la fotografía. Podía tocar la iglesia, pero la iglesia no le podía responder. Oh Sehun, a sus veintidós años, era una partícula atrapada en el limbo entre el espacio y la mente, un fantasma, y dilapidó sus ahorros en un Leblanc Caroline plateado con el fin de alejarse de aquel limbo… mas terminó irrumpiendo en la escena de un crimen. Kai no se había mostrado sorprendido de verlo ni siquiera en ese entonces, y simplemente movió el cañón de la pistola del cadáver del tipo hacia Sehun, susurrando: «va a dolerte».

-¿Duele menos la segunda vez? -Suho sonríe. Sehun se da cuenta de que tal vez no sea realmente una sonrisa. Quizás nunca lo fue. Se esfuerza por recordar la última vez que vio a Suho sin una sonrisa y fracasa. La navaja automática le hace presión, como un augurio, contra el bolsillo superior de su saco, un recordatorio distintivo. Tal vez algún día esa navaja estará presionándosele contra el cuello.

-No, igual duele.

-En algún punto dejará de hacerlo. -La sonrisa de Suho se amplía un poco-. Tómate un descanso. Haré que D.O se encargue de tus objetivos las próximas dos semanas. Come bien.

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