Continuación del post.

May 15, 2008 20:18

Tema: #22 - Dinero

La última decisión de Petunia.


Privet Drive no había cambiado en absoluto. Petunia no necesitó más de dos semanas para darse cuenta de ello y, sin embargo, la mujer sentía que su vida no volvería a ser la de antes. No sólo porque Dudley se hubiera quedado a vivir en Estados Unidos, sino porque las cosas ya no tenían el mismo sentido que antes. Nada sería igual nunca más.

Había pasado todos esos días respondiendo las preguntas de sus vecinas. Todas estaban extrañadas por su repentina marcha del barrio, y Petunia -sabiamente asesorada por Vernon- hablaba de un importante negocio de su marido en otra parte del país y de una mudanza tan improvisada como provechosamente. Supuestamente, Vernon había ganado un montón de dinero para su empresa de taladros, y ella estaba encantada. Tanto, que no le importaba que Dudley se hubiera quedado en Oxford, estudiando. Porque su Dudley era un chico muy inteligente, que sería abogado, o cirujano o ingeniero, y no el aprendiz de un mecánico de pueblo que posiblemente nunca podría comprarse un apartamento tan lujoso como el que se suponía que tenía. Porque su Dudley no viviría en una residencia de estudiantes. No. Él era mejor que eso y tenía un piso propio en un lujoso y céntrico edificio, en lugar de verse obligado a alquilar una habitación en el motel del pueblo que había elegido como hogar.

Vernon estaba contento. O eso pensaba todo el mundo, porque realmente no había dejado de quejarse ni un solo día desde que regresaron. Su relación con Petunia estaba más fría que nunca, y el hecho de que Dudley decidiera seguir su propio rumbo no le satisfacía en absoluto. A Petunia le entristecía no tener a su hijo con ella, pero en cierta forma se alegraba. Esperaba que Dudders pudiera hacer algo de provecho. Contaba con que Martin le echara una mano y si finalmente fracasaba, lo recibiría con los brazos abiertos. Como siempre.

Dudley no la preocupaba demasiado. Lo que realmente la hacía sentirse un tanto abatida era darse cuenta de lo insustancial de su vida. Pasaba todo el día limpiando, cocinando y yendo de compras, y ya ni cotillear le parecía tan divertido como antes. De hecho, no lo encontraba divertido en absoluto, sobre todo porque ahora ella era el centro de atención casi todo el tiempo. No eran muchos los que se creían sus mentiras, y el deterioro de su matrimonio no pasó desapercibido para sus vecinas, todas unas profesionales del espionaje y las elucubraciones. Petunia solía sentirse asfixiada y aún se preguntaba porqué había vuelto a Privet Drive con Vernon.

Se sentía estúpida. Era estúpida. Había tenido la oportunidad perfecta de quedarse allí. Vernon no estaba dispuesto a hacerlo ni siquiera por Dudley, pero ella pudo quedarse, por él. Su hijo. Aunque realmente le habría gustado quedarse por otra persona.

Esa mañana, Vernon se fue temprano. Para alivio de todos, había retomado su trabajo con enérgica decisión, y pasaba casi todo el día fuera de casa, poniéndose al día con los negocios. Petunia sabía que en la empresa lo recibieron con frialdad, pero él era uno de los socios mayoritarios. No podían echarlo ni aunque quisieran, y a Petunia le alegraba comprobar que le preocupaban más los taladros que su ahora inexistente vida familiar. Al menos podía estar sola, aunque estar sola supusiera pensar en Dudley, en Estados Unidos y en Martin Lawrence.

Era deprimente recordar su breve aventura. Había sido como si de nuevo tuviera quince años. Se había sentido rebelde, peligrosa, y le había gustado, pero Martin demostró no ser el de antes. Ya no era confiado, ni se resignaba y aceptaba todo lo que ella quería. No. Martin era un hombre maduro e inteligente. Un hombre que, en ese momento, le sonreía con timidez desde una pequeña fotografía del periódico matinal que Vernon dejó olvidado sobre la mesa.

Petunia dio un respingo y se frotó los ojos para asegurarse de que estaba viendo bien. Efectivamente, estaba viendo bien. Allí estaba Martin, su nombre escrito con letras perfectamente legibles. Irremediablemente, la mujer tuvo que leer el artículo completo, para descubrir que, después de todo, su viejo amante tendría la oportunidad de exponer su obra en Londres. Ese mismo fin de semana.

Había llegado la hora de tomar decisión de importancia trascendental. Y no tenía demasiado tiempo para hacerlo. Aunque, pensándolo bien, había tenido casi una vida.

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Durante años, los sábados habían sido días sagrados para Vernon. Nada de madrugar o trabajar los fines de semana y, sin embargo, algo había cambiado desde que regresaron a casa. No el hecho de no tener a Dudley a su lado, ni el que Petunia ya no despertara el más mínimo interés en él, ni que odiara sentarse frente al televisor en silencio, rodeado de todas sus cosas de Privet Drive y teniendo una vida normal y corriente. No. Lo que había cambiado era que su trabajo le gustaba más que nunca y, a falta de nada mejor que hacer, pasaba los sábados en la oficina. Sin duda, su vieja secretaria era una compañía mejor que su arisca mujer, y los números y las entrevistas con potenciales clientes le hacían sentir a gusto. Vivo. Un año entero alejado de eso le había demostrado lo difícil que era estar ocioso y sin poder ver ni un solo taladro sobre anticuados escritorios de madera y rodeados de hojas de cálculo y estadísticas de venta.

Ese sábado, fiel a su recién adquirida costumbre, Vernon llegó a casa cuando ya era realmente tarde. Le extrañó ver las luces apagadas y no olisquear el aroma de algún guiso recién hecho, pero no importó. Se limitó a dejar caer su maletín sobre la mesilla de la entrada y a guardar su abrigo en el armario bajo las escaleras. Arrugó la nariz al pensar en el sobrino de su mujer, aunque curiosamente no sintió el mismo odio de otras veces. Después de todo, el chico no volvería y no tenía sentido seguir preocupándose por él. De hecho, era casi un alivio no tener que preocuparse por más cosas que por sí mismo.

Entró a la cocina y ni siquiera se molestó en llamar a Petunia. Ya casi no hablaban. Su mujer se había instalado en el antiguo dormitorio de Dudley y había expresado su deseo de no volver al de Vernon nunca más. Y a él curiosamente no le importó. Había notado el distanciamiento con su esposa desde que empezó y no hizo nada por evitarlo. Tal vez porque ya se lo esperaba, o quizá porque había estado ocupadísimo quejándose por lo injusta y anormal que era su vida. En cualquier caso, no le enfadó tener que prepararse él solo la cena. Se le daba bien utilizar el microondas y esa noche estaba contento porque había conseguido vender una importante partida de taladros defectuosos y había ganado muchísimo dinero con aquella genial operación. Petunia y su indiferencia no importaban. Era cuestión de tiempo que ocurriera, porque si había una cosa que tenía clara Vernon Dursley, era que su esposa nunca había estado realmente enamorada de él. Y eso carecía de valor porque, para ser sincero, él tampoco estaba enamorado de ella.

La quería, claro. Era la madre de su hijo y la respetaba. Había sido una buena compañera, una buena madre y una buena esposa, pero nada de eso tenía sentido ya. Ahora eran mayores, su hijo había crecido y, evidentemente, buscaban diferentes cosas. Él estaba absorbido por su trabajo, y ya no sentía la imperiosa necesidad de aparentar tener una familia perfecta. Y, en cuanto a Petunia, ella ya no tenía los intereses de antes. Había conseguido la vida ideal con la que soñó desde niña y no la había cautivado.

Y es que Vernon Dursley podía ser muchas cosas, pero no era estúpido. Aunque algunas veces se lo hiciera. Cuando vio por primera vez a Petunia mirar a Martin Lawrence, supo que pasaría lo que finalmente pasó. Y se sintió furioso por un tiempo, porque en aquel entonces aún quería conservar las cosas que tenía. Porque estaba ofuscado y seguía sin soportar al cretino de Lawrence. Por eso, un poco más tarde, se sorprendió al descubrir que no sentía nada cuando descubría a Petunia mirando la casa de sus vecinos. No supo cuando fue, pero un día se levantó y supo que esos dos se habían reencontrado, y de forma íntima además. Y le dio igual, porque ya no había apariencias que mantener. No en el otro lugar del mundo. Quizá, hubiera podido fastidiarles por el simple placer de hacerlo, pero no quería malgastar energías. Y ahora menos.

Porque aunque hubieran vuelto a Inglaterra, Petunia seguía viviendo al otro lado del océano. Y no con Dudley en mente, precisamente. Vernon la sentía distante, triste, y a veces se preocupaba. En alguna ocasión quiso preguntarle directamente, pero sabía que ella le mentiría. Petunia aún pensaba que él sentía algo por su matrimonio, pero no era verdad. Ya no. Ahora Vernon Dursley era un hombre de éxito. Un hombre que había descubierto un mundo en las minifaldas de las jovencitas actuales y que se veía capaz de obtener cosas que Petunia ya no podía darle. Juventud, cariño, belleza despampanante. Cosas que ahora sí le llamaban la atención y en las que antes no se había fijado por causa de sus ambiciones.

Vernon cenó tranquilamente, sin preocupaciones de ningún tipo. Subió a la planta superior y se metió en la ducha sin pensárselo dos veces. Quizá, se dijo mientras observaba su reflejo en el espejo, no le vendría mal perder un poco de peso. Realmente había echado barriga en los últimos tiempos, y debía adelgazar para vestir con estilo los nuevos trajes que se había mando hacer. Porque ahora que se lo podía permitir, iba a llevar la mejor ropa que encontrara. De esa forma, impresionaría a proveedores, clientes, socios, empleados y, con algo de suerte, incluso a las damas. Sí. Al día siguiente empezaría una nueva dieta, pero esa noche sólo quería descansar.

Y así fue cómo supo dónde se había metido Petunia. Cuando llegó a su dormitorio y sobre la mesita de noche vio un periódico con la foto de Martin Lawrence, y un breve mensaje de su mujer: “Me voy a Londres”. Y aunque pensó que no le importaría, sí que le molestó. Muchísimo.

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-El señor Dale está interesado en un par de cuadros. Casi tenemos cerrada la venta.

Martin afirmó quedamente con la cabeza y le dio un largo trago a su copa de champán. La exposición estaba teniendo un éxito relativo y a lo largo de aquellas dos horas ya había vendido una buena parte de la colección. Anne, la mujer que estaba con él casi continuamente, no dejaba de presentarle gente y él se esforzaba por ser amable, aunque esa parte de su trabajo nunca hubiera sido su favorita. Solía sentirse incómodo, pero con los años aprendió a mostrarse simpático y solícito; en muchas ocasiones, eso era tan importante como la belleza o la fealdad de los cuadros expuestos.

Debía reconocer que se lo estaba pasando bien. Hasta un rato antes, Sarah había estado con él, y a la niña se le daban sorprendentemente bien las relaciones sociales. Había defendido el trabajo paterno hasta abochornarle, e incluso le arrancó un par de sonrisas a unos tipos de gesto adusto y modales bruscos. Anne, que sabía del talento musical de la pequeña, le había animado a tocar el piano que descansaba en un rincón de la galería como mero objeto decorativo, y Sarah había arrancado aplausos y risitas alegres. Lamentablemente, tuvo que irse a dormir. Era demasiado pequeña y estaba muy cansada y, aunque durante un segundo Martin quiso ir con ella, terminó por aceptar las presiones de Anne y comenzó a hablar con cuanto hombre adinerado se le pusiera por delante para captarlo como posible comprador.

-Yo diría que alguno de ellos te instará a pintar más y más a menudo.

Anne rió con alegría y estrechó la mano enjoyada de una anciana de aspecto solemne. A Martin no le pareció la clase de persona capaz de apreciar su obra y, sin embargo, la mujer posó sus ojos en el único cuadro que no estaba a la venta.

-Interesante -Murmuró la anciana, entornando los ojos y colocándose unas gruesas gafas sobre la nariz -No he visto más desnudos entre sus cuadros, señor Lawrence.

Martin sonrió con condescendencia y agitó la cabeza casi con timidez.

-Nunca me he considerado demasiado hábil en esta clase de pintura. Además, es algo que prefiero mantener en un ámbito más privado.

-Entiendo -La mujer observó atentamente el cuadro, como analizando cada motita de polvo, y terminó por suspirar profundamente -Apostaría a que fue una de sus primeras obras.

-Me asombra su perspicacia, señora.

La mujer rió y golpeó el hombro de Martin amistosamente.

-Su estilo está totalmente indefinido. Es tan... rústico. Y la modelo es sorprendentemente joven y se la ve bastante incómoda.

-Sí -Martin también rió -No era algo que ella soliera hacer muy a menudo.

La anciana y Martin intercambiaron una mirada casi cómplice. Él tuvo la sensación de que pudo averiguar muchas cosas sobre él con sólo mirarle, y se sintió levemente turbado, como un quinceañero al que habían pillado en mitad de una travesura.

-Y, sin embargo, es absolutamente encantador -La mujer suspiró y se alejó de la pintura para encarar a Martin -¿Un antiguo amor?

El hombre sólo se encogió de hombros, agachando la mirada. Durante un instante, su pecho se sacudió dolorosamente, pero fue apenas un segundo.

-¿Cuánto vale?

-¿Este cuadro? -Martin dio un respingo, sorprendido por la pregunta -No está a la venta, señora. Lo lamento.

-¡Uhm...! Es una lástima. De cualquier forma, he visto por ahí un paisaje que... Me gustan muchísimo las montañas nevadas, señor Lawrence.

La anciana se alejó caminando distraídamente y Martin tuvo que enfrentarse a la mirada casi furiosa de Anne. A la mujer no le hacía ninguna gracia haber perdido aquella oportunidad de venta, y a Martin no podría importarle menos.

-Podríamos haber negociado...

-El cuadro sólo está expuesto porque insististe, Anne.

Ella pareció dispuesta a protestar, pero Martin tenía razón. Sólo admitió incluirlo en la colección porque a ella le gustó mucho, pero nunca quiso venderlo. No le explicó por qué, pero Anne entendió que no debía discutirle esa decisión. Después de todo, había muchos otros cuadros que podrían reportar unos buenos beneficios.

Martin permaneció largos minutos contemplando el viejo retrato de Tuney. No era demasiado bueno. Algunas veces se planteó la posibilidad de hacerle unos retoques, pero nunca tuvo valor para hacerlo. Le gustaba ver a Petunia con los ojos con los que la contempló desnuda ante él por primera vez. Le encantaba verla nerviosa, tensa y excitada. Él mismo recordaba las sensaciones de aquel día y, en esos momentos, no había dolor ni rencor. Sólo una extraña melancolía que le hacía sentirse bien. En casa.

-¡Oh, Dios mío!

Martin jamás esperó oír esa voz a su lado, pero cuando giró la cabeza comprobó que no habían sido imaginaciones suyas. Petunia Dursley estaba ahí, a su derecha, vestida como si hubiera salido de casa a toda prisa y totalmente ruborizada, avergonzada al ver su cuerpo adolescente expuesto en un viejo y arrugado lienzo de no demasiada calidad. Martin dio un respingo y no supo qué decir. Le pareció que volvía a tener junto a él a la adolescente del cuadro y quiso que el tiempo se detuviera en ese instante y para siempre.

-Dijiste que nadie vería esto salvo nosotros. Debería quitarlo de ahí ahora mismo.

-La gente dice muchas cosas, Petunia -Dijo él, sin variar su postura, aparentando una calma que no sentía.

-¡Oh, qué bochorno! Si alguien me reconoce...

-Te reconocerán si montas una escena -Martin rió, divertido, pero se alejó un poco del cuadro, acompañado por ella en todo momento -¿Se puede saber qué estás haciendo aquí?

-¿Yo? -Ella lo miró, sorprendida, y esbozó una sonrisa amistosa -Leí en el periódico que exponías en esta sala, y sentí curiosidad.

-¿Y has venido desde Surrey para ver mis cuadros?

-Son bonitos. Y, en realidad, sólo pasaba por aquí.

-Ya -Martin chasqueó la lengua y apuró el contenido, antes olvidado, de su copa -¿Cómo estás?

-Bueno. No estoy mal. Me siento un poco sola sin Dudley, ya sabes.

-Sí. Él está bien. Suele venir a cenar a casa los martes por la noche.

-¿En serio? No me dijo nada.

-No querrá que se entere Vernon. Sabe que no le caigo bien.

-Ya -Petunia suspiró -¿Por qué los martes?

-Los martes son buenos días. ¿Sabes? -Martin llamó la atención de un camarero, que rellenó su copa y le entregó otra a Petunia.

-Supongo.

Permanecieron en silencio unos segundos. Martin no sabía muy bien hacia dónde mirar, y Petunia parecía estar en tensión, preparándose para decir algo que anhelaba con todo su corazón, pero que no tenía el valor de afrontar. No de forma definitiva.

-¿Sarah no ha venido contigo?

-Ya está en el hotel. Estaba cansada.

-Entiendo -Petunia se mordió el labio inferior y fijó la mirada en las puntas de sus pies. De pronto, le resultaban muy interesantes -Pues es una lástima, porque vine aquí para hablar con ella, no para mirar tus cuadros.

-¿En serio?

-Sí, bueno -Al fin, Petunia se atrevió a mirarle a los ojos -Yo quería pedirle una oportunidad para demostrarle que no soy tan odiosa como ella piensa. Es muy importante para mí que nos llevemos bien. Sé lo mucho que la quieres y no soportaría verte pasarlo mal.

-¿Por qué querrías hacer eso?

-Porque voy a volver con vosotros a casa -Petunia apretó los puños. Martin la mirada fijamente, como aturdido, y ella se envalentonó -No me importa que no me aceptes de momento, Martin. Entiendo que no me he portado bien contigo y que no merezco tu confianza, pero voy a demostrarte que quiero estar contigo. Sin excusas, sin escondernos de nadie. Estoy cansada de huir y me he dado cuenta de que te quiero y no deseo perder más el tiempo con tonterías.

Martin parpadeó, demasiado confuso para reaccionar. ¿Cuánto tiempo, en el pasado y en el presente, había deseado oír esas palabras? No. No sólo oír esas palabras, si no ver a Petunia actuar de alguna forma, demostrándole que de verdad estaba dispuesta a llevarlas a cabo. Y ahora estaba ahí, frente a él y un montón de personas, mirándolo intensamente y, sí, rodeándole el cuello con los brazos y dándole un beso indeciso en los labios. Y, ante todo, diciéndole que le quería. Ella nunca había hecho eso antes.

-¿Estás borracha? -Musitó él, incapaz de decir nada más coherente. Ella rió y volvió a besarle, sin importarle que más de un par de ojos estuvieran fijos en ella. Ni siquiera dio muestras de notar los flashes de las cámaras fotográficas que iluminaron el ambiente.

-No, Martin. No he tomado más alcohol que el traguito a mi copa de champán.

-Entonces...

-He decidido ser valiente y arriesgarme a venir aquí para dejar que me rechaces delante de todas estas personas.

-Vaya. ¡Qué gran sacrificio!

-¡Oh, no te burles!

Petunia le golpeó el hombro con aire juguetón, y Martin liberó el aire de sus pulmones, creyendo que eso estaba pasando de verdad.

-¿Y tu marido? ¿Y Dudley?

-Dudders deberá entender. Y Vernon...

-¿Qué pasa con Vernon?

La voz grave del señor Dursley los hizo estremecer a ambos. Martin dejó escapar una maldición y buscó con la mirada a Anne, anunciado que podría haber problemas. Petunia sólo se puso pálida y dio dos pasos atrás. Indudablemente eso le había pillado por sorpresa y no tenía ni la más remota idea de lo que hacer.

-Si has venido a hablar, lo haremos aquí -Dijo finalmente Martin, con una sangre fría que hacía estremecer -Si vas a ponerte a gritar o quieres pegarme, vayamos a un lugar más privado.

Resoplando, rojo de ira y haciendo un gran esfuerzo de autocontención, Vernon buscó ese lugar privado. Martin suspiró, entre exasperado y divertido, y echó a andar hacia la salida trasera del local, un callejón estrecho y oscuro lo suficientemente sórdido para acoger una pelea de enamorados. Y Petunia se limitó a caminar detrás de ellos, temerosa de lo que podría ocurrir y lamentando que todo hubiera terminado así de mal.

-Bien, Dursley. Puedes explotar cuando quieras.

Martin fue evidentemente burlón. Petunia quiso pedirle que se callara, mientras su todavía marido se quitaba la chaqueta y se subía las mangas de la camisa. Martin ya había hecho lo propio y esperaba el ataque con una sonrisita tranquila en el rostro.

-¡¿Qué demonios estaba pasando ahí?!

-Nada que no supieras antes, Dursley. No eres tan estúpido como para no haberte dando cuenta.

Vernon se detuvo y parpadeó un par de veces, parpadeando. Petunia creyó que era un buen momento para intervenir y se puso frente a él, más cerca de Martin que de su esposo.

-Comportémonos como adultos, Vernon. Los dos sabíamos que esto iba a ocurrir tarde o temprano.

-¡¿Esto?! ¡¿Qué esto?!

-Yo no deseo estar contigo -Petunia habló con más firmeza de la que cabría esperar -Hace mucho que no somos una pareja de verdad. Dejémoslo aquí y tengamos una relación cordial. Por Dudley.

Vernon resopló como si estuviera tomando en consideración esas palabras. Y podía aceptar que Petunia ya no quisiera estar con él, pero Lawrence... La presencia de Lawrence era demasiado.

-¿Me estás dejando? ¿Para irte con este mequetrefe?

-Vuelvo a Estados Unidos, sí. Me voy con Dudley y, si Martin me acepta...

Vernon no necesitó oír nada más. Liberando un gruñido casi animal, se arrojó contra Martin amenazadoramente. Pero él ya no era un chico torpe y desgarbado y se hizo a un lado, aprovechándose de la furia de su contrincante para, agarrándolo del brazo, dejarlo casi inmóvil.

-No necesitamos hacer esto, Vernon -Dijo con suavidad, sin perder la sonrisa -Entiendo que estés cabreado, pero deberías aceptar tu derrota con caballerosidad. Tú me la quitaste una vez y ahora la he recuperado. Eso es todo.

Vernon gruñó de nuevo y empujó a Martin, liberándose. Petunia sospechó que sólo se había soltado porque Lawrence quiso, pero no compartió ese pensamiento con nadie. En lugar de eso, vio a su marido revolverse y lanzarse contra su enemigo otra vez. Alzó el puño e intentó estamparlo contra el rostro de Martin, pero éste fue más rápido y, un segundo después, Vernon estaba tirado panza arriba en el suelo y sangrando profusamente por la nariz.

-Esta te la debía -Dijo con la misma tranquilidad de antes -Y puedo darte muchas más si te levantas.

Vernon lo miró con odio, pero decidió que no quería seguir peleando. Él era un hombre inteligente y sólo entraba en disputas que podía ganar. Y no sabía que había hecho Lawrence en esos años, pero ya no era tan fácil pegarle como antes.

-Bien. Creo que aquí termina esto. Adiós, Dursley.

Martin se fue. Petunia iba a seguirlo, pero creyó que le debía a Vernon algo más que una mirada lastimosa. Así pues, se acercó a él y se arrodilló a su lado, ayudándole a limpiarse la sangre de la cara.

-Lo siento, Vernon.

-No sientes una mierda -Refunfuñó él, rechazando su ayuda -Puedes irte a donde te de la gana, pero no pienses en regresar, porque a Vernon Dursley sólo se le abandona una vez.

-Lo sé. Lo siento.

Él suspiró y agachó la mirada, quizá aceptando la derrota. Con algo de torpeza, se puso en pie, recuperó su chaqueta y se taponó la nariz con fuerza.

-¡Dios! ¡Cómo odio a ese gilipollas!

Y dicho eso, echó a andar, alejándose de Petunia y de su vida. Para siempre, si tenía un poco de suerte.

Tema: #4 - Medicina

Y, quizá, un poco de felicidad.


Martin abrazó fuertemente a Sarah y le plantó un beso en la frente antes de dejarla ir. La joven hizo un gesto de aparente fastidio e intercambió una mirada cómplice con Petunia. La mujer los miró fijamente, entendiendo a la perfección los sentimientos de ambos. Habían pasado juntos toda la vida y, ahora, Sarah se quedaría en Londres y Martin regresaría a casa, al otro lado del océano.

Los años con ellos habían pasado velozmente. No siempre había sido fácil, sobre todo con Sarah, pero salieron adelante. El amor que Martin y ella compartían se había ido afianzando lenta pero firmemente. La pasional impaciencia del principio se fue convirtiendo en sosegada comprensión y complicidad y, casi diez años después, eran capaces de adivinar los pensamientos del otro y decírselo todo con la mirada.

Petunia se sentía feliz. Había descubierto que Martin no era como ella lo recordaba o imaginaba y, aunque había cosas de él que la desquiciaban, sentía que nada podría haber salido mejor de lo que era. Martin era un poco maniático para algunas cosas, enfermizamente franco y decidido. No solía rendirse hasta lograr lo que quería, lo que no siempre era bueno, y era un férreo defensor de su familia. De Sarah, de Petunia e incluso de Dudley.

La mujer no podía evitar sonreír cuando pensaba en él. Quizá no era la clase de triunfador que ella deseaba que fuera cuando era niño, pero las cosas le iban bien. Tenía un buen trabajo, un apartamento pequeño pero propio y una novia mandona y malhumorada que lo quería con algo muy semejante a la locura. Dudley solía volver a Inglaterra un par de veces al año, para visitar a su padre y, Petunia sólo lo sospechaba, a su primo Harry. No hablaban de él demasiado a menudo, pero la mujer sabía que mantenían una relación relativamente cordial. Era sorprendente después del daño que se causaron mutuamente en su infancia -más Dudley a Harry que al contrario, sin debía ser franca- y aunque algunas veces ella se sentía incómoda, nunca había dicho nada en contra de ese contacto. El hecho de que a Petunia no le interesara tener relación alguna con el pasado, no significaba que Dudley debiera hacer lo mismo. Ya no sentía la necesidad de volver a Inglaterra de los primeros años y, en cualquier caso, no tenía nada allí. Ni siquiera había vuelto a hablar con Vernon desde que firmaran el divorcio, y se negaba a escuchar las cosas que Dudley le contaba de él. Sólo sabía que tenía una novia o algo así y, en cierta forma, se alegraba por él.

Una parte de su persona había mantenido el cariño por Vernon durante algún tiempo. Fueron muchos años juntos y, aunque al final todo fue terrible, habían compartido muchas cosas. A Petunia le gustaba saberlo feliz, pero no necesitaba conocer los detalles.

-Cuídamelo -Petunia se encontró con el rostro sonriente y emocionado de Sarah y ambas se dieron un abrazo -Como le pase algo, ya sabes lo que soy capaz de hacer.

Petunia torció el gesto y puso los ojos en blanco. Quería a Sarah. No como a Dudley, ni mucho menos, pero la apreciaba sinceramente. Había tenido que enfrentarse al celo desmedido que, desde muy niña, la chica había ejercido sobre su padre. Estaba tan acostumbrada a creer que cuidaba de él, que no le había puesto las cosas nada fáciles al principio. No confiaba en Petunia y no le importaba demostrarlo. Primero fue antipática, luego intentó echarla urdiendo planes casi maquiavélicos y, por último, optó por chantajear emocionalmente a su padre. Evidentemente, Martin era más inteligente que ella y, después de cientos de charlas y de demostraciones de amor, Sarah terminó por aceptar la nueva situación.

Fue entonces cuando Petunia descubrió que la niña era talentosa y muy sensible. La supo fuerte, independiente y con un carácter un tanto agrio en ocasiones. Y aunque comenzaron a llevarse bien meses después de que Petunia se mudara a casa de los Lawrence, no se convirtió en su amiga hasta que la pequeña se adentró en la pubertad. Petunia, aún contra su voluntad, fue la que le explicó lo que significaba tener el periodo, la primera en descubrirla enamorada y la única capaz de convencer a su padre para que la dejara salir hasta tarde y en compañía masculina. No es que fueran confidentes, pero Petunia conocía a Sarah lo suficiente para saber cuando le ocurría algo y, a pesar de que nunca le había contado un problema de forma directa, Petunia solía darle consejos aceptables y comprender su carácter inconformista y peleón.

De hecho, si estaban en Londres era precisamente porque Petunia había intercedido. Sarah había decidido que no le contaría a su padre sus planes de ir a estudiar música a Inglaterra, esperando quizá no ser admitida en el conservatorio y Martin puso el grito en el cielo cuando supo que, después de todo, ella podría marcharse. No es que el hombre hubiera esperado realmente que su hija le hiciera caso, pero el dolor de la separación era evidente en su mirada. A pesar de ser plenamente consciente de que Sarah ya era una mujer y que, tarde o temprano, se iría de su lado, el hombre luchaba con uñas y dientes contra eso. A Petunia le hacía gracia que luchara contra lo inevitable y, después de unas pocas palabras y una buena cantidad de mimos, Martin se había resignado, pero había insistido en viajar a Londres con Sarah y despedirla allí.

-Te esperamos en Navidad -Dijo Martin cuando la chica ya cogía su equipaje y se dirigía al centro estudiantil -Si no vienes, tendremos que venir aquí nosotros.

-Ya lo sé, papá. No te preocupes.

Martin alzó la mano una vez más y no la bajó hasta que Sarah no desapareció de su vista. Petunia rió y se aferró a su brazo, casi arrastrándolo calle abajo.

-Vamos, gran hombre. No le va a pasar nada.

-Es una niña...

-¡Oh, Martin! Tiene dieciocho años. No es una niña.

-Es mi niña -Susurró amargamente. Petunia sólo sonrió y le dio una palmada en la mejilla.

-Va a estar bien. Es un genio, querido. Esto es lo mejor que podías hacer por ella.

-No es un genio.

Petunia sonrió con indulgencia y evitó que el hombre volviera a mirar atrás.

-¿Quién era el hombre que me repetía hasta el cansancio que debía dejar a Dudley volar en soledad?

Martin frunció el ceño y suspiró profundamente. Para él no era lo mismo, básicamente porque Dudley no era su hijo y ya lo había conocido siendo bastante mayor, pero no pensaba decírselo a Petunia. En cierta forma, ella tenía razón.

-¿Qué te apetece hacer? Yo no tengo ganas de irme al hotel y el avión no sale hasta mañana.

-Podríamos pasear por ahí -Martin se encogió de hombros -O hacer eso que tú llevas evitando años hacer.

Petunia se tensó. Vale. Martin estaba un tanto abatido, pero seguía siendo él mismo y otra vez volvía al ataque. Había perdido la cuenta de las veces que le había dicho que debía hacer aquello y, aunque en alguna ocasión Petunia casi había tenido el valor de hacerlo, finalmente nunca fue capaz. Eso era algo que aún la hacía sentirse mal, una parte de su pasado que, de cuando en cuando, volvía para atormentarla y recordarle que podía ser feliz, pero que su vida no era perfecta. Era algo que aún la enfermaba y conocía la cura, pero no tenía valor. Simplemente no podía enfrentarlo, porque los recuerdos le presentaban una versión de sí misma que no terminaba de gustarle. La Petunia cargada de rencor y odio, la Petunia capaz de herir a seres indefensos. La mujer que tantos y tantos errores cometió y que, a pesar de todo, aún seguía jugando un papel muy importante en su vida.

-Si cogemos algún tren ahora mismo, estaríamos de vuelta para la noche -Prosiguió Martin, metiéndose las manos en los bolsillos de su pantalón vaquero. Tenía el cabello totalmente blanco y, pese a eso, a Petunia le parecía que estaba más joven que nunca. Quizá, porque vestía como si tuviera veinte o treinta años menos, quizá porque había recuperado cierto brillo alegre en su mirada -O, si nos entretenemos un poco, puedo cambiar los billetes de avión para pasado mañana.

-¿No estarás pensando en venir ver a Sarah de nuevo?

Martin se detuvo, la miró fijamente y alzó una ceja. Después, sonrió y le dio un abrazo de oso. Petunia odiaba que hiciera eso en público, pero con el tiempo se había acostumbrado y comprendió que la gente no los miraba ni les daba importancia a esa clase de demostraciones afectivas.

-No seas tonta. Me ha costado un mundo alejarme de ese sitio. Ni loco vuelvo hasta Navidad.

-Ya -Petunia suspiró. Ni siquiera bromeando había conseguido que Martin la dejara en paz -Es que no estoy segura...

-Llevas diez años sin estar segura, Tuney. Yo creo que las cosas son fáciles. O quieres visitar la tumba de tu hermana, o no quieres hacerlo. Cualquiera de las dos cosas será válida para mí, aunque me cueste entender ese resentimiento que aún sientes por Lily.

-No estoy resentida -Petunia apretó los dientes, sintiéndose bastante cansada de pronto -Ni siquiera sé cómo me siento, pero hace mucho que dejé de odiar a mi hermana.

-Para empezar, nunca debiste odiarla.

-Ya sabes por qué.

Mucho tiempo antes, Petunia tuvo el valor para hablarle del mundo mágico. Martin había estado totalmente alucinado, la había acusado de estar loca y, finalmente, había sentido curiosidad. No había sido un momento fácil para ninguno de los dos, especialmente para ella, que había temido que Martin la rechazara por las rarezas de su hermana. Pero él no sólo no la había rechazado. Con paciencia y más de un enfado de por medio, la había ayudado a aceptar a su hermana. Y, aunque nunca lo había reconocido en voz alta, a quererla y darse cuenta de que sólo había actuado como lo hizo por envidia y miedo. Petunia había necesitado de alguien que le abriera los ojos. Ignoraba si el tiempo había contribuido a su cambio, pero el anhelo de ir a ver a Lily era cada vez mayor. Aún rechazaba el mundo mágico -ni siquiera había hablado con Harry en esa década. Creía que, en algún momento, y a través de Dudley, Martin si lo había hecho- pero se había dado cuenta de que, bruja o no, Lily nunca había dejado de ser su hermana.

-No. En realidad no lo tengo del todo claro. -Martin suspiró. Habían tenido esa conversación cientos de veces y siempre llegaba a la conclusión de que Petunia y él nunca habrían actuado igual. Aunque, para ser franco, él no tenía forma de saber cómo se había sentido Tuney en ese tiempo -Tú decides. ¿Vamos o no?

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El Valle de Godric era un lugar tranquilo y hermoso. La vida transcurría lenta y serena y las gentes eran amables y acogedoras. Petunia se sintió muy nerviosa cuando puso un pie en aquel lugar por primera vez y, de forma casi inconsciente, buscó la mano de Martin. Necesitaba un punto de apoyo y él se lo concedió con una mirada comprensiva y una sonrisa franca.

Caminaron por las calles con calma, sin apresurarse, en silencio y sumidos en sus propios pensamientos. Martin sabía que ella estaba haciendo un gran esfuerzo por estar allí y lo apreciaba. Quizá Petunia no había sido la mejor de las personas en el pasado, pero había cambiado mucho y, aunque ni siquiera ella misma lo reconociera, anhelaba a su hermana. Martin lo había comprendido durante las escasas ocasiones en que hablaron sobre Lily. Los ojos de su pareja solían enturbiarse y su expresión se tornaba entre rabiosa y triste. Con el tiempo, la rabia había ido desapareciendo, aunque había cosas que quería lejos de ella. Como la magia y a su sobrino.

Culpaba a la magia de muchas cosas. No sólo de haber pasado toda su vida sintiéndose extrañamente inferior a Lily por no ser una bruja. Su familia se había ido disolviendo por su causa. Su hermana había muerto y ella se había visto obligada a aceptar a Harry en su casa aún contra su voluntad. Martin había intentado unir a tía y sobrino, pero nunca pudo hacerlo. Era evidente que Harry Potter no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer con su tía, y Petunia simplemente no lo necesitaba. Ese había sido un fracaso de Martin, y por eso se alegraba tanto de que Dudley y su primo sí fueran capaces de mantener una relación cordial.

El caso de Lily era diferente. Había sido la hermana de Petunia y, aunque sólo estuvieron realmente unidas durante poco tiempo, la mujer la había extrañado. Había anhelado tanto tener una hermana, una confidente, una amiga, que ahora no podía negarlo. Había echado de menos a Lily, aún con sus rarezas. Había pretendido convencerse de que no la quería ni la necesitaba y durante años lo había conseguido, pero ya no. Petunia se estaba haciendo mayor y muchas veces se descubría a sí misma recordando tardes de interminables risas con Lily junto a la chimenea, o imaginando como hubiera sido compartir con ella la adolescencia y la madurez de no haber sido por la magia.

Llegaron a la puerta del cementerio. Petunia se detuvo y apretó con más fuerza que antes la mano de Martin, mirándolo fijamente a los ojos.

-Esto es algo que tengo que hacer yo sola, cariño.

-Lo sé. Te estaré esperando.

Petunia lo despidió con un beso tímido y se adentró en el camposanto. No prestó mucha atención a las losas de mármol desperdigadas por el suelo, no hasta que llegó a aquella que tenía escrito el nombre de Lily. Petunia llenó sus pulmones de aire y se quedó inmóvil, observando el nombre de su hermana y el de su marido. Él no le importaba demasiado, ni siquiera lo había conocido, pero ella...

No supo en qué momento se le hizo ese nudo en la garganta. Quizá fue cuando recordó lo joven que había sido su hermana al morir, o el sacrificio que llevó a cabo salvando la vida de Harry, o, simplemente, cuando pensó en ella. Su cabello rojo, sus ojos verdes y su risa siempre franca. Su inteligencia, su belleza, su ánimo decidido y casi siempre alegre. Su fuerza vital y sus ganas de salvar el mundo de cualquier clase de amenaza. No sabía qué fue, pero Petunia se sorprendió al notar una ligera humedad rodando por su mejilla. Quizá, fue el deseo de lo que nunca tuvo y jamás podrá recuperar, pero Petunia se descubrió a sí misma derramando las lágrimas que no había llorado el día que descubrió que había perdido a su hermana.

Y se sintió bien, como si esas lágrimas fueran la medicina que necesitaba para dejarlo atrás y ser feliz de una vez por todas. Porque aceptar a Lily tal y como fue era la mejor forma de sentirse libre y, ese día, cuando Petunia Evans abandonó el cementerio y se abrazó a Martin, supo que ya no tendría motivos para mirar atrás nunca más.

martin (oc), 30vicios, petunia

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