Dec 20, 2008 03:54
Volvió a posar sus ojos cansados en la titilante pantalla del ordenador. El informe estaba terminado, pero la satisfacción del deber cumplido yacía enterrada bajo toneladas de frustración y la rabia contenida que le provocaba verse obligado a llevarse trabajo a casa. Como si ocho horas en aquella gris oficina no fueran suficientes.
Cogió una cerveza del frigorífico y encendió la enorme tele de plasma cuyos plazos aún estaba pagando. No es que hubiera nada que ver, pero de alguna manera tenía que acallar el atronador silencio de aquel pequeño piso vacío, compartido sólo con su soledad. Cambió de canal dos docenas de veces antes de desistir, apagar la tele y asomarse a la ventana para fumarse un cigarrillo. Contempló el gris del asfalto y de los rostros apresurados bajo las luces de neón, aspiró un poco más de humo, reflexionó acerca de lo que estaba haciendo con su vida.
A la mañana siguiente casi nadie notó su ausencia en el trabajo. Una semana después, los rumores sobre su extraña desaparición poblaban los alrededores de las máquinas de café. Al final, poco a poco, esos rumores se fueron apagando para dejar paso a otros nuevos, y su recuerdo fue extinguiéndose entre los que lo habían conocido.
Lo encontraron meses después, tendido en el suelo de un prostíbulo de otro país, cosido a navajazos. Se barajaron las hipótesis del ajuste de cuentas, el robo, el chulo cabreado porque el cliente no podía pagar los servicios de los que había disfrutado. Nadie supo jamás de las ciudades que había visitado, ni de las personas que conoció por el camino, ni llegó a los medios la historia de la menor de edad que había sacado de la esclavitud de la mafia y cuya liberación le había costado la vida. Pero los forenses y el sepulturero, de haberse atrevido a comentarlo, habrían estado de acuerdo en que era el primer cadáver, de todos los que habían visto, que pareciera sonreír.
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