Capítulo 2:
Grandes Dificultades
Les había llevado casi todo el día hacer el camino, siempre en ascenso, hacia la morada del Anciano. El chico no se pronunció en forma alguna durante la marcha, ni siquiera para saber el motivo por el cual el hogar de sus padres ya no era más el suyo. El bamboleo de su desigual andar había empeorado durante la última hora, pero el Anciano estaba tan distraído en sus propias discusiones internas, recriminando y luego justificando su decisión, que no se percató de ello sino hasta que escuchó a sus espaldas el sonido de un cuerpo al caer a tierra. Cuando volteó a ver, el chico ya se ponía de pie.
-¿Quieres un descanso?-, le ofreció con voz ensayadamente neutra. El chico parpadeó un par de veces, como quien despierta de una ensoñación. Sus pies estaban saturados de polvo dentro de un par de miserables alpargatas.
-No-, contestó con resolución. - Sigamos.
El Anciano dio cuenta de la boca prieta en el rostro del pequeño y la manera en que se aferraba al lío de ropas que colgaba de su hombro con la ayuda de un grueso cordel. En ningún momento había dejado de retribuirle la mirada y era apenas un mocoso. Bufó ante la constatación del hecho, sin decidir si debía sentirse enfadado o divertido. Giró a medias para echarle un vistazo al sendero restante. Había que llegar antes de que cayera la oscuridad y aún quedaba mucho por ascender. Más atrás, como telón de fondo, los rayos del sol de la tarde cortaban las laderas de los cerros más cercanos.
Se volvió de nuevo hacia su acompañante y le hizo una seña con el mentón hacia el cúmulo de piedras a un costado del camino.
-Siéntate- le ordenó.
El semblante del chico se endureció. Cualquiera diría que le había soltado una grosería. Se irguió en toda su escasa altura y acomodó el cordel de su remedo de morral.
-Estoy bien-, dijo. - Podemos seguir.
El Anciano lo miró con escepticismo. Sus ojos se posaron nuevamente en los pies del chico, uno de los cuales se desviaba patentemente hacia el interior de la pierna. De seguro, la disparidad que se podía apreciar en la elevación de sus caderas no era menos importante a la hora de encontrar la causa de su cojera. El andar tan largo trecho debió convertirse en un tormento.
-Descansaremos-, insistió comenzando a deshacerse de su propio morral.
Por toda respuesta, el chico hizo el ademán de seguir adelante. El Anciano lo detuvo con el extremo de la caña que ocupaba de bastón, presionando contra el pecho del pequeño, obligándolo a retroceder hasta dar con los talones en el promontorio y, con un último empujón, haciéndole tomar asiento sobre las piedras.
-Dije que descansaremos- reiteró. El tono era perentorio y, en la voz profunda del Anciano, bien podría parecer una amenaza. El chico tomó asiento en las piedras, la barbilla en alto y la espalda tan recta como le hacía posible su fatiga. El alivio se hizo evidente de inmediato al hacerlo. Cerró los ojos y dejó que su boca formara una mueca involuntaria y silenciosa a causa del acomodo de sus huesos.
El Anciano le entregó un atadijo de tela. Comida. Indudable por el aroma. Una fajita rellena de verduras y algo de carne seca. Comió con más fruición de lo que deseaba demostrar.
-¿Tu nombre?- demandó el Anciano, sentado al frente suyo, su propia merienda dispuesta sobre sus piernas. El chico tardó en responder, ocupado en terminar con el trozo en su boca, demasiado grande para ella.
-Siboh Assai- dijo al fin tras usar la manga de su camisola como servilleta- ¿El tuyo?
El viejo frunció el ceño ante el atrevimiento.
-Soy tu Maestro- dijo dejando caer toda su autoridad en la profundidad de su voz.
El chico dejó de comer y miró directo a los ojos escondidos tras las profusas cejas del Anciano por unos segundos.
-Está bien- concordó finalmente y volvió a la tarea de calmar el hambre.
Entonces fue el viejo quien se detuvo a contemplarlo hasta que el chico acabó con la carne seca.
-Siboh Assai-, repitió en voz baja como si testeara el nombre en su mente. Se preguntó si la madre conocería el significado de las palabras cuando las puso sobre la cabeza de su hijo. -Siboh Assai- repitió nuevamente, y esta vez, el chico alzó la vista al escuchar su nombre- Habrá que hacer algo con tu boca, Siboh Assai -sentenció. Envolvió lo que quedaba de su comida en la tela, la introdujo de vuelta en el morral y echó a andar.
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El Amo de los Dragones por Marcela Ponce Trujillo se encuentra bajo una
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