Despierta en el Impala, en el asiento trasero, arrullado por el vaivén del vehículo sobre la carretera. Sam conduce y Castiel está sobre él, vigilándolo con preocupación, muy dentro de su espacio personal.
“¿Cómo está?”, pregunta Sam desde adelante.
“Despierto”, contesta el ángel sin quitarle la vista de encima al cazador.
“Y… ¿cómo estás tú?”
“Estoy bien”.
Dean tiene la tentación de reír.
“Orgullo herido” farfulla y siente como si lo dijera otra persona.
Cas luce algo ofendido.
“¿Qué dijiste?”
“Tienes el orgullo herido. Puedo verlo”.
El ángel se retira de su campo de visión con movimientos medidos, la mirada alerta, estableciendo una prudente distancia.
“¿Cómo te sientes?”, le pregunta como si hiciese una fría evaluación de daños.
El cazador no sabe bien qué responderle. La sensación le es ajena, su cuerpo y su mente parecen haber emprendido caminos diferentes.
“Exprimido”, responde finalmente e intenta incorporarse en el asiento donde lo han recostado en algún momento del que no tiene conciencia. Por la ventanilla ve pasar los postes de electricidad y los árboles de una vieja carretera. Ni señas de la gran montaña. “¿Adónde vamos?”
“Dijiste al norte”, le informa Sam, las manos firmes en el volante. “Así que, vamos al norte”
“¿Yo dije eso?”
“Uhu”
Rebusca en su memoria pero no hay nada más que una niebla tan blanca como la que han dejado atrás.
“No sé por qué lo dije”. De pronto se da cuenta que el ángel no le ha apartado la vista de encima, vigilante. “Entonces, resultó”. Cas le responde con un ligero asentimiento. “¿Por qué tan serio, entonces?”
El ángel habla midiendo sus palabras.
“Lucías muy... impresionante”.
Y apenas lo ha dicho, Dean lo vive todo de nuevo en capas superpuestas sobre un microsegundo: la sorpresa, el conocimiento absoluto, el dominio sobre la materia; el éxtasis y la agonía del poder en su interior. La estática aún perdura en sus oídos.
“¿Sí? Wow”, se pasa una mano por el cabello intentando disimular el temblor que lo recorre. “Me habría gustado verlo”. Con gesto cansado, se endereza por completo en el asiento. “Bueno, ¿dónde está el Manual del Usuario, Cas?”
El ángel baja por un momento la guardia, confundido por la pregunta.
“¿Cuál manual?”
“Creo que quiere saber cómo funciona esa cosa que tiene adentro”, interviene Sam.
“Gracias, Sammy. Tú siempre tan perspicaz”, y al ángel, “Sí, eso es. ¿Cómo funciona?”
“No existe ningún manual de ese tipo, Dean”, responde Cas, aún confuso. “Sólo debes dejar que se canalice. Pero, por ahora, deberías mantenerlo oculto. Al menos hasta que encontremos un lugar seguro donde puedas practicar”.
“Mantenerlo oculto”, repite con un mohín burlesco. “Suena fácil”.
“Tiene razón, Dean”, le habla Sam de nuevo. “Meg vio la luz de la gracia de Angie cuando ella trató de sanarme. No queremos que ellos sepan de ti por ahora”.
“¿Por qué no? Soy una especie de bomba nuclear, ¿verdad? Podemos caerles encima en el momento en que lo deseemos”.
“Claro”, ironiza Sam. “Porque sabes exactamente cómo y qué hacer con la Gracia que llevas dentro”.
Repentinamente, a modo de una tormenta tropical, el rostro del cazador pierde todo atisbo de broma y se endurece de tal manera que hasta el viejo vehículo disminuye el ruido de su motor.
“Tal vez”, dice en un tono tan frío que el cabello de Sam se eriza en su raíz. “¿Quieres un ensayo?”. El volante del Impala se torna un hierro candente que Sam se ve obligado a soltar. Sin embargo, el vehículo continúa por la carretera sin desviarse un ápice de su carril.
“¡Basta, Dean!”, advierte el ángel aunque mantiene la distancia con el cazador. “¡Esto no es un juego!”.
Dean lo deja. Sam pone sus manos de regreso sobre el volante justo a tiempo para evitar un derrape. No hay seña en él de lo que acaba de ocurrir, ni siquiera un pequeño tizne de quemadura.
Atrás, Dean se lleva una mano a los ojos, el temblor de su cuerpo ahora completamente evidente. Dios. ¿Qué es todo ese ruido? El ángel se le acerca y toca su hombro.
“¿Estás bien?”
“Sí, sólo... dame un minuto”. Alza la vista hacia Cas y falsea una media sonrisa. “Esta cosa es un poco abrumadora. ¿Cómo lo haces?”.
Cas reconoce su esfuerzo por simular normalidad, pero también nota que en sus ojos el color se arremolina como si dentro de ellos existiese un huracán presto a desatarse.
“Deberías reposar otro poco”, le aconseja con calma y lo empuja suavemente de regreso a la posición horizontal en que se encontraba antes.
“De acuerdo”, concede Dean, demasiado rápido para la tranquilidad de los otros dos, y cierra los ojos. Si tan sólo pudiese encontrar algo de silencio. Aún así, con un largo suspiro, deja que su cuerpo, ese extraño envase de carne que le parece tan ajeno a momentos, se relaje tendido a lo largo del asiento.
Sam le echa una mirada rápida a su hermano desde el asiento del conductor antes de volver a concentrarse en la carretera. Dean luce en paz y él apenas puede creerlo después de todo lo que ha ocurrido en las últimas horas.
“Cas”, llama al ángel, haciéndole una seña para que se asome hacia adelante. “¿Qué piensas?”
“Que tu hermano es un idiota”.
“Eso ya lo sabíamos”, concuerda, “pero... ¿va a estar bien?”
Cas observa el sube y baja de la respiración del cazador rendido al agotamiento.
“Yo diría que lo está llevando en forma bastante aceptable”, concluye. “Está manipulando un gran poder. Podría ser peor”.
“Sí, tienes razón”, concuerda, deseando creerle con todas sus fuerzas. “Espera un poco. ¿Cómo es que no estoy hecho polvo? Quiero decir, estoy apenas a un metro de distancia de él. Debería estar muerto”.
“Quizás te ha sanado”.
Sam niega con un movimiento de cabeza.
“Aún siento la necesidad en mí”.
“Entonces, debe haber extendido la protección que el Kerub te concedió momentáneamente”.
“¿Algo así como un escudo móvil?”
“Tal vez”.
Se mantienen en silencio por unos momentos mientras devoran la carretera hacia el norte como lo ha ordenado Dean. Pronto deberán detenerse en algún motel. Ha sido una jornada difícil, y extraña, para los tres.
“Cas ... éste aún es mi hermano, ¿verdad?”
Castiel observa la figura que duerme profundamente en el asiento trasero del Impala.
“Sí”.
“Y esta Gracia que está acarreando le pertenece a una criatura poderosa”.
“Sí”. Inclina la cabeza, curioso. “¿Qué deseas saber, Sam?”
“Es... Es sólo que Dean... bueno,...” busca la mirada del ángel en el espejo retrovisor. “Él es sólo un humano, ¿cómo... cómo puede hacer esto y continuar vivo?”
“Es el recipiente de Michael”, cuando lo dice, Sam no puede verle el rostro. “El Kerub dijo que era suficiente”.
“Pero tú no crees eso, ¿verdad?”
“¿Por qué no?” intenta sonar convencido sin mucho éxito. “De alguna manera, tu hermano siempre termina involucrado en situaciones increíbles e insanas, como ésta. No debería sorprenderte”.
“Sí, pero... Cas”, lo busca por el espejo retrovisor. “Cas, mírame”, el ángel se vuelve y encuentra el reflejo de sus ojos inquisidores en el espejo. “Díme la verdad. Tú no lo crees, ¿verdad?”
“¿Pueden ustedes dos bajar el tono, por favor?”, resuena la voz enfadada del cazador, repentinamente despierto. “Hay demasiado ruido”. Se lleva una mano al puente de su nariz mientras se incorpora en el asiento.
Sam y el ángel comparten una mirada de inquietud.
“¿Te encuentras bien?”, inquiere Castiel.
“No puedo entender lo que dicen”.
“¿Nosotros?”
“No”
“¿Quiénes entonces?”
Dean se cubre los oídos.
“Dean, quiénes?”, insiste el ángel mientras Sam se tensa en el asiento del conductor.
“Todos ellos”
“¿Quiénes son ellos?”
“¡Todos lo que están gritando en mis oídos! ¡Silencio!”, reclama y se lleva sorpresivamente una mano al pecho. “Voy a eruptar”
“¡Dean!” protesta Sam con un mohín de disgusto. “¡Vamos! ¡Pensé que hablabas en serio!”
“Hablo en serio”, replica el cazador y su expresión acompaña a sus palabras. “Ya no encajo en este cuerpo”.
“Deberías volver a descansar”, le aconseja Castiel mientras tiende una mano hacia Dean con la intención de empujarlo nuevamente, pero esta vez se detiene antes de tocarlo, alarmado por el semblante de su amigo. “¿Dean?”
“Es porque aún no es tiempo”, balbucea.
“Dean, cálmate”.
El cazador lo ignora y a cambio voltea hacia la ventanilla, su atención capturada por algo allá afuera que el ángel no logra identificar.
“Están clamando por ayuda”, continúa Dean y Cas ve cómo alza su mano derecha y la empuña como si llevara una espada en ella. “Debería estar allí”, susurra el cazador, absorto en la visión de su puño.
Cas se inclina sobre el oído de Sam con urgencia apenas contenida.
“Toma el primer desvío que encuentres”, le ordena.
“¿Qué sucede?”
“No estoy seguro aún. Sólo date prisa”
Sam rastrea el camino en busca del desvío pero no hay ninguno a la vista aún. Siente el peso de Cas recostado contra el respaldo de su asiento. El ángel se mantiene tan alejado de Dean como se lo permite el apretado espacio del Impala. Sería divertido si no fuera por la máscara escalofriante que luce el rostro de su hermano, los ojos fijos ahora en su persona.
“¿Sucede algo?”, se fuerza a preguntar, vigilándolo a través del retrovisor.
“Apestas”, escupe asqueado el cazador.
“¿Q-qué?”
“Azufre”.
Sam siente que la sangre se le hiela en las venas. Traga con dificultad mientras se obliga a despegar la vista del reflejo de Dean en el espejo y centrarse en el camino. ¿Dónde está el maldito desvío?
Finalmente, tras una curva, aparece la entrada hacia un camino de gravilla. Sam da vuelta el volante con presteza. De inmediato, Dean reacciona.
“Detén el auto”, dice apretando los dientes.
“¿Qué?”
“¡Detén el auto!”
Sam pisa los frenos abruptamente y cuando levanta la vista, tras el envión, Dean ya no está en el asiento trasero.
Él y Castiel descienden de inmediato del auto. Dean se encuentra unos metros atrás, de pie en medio de la carretera.
“¿Qué está haciendo?”, quiere saber Sam y hace la intentona de correr en dirección a su hermano, sin tener muy claro de qué serviría, pero Castiel se lo impide agarrándolo con fuerza de un brazo.
“Déjame a mí”, dice y sin esperar la reacción de Sam, se dirige con cautela hacia la figura del cazador plantada sobre el asfalto. “¿Dean?”
“Estás asustado de mí” le habla con la vista fija en el horizonte y enseguida bufa. “¡Dios! ¡Yo estoy asustado de mí!”. Mira a Cas de arriba abajo. “¿Debería conseguir una de esas gabardinas ahora?”, se ríe de su chiste sin gracia.
“Necesitamos regresar al auto”. El cazador lo ignora. Hay un cosquilleo eléctrico en el ambiente y el ángel lo siente en la yema de sus dedos. Lo intenta de nuevo. “Vamos, Dean. Tienes que...”
“Puedo sentirla”, dice de pronto.
“¿A Angie?… ¿Qué sientes?”
“Dolor. Está sufriendo. Se encuentra en peligro”. Dean ladea la cabeza como suele hacerlo Cas cuando está tratando de descifrar un misterio. “Ella es el peligro”. Un resplandor blanquecino obliga al ángel a dirigir su atención hacia el final de las mangas en la chaqueta de Dean. “Es… repugnante”. Por debajo del borde, las manos del cazador han comenzado a brillar y el ángel, con pánico, comprende. Dean va a irse, va a desaparecer y entonces ocurrirá cualquier cosa, medio mundo puede explotar con él.
“¡No! ¡No es así!” exclama y avanza temerariamente hasta que ambos quedan frente a frente. “¡Dean, regresa! ¡Ahora!”
Y de repente el cazador clava su mirada en él, el verde de sus ojos como dos dagas color esmeralda apuntándole con fiereza. No necesita hablar para hacerle saber que no desea recomendaciones de un simple ángel de batallón, carne de cañón. Cas, a su pesar, tiembla. Y entonces la Gracia crece y se expande en el cuerpo humano de Dean como la primera vez, no, peor, más fuerte, más poderosa. A los costados del camino, los árboles se comban doblegados por una fuerza invisible, el pavimento bajo sus pies se convierte en polvo en el área de un círculo perfecto, el Impala da un brinco sobre sus neumáticos y avanza un par de metros con el impulso de la onda, Sam cae al suelo, el ambiente se llena de electricidad, zumban los oídos, las nubes se abren en el cielo.
Castiel se ancla al suelo con toda su energía mientras el asombroso poder lo atraviesa y sigue su camino. De reojo puede ver a Sam poniéndose de pie, intentando acercarse, pero es inútil porque cae de nuevo sin fuerzas, a cuatro manos en el suelo. Cas no puede ayudarlo esta vez. Necesita concentrarse en Dean. El cazador está alzando sus brazos, las palmas de sus manos hacia arriba como dos antorchas de luz blanca. Tiene la tentación de arrojársele encima y obligarlo a bajarlos de nuevo a la fuerza, pero sabe que no conseguiría mucho más que la última vez si no es terminar en el otro extremo del planeta.
“¡Lo que ves es Meg, no Angie!”, le grita en el rostro, como un entrenador a su protegido. “Angie es dulce, ¿recuerdas? Y le gustan los gatos, ella cuida bien de Iosephus, y canta y ríe con tus bromas y tú le regalaste una muñeca y una chaqueta verde que ella no se quita jamás. ¡Te necesita! ¡Ella te ama y tú la amas a ella!”. Siente el ardor irradiar desde el cuerpo del cazador amenazando con convertirlo en cenizas, pero no se aleja. “¿Recuerdas eso?” y tiene que apretar los dientes para no escupir alguno de los juramentos que ha aprendido del cazador, presa de la frustración. “¡DEAN!”
“Es mi hija”, dice al fin el otro y cuando lo hace, es la voz del hombre que recogió una niña y un gato el invierno pasado.
“¡Sí, lo es! ¡Demonios!”.
En un primer momento, Dean luce perdido. La luz que proviene de su persona se hace más intensa a cada momento, saltan chispas en el aire alrededor, los cables eléctricos estallan en los postes. Se mira las manos volteándolas de lado a lado, intentando comprender.
“¡Voy a explotar!”
“¡No! ¡Mírame! ¡MÍRAME!” el cazador le obedece y se concentra en el rostro del ángel. “¡Tienes que tomar el control! ¡Puedes hacerlo! ¡Dean! ¡Sé que puedes hacerlo! Recuerda a Angie. ¡Estás en esto por ella! Por tu hija”.
Dean le mantiene la mirada un instante y luego vuelve a concentrarse en sus manos.
“De acuerdo”.
Y entonces las nubes se mueven de nuevo en libertad, los oídos dejan de zumbar y el rostro del cazador adquiere una expresión serena. El silencio se adueña del lugar y Castiel puede soltar el aire de sus pulmones que no sabía que estaba reteniendo.
“Estoy mareado”, declara el cazador.
Cas alarga un brazo hacia él con la intención de prestarle ayuda pero Dean lo esquiva.
“No me toques”, le advierte y emprende el camino de regreso al Impala cuidando cada uno de sus pasos. “Arderías”.
Sam lo deja pasar también sin atreverse a acortar la distancia que lo separa de su hermano. Sólo cuando el cazador se deja caer pesadamente en el asiento trasero, va y se instala tras el volante. Castiel ocupa el asiento del copiloto esta vez. Sam prueba el encendido y el característico ronroneo del motor del Impala cubre el silencio.
“Hay una granja. Allá.”, señala Dean con el dedo hacia algún punto en el frente. “Vamos”
Sam obedece y mientras maniobra para enderezar el vehículo, le echa un último vistazo a la carretera hecha polvo a sus espaldas.
“No sé qué explicación va a dar la policía respecto a eso”.
Sorprendentemente, la granja está debidamente preparada para recibirlos. Se encuentra abandonada, eso es seguro. Pero a pesar de su aspecto destartalado, su interior rebosa de buena salud. En la cocina hay un refrigerador con víveres de toda clase, incluido Pie de manzana fresco que Dean no tarda en dar de baja. Sam lo observa, sentado a la mesa, él mismo con una porción de su ensalada favorita frente a él de la que aún no es capaz de probar un bocado. Dean actúa como si hubiera olvidado la razón por la cual se hallan detenidos allí.
“¿Te encuentras bien?”, le pregunta viéndole terminar su tercer plato.
“Nunca estuve mejor”, responde el cazador con la boca llena de Pie y enseguida coge su vaso y bebe lo que queda de su gaseosa sólo para volver a llenarlo de la nada con un movimiento de su dedo índice con el que marca el nivel hasta donde lo quiere ver cubierto.
Sam le echa un vistazo a Cas, instalado a espaldas de Dean, de pie contra la pared y brazos cruzados sobre el pecho como lo ha estado desde que terminó de dar su ronda de vigilancia. El ángel no parece muy contento con la situación.
“Hum, Dean…”, decide hablar Sam. “respecto del asunto de ocultarse… ¿no crees que deberías ser un poco más cuidadoso?”
“¿Te refieres a…?”
Sam hace una seña con su mano indicando la mesa, la granja y su alrededor.
“Me refiero a esto. ¿No es un poco... notorio?”
“No te preocupes. No nos verán”
“¡Pero estás usando demasiada Gracia! ¡Por supuesto que nos verán!”
“No pueden. No se los permito”.
“Pero…”
“No pueden”, lo corta levantando el dedo índice para remarcar lo dicho. “Punto”. Se lleva una mano al pecho con un gesto de dolor. “Oh no. No de nuevo”.
“¿Qué pasa?”, se alarma Sam. “¿Es la Gracia?”
“Es eso o comí mucho Pie”. Se echa hacia atrás arrastrando la silla con él. “¡Dios!”, se queja inclinándose hacia adelante. “¡Esto es tan molesto!”, y entonces desaparece.
Sam se pone de pie, al borde del pánico.
“¡Dónde se fue!”
Castiel abandona su posición y avanza hacia la silla vacía en busca de algún rastro de su escencia. Lo encuentra y mira a través de la ventana.
“Afuera”, y desaparece a su vez.
Cuando Sam alcanza la puerta, el ángel va detrás de Dean manteniendo una distancia constante entre los dos. Caminan hacia el cerco que delimita el campo. El cazador voltea y le habla y Cas le responde mientras ambos avanzan. Sam no alcanza a escuchar las palabras desde el lugar en que se encuentra (y que, por cierto, no piensa abandonar), pero a ratos suenan enfadadas de parte del ángel y burlescas de parte de su hermano. Se detienen. Dean está riendo descaradamente. Cas le reprende, todo su lenguaje corporal lo deja de manifiesto. La risa muere en los labios del cazador. Ha comenzado a brillar. Sam siente que las entrañas se hacen un nudo en su interior. Cas decide avanzar, pero al mismo tiempo que da el primer paso hacia Dean, éste se deja caer de rodillas y posa su mano derecha en el suelo. Allí donde se produce el contacto, la tierra se comba con un sonido apagado, se ilumina y hierba fresca surge alrededor; las plantas florecen y lo que sea que ha salido de Dean se expande hasta los troncos secos alrededor de la casa y éstos reverdecen, crían ramas y dan fruto.
“Oh. Mi. Dios”, exclama Sam boquiabierto.
La onda expansiva continúa y pasa por debajo de la casona, rozando los zapatos de Sam. Por un momento, la noche se hace día. Cuando alcanza el granero, el Impala guardado allí por la noche prorrumpe en una sonora fiesta de bocinazos y luces intermitentes. Luego, todo se calma. Incluido Dean.
El cazador se pone de pie, con esfuerzo, pero claramente aliviado y camina de regreso a la casa, Castiel pisándole los talones. Pasa delante de Sam hacia el interior sin prestarle atención, hasta dejarse caer como un saco de patatas en el sofá. La chimenea se enciende al instante.
Cas se detiene en la puerta.
“Haré la guardia”, dice antes que Sam pueda preguntarle nada y desaparece.
Adentro, Dean continúa en el sofá, mirando sin ver las llamas en el hueco de la chimenea. Apenas Sam entra en la sala, le señala con un gesto vago de su mano hacia la habitación más próxima.
“Ve allá. Duerme”.
Sam sigue la dirección que ha indicado Dean. La habitación ha sido preparada como el resto del edificio. Hay una cama a todas vistas confortable, una buena lámpara de mesa y sobre la mesita de noche hay un par de libros. ¡Como si fuera a poder concentrarse en leer esa noche! Mira a su hermano que aún continúa absorto en la visión de la chimenea.
“¿Y tú?”
“Tengo que pensar”.
“Bueno, podemos pensar juntos”
“Necesitas dormir”
“No estoy cansado”
“Sí, lo estás”, dice y es lo último de lo que tiene conciencia Sam hasta que despierta a la mañana siguiente, cómodo y abrigado, envuelto en las mantas de la cama.
“Demonios”.
Sale de entre las ropas como una exhalación. El sofá está vacío, la sala silenciosa. El fuego hace mucho que se ha extinguido. Se apresura en salir al exterior. Allí, Cas observa el sitio donde se posó la mano del cazador la noche anterior. Entre la hierba se asoma un sello que, aún de día, emite una gran luminosidad. Sam lo reconoce como aquel que Angie instauró como defensa en la casa donde se refugiaban y que él se encargó de sabotear. Un ramalazo de culpabilidad cruza su corazón y le recuerda que si están en esa situación ahora es por su culpa.
“¿Dónde está Dean?”, pregunta al ángel.
Cas le señala con un movimiento de cabeza hacia el nuevo huerto de la granja. Allí está el cazador, de pie, al medio de todo. De cuando en cuando mueve un brazo o ambos en el aire. Parece un demente en crisis o un artista en proceso de creación.
“¿Qué hace?”
“Juega”
Dean desaparece y reaparece al instante siguiente en otro sector del huerto. Toca un árbol y éste se eleva en el aire con raíces y todo. Mueve una mano y la hierba se ordena en espiral alrededor. Está componiendo un paisaje surrealista. Sam no puede evitar sonreír ante eso, divertido.
“Parece que Dalí ha logrado el control”. Castiel asiente, muy serio. “Eso es bueno, ¿no?”. El ángel no contesta. “¿Cas? ¿Sucede algo?”
“Nada”
“Sí, seguro”, ironiza, comenzando a preocuparse de nuevo. “Cas, es mi hermano, cualquier cosa que esté sucediendo, tengo derecho a saberlo”.
El ángel respira profundo, aún sin despegar su atención del cazador en el huerto.
“Dean está comenzando a sentirse cómodo”.
Sam se sorprende.
“De nuevo, ¿no es eso bueno?”
“Es peligroso, Sam”.
“¿Por qué?”
“Ya te lo he dicho”
Dean se materializa frente a ellos con un sonido de telas combatiendo el viento.
“Es hora. Necesito que vengas conmigo”, le dice a Castiel, ignorando a su hermano.
“Yo voy también”, salta Sam de inmediato y la mirada de Dean se clava en él, fría, calculadora.
“No”
Sam se vuelve a Castiel.
“No me dejarás aquí”.
El ángel suspira, un tinte de compasión en su expresión.
“No puedo llevarte”
“¡Por qué!”
“Será una dura batalla, Sam, y tú no estás en condiciones de enfrentarla”.
Sam aprieta los labios con rabia en un mohín de tozudez, digno de un niño caprichoso de cinco años.
“Lo juro, si me dejas aquí, beberé la sangre de cada demonio en este Estado y los seguiré a ustedes dos de todas maneras. Sabes que puedo hacerlo”.
“¿Cuál es el punto, Sam?”, replica Dean dejando asomar la fanfarronería de su personalidad habitual. “¿Piensas que puedes hacerlo mejor que yo?”
“Al menos sé cómo hacerlo sin tostar la mitad del planeta”, contesta a su vez Sam y se vuelve hacia el ángel. “¿Cas?”
Pero a Castiel no le corresponde tomar la decisión. Voltea hacia Dean en busca de su respuesta y éste acoge silenciosamente su requerimiento. El cazador mira a su hermano por unos momentos. Sam siente cómo aquellos ojos verdes , brillantes como esmeraldas, lo traspasan como cuchillas.
“Estás débil”, dice finalmente. “Necesitas ser restaurado”. Extiende un brazo hacia su hermano pero éste se hace a un lado, evitándolo.
“¿Qué vas a hacer?”
“Voy a sanarte. No más sangre de demonio para ti”
En un segundo Sam vuelve a ver ante sus ojos a Angie, su boca abierta, el verde de sus ojos transformado en una película blanca y las delgadas venas violáceas sobre su cuello.
“No”, y su respuesta hace que Dean enarque las cejas en sorpresa. “Si lo haces, puedo drenar demasiada de tu Gracia. Angie primero. Luego,… veremos”.
Sam siente cómo su hermano, o lo que sea que es ahora, lo lee como si diese vueltas las páginas de un diario.
“De acuerdo”, dice. “Pero necesitarás algo de refuerzo”
Antes que Sam pueda evitarlo, la mano del cazador se ha posado sobre su cabeza y lo que sea que está haciendo en él lo pone enfermo, lo obliga a caer de rodillas, sin fuerzas para sostenerse.
Castiel se acerca a ellos, preocupado.
“Dean, necesitas tener cuidado…”
Entonces el cazador se vuelve sorpresivamente hacia el ángel y hace lo mismo que con Sam. Castiel siente como si un huracán fluyera dentro de él. Se mira las manos y él también ha comenzado a brillar. Las voces del cielo cantan en sus oídos. Cierra los ojos disfrutando el momento, la sensación de haber regresado al hogar. Pero no dura mucho. El silencio se hace de pronto y es que Dean ha retirado su mano y se encuentra ahora a cierta distancia, mirando a la lejanía.
Castiel se obliga a romper la inmovilidad de su cuerpo.
“¿Estás bien?” le pregunta a Sam y éste, poniéndose de pie con su ayuda, asiente.
“¿Qué fue eso?”
“Creo que nos ha bendecido”
Dean voltea hacia ellos.
“Tenemos que ir al norte”, declara.
Sam mira hacia el granero donde descansa el Impala, dudoso, débil aún.
“Uh… Bien. ¿Conducirás tú está vez?”
Dean mira a Sam y sonríe.
“Conduciré”, dice. “Pero no necesitaremos el auto”.
Capítulo 24.