Viene del post anterior.
Editado para decir: si alguien sabe cómo puñetas puedo corregir la sangría o lo que quiera que sea que está mal en este post, se lo agradeceré eternamente. Aceptad mis disculpas por lo incómodo de la lectura. Sólo puedo deciros que lo copiéis y peguéis en Word para no volveros locos.
Tru, que odia el html.
MAPAS MUDOS (3ª parte)
Por Truchita
I put a spell on you
El interior del pub está neblinoso por el humo y tiene un olor denso y atosigante, mezcla de tabaco y licor. Una rendija de viento helado se cuela con cada cliente mientras la nieve sucia se derrite en pequeños montoncitos que arrastra la pesada puerta de roble y cristal.
Fuera, la noche ha caído con una bruma espesa y Godric’s Hollow se estremece de frío. Dentro, los cuerpos van entrando en calor a medida que llega más gente. Sobran las bufandas y las pintas y el café tostado animan el ambiente, cargándolo de conversaciones cruzadas, risas, alguna exclamación, voces que suben y suben de tono mientras la vieja gramola va cambiando de canción.
El pub es un resquicio de paz, una postal a la que la guerra todavía no ha llegado. Con la chimenea averiada y las severas restricciones del Ministerio en materia de apariciones, la despensa ha empezado a resentirse y han tenido que bajar al pueblo para comprar leche, huevos, pan fresco y algo de carne. Aún era temprano cuando salieron del supermercado y pensaron que no les haría daño tomar algo antes de volver.
Hace frío y a veces se cansan de la dilatada claustrofobia de su casa en mitad del páramo. Ver gente, escuchar música, tomar un buen capuchino con canela y chocolate, reírse un poco, nada de eso es ningún pecado y, por una vez, creen que se merecen un respiro. Los tres, al unísono. Sin peros ni trabas. Ni siquiera Harry y esa versión sombría de sí mismo que arrastra desde que empezó todo.
Hermione sacude la cabeza y se obliga a mirar a su alrededor, a olvidar la guerra, los muertos y el mundo mágico que todos esos muggles ignoran que está sangrando.
Hay chicos de su edad jugando a los dardos. Charlan, se empujan, se ríen de forma explosiva, jóvenes y despreocupados, y por un instante Hermione se siente parte de ellos y una sonrisa le expande los labios. Frente a ella, junto a los restos espumosos de su capuchino, el Times está abierto por la sección de deportes y anuncia un partido entre el Arsenal y el Manchester. A su lado, Harry parece divertirse mientras explica a Ron las reglas del fútbol. Los ojos del pelirrojo son enormes, se vuelven casi redondos de asombro infantil y tiene la boca entreabierta, hinchada y más roja que de costumbre por el ambiente caldeado del bar, tabaco, sudor, café recién hecho.
-¿Entonces eso es un petalín?
-Penalti, Ron.
-Lo que sea.
Harry se echa a reír como no lo ha hecho en meses y Ron se une a él ligeramente avergonzado. Pronto son una sola carcajada que vibra con una cadencia grave, les agita el pecho, les hace parecerse a los chicos que lanzan dardos en el fondo del bar.
A Ron le brilla la mirada bajo las luces de neón y tiene el primer botón de la camisa desabrochado. Hermione siente un calor agradable en el estómago y el pecho y baja los ojos. Si extiende los dedos cinco centímetros podría cogerlo de la mano y en su mente lo hace y después lo abraza, hunde la nariz en el vértice de sus clavículas y se siente a salvo y en casa.
El pub es un temblor de humo y alcohol y la música se mece a la deriva, cambiando de disco en disco hasta llegar a una voz ambigua y nasal que se enreda con el vaivén sinuoso de un saxo.
El pelo de Ron parece una llamarada en medio de la oscuridad. Bajo las luces de colores, Hermione nota la contundencia creciente de su mandíbula y casi ve la sombra de barba apareciendo al final del día. Tiene la voz espesa, como lava caliente, pestañas largas y claras que se baten con pereza. Se pasa los dedos por el pelo para apartarse el flequillo, una sola vez, y provoca esa reacción en cadena, esa flexión de tendones, esa tensión nervuda que parece latir bajo su piel y hace que Hermione sienta una estúpida vuelta de campana en su estómago.
La temperatura ha subido de repente mientras los envuelve la noche y la canción se arrastra sobre sus cabezas como una serpiente.
You better stop the things you do
Habla de un hechizo. La batería tiene un ritmo lánguido y sensual sobre el que tintinean las notas más agudas de un piano.
Se ofrece a pagar, emocionado por el billete de cinco libras que tiene en la mano. Nunca ha pagado con papel y nunca se da cuenta de la atención que despierta a su alrededor, el muy idiota. Aislados durante meses en mitad de la nieve, Hermione casi había olvidado al Ron Weasley de sexto, popular guardián de Gryffindor y nuevo terror de las nenas, con su estúpido uniforme desastrado, corbata suelta y camisa por fuera, pelo revuelto y cara de no haber roto nunca ni un solo plato, provocando chismorreos histéricos en los pasillos del colegio cada vez que lanzaba un saludo despistado.
Exactamente igual que ahora. Con su estúpido pelo largo y sus estúpidos vaqueros viejos, calculando mentalmente la cuenta con los codos apoyados en la barra, ojos que parecen líquidos en la semipenumbra y toda esa altura, impresionante incluso entre todos los chicos que hay en el local.
Entonces la ve. Se acerca a la barra y al principio él ni siquiera se da cuenta. Es la portada de una revista de adolescentes, pelo de un rubio pajizo, liso como una tabla, ojos rasgados, labios radiantes de gloss. Camiseta ajustada y dientes perfectos que sonríen cuando Ron se percata de que lo están mirando y, el muy cretino, le devuelve la sonrisa. Nada de sonrojarse. Nada de balbucear. Sonríe y le sostiene la mirada mientras la canción se contonea en el aire, gimiendo entre las mesas
You know I can't stand it / You're runnin' around.
Flirteando. Sin mover un solo músculo y sin decir nada. Aguijones en el pecho, hiel en el cielo de la boca, el ceño se frunce de manera automática y Hermione siente un chispazo que le entorna los ojos.
No sabe cuándo empezó a sentir ese burbujeo entre el pecho y el estómago, el vértigo, el pulso acelerado. Tal vez en aquel estúpido Baile de Navidad, o cuando abrió el perfume envuelto en papel de regalo, o mucho, mucho antes. Pero sabe perfectamente cuándo lo odió con todas sus fuerzas, enrollándose con la tonta de Lavender delante de sus narices. Rubia y tonta y guapa, maldita sea. Lo supo entonces y lo sabe ahora, en un pub lleno de humo y charlas a media voz.
Ron se frota la nuca y sonríe a medias, en la distancia resulta adorable y quiere darle una bofetada o empalarlo contra la pared, no está segura. Hermione no sabe si él lo sabe. Si es consciente del atractivo que ejerce sobre los demás. Si se ha dado cuenta después de jugar al quiddicth y ganar copas y liarse con Lavender en la Sala Común o lo sabía mucho antes, cuando sólo ella lo miraba en las clases de tercero.
Pensar en Lavender es pensar en besos. Y pensar en besos es pensar en cómo sería que Ron le cogiera la cara entre las manos y le metiera la lengua entre los labios.
Hace frío. Nuclear, profundo, devastador.
Una mano que le estrangula las tripas, un temblor estúpido en los ojos, la escena de la barra despierta sentimientos que se habían dormido. La canción se enreda en el aire con las columnas de humo. Es una mujer, Hermione lo nota en las frecuencias más altas. Ronca y sugerente, repitiendo unas pocas frases.
And I don't care / if you don't want me / I'm yours right now.
Breves y certeras como puñaladas.
Pastel de calabaza
Le gusta recién levantado, mechones desastrosos y marcas de almohada en la cara, el pijama arrugado, la voz profunda como una caverna. Le gusta cuando sale de la ducha, con el pelo húmedo y granate y oliendo a after shave. Le gusta mientras lee repantigado, ocupando medio sofá con su enorme estatura, vaqueros, flequillo en los ojos, bostezos ahogados. Le gusta cuando juega al ajedrez, con los codos apoyados en la mesa, la cabeza sujeta entre las manos, con esa expresión de intensa concentración. Le gusta -que nadie se entere- durante la cena, los carrillos hinchados y hablando con la boca llena. Le gusta su sonrisa, perezosa y ladeada, su voz de dormitorio, las pecas de su nariz, su ropa gastada, sus zancadas enormes, sus manos de guardián. Le gustan sus celos, sus malos modales, su holgazanería y su poca delicadeza.
Le gusta toda esa furia impulsiva y esa lealtad sin fisuras con la que movería montañas.
Le gusta Ron Weasley. Aquí. Ahora.
Siempre.
Veritas, veritatis
Un tiempo después, cuando se pare a pensar y la maquinaria de su cerebro reproduzca en sentido inverso los días con el detalle milimétrico de una miniatura, se dará cuenta de que todo está a punto de comenzar. Justo ahí, en ese momento. Una serie de circunstancias que se dan juntas, por azar o no, a quién le importa. Suceden y punto. No cree en el destino y no tiene tiempo de estudiar las matemáticas del caos.
Ha habido un temporal de nieve que ha despistado a las lechuzas y el paquete llega por error. Envuelta entre pergaminos viejos, como un tesoro frágil y preciado, hay una botella. Auténtica ginebra holandesa, destilada por los enanos de Rotterdam, dice la etiqueta. Y dice algo más, en grafía minúscula, puño y letra de hadas moscovitas: Mover en sentido contrario a las agujas del reloj antes de jugar.
-¿Jugar a qué?- pregunta Harry.
Ron conjuga una de esas sonrisas cargadas de malas intenciones, esas que dicen guay y sueltan un juramento de júbilo.
-Al juego de la verdad- contesta el pelirrojo.
Empieza a explicar las normas y Hermione trata de ignorarlo, fingiendo estar ocupada en recoger la cocina. El juego de la verdad mágico es distinto al de los muggles, es la botella la que hace las preguntas y se usa esa ginebra especial que, según cuentan, tiene una pequeña dosis ilegal de Veritaserum.
A Hermione no le gusta.
Es una sustancia prohibida por el Ministerio y le preocupa que haya contrabando en el correo y que, por un error, ellos se metan en algún lío. Tampoco le gusta ese juego estúpido sobre verdades y mentiras con alcohol de por medio. Desnuda secretos sin pudor y convierte la intimidad en una lucha absurda por ver quién ha cometido más maldades, pecata minuta que a ella la incomoda y le hace sentir vulnerable.
Se esfuerza en concentrarse en guardar las ollas. Los oye reír en el salón, echar a suertes quién empieza, avivar el fuego de la chimenea. El viento sopla con fuerza contra las ventanas. Apenas se ve la luna y la nieve se agita salvajemente, atrapada en un vendaval que se filtra por las paredes.
Hace frío en la cocina. Hace frío y se siente sola, así que da una patada en el suelo, por todas las gárgolas, molesta consigo misma por ceder y entrar en el salón y sentarse con ellos en el suelo, a los pies del sofá.
La botella da una sola vuelta antes de que Harry beba un sorbo. Se echa a reír en cuanto prueba la ginebra, víctima automática del alcohol y Hermione sabe que la etiqueta miente, que tiene más de 40 grados y algún tipo de hechizo para emborrachar de inmediato. Entonces asciende un vapor del cuello de la botella y dibuja una pregunta con humo, gris y temblorosa sobre sus cabezas.
¿Quieres volver con Ginny?
-Sí, Merlín, sí- le bailan los ojos y contesta rápido como una bala -. Me dejaría cortar un brazo por volver a besar…
-Vale, tío. Ahórrate los detalles- la voz de Ron es mitad gruñido, mitad mofa, y parece gigantesco con sus interminables piernas estiradas sobre la alfombra.
La pregunta no ha sido demasiado bochornosa y Hermione siente que sus hombros se relajan mientras llega el turno de Ron y bebe un trago bastante más largo que el que ha dado Harry. La mirada se le vuelve de un azul eléctrico y le pesan los párpados.
Y cuando la botella vuelve a preguntar, Hermione quiere morirse.
¿Hasta dónde has llegado con Lavender?
Una voz humeante que se arrastra y burbujea en una carcajada borracha, hombros firmes, espalda ancha, Ron suda levemente y el pelo le cae desordenado sobre la frente, se pasa la punta de la lengua por los labios y los humedece. Si estuviese sobrio, se moriría de la vergüenza con lo que tiene que confesar. O tal vez no y eso es lo que la inquieta, le hunde el pecho, le hace sentirse furiosa.
-Me dejaba tocarla por encima del sujetador.
Llorar. Gritar. Patalear. Romper algo. Su estúpida cara, por ejemplo. Hermione quiere levantarse, darle un puntapié a la condenada botella y largarse de allí. Soltar una maldición, mandarlo al infierno, decirle que se vaya con Lav-Lav y que tengan un montón de hijos tontos de remate. Quiere y no puede, porque sigue allí sentada, con los ojos trabados y el cuerpo tan rígido como si le hubiesen lanzado el Petrificus totalis.
El fuego ilumina una parte de la cara de Ron y proyecta una sombra barroca sobre la otra, dibujando sombras imposibles en los ojos azules. Es un misterio y está ahí, a quince centímetros de ella. Enorme. Casi magnético.
-¿No vas a jugar?
Su boca. No sabe por qué, sólo ve su boca. Labios de fruta madura que se están moviendo y la están hablando y no, ¿qué?, ¿jugar?, para nada. La botella parece viva entre sus manos. Tintinea y se agita y cuando bebe siente una oleada de fuego cayendo en picado garganta abajo, abrasando su estómago mientras recuerda que el alcohol es un depresor del
sistema nervioso central que actúa como anestésico y calmante suave. Que ella no está acostumbrada a beber.
Y que está perdida.
Se siente inestable casi dos segundos después. A su alrededor no hay aristas, no hay ángulos, sólo luz suave, contornos difusos, una realidad blanda que huele a fruta fermentada, algo metálico, azúcar y escarcha.
El salón se mueve y nota el sopor, cierta languidez y una laxitud que la tiraría de bruces si se le ocurriese ponerse en pie para evitar la pregunta que empieza a ascender desde la botella. Las letras se conjuran y amenazan con desaparecer al soplo más leve, como la llama de una vela. Es simple, es ambigua. Y es malvada.
¿Qué quieres hacer ahora?
Quiere marcharse de allí, salir corriendo y vomitar todo el alcohol mágico que le está embotando el cerebro, eso es lo que quiere. No quiere mirar a Ron -de verdad que no-, ni enfocar los ojos vidriosos en su boca -en absoluto-, ni pensar en el grosor carnoso y tibio de su lengua -francamente-.
No quiere estar allí.
No quiere contestar.
No, no quiere.
-Besar a Ron.
Lo dice con un jadeo, resbalando las palabras.
Tiene la boca seca, las comisuras ligeramente blandas, un repentino calor y lágrimas tentando el borde de las pestañas. Se siente desnuda, expuesta como una virgen en un sacrificio y se da en la rodilla al levantarse y tropezar con la mesa.
No quiere verle la cara. No quiere escuchar nada. Sólo salir de allí y esconderse en el armario para siempre, hasta que nadie recuerde quién es Hermione Granger ni el histórico, épico, desproporcionado ridículo que acaba de hacer hace apenas un segundo.
Días más tarde, cuando lo analice todo, llegará a la conclusión de que tarde o temprano tenía que pasar y que no importa el cuándo, el cómo ni el por qué, sino que ocurre y ya está, fin del asunto. Tratar de encontrar sentido a algo que no lo tiene o que, más bien, tiene un sentido absolutamente obvio, resulta absurdo y una total pérdida de tiempo.
Instrucciones para subir una escalera
No tiene huesos. Es vapor.
Y pesa, se hunde.
No sabe lo que es real, tiene la cabeza llena de plomo y una conciencia que se niega a volver del limbo. Cree que si abre los ojos va a quedarse ciega y que un alfiler cayendo en la otra punta de la casa le reventará los tímpanos. Estrías de luz blanquecina se cuelan entre las cortinas, iluminan su cuerpo aplastado boca abajo sobre el colchón. La cara hundida en la almohada, un nudo de sábanas y mantas entre las piernas, el pijama enrollado sobre la cintura, miles de rizos por todas partes. Un frío nuclear le traspasa el tuétano y, cuando se pone en pie, la cabeza le late al ritmo de la resaca y siente náuseas. El tembleque de las piernas la acompaña hasta el armario y se niega a mirarse al espejo. Ni hablar. Se pone la bata y recompone su pelo en un moño tan arriesgado que parece sostenerse por arte de magia.
El tic tac del reloj es un hechizo puntiagudo en sus sienes. Está desayunando a las once de la mañana y se concentra tanto en mitigar las ganas de vomitar que ni siquiera se enfada por haberse quedado dormida. El café es negro, muy cargado. Le calienta el estómago y le despeja poco a poco la mente.
Se convence de que no pasa nada. Todos estaban borrachos, seguro que no se acuerdan de nada. Ella ya no se acuerda. ¿De qué tiene que acordarse? No lo sabe, ¿qué será? Nada, ¿ves? Fantástico. Ya está. No pasa nada.
Siente en sus venas riachuelos de cafeína, despertando músculos y agudizando sentidos. Los ojos ya no pesan tanto y, si evita los ruidos, es posible que el dolor de cabeza no la deje inutilizada durante todo el día.
Es optimista cuando sale de la cocina. Se acerca a las escaleras dispuesta a darse una buena ducha, coger el abrigo y salir a respirar aire puro y frío que limpie los restos de resaca. Sus planes no contaban con quedarse parada en el primer peldaño, la barbilla levantada y los ojos clavados veinte centímetros más arriba.
Sus planes, si es totalmente honesta, incluían evitarlo por todos los medios.
Y se desmoronan como un castillo de naipes cuando Ron aparece en mitad de la escalera, camiseta blanca y pantalón de pijama, ojos como dos navajazos y una voz aguardentosa llena de sueño y secretos a oscuras.
-Ey.
No es difícil. Se trata de subir un pie, y luego el otro, uno y otro, uno y otro, escalón a escalón hasta llegar a la siguiente planta y, a medio camino, darle los buenos días como si no pasara nada.
Porque, de hecho, no pasa nada. Nada de nada.
Que es tarde y hay que vestirse y ponerse a trabajar, libros y libros, magia negra por aquí, conjuros de almas por allá. Eso es lo único que pasa.
Y que Ron baja un pie -descalzo- y luego otro -enormes y descalzos- y Hermione sigue allí parada, en el primer peldaño.
Bueno, si dice algo ella siempre puede argumentar que estaba borracha. Que la asimilación del alcohol por el organismo se inicia desde el momento mismo de la ingesta. Y que la ginebra, además, estaba alterada con sabe Circe qué tipo de magia.
Sí, puede decirle eso. Subir por la escalera y decírselo de pasada, sin necesidad de detenerse. Hay más cosas que hacer y ya es media mañana.
Un pie y otro, subiendo peldaño a peldaño, uno un poco más arriba y adelante que el anterior, es el principio que da sentido a la escalera. No es nada complicado, francamente.
Pero ella no sube y es Ron el que baja, y Hermione va a hablar, va a decir buenos días, Ron pero la intención muere justo en el borde de los labios porque Ron le ha puesto una mano en la nuca y la está besando, allí mismo, entre en primer y el segundo escalón.
Es lento, casi perverso. Y le llena el cerebro de saliva y no puede pensar en nada. Primero es labio contra labio, suave, templado, y luego hay una lengua que tantea el borde de los dientes antes de llenarle la boca. Es Ron, sus labios y su lengua, haciendo una primera succión. Larga y profunda, como una agonía en una noche de tormenta. Es un beso, o más, bien, la promesa de algo que podría ser más intenso y que late a flor de piel, empezando a enroscarse en su lengua pero sin llegar a hacerlo, mordisqueando las comisuras de su boca con la parte más carnosa de los labios, gelatina y ámbar. No se están tocando, sólo está la mano derecha de Ron, su palma contra su yugular, cuatro dedos en la curva del cuello, el pulgar cerca del lóbulo de la oreja. Quiere apretarse contra él y vapulearlo con su propia lengua pero Víctor sólo la besó una vez y, desde luego, no fue así. No sabe muy bien qué tiene que hacer y no sabe pensar, no sabe absolutamente nada y se deja hacer. La lengua de Ron es una víbora, pequeña y mojada, busca recovecos y serpentea, mezcla sensual de humedad y calor, ahora en la boca, ahora en el labio inferior. Más y más saliva, los dedos hierven, los dientes la rozan, suaves dentelladas que se convierten en lametones, como si su boca fuese el helado de chocolate más delicioso que Ron ha probado nunca.
-Hola, chicos.
Se aparta de un respingo. Siente que sus ojos van a saltar al vacío y que su corazón es un trapecista sin red. Harry se frota los ojos en lo alto de las escaleras y -Merlín, por favor, que no haya visto nada- se pone las gafas para enfocar la mirada. Hermione deja escapar el aire con alivio, se siente atrapada por la estatura descomunal de Ron y no puede respirar. No recuerda las propiedades mágicas del abedul y cree que podría entrar en combustión espontánea como un fuego fatuo. Allí mismo. Un peldaño por debajo de la más dulce de las muertes y el mayor bochorno de su vida.
Intenta no mirarlo. Alto, despeinado, labios hinchados, ojos eléctricos.
Tiene que irse.
Ahora.
Ya.
-Tengo que…
Calmarme, ducharme, morirme, tocarme.
Sube las escaleras corriendo, el pulso salvaje en todo su cuerpo, la boca cosquilleándole.
Un pie, luego otro.
No es difícil en absoluto.
(Continuará)
* NOTA: El Malleus Maleficarum existe. Es un libro escrito en 1486 por Heinrich Kramer y Jacob Sprenger, monjes alemanes de la orden de los dominicos. Explica los distintos tipos de brujas y cómo identificarlas y fue un auténtico bestseller en su época, con decenas de ediciones en toda Europa. No es machista, es misoginia en su estado más puro y se convirtió en el libro de cabecera de la Inquisición. Y no, qué va, no le he echado una ojeada para escribir el drabble.