Título: Algo flota sobre el agua (1/…)
Mitología: Popular española, es decir: un batiburrillo de folklore cristiano y celta, como suele pasar.
Sumario: (3.429 palabras) El Conde es un hombre ya muy anciano que ha gobernado con rectitud y justicia su pequeño feudo, pero también es un hombre con un triste pasado del que los años le han ido desligando. Ahora, vive sumido en la enfermedad de la desmemoria.
Notas: Os introduzco a las “Lavanderas de Noche” que son, de hecho, una figura común en el folklore europeo. Las Lavanderas están consideradas hadas maléficas, espíritus en pena arraigados a pozos, ríos o lagos, como siempre interactúan en espacios donde el agua es protagonista durante bastante tiempo se pensó en ellas como en ondinas, no obstante, su condición maligna o de alma atada no coincide con el prototipo de la ondina benefactora de una fuente o río, imagen mucho más común en Europa.
Concretamente la versión de Lavandera de la Noche en la que me inspiro es la aragonesa, donde las lavanderas son (también) hadas maléficas que viven en los huecos de los árboles y que presagian muerte de quienes las ven cargando con sus cestos de ropa sucia, como símbolo de las penas y los pecados por los que están condenadas. Antaño fueron mujeres que murieron de forma luctuosa cerca de los ríos o pozos a los que están ligadas, malas cristianas o mujeres sin bautizar. En la leyenda aragonesa las lavanderas pueden ser desencantadas únicamente durante la noche de San Juan.
Algo flota sobre el agua (primera parte)
El conde había salido tarde aquella mañana a cabalgar por los resecos bosques colindantes a su castillo, cabalgaba triste. No había logrado levantarse con el primer canto del gallo, ni tan siquiera con el segundo sólo al tercer intento y con ayuda de un criado de cámara había conseguido incorporarse en su lecho haciendo crujir su columna de tal forma que incluso el avezado ayudante había hecho una mueca de disgusto.
Paseando por entre los quebradizas encinas, su caballo cabizbajo y completamente solo alejándose poco a poco de su castillo, de sus hijos. Se deja llevar por el paso firme de su mejor caballo avergonzándose hasta el meollo carcomido de sus huesos por acumular ya tantos años cayéndosele encima de repente. Porqué él, que había sido un hombre recio hasta hacía bien poco tiempo atrás ahora se marchitaba día tras día consumido por un mal que le adherida la piel a unos huesos quebrados, torciéndose sobre sí mismos. Día tras día parecía como si por las noches pagase un tributo que lo mantenía despierto succionándole el humor de su corazón, él no era más que un anciano que sorbía sopa caliente y nada más por las noches, mientras le obligaban a escuchar las canciones que relataban las batallas en las que se había curtido como el mejor cuero oscense. Detestaba aquellas canciones cantadas de forma afectada interrumpiendo la cena, las conversaciones, los momentos de tranquilidad que ofrece la noche cuando el rubor del día todavía luce en el extremo del cielo, cuando las sombras y las pesadillas que acechan duermen en la copa de los árboles, en sus grutas, duermen.
Le pregunta a su ayuda de cámara: ¿Tantos años habían pasado ya? Y el hombre de fuertes espaldas puntiagudas responde con la cabeza y le recuerda, pidiendo permiso, que él no era más un chiquillo morisco cuando fue traído al castillo para servirle y que la menor de sus hijas ya es una mujer casada. El conde le dice frotándose con las manos las cicatrices de su rostro que no recuerda ni el cuándo ni el cómo, tampoco el nombre de la mejor de las hijas de su ayuda de cámara. No mediaron más palabras entre ellos, sin embargo, insistió en acompañarle un tramo a pie si no le daba permiso para montar en mula. El conde se negó por completo. Solo.
Por supuesto que el conde tiene ojos en la cara y conserva su entendimiento, no rehuye los espejos bruñidos y cuenta sus nietos por docenas, pero a pesar de las evidencias se había impuesto negarse la verdad, que cuanto fue antaño ahora se veía reducido a un cuerpo doliente que perdía, a una velocidad vertiginosa, la fuerza que bombeaba cada uno de sus músculos, un cuerpo que le traicionaba y del que se terminaban escapando todos los fluidos que eran necesarios retener. Un cuerpo que lamentaba el eterno frío instalado en los techos de sus estancias, que convertía todos los hogares encendidos en insuficientes fogatas mal alimentadas, incapaces de espantar aquella mísera pátina de hielo que le cubría la espalda, al frente y se le clavaba en las rodillas como los colmillos de la víbora.
Deseaba pasear solo, completamente solo, para perderse en la escasa frondosidad de hayas y encinas; para acercarse hasta el molino de agua, descansar un rato royendo un puñado de miga de pan y dar de beber a su caballo de aquel hilo de clara agua, y después, rezando una Ave María, refrescarse la nuca espantando con ello el repunte de un desmayo que siempre le acompaña. Solo.
El conde había descubierto de repente que era un hombre anciano. Asombrado, como quien descubre un insecto enorme y brillante posado en las manos, totalmente fascinado. Se quita los guantes, descuidado las riendas por un momento, y mira esas mismas manos con detenimiento, como si no fueran suyas ni estuvieran engarzadas a su cuerpo. Allí están las cicatrices, las reconoce pues son bien suyas; el conde sabe que hubo un tiempo en el que pudo poner nombre a cada uno de los adversario que le obsequiaron con una de aquellas cicatrices. Algunas de las heridas fueron tan mal cosidas que han quedado impresas como fallas del terrero y otras como cordilleras de pellejo, en el mapa de su cuerpo. Contempla extasiado el surco abultado de sus venas y cuan tierna parece ser allí, y solamente allí, la piel que cubre esos riachuelos de sangre que riegan sus manos, y que, a su vez, tanta sangre han vertido, y sonríe con orgullo pues son esos mismos riachuelos los que conecta con su corazón, y éste a las bridas de su montura.
En mitad del camino el paso lento de su caballo asturcón se detiene, relincha débilmente levantando la cabeza agitada; el conde aprovecha para acariciar el flanco de su potente cuello y las trenzas en su crin. Por entre las trenzas destaca una de un color claro allí atada con correas de cuero labrado, allí pende una ligera trenza con el cabello blanco de su primer esposa.
- Soooooo, so grandullón- murmura el conde tomando entre sus dedos la escueta trenza.
Por encima de la cabeza de su caballo puede ver como el camino está claro, desierto y desnudo de piedras y ramas. El polvo permanece adherido pesadamente al suelo pues no corre tampoco nada de brisa desde hace días, contándose amargamente las semanas que lleva sin llover. Apenas se escuchan los pájaros en sus nidos o en las copas de los árboles. Aproximándose el mediodía el bosque parece haber muerto por completo.
Su caballo piafa sin moverse de su sitio demostrando toda su nobleza, sin embargo, preocupado por la respuesta del animal el conde acaricia nuevamente sus crines y resitúa las barbadas de su brida, no sin cierto esfuerzo al tener que incorporarse en su silla de montar. El contacto de sus dedos directamente en la boca del animal parece tranquilizarlo, por un momento que no se prolonga lo suficiente, porque termina encabritándose cuando atraviesa de lado a lado del camino un enorme ganso salvaje blanco. El animal bate sus alas estirando su largo cuello, graznando.
Sin acabar de dar crédito a lo que a lo que sucede frente a sus ojos, el conde observa mudo como de entre la espesura emerge una bandada de gansos salvajes, blancos y prácticamente de la altura de un cerdo doméstico. Sin contarlos estima tener frente a sí una docena de gansos que en silenciosa procesión cruzan el camino perdiéndose en la rala espesura del otro lado. Entonces, y haciendo un amago para desmontar, le sorprende una voz de mujer que le advierte:
- No los sigáis mi señor, porque van camino de la poza llorona-
- ¡Quién va!- inquiere el noble irguiéndose nuevamente sobre su montura con la mirada fija en el ramaje seco y la mano sobre su puñal.
- Una anciana lavandera mi señor, nada más- responde la quebrada voz.
Por donde aparecieron los gansos ahora surge una anciana vestida únicamente con una túnica amarillenta y roída en sus bajos, tanto que deja entrever unas pantorrillas secas de carne ajada y sucia. Por defecto, el conde se lleva la mano a la cara para evitar percibir lo que él cree será el hedor de la miseria y de la enfermedad que no lleva nombre, no obstante, mientras la decrépita anciana ladea la cabeza a modo de reverencia y reconocimiento al poder que sobre ella ostenta todo noble y hombre de la comarca, el ambiente se perfuma con una intensa fragancia a rosas y salvia, a musgo y lavanda. La anciana sonríe y cargando un canasto con ropa sucia, se pierde por entre los matojos secos y los árboles medio desnudos que en aquellos últimos días del mes de junio quedaban como testigo de la carencia de lluvias que los mal mataba.
- ¿Qué poza es esa, mujer? ¡Mujer!- inquiere a gritos mientras la figura blanca se pierde por completo, escabulléndose sin hacer el menor ruido por entre el claro mar de troncos. Se aleja.
Al ver alejándose la torcida figura de la mujer el conde vuelve a tomar entre sus dedos la trenza ligada a la crin de su caballo predilecto, se siente invadir por una melancolía como pocas veces recuerda que haya podido sentir, pero sabe, también es cierto, que no recuerda ya mucho, que ya no recuerda nada. Porque como una culebra que le nada en la charca de su cabeza, sus recuerdos serpentean en la superficie perturbando la quietud del olvido, que cristalino todo refleja y nada retiene. Luego se sumergen por completo, se pierden bajo sus aguas oscuras para enterrarse en el lodo, en la oscura materia del origen. Aquella culebra sumergida hibernaría durante décadas, hasta ser enterrada en la cripta familiar, dormida todavía, dentro el cadáver del conde. Hasta que llegue ese momento su memoria permanece adherida a un mechón cortado y trenzado, al cabello de una mujer, de quien no recuerda ni el nombre ni siquiera el contorno de su presumible bello rostro. Su memoria se queda dormida en la almohada, enterrada en el colchón de paja; se queda dormida mientras él se desvela hasta que llega a él el murmullo de la capilla y el canto del gallo en su enrejado reino, hasta que el que otrora fuera un chiquillo morisco entre en su alcoba vestido de granate, trayendo consigo una jarra de agua fresca.
La culebra da un coletazo y se sumerge.
-¿Qué poza es esta, llamada La Llorona?- se pregunta mientras desmonta torpemente del caballo- ¿La Llorona?- vuelve a preguntarse desligando su capa corta sin acabar de ser consciente del porqué, sabe que no la necesita, que no quiere llevarla sobre sus espaldas en aquella mañana en vísperas de San Juan.
Desabrochándose el cinto de donde pende su puñal, y dejándolo caer en el camino, se adentra por entre las mismas columnas de madera clara y seca, siguiendo el rastro de rosas y salvia, de musgo y lavanda que tras de sí ha dejado la enclenque anciana, como un manto de fino encaje. Silencia a su caballo cuando este relincha asustado y haciendo un gesto dos, tres veces, le indica que se marche. Aunque, a duras penas, la mujer distaba de ser algo más que un saco de huesos cubierto por una túnica amarillenta, la anciana se movía delante de él a una distancia considerable. Se movía con persistencia salvando todos los desniveles y no se paraba a desenredar cuando los jirones de su vestido se prendían de las zarzas y del bajo ramaje, sin ofrecer resistencia el tejido se desgarraba con la facilidad de los pétalos de una flor.
Unos metros por detrás de ella el conde la seguía doliéndose de sus rodillas y del flanco que cuarenta años atrás le perforó Don Alonzo en una justa absurda. Sus botas se hunden en la hojarasca muerta, tropezando con piedras y raíces sin poder evitarlo, por numerosas y ocultas como están en el camino. Sin embargo, por delante de él, la anciana mantenía su ritmo, caminando sobre la misma hojarasca que él pisaría después sin que sus pies se hundiesen como los suyos; sin tropezar en ningún momento. Caminaba aquella mujer con un aire casi ligero y lozano, tal y como lo haría una niña sorteando obstáculos imaginados, pintados sobre el suelo liso de sus juegos.
-¿Me seguís mi señor? ¿Acaso no sabéis adónde voy? ¿No os he avisado?- pregunta la anciana sin mirar hacia atrás en ningún momento y acariciando la cabeza de uno de los gansos que en silencio siguen su camino, imperturbables, quedando ya como puntos blanco en un horizonte ondulante de madera y tierra cubierta.
- ¿Vais a la poza Llorona?- pregunta el conde alzando la voz
- Así es- responde con voz cantarina la anciana muy cerca de él
-Sabed que soy amo y señor de estas tierras, que ya son muchos años lo que atesoro y que nunca, nunca oídme, nunca he sabido de una poza llamada Llorona en mis tierras- resopla entrecortado debido al esfuerzo de caminar y hablar a la vez- Siento curiosidad, quiero verla.
- No lo recordáis- espeta la anciana mirándole por encima de su huesudo hombre, mirándole en la distancia- ¡Oh! Tan anciano sois que ya no la recordáis…Sabed que tampoco os gustara…-
-Eso no lo sabéis, mujer- le responde el conde sin reprimir un escalofrío al distinguir por primera vez cuan enrojecidos parecen los ojos de la mujer, flotando por entre el seco ramaje. Aquellos ojos que siguen mirándolo mientras mantiene el rumbo en la dirección que los gansos conocen. Y él siguiéndola a ella a pesar del temblor de sus huesos; marchando, ahora, ya en completo silencio olvidando ya que hoy era la noche de San Juan.
En procesión, descubre el conde.
Caminan durante horas sin volver a dirigirse la palabra, caminan sin descanso hasta que la vegetación revive lentamente y se vuelve frondosa ante sus ojos y bajo sus botas. El calor sofocante remite al tiempo que el espesor crece y en lo alto del arco celeste el sol comienza a declinar, luchando por esconderse tras las leves montañas que circundan el feudo del conde. Hoy es noche de San Juan, y esta agonía de parto en la que el sol se instala cada año se prolongará durante horas, librándose una batalla contra la oscuridad y la muerte.
La culebra sale a respirar. Se ve a sí mismo de rodillas, rezando frente a un blasón de Santa Bárbara. El recuerdo es lánguido y gris, como siempre lo son, pero es suficiente y cuanto necesita para caer en la cuenta del error que ha cometido. Solo. Aunque, ahora mismo, intentase sobrellevar su equivocación y pretendiera volver sobre sus pasos, no alcanzaría a reseguir el camino exacto por el que se había adentrado en el ahora espeso bosque, siguiendo desde el principio el camino que siguiera la anciana lavandera tras la bandada de gansos salvajes. Si, ahora mismo, diera la vuelta y corriese encomendándose a su pobre ángel de la guarda tampoco llegaría a tiempo, ni alcanzaría a atravesar las puertas de su castillo antes de caer completamente el manto de la noche sobre sus piedras, no antes de encenderse las hogueras con las que se daría la bienvenida a la noche más corta del año, tras ser esta purgada y bendecida en los altares en solemne misa.
Así, el viejo conde vuelve a descubrir que es demasiado viejo y cabizbajo prosigue su camino siguiendo a la anciana lavandera, sintiendo en los párpados cansados el rasguño y la zarpa de la envidia al comprobar como en ningún momento ha cesado su lenta caminata, ni ha depositado el cargado canasto en el suelo para dejar descansar esos brazos escuálidos que parecen carecer huesos que los articulen. Piensa el conde en cuán caprichosa es la naturaleza de las cosas, de los nervios y carne que las recubre, en cuales son los caprichos de las sustancias que no afloran y en las que chapotean nuestros órganos. Piensa en cómo se han hecho ambos tan viejos y qué les ha sucedido.
La vejez que se había acomodado en las estancias de la vida del conde lo había hecho como una mala visita, a destiempo y sin invitación; su vejez no traía consigo ricas alhajas ni serenas historias con las que deleitarle y calmar sus ánimos, no llegaba a él con caricias en la frente y reverencias. Tampoco era la esperada acompañante, que dejándose tomar de la mano pasease con él lentamente por el patio de su castillo hasta que, de forma inexorable, le llegase a él también la muerte. No, por el contrario, su vejez había llegado aporreando puertas y cristales, rompiendo la mampostería con golpes imprecisos y un poco de mala vista al principio. Gritaba sin cesar y escupía en la comida, sacudía la cabeza encima su lecho dejando caer un nido de ratas enfermas y avispas. Bajo la mesa del la gran sala comedor roía los huesos de pollo y caza que él debía desestimar para siempre por falta de dientes, y lo hacía como un perro famélico mostrándole las encías vacías y ensangrentadas, babeando el meollo.
Como una pesadilla le atizaba por la noche, empujándole a salir corriendo desnudo por los torreones con su puñal desenvainado, espoleándole a pedir justicia por la justa mal perdida cincuenta años atrás y por las ofensas de sus nueras, por las faltas de sus yernos. Le empujaba a maldecir la ausencia adultera de una esposa olvidada. Aquella vejez insoportable, vestida con harapos, castañeaba los dientes frente a la lumbre del hogar y maldecía a cuantos con sus brazos intentaban rodearle y darle estima. Esa vejez inyectada en sangre y ninguna otra. Así que el conde preferí olvidar.
Mejor olvidar.
Y, sin embargo, el recuerdo vuelve a lamer sus sienes y le obliga a lamentarse, mientras hunde las piernas en un mar de helechos. Lamenta no asistir al oficio religioso para honrar a cuantos buenos cristianos, que a lo largo de los siglos, han perecido en manos de la noche y de los diablos que en ella habitan y se cobijan, como siempre se ha rezado en la noche de vísperas de San Juan. Se lamenta por lo que no hará, pues no hincará la rodilla en el suelo de la cripta de su castillo frente a las tallas y blasones de los patrones y de Santa Bárbara, se lamenta porque no podrá murmurar sus oraciones por las almas de sus padres, ni por las almas de sus difuntos hijos y de los hijos de estos, no podrá rezar para aplacar la llamada de la sangre y el oro en sus venas. Una punzada de angustia le recuerda que hoy, ahora, ya debería estar preparándose para rogarle a Dios por la tranquilidad del alma de aquella esposa que perdió hace ya tantos años, para rogarle a Dios que pronto se vean, así le aconseja su confesor.
- Rezad por ella, mi señor. Rezad por su alma pecadora y hacedlo para lavar la pena que se la llevó...
-Malditas riadas- lamenta al mismo tiempo que se agarra a un tronco partido para salvar un desnivel mucho más pronunciado que el que justo ha dejado atrás.
A donde el anciano conde mire el verde lo abarca todo, a sus pies las piedras con dificultad se asoman por entre la alfombra de musgo y de los helechos que le cubren hasta las rodillas. Por encima de su cabeza las copas de los árboles sin previo aviso se han tornado todavía más frondosas y engullen, por completo, la luz del sol al tiempo que un coro de aves desconocidas le da la bienvenida saltando de rama en rama, trinando en un idioma irreconocible.
El conde siente que sus ojos poco alcanzan en abarcar la grandiosidad del boscaje y la profundidad de su espesura; nublándosele la vista debido al sudor que rueda libremente por su rostro hasta caer y empaparle el sucio cuello de su camisa. Y se da cuenta que el aire se ha vuelto denso, mucho más líquido en su garganta, en sus pulmones. Siéndole ya casi prácticamente imposible de respirar sin dar bocanadas como lo haría un pez fuera del agua, debatiéndose por lanzarse de nuevo al agua. De rodillas se lleva la mano al pecho intentando asirse de la presión que le atenaza el esternón y nada puede hacer para evitar que el vómito que le llega a la boca se vierta sobre un manto de hongos y de diminutas flores.
Antes que se le nuble del todo la vista observa una salamandra roja corretearle por entre las manos. Resoplando la espanta y se apoya en una tronco retorcido que al tacto de su mano enguantada hiela, intenta valerse, hacer fuerza para levantarse, pero sus piernas no le responden. Sabe el conde que está a punto de perder el conocimiento atrapado en lo más profundo de un bosque que tapia los cielos, que le satura los sentidos embozándoselos con la humedad que desprenden las piedras y la corteza de los árboles, y por el vaivén de las lianas del grosor de cabos de navegación que como el hilo de un bordado entrelaza en puntadas extraordinarias el suelo con el cielo. Todo es verde, todo, arriba y abajo, a ambos lados. Y el humus en descomposición que todo lo cubre, le oxida las juntas de sus protecciones de montar, enmohece el cuero de sus pantalones, marca con rocío las puntas de su débil cabello, le hace llorar. Le falta el aire. Oh Señor, perdóname Señor.
Cae. Cae de espaldas y todo cuanto ve es verde y luego ya no ve nada.