Bienvenidos a la faceta épica de Cleo. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto escribiendo algo.
Título: Ave Caesar, morituri te salutant.
Autor:
cleuchiRating: PG-13.
N/A: leído con el
Carmina Burana de fondo es mejor.
El gladius es la clásica espada corta de los gladiadores, aunque no todos la usaban.
Los gritos ensordecedores del público cuando Cassius por fin sale a la arena lo aturden, siempre lo han hecho. Gira la cabeza a un lado y a otro, remediando así la mermada visión que le proporciona el casco, y aspira profundamente.
Sus ojos encuentran en las gradas a la práctica totalidad de la población romana, presa de la mayor de las excitaciones. El ansia de sangre y violencia se huele, se palpa, se oye: impregna el ambiente como vapores envenenados surgiendo de emponzoñados pantanos.
El cuerno que marca el inicio del combate aún suena, reverberando y multiplicándose a lo largo y ancho del Coliseo. El corazón de Cassius se acopla a su impetuosa cadencia, latiendo cada vez más rápido, cada vez más furioso, hasta que finalmente se extingue, y es entonces cuando desenvaina su gladius y grita con toda la fuerza de sus pulmones “Ave Caesar, morituri te salutant!”
Los que van a morir te saludan.
Cassius sonríe y soporta indolente los procedimientos de siempre, jurando honestidad y bravura en la lucha con desgana. Las armas ya han sido comprobadas, el círculo que delimita el espacio en el que se desarrollará la batalla trazado y las parejas de combatientes echadas a suertes. Su contrincante es un hombre al que llaman Brutus, un fuerte bárbaro del norte de cabellos rubios y trenzados y ojos azules como los de un demonio.
Ante la impresionante visión del gigante, Cassius teme por su vida, pero no flaquea. Sería estúpido si lo hiciera.
Las trompetas anuncian orgullosas el comienzo de la lucha. Desde el primer momento, Cassius cierra los oídos a los estridentes chillidos del público: consejos, vítores e insultos. Mide con cuidado cada uno de sus movimientos, pues un paso en falso puede significar la muerte.
Brutus es el primero en dar una zancada hacia él, blandiendo en la diestra el tridente que lo identifica como retiarius. La multitud aguanta la respiración mientras carga contra Cassius, atravesando la arena como un enorme toro enfurecido.
Lo esquiva, pero la excesiva proximidad del gigante le hace retraerse. El tridente es largo y se balancea mortífero cerca, demasiado, de su piel, buscando convertirla en un acerico para sus tres afiladas puntas.
Cassius responde con una estocada de la espada corta, lanzándola primero en dirección al costado derecho de Brutus y cambiando bruscamente hacia la izquierda a mitad del movimiento. El tridente la desvía sin mucha dificultad, así que comienza a moverse alrededor del bárbaro, casi parece que bailoteando, pies ligeros buscando una grieta en las defensas de su adversario.
Hace una finta y se lanza hacia delante, pero Brutus es demasiado rápido y falla. El gigante contraataca, en una mano el tridente y en la otra el puñal, y Cassius se ve obligado a utilizar el escudo, de forma oblonga, para repelerlo. Saltan chispas cuando el metal choca contra el metal y la muchedumbre enloquece; uno sobre otro, Brutus presiona con sus armas, Cassius sostiene su única defensa.
Es pronto aún pero sabe que, si cae ahora, no tendrá ninguna oportunidad.
Así que dobla las rodillas y aguanta, aunque el gigante esté aplicando toda la fuerza de sus bíceps sobre su escudo. Brutus lo hace retroceder unos centímetros y sus sandalias trazan líneas irregulares sobre la arena, indicios de su posible derrota.
Cassius se arriesga porque sabe que, hablando de fuerza física, no tiene nada que hacer frente al bárbaro. Se retira con toda la rapidez que le permiten sus piernas y Brutus se desestabiliza, momento que Cassius aprovecha para lanzar una nueva estocada hacia su pecho desprotegido.
Su contrincante deja escapar un grito de dolor y rabia cuando es por fin alcanzado, una herida superficial, pero herida al fin y al cabo. La ira se refleja en su rostro al descubierto, y Cassius se aleja mientras lo ve hacer girar la red emplomada en su mano izquierda, preparándose para arrojarla.
Los dos contendientes se miran durante largos segundos, y Cassius decide arremeter contra él para disminuir las posibilidades de que la red le alcance, pero el círculo en que deben moverse es grande y las exclamaciones del público se cuelan a su pesar en su mente, desconcentrándolo. Un sector completo de las gradas, probablemente compatriotas de su rival, apoya a Brutus. No hay ninguna voz que predomine en la monótona amalgama del griterío, pero Cassius oye los improperios que le dirigen y se humedece los labios mientras la red continúa girando, dictando la que puede que sea su sentencia de muerte.
El arma surca el aire mientras Cassius carga hacia el rubio gigante, empuñando el gladius, soltando un escalofriante alarido que se hace eterno mientras salva la distancia que los separa. La red emplomada pasa a su lado como una exhalación, letal como la picadura del áspid que acabó con Cleopatra, tan próxima a su rostro que le arranca una buena tira de piel del pómulo izquierdo al rozarle.
La sangre resbala por su mejilla, pero Cassius no se detiene. Quiebra las defensas de Brutus con un giro inesperado en el último segundo y hunde la espada corta en su estómago, el pavoroso grito todavía surgiendo de su garganta. Su contrincante mira incrédulo la empuñadura que sobresale de su abdomen y parpadea confuso; luego comprende y devuelve el golpe, ojo por ojo, diente por diente.
El tridente gira sobre la cabeza de Cassius y éste se agacha para esquivarlo, pero no es lo suficientemente veloz y el metal le arranca un trozo de cuero cabelludo. Ahogando un gemido, desentierra el gladius de la carne firme y apretada. Una buena cantidad de tripas y sangre acompañan al arma y Cassius esboza una sonrisa fiera cuando Brutus comienza a desplomarse lentamente.
Primero cae de rodillas, seguido del ya inútil tridente. Su tez ha perdido el poco color que poseía y sus ojos claros se nublan con alarmante rapidez. El vencedor observa al vencido con orgullo, suelta primero el escudo y luego todas sus armas y alza los brazos exhalando un rugido único e irrepetible, exquisito, plagado de sutiles reminiscencias épicas que hacen que los corazones de todos los presentes bombeen con más rapidez, como tambores enloquecidos: el rugido de la victoria.
Pasea la mirada por el público en busca del veredicto que decidirá si Brutus vive o muere (aunque morirá de todas formas, probablemente. La herida es demasiado profunda y la hemorragia demasiado copiosa). Los puños de los espectadores se levantan como uno solo, moviéndose repetidas veces hacia delante, marcando la cadencia del fin: Brutus debe morir.
Cassius traga saliva y recupera su espada, que ha rodado por el suelo, levantando una nube de polvo a su alrededor. Su adversario, el alto bárbaro del norte, agoniza, todavía sobre sus rodillas. Cassius no se preocupa: en los últimos momentos, los gladiadores no oponen resistencia. Mueren con dignidad y una sonrisa gallarda en los labios.
Abre la boca atónito cuando siente cómo algo, una hoja afilada, se le clava por la espalda, abriéndose paso a través de los prietos músculos, al encuentro de los pulmones y el corazón. Se vuelve bruscamente y ve a Brutus derribado finalmente sobre el suelo, sonriente y con los dedos cerrados sobre el puñal que le está arrebatando la vida sin ninguna misericordia.
La mano de Brutus resbala, exánime, y cae al lado del enorme cuerpo, el codo doblado en un ángulo extraño. Cassius lanza un aullido y se arranca el puñal de la espalda, pero es demasiado tarde: el aire parece enrarecérsele dentro de los pulmones y las piernas empiezan a pesarle mucho, demasiado.
Arrastra los pies, reuniendo las pocas fuerzas que parecen quedarle para alzar el gladius. La sangre gotea con exasperante lentitud de las tres heridas, la del cuero cabelludo, la del pómulo y la de la espalda, y el tiempo parece estancarse en ese instante. La muchedumbre contiene el aliento, la última imagen del mejor gladiador de Samnio grabada a fuego en su memoria para siempre.
Cassius hinca la espada corta en el pecho desnudo de Brutus y la retuerce. Un leve quejido abandona los secos labios de su adversario cuando el gigante se queda finalmente inmóvil, y Cassius se vuelve lentamente hacia el emperador, levantando el brazo armado.
Sonríe.
El que va a morir te saluda.