Fandom: Assassins Creed II
Título: Pinceladas a la luz de las velas
Personajes/Pareja: Ezio/Leonardo
Pedido por:
zelsh para el kink!meme de
cosasdemayores Resumen: Leonardo sugiere a Ezio que pose para él y el joven assassin acede.
Notas: Mi primer slash con contenido erótico-festivo. ¡Uhhh! ¡Que progreso!
Yo, Ezio Auditore de Florencia soy un assassin, un miembro de La Hermandad que se oculta entre las calles y los edificios de una ciudad italiana cualquiera, aguardando el momento propicio para salir y combatir la opresión con que reyes, papas y otros nobles corruptos asfixian al pueblo.
Hoy cuento con la compañía de Leonardo Da Vinci, quien me fue presentado por mi madre como el mejor artista de todos los tiempos. Es cierto que Leonardo presenta una inteligencia singular, acompañados por un gran sentido del humor y una lógica brillante con la que combatir las fuerzas de lo establecido. Leonardo es muy similar a mí; ambos luchamos por lo que creemos desde la oscuridad y las sombras, aunque el prefiere la compañía de un lienzo, adivinar los acertijos que se esconden en los mapas y planos de nuevos inventos.
Cuando conocí a Leonardo me sorprendió el desorden inicial presente en cada rincón de la casa. Leonardo no tiene un rincón de trabajo particular. Trabaja en su dormitorio, la cocina o donde la oportunidad le presente una nueva idea. Es curioso porque yo siempre he creído que los artistas son excesivamente ordenados. No obstante, no es que el desorden del inventor me moleste. Mas allá de encontrarme unos cuantos pinceles manchados en la silla en que pretendía sentarme, me preocupaba más que mi amigo no fuera capaz de hallar el plano que le presté para que me desenmarañara el último paso de una conspiración de Los Borgia. Pero en su desorden, Leonardo es profundamente ordenado. Sabe donde está cada cosa aunque tal vez cualquier otro no sea capaz de verlo. No soporta que le toquen sus pertenecencias. Más de una vez yo y otros amigos le hemos hablado de que contrate a una mujer para que le limpie y ventile el sitio. No lo soporta. Se pone nervioso. Gesticula. Se le va la olla argumentando por qué quiere que las cosas sigan como están (y luego no sabe de qué narices estaba hablando).
A veces creo saber cuales son los motivos por los que mi amigo, el creador, prefiere que nadie hurgue en sus cosas. La revelación se me presentó una tarde en que fui a verle tras la caída en desgracia de los Médici. Leonardo siempre ha sido agradable aunque le trajera turbadoras noticias. Me invitó a tomar algo y me trajo alguno de sus inventos para que los examinara. Durante el momento en que él se enfrascó en una serie de notas y cartas, yo me paseé por el salón donde unos cuantos frescos terminados lucían a hombres jóvenes y completamente desnudos. Al principio la imagen me creo una especie de estupor, como si no fuera capaz de entender lo que estaba viendo. Luego me recree en los detalles. Leonardo es un genio para eso. Si evitas concluir con un resumen general de la obra tras el primer vistazo, puedes examinar cada pincelada hecha a conciencia, que no expresa mera casualidad sino intención.
Después de tres cuadros de jóvenes, donde el parecido entre ellos tampoco era casual, miré atentamente a mi amigo. Este ya no estaba mirando las cartas que tenía entre las manos. Como si adivinara mis pensamientos, me concedió una sonrisa. Pero no era la típica sonrisa del amigo que parece disculparse por haberle pillado con algo picante. Había algo de picardía en los labios curvados, tal vez un reto propuesto y manifiesto que me concedía a mí a través de esa mirada.
- Puedo dibujarte si posas para mí, Ezio. - me propuso entonces al ver que no sabía que decirle.
- ¿Así? ¿Desnudo? - pregunté señalándole los cuadros.
Asintió entonces, sin añadir nada más.
Creo que me despedí más pronto y nervioso que de costumbre, tal vez porque la invitación encerraba nuevas perspectivas como me habían advertido su sonrisa y sus labios. Bueno, no era la primera vez que reflexionaba sobre algo parecido. Leonardo era un hombre bien parecido. De hecho, me extrañaba no verle rodeado de mujeres o acompañado por alguna, de vez en cuando. Pero no me había planteado que... bueno, que estuviera interesado en otro tipo de cosas. Como en mí, por ejemplo.
No quería tampoco darme importancia. Sé que despierto cierta admiración. Soy joven y atlético. Y empiezo a escalar puestos dentro de La Hermandad. Pero una cosa es pensar que cautivo la atención de las mujeres (algo lo que estoy acostumbrado) y otra que un creador y un genio se interese por mí y quiera dibujarme.
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Aquella noche era incapaz de dormir. Estuve dando vueltas y más vueltas, semidesnudo en la cama por culpa del calor y la idea de hombres tocándose a través de un lienzo y un pincel. Sin saber muy bien qué pensar de las erecciones que me producía la simple idea de estar desnudo frente a la atenta mirada de Leonardo, cogí mis ropas y me escabullí como un gato. La mitad de las veces que estoy nervioso o preocupado por algo, me cuesta coger la puerta y caminar por las calles de forma civilizada, como cualquier hijo de vecino. Más aun, sabiendo del toque de queda impuesto por Los Borgia (ahora que los Médici no tenían ninguna influencia en la ciudad), debería ser más precavido. Pero no. No cuando Leonardo y yo tenemos asuntos pendientes.
No sabía si mi presencia nocturna le haría alguna gracia. Tal vez estaba con un invento entre manos (u otra compañía mejor) y no quería ser molestado. Mi conciencia decía que era ahora o nunca y no había forma de callarla. Ninguna mancebía de féminas sería capaz de acallar eso.
Llamé torpemente con los nudillos. No se oía ni un alma. A lo mejor incluso se había largado a alguna parte. La parte creadora de mi amigo tiene estas cosas; tampoco responde a las llamadas naturales que ofrece la noche para cualquier otra persona. Actua por libre, un espíritu que se expande y siempre necesita más. Cuando me empezaba a dar por vencido al pensar que no podría encontrarme con él, oí unos pasos secos a mi espalda. Aquella respiración... No hacía falta saludarse para adivinar de quien podría tratarse.
- A estas horas, Ezio, no sé que esperas de mí.
No hay irritación, ni malas miradas. Solo franca curiosidad. Sus ojos azules traspasan mis ropas y mi carne. Me fijo en sus pestañas, en su pelo ensortijado recogido bajo el gorro escarlata, en esa barba de hace varios días que se deja caer por las mejillas, la barbilla y bajo la nariz y le otorga cierto papel seductor. Algo en mí crece. Aun no sé muy bien que es. Pero gruñe, patalea y forcejea. Como si necesitara quitarse los grilletes que le impiden mostrarse tal cual es.
Advierto en Leonardo una mirada inteligente. Comprende mi turbación. Tal vez no sea la primera vez que se encuentre con otro hombre en mi situación. Al fin y al cabo, aquellos cuadros expresan una desnudez exquisita y perfecta. No puede haberlos pintado de cabeza, simplemente. Sin embargo, la idea de pensar en un Leonardo pintando a otros hombres aumenta mi deseo. Ahora creo saber lo que es. Deseo. Ganas por conocer. Necesidad de experimentar. Al fin y al cabo, soy consciente de que no soy exactamente quien dice mi arrogancia que soy. No lo conozco todo.
Entonces Leonardo, con su elegancia característica, me invita a entrar en su casa. Me sorprendo de encontrar ya velas encendidas. Hay incluso un lienzo vacío en el caballete, esperando que su dueño le de un nombre y una apariencia. Posiblemente la mía. ¿Es probable que Leonardo ya esperara mi visita incluso antes de que yo me hubiese planteado llegar hasta allí? ¿Cuánto sabe de mí que yo desconozco? ¿Y por qué la esta última idea aumenta mis ganas de seguir con semejante locura?
Mi amigo me pide que tome asiento y me ponga cómodo, como tantas otras veces. Me invita a tomar algo. Hay fruta y vino de la región, dice. Pero mi estómago no está para frutos ni borracheras. Le pregunto con la mirada qué tengo que hacer.
- No es necesario que te quites nada si no quieres - me dice con suavidad. Y es que, detrás de esa máscara de zorro avispado, hay un ser galante y dulce. Lo sé. Puedo verlo.
Tal vez sea esto lo que me anima a dar el paso definitivo. A lo mejor estoy cayendo en un engaño. A saber cuantas veces habrá abusado Leonardo de su posición para lograr lo que pretende.
No obstante, no soy un niño. No estoy obligado a hacer cosas que no quiera hacer. Soy plenamente consciente de lo que hago. Y quiero hacerlo. Quiero abrirme a él y que me pinte, como un libro abierto. Tengo curiosidad por saber qué se siente, desnudo frente a un igual, sabiendo que te miran y te estudian con profunda atención. No sabré que pensamientos se trae en el proceso hasta que pueda admirar el final de la obra. Tal vez para entonces sea tarde. Es lo que tiene desnudarse, quedarse expuesto. Te arriesgas mucho. Pero ¿por qué no?
Me termino de quitar el calzón y me acuesto en el sofá. Leonardo me sugiere que me ponga lo más cómodo posible. Tengo que reflejar naturalidad. No importa cuan difícil crea que sea dibujarme en determinada posición.
Apoyo mi cabeza en el reposabrazos del sofá y la ladeo un poco. Quiero mirar en todo momento al artista, que pueda ver que no me escondo ni me turbo. Las cosquillas del estómago bajan poco a poco hasta el abdomen que, tras tiritar unos momentos de puro nerviosismo, las empuja aun más abajo. Incómodo por la excitación de mi entrepierna, me muevo un poco hacia los lados pero Leonardo no parece haberse dado cuenta; tan concentrado está rematando el borrador con el carboncillo.
Los cuadros y retratos de la estancia me miran burlones, con la luz de las velas reflejando sus ojos, dándoles color y vida a sus pupilas. ¿A cuantos similares a mí también habrán observado? Quiero quitar esas cavilaciones que me ponen aun más nervioso. Leonardo, un naturista en potencia, no tiene cuerpos de animales en las paredes. Ni siquiera sus alfombras presentan el más mínimo rastro de estar fabricadas con tejido de estos. Tal vez porque la cabeza de un jabalí o un lobo hubieran espantado, en aquellas circunstancias, a otros posantes. Con estos pensamientos siento como mis hombros se relajan. Miro entonces a Leonardo que sigue tan enfrascado en su nuevo cuadro que cualquiera diría que necesita a nadie que pose para él. Sus ojos también reflejan la luz de las velas, fuego y llama en sus pupilas dilatadas. Las sombras se amoldan a su cara, ensombreciendo su rostro y dándole aun más cuerpo, como si él también fuera otro retrato expuesto, como si yo estuviera pintándole ahora mismo. Observo ahora su cuello, esa nuez que se contrae y dilata con cada pincelada, los pelos de la barba ocultando o mostrando nuevas manchas de pintura seca, los hombros y brazos trabajando al unísono para permitir que otra nueva obra de arte se cree. Me llena de algo más que ternura.
Leonardo me advierte entonces que es muy posible que me necesite para otras noches, pues el cuadro no estará terminado con el amanecer y él prefiere, si al posante no le importa, que éste también esté presente hasta el final. No me importa en absoluto. Incluso pensar en la idea de volver me genera ya de por sí más excitación. Más noches a solas con Leonardo. Más deseo. Más atención. Más calor. De pronto siento que no puedo más. Reventaría si me viera obligado a seguir en la misma posición, conteniéndome.
No sé muy bien si mi amigo esperaba esta reacción en cualquier momento. Realmente hay muchas cosas que desconozco de él. En cualquier caso, no me preocupa lo más mínimo. Me escabullo del sillón y me enredo en su espalda, aferrándome como un náufrago a sus hombros. Puedo observar, brevemente, las cuidadosas pinceladas del cuadro. El dibujo aun es monocromo pero adivino mi abdomen y mis piernas entrelazadas con la sábana del sofá que Leonardo dispuso para que no perdiese calor. Lo demás no consigo retenerlo pues Leonardo ya se ha dado la vuelta y ataca mis labios.
Es extraña la sensación de creer que te están dando un beso por primera vez. No es verdad. Mi primer beso se lo robé a una doncella cuando tenía trece años. Entonces me creía un experto en lances de amor. Pero ahora... todo es nuevo. El aliento fuerte que se escapa entre cada beso, el olor a pintura, aceite y sudor, la sensación grabada a fuego en mi memoria cuando su barbilla raspa mi mejilla y me produce escalofríos en la espalda.
La novedad me impide muchas veces acordarme de todo cuanto sucede. Pero no soy un cobarde a la hora de experimentar. Enseguida lanzo mi lengua a explorar los mares de su boca. Él se muestra receptivo y acerca sus manos a mi nuca. Me sorprende no haberlas sentido allí antes. Tal vez esperaba que, cuando cobrara la cordura, echara a correr y le dejara el lienzo sin terminar y un vacío entre sus sábanas. Pero no. Lo cierto es que todo estaba muy bien dispuesto para que aquello sucediera. No hubiera podido negarme por más que hubiese querido.
A trompicones y entre besos, caricias en el cuello y demás, le lanzo contra el sofá en el que minutos antes yo había estado posando. Le observo durante unos instantes, tal vez pensando qué parte atacar, o que lugar merece ser descubierto primero. Ni yo mismo sé muy bien que estoy pensando. Es él quien se apresura a acercarme, agarrándome las manos con las suyas y tirando de mí hacia él.
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Los juegos besos y caricias no paran siquiera con el amanecer. La ciudad comienza a despertar pero yo no quiero hacerlo. Siento como si, desde que llegué a mi propia casa, me hubiera zambullido en un sueño.
Un perro ladra. Otros le responden, con ecos lejanos. Leonardo ha comenzado a juguetear con el pincel sobre mi pecho y mi abdomen, como si pintara líneas infinitas e invisibles. Yo le observo, otra vez posando para él, con una mirada tierna. Ahora Leonardo ya no es simplemente un genio, un amigo o un artista. Es MI artista. Y yo soy su mecenas. Me gusta como suena todo esto mientras termino de reflexionar y le invito de nuevo a que aparte su pincel unos instantes y se recree en otras cosas.
Cuando ya comienzo a vestirme para empezar un nuevo día por los tejados de Florencia, Leonardo tapa cuidadosamente el lienzo con un paño, recoge la sábana de seda del sofá y guarda sus útiles de pintura (los pinceles ya limpios) sobre la balda más cercana. Le observo como hace todos aquellos gestos de una forma mecánica, automatizada. No puedo evitar que se me escape una sonrisa. Es como si, aunque conociera a mi compañero desde hace ya un tiempo, fuera ahora cuando por fin le veo tal cual es. Cuando termina de recoger me mira inquisitivo, como si hubiera escuchado mi risa muda.
- ¿Qué vas a hacer con el cuadro una vez le termines? - pregunto. - ¿Lo expondrás? ¿Se lo regalarás a tu nuevo mecenas?
- ¡No! ¡Ni hablar! Esto pertenece a mi colección privada - responde de inmediato. - Para las noches de insomnio. Ya sabes... - me guiña un ojo, provocador. - Cuando el calor y los pensamientos también me impidan a mí dormir.