Amigos
Croissant: 11. Libre albedrío.
Título: Amigos.
Palabas: 365
Tenía amigos.
Un gran grupo de amigos que lo rodeaban en las horas libres y en los recreos. Un grupo de amigos con los que se sentaba en el comedor y con los que se metía con los gusanos de cursos inferiores.
Un grupo de amigos con los que salía los viernes por la noche y con los que se quedaba hasta la tarde del domingo. Eran bastantes chicos, unos ocho. Casi todas las tardes se veían en el parque del final de la calle, y allí reían, destrozaban, fumaban, bebían y se drogaban hasta la madrugada.
Antes eran amigos en el instituto. Por ellos repitió.
Quedó atrapado en la telaraña del caballito blanco. Marihuana, hachís, chocolate. A veces no sentía la nariz. Les robaba dinero a sus padres de las carteras y a su hermana de la hucha. No pasaba a penas por casa y cuando lo hacía, nadie notaba que él estaba.
A veces se pregunta cómo llegó a esa situación. Cómo pasó de ser Carlos a ser el hermano de Estefanía. Fue cuestión de tiempo el sentir que su vida era una mierda, siempre tirado en el parque, entre avenidas y aceras.
Su padre no lo miró ni a la cara cuando lo pilló metiéndose tres Valium. Fue primera vez que le pegó, en toda su vida.
Lo echaron de casa.
Ahora ya es tarde para volver. Es tarde para plantarse en el portal y tocar con los nudillos, sabiendo que Estefanía, hiperactiva como siempre, irá corriendo a abrirle para luego tirarse encima de él. Tarde para que mamá lo abrace y murmure “mi niño”. Demasiado tarde como para que papá clave en él su mirada inquisitiva y sonría imperceptiblemente.
Y delante de él, lo único que queda son dos piedras grises, llanas y lisas. Dos cruces de algo en lo que él nunca creyó y sus nombres: Amanda y Roberto.
Porque antes de mirar la fecha de sus muertes, se le empañan los ojos y comienza a llorar de rabia y auto-culpa. Porque Estefanía lo odia. Porque él es el culpable de que su hermana no tenga padres.
Porque un día, hace mucho tiempo, Carlos creyó que tenía amigos.
Título: Amigos.
Palabas: 365
Tenía amigos.
Un gran grupo de amigos que lo rodeaban en las horas libres y en los recreos. Un grupo de amigos con los que se sentaba en el comedor y con los que se metía con los gusanos de cursos inferiores.
Un grupo de amigos con los que salía los viernes por la noche y con los que se quedaba hasta la tarde del domingo. Eran bastantes chicos, unos ocho. Casi todas las tardes se veían en el parque del final de la calle, y allí reían, destrozaban, fumaban, bebían y se drogaban hasta la madrugada.
Antes eran amigos en el instituto. Por ellos repitió.
Quedó atrapado en la telaraña del caballito blanco. Marihuana, hachís, chocolate. A veces no sentía la nariz. Les robaba dinero a sus padres de las carteras y a su hermana de la hucha. No pasaba a penas por casa y cuando lo hacía, nadie notaba que él estaba.
A veces se pregunta cómo llegó a esa situación. Cómo pasó de ser Carlos a ser el hermano de Estefanía. Fue cuestión de tiempo el sentir que su vida era una mierda, siempre tirado en el parque, entre avenidas y aceras.
Su padre no lo miró ni a la cara cuando lo pilló metiéndose tres Valium. Fue primera vez que le pegó, en toda su vida.
Lo echaron de casa.
Ahora ya es tarde para volver. Es tarde para plantarse en el portal y tocar con los nudillos, sabiendo que Estefanía, hiperactiva como siempre, irá corriendo a abrirle para luego tirarse encima de él. Tarde para que mamá lo abrace y murmure “mi niño”. Demasiado tarde como para que papá clave en él su mirada inquisitiva y sonría imperceptiblemente.
Y delante de él, lo único que queda son dos piedras grises, llanas y lisas. Dos cruces de algo en lo que él nunca creyó y sus nombres: Amanda y Roberto.
Porque antes de mirar la fecha de sus muertes, se le empañan los ojos y comienza a llorar de rabia y auto-culpa. Porque Estefanía lo odia. Porque él es el culpable de que su hermana no tenga padres.
Porque un día, hace mucho tiempo, Carlos creyó que tenía amigos.