tabla festival de ciencias

Feb 08, 2012 14:55


Tabla: Matemáticas, Imágenes A, de la comunidad cienciasftw. Segunda ronda.
Autora: neon_letters
Fandom: Original.
Personajes: Carla, David, Miguel, Libertad.
Género: Drama/Romance
Rating: NC-17
Advertencias: Sexo no demasiado explícito.
Notas: Esta historia refleja ciertos pensamientos que he tenido y que tengo acerca del amor (romántico), el sexo, y todas esas cosas. Está vagamente basada en hechos reales. Me vendría bien una opinión sincera acerca de esta historia. ¿Alguien ha sentido alguna vez algo remotamente parecido a lo que siente la protagonista?

(EDITADO 10/02/2012, por algún fallo tonto y alguna cosa que no me gustaba demasiado)

Miedo, amor y matemáticas




Había dos cosas que Carla no entendía: la teoría del endomorfismo y las relaciones humanas. En cuanto a lo primero, sabía que era cuestión de tiempo y esfuerzo que lo entendiera, por algo era estudiante de Matemáticas. Pero lo de las relaciones sociales... No lo tenía tan claro. En especial, aquellas que se referían a lo que la gente comúnmente conoce como “amor”. Amor romántico, se entiende. Porque bueno, cuando se habla de amor, todo el mundo parece sobreentender que se trata del tipo romántico, porque lo que sienten unos padres por sus hijos, o una persona cualquiera por sus hermanos o sus mejores amigos, no debe de ser amor. O al menos eso parece. Pero bueno, el punto no es ese. El punto es que Carla, estudiante de Matemáticas de segundo año, no era buena en estos menesteres.

Para empezar, le faltaba experiencia. Y no era algo que, como las matemáticas, uno pudiera practicar con sólo asistir a clase y hacer ejercicios de un libro. Para las relaciones amorosas hacía falta otra persona. Y eso era precisamente lo que a Carla le había faltado y le faltaba, y sospechaba que le seguiría faltando por siempre jamás. ¿Derrotista? No. Tan sólo se basaba en su propia (nula) experiencia.

Hacía bastante tiempo que había decidido no enamorarse de nadie. Ella tenía la hipótesis, basada en, como ya hemos dicho, su experiencia, de que no gustaba a los miembros del sexo opuesto. Por tanto, veía inútil el hecho de enamorarse, puesto que era imposible que nadie le correspondiera. Así, se ahorraba todo el sufrimiento y las cursilerías que aquello conllevaba. Claro, que pensarlo era más fácil que hacerlo. El hecho de que hubiera decidido no enamorarse, no significaba que sus hormonas (o lo que quiera que fuera aquello que empujaba a la gente a enamorarse) le fueran a hacer caso. Y, obviamente, no se lo hacían. El año pasado le había gustado un chico de su clase, Pablo, se llamaba. Ni que decir tiene que el chico jamás se enteró de ello. Y Carla, a pesar del dolor que le causaba el ignorar sus propios impulsos, prefirió reprimirse antes que exponerse a la vergüenza y el escarnio de ser rechazada. Porque claro, según su hipótesis, siempre iba a ser rechazada. Y, hasta ese momento, nada ni nadie había conseguido refutar esa idea.




¿Qué hacía ella en aquella fiesta? Confraternizar con sus compañeros de clase, por lo visto. Pero quedarse de pie quieta con un cubata en la mano no era lo que se dice “confraternizar”. Los observó durante unos instantes. Bailaban, bebían, pseudobailaban, volvían a beber, se reían, trataban de hablar por encima del estruendo de la música, bebían de nuevo. Parecían pasárselo bien. Pero Carla se sentía ridícula ahí parada, entre toda esa gente que se empujaba mutuamente, con el vestido negro con demasiado escote que le había dejado su compañera de piso, sin saber muy bien qué hacer. Así que se fue al baño, aunque no tenía ganas de mear y sabía que iba a tener que esperar en la cola ocho mil años o más.

Estaba algo (bastante) borracha. Es lo que tiene no bailar, no reír, y no hablar. Que al final sólo te queda beber. Dicho así suena bastante patético. Puede que en realidad, lo fuera. Pero a Carla le importaba un bledo. Estaba demasiado ocupada estando borracha.

Se encontraba de pie, en la interminable cola para el baño de las chicas, cuando aquel chico alto, de pelo marrón y ojos oscuros, se le acercó y empezó a hablarle. Lo conocía. Se llamaba David. Era amigo de Miguel, su otro compañero de piso. Había estado alguna vez en su piso estudiando con él, porque ambos hacían la misma carrera, Física. Pero lo que le estaba contando en ese momento a Carla no tenía absolutamente nada que ver con la física. De hecho, ni aunque a Carla le hubieran pagado un millón de euros por explicar qué cojones le estaba diciendo David, ni siquiera entonces habría sabido dilucidarlo. Lo único que sabía es que la música estaba demasiado alta y era demasiado machacona, y para colmo David no paraba de hablarle y decirle cosas que no entendía. Posiblemente si no hubiese estado tan borracha, no hubiese dicho lo que dijo, pero el caso es que lo hizo.

-Cállate.

David la miró con sorpresa.

-¿Perdona?

-Que te calles. Hablas demasiado.

El chico le dirigió una mirada de incredulidad. Y posiblemente también fuese una mirada dolida, sí. Sin decir nada más, se dio la vuelta y se perdió entre el gentío.

“Mierda”, pensó Carla. “Mierda, mierda, mierda”. Sintió una punzada de culpabilidad en su pecho, mientras entraba por fin al baño. Se había comportado como una imbécil, y lo sabía. Su careto demacrado le devolvió la mirada desde el espejo sucio que había sobre el lavabo. Encendió el grifo, que estaba parapetado tras un mar de vasos medio vacíos, y se lavó la cara. Aquello no mejoró demasiado su aspecto, pero sí le hizo ver las cosas con más claridad.

Salió del baño y se puso a buscar a David entre la marea de gente que iba y venía por la discoteca. Al final, lo vio sentado en las escaleras que había para subir al piso de arriba. Se abrió paso a empujones y se sentó a su lado. Él la miró con cansancio.

-¿Qué? ¿Has venido a humillarme otra vez? -dijo, mordaz.

Ella torció la boca. Ni siquiera sabía muy bien qué decir. Pero sus labios se movieron casi sin que ella pudiese hacer nada para evitarlo.

-Lo siento. Perdona por lo que te he dicho antes.

Él esbozó una sonrisa de medio lado.

-Claro. Tampoco hace falta que te pongas tan seria.

Carla bufó, sarcástica.

-No me pongo seria. Sólo estoy demasiado borracha.

-¿Por eso hablas tanto?

-No hablo tanto -replicó ella, frunciendo el ceño.

-Me refiero a que hablas más de lo habitual -explicó él, riendo -. Aunque bueno, eso tampoco es muy difícil.

Ella lo fulminó con la mirada.

-Aún estoy a tiempo de mandarte callar otra vez.

David alzó una ceja, sonriendo.

-Uh, qué miedo. ¿Y qué te parece si mejor vamos a bailar?

Ella se encogió de hombros y lo siguió a la pista de baile. Tampoco tenía nada mejor que hacer.




¿Cómo había terminado David en su habitación? ¿En su cama? Era algo que no se explicaba. Pero sospechaba que la ingente cantidad de alcohol que corría tanto por sus venas como por las de él habían tenido algo que ver.

Y eso no era lo peor. Se estaban besando. Como si les fuera la vida en ello. La boca de David era demasiado ansiosa y era todo saliva y lengua y parecía que llevase más de mil años deseando hacer aquello porque dios no había un dios que lo parase y la invadía y le tocaba el culo y los pechos bajo su vestido negro con demasiado escote y ella no podía sino... reírse. Reírse. Era la primera vez que besaba a alguien y lo único que podía hacer era reírse.

-¿De qué te ríes? -susurró él.

-No lo sé -contestó Carla, reprimiendo una carcajada.

-Relájate.

Puede que fuera porque aquella situación era completamente surrealista. O porque él le hacía cosquillas en los labios. No lo sabía. Pero no podía parar. Hasta que David, posiblemente cansado de luchar contra su boca llena de risas, se apartó.

-No puedo hacer esto -musitó.

Cogió la mano de Carla y cerró los ojos, dispuesto a dormir. Ella lo imitó, mordiéndose el labio inferior. No sabía por qué, pero sentía alivio.

A la mañana siguiente, cuando Carla despertó, con la boca seca y un dolor pulsante en las sienes, él ya no estaba en la cama. Sin embargo, unos sonidos provenientes del salón le indicaron que estaba allí. Se asomó por la puerta entreabierta de la sala de estar. Estaba jugando al fútbol en la videoconsola, junto con Miguel. Su compañero de piso le dio los buenos días, pero David ni siquiera la miró.

Con una sensación opresiva en el pecho, se duchó y se vistió, y después fue a la cocina, a desayunar. David estaba allí, tomando un vaso de leche con galletas.

-Hola -dijo Carla.

Él le respondió con un movimiento de cabeza, con la boca llena. Su pelo estaba despeinado, y aún llevaba la ropa de la noche anterior.

Ella preparó su desayuno y se sentó, en silencio. Lo miró de reojo, mientras él bebía su vaso de leche. Actuaba como si no hubiese pasado nada. Pero, de todas formas, ¿qué es lo que ella esperaba que pasara? No tenía ni la más remota idea. Sería capaz de hacer una integral triple en menos de quince minutos, pero en lo que respectaba a ese tipo de relaciones era completa e irremediablemente inepta. La sensación opresiva en su pecho se acentuó. Tenía que decirle algo. “Ahora o nunca”, pensó.

-¿Te acuerdas de lo que pasó anoche? -dijo, atropelladamente.

Él se quedó unos instantes en silencio, como intentando recordar. No pareció tener éxito.

-¿De qué?

-De que nos besamos.

David se atragantó con el bocado de galletas que justo estaba tragando en ese momento, y comenzó a toser como un poseso. Cogió un vaso y, tras llenarlo de agua, se lo bebió, con la cara roja como un tomate fresco. Al final, acertó a pronunciar unas palabras entrecortadas:

-Pues no, no me acordaba.

Carla tenía un nudo en la garganta.

-Entonces, ¿por qué crees que estabas en mi cama esta mañana?

-Pues no lo sé. Pensé que Miguel me invitaría a dormir y me quedaría dormido en tu cama sin querer.

Ella alzó una ceja.

-Eso es un poco estúpido.

David se encogió de hombros y se levantó.

-Me voy, que tengo que terminar unos ejercicios de Cálculo que no se van a hacer solos.

Y dicho esto, se marchó, dejando a Carla sola con su café, sus galletas y un nudo en la garganta que crecía por momentos.




Contra todo pronóstico, Carla no lloró. Ni ese día, ni los siguientes. A pesar de que David la ignorase por completo cuando venía a ver a Miguel al piso. Carla no era una de esas personas que exterioricen lo que sienten, al revés. Se tragaba todos sus sentimientos y los enterraba en un lugar oscuro de su mente, donde no pudieran molestarla. Pero aun así, le molestaban. Aunque fuera inconscientemente. Ella sabía que estaban ahí. Y eso era suficiente para que la atormentaran de vez en cuando.

En el fondo, se sentía aliviada. Era el mismo tipo de alivio que había sentido cuando él prefirió dormir aquella noche. Y es que no sabía si estaba preparada para lo que fuera que viniese después de los besos. ¿Sexo? ¿Más besos? ¿Una cita? ¿Un rechazo? ¿Un no me acuerdo de nada? ¡Y ella qué sabía! ¿Dónde cojones daban lecciones para aprender ese tipo de cosas? ¿Dónde coño las aprendía la gente? Por experiencia, suponía. Fantástico. Justo lo que a ella le sobraba.

Ni siquiera sabía si David le gustaba. Tenía la sensación de que ya no sabía nada. Y lo que era peor, no podía concentrarse en los malditos ejercicios de álgebra que tenía justo delante de sus narices. ¿Cómo se suponía que iba a entender la teoría del endomorfismo si no podía dejar de pensar en otras cosas? Cosas como su lengua y el calor de su cuerpo, y las ganas que tenía de estrangularle por no acordarse de nada.

Tal vez se suponía que tenía que actuar como si nada hubiese pasado. Por eso de que estaban muy borrachos, y tal. Quizá él esperaba que no volviera a mencionar el tema, y cada uno a sus asuntos, y ya estaba. Sí, eso parecía lo más lógico. Así que, como hacía siempre, se tragó sus deseos y se obligó a borrar todo aquello de su mente. No tuvo demasiado éxito, pero ya estaba más que acostumbrada. Sabía que se le acabaría pasando, más tarde o más temprano.

Terminó de hacer los ejercicios, sentada en el escritorio de su habitación, aunque sabía que la mitad estaban mal. Le daba igual. Estaba harta de esos malditos enunciados que decían estar escritos en castellano, pero que en realidad estaban en klingon. Estaba un poco harta de todo. De sí misma, principalmente.

Se metió en la ducha. Cuando terminó, sus ojos oscuros le devolvieron la mirada desde el espejo del baño. No le gustaba verse desnuda. No le gustaba su cuerpo. La sola idea que que alguien la viese sin ropa le resultaba casi insoportable. Y, sin duda, este hecho había influido negativamente en su dificultad para encontrar pareja. No es que ella no quisiera tener relaciones sexuales. Había leído en alguna parte que el deseo sexual de las mujeres era algo suave y difuso. Francamente, no sabía a qué clase de mujeres habían preguntado, porque lo que era ella, tenía un deseo sexual intenso y bien diferenciado. Sin embargo, la inseguridad con respecto a su cuerpo era mucho más fuerte. Esa era una de las razones por las que había sentido alivio la noche que estuvo con David. Carla sabía que, por mucho que hubiese querido, no habría sido capaz de acostarse con él. Imaginarse a sí misma desnuda delante de él, o de cualquiera, mientras él le juzgaba, muy probablemente de manera negativa, le volvía loca. Negó con la cabeza, sacudiéndose esos pensamientos. Era mejor no darle demasiadas vueltas.

Pasaron dos semanas antes de que su compañera de piso, Libertad, tuviera la brillante idea de invitarla a otra fiesta. Cuando se lo dijo, Carla puso una mueca de escepticismo.

-No sé si es buena idea.

-¡No digas tonterías! -replicó Libertad, con una de esas enormes sonrisas tan características de ella-. Nos lo pasaremos genial.

“Sí, genial”, pensaba Carla mientras bebía su quinto cubata en medio de una discoteca diferente a la de la última vez, pero que a ella se le antojaba enormemente parecida. Libertad bailaba con un desconocido en un frenesí descontrolado. Dicho desconocido tenía un amigo, cuyas miradas furtivas Carla podía notar de vez en cuando. Hasta que él se le acercó.

-Hola -dijo él-. Eres muy guapa.

Carla le miró de arriba abajo, sin saber muy bien qué contestar. No era ningún adonis, pero tampoco era feo. Un chico normal, que se suele decir. Un chico normal bastante borracho. Como ella.

-Gracias -musitó Carla. Supuso que sería mejor ser educada.

-¿Quieres bailar?

Tras pensárselo durante unos instantes, Carla accedió. ¿Por qué lo hizo? La principal razón fue porque se aburría. Y la segunda, pero no menos importante, fue porque estaba maravillosamente borracha.

Como la última vez que un chico la había invitado a bailar, terminaron besándose. Este fenómeno podía deberse a: 1) su borrachera, y el hecho de que estando borracho se está mucho más cómodo agarrado a alguien que soportando tú solo tu propio peso; 2) el extraño pero muy lógico hecho de que el alcohol traía a la superficie todos esos sentimientos que ella intentaba reprimir, entre ellos su intenso y bien diferenciado deseo sexual. Y, efectivamente, esas eran las razones por las que él le metía mano hasta en el carnet de identidad, y ella se dejaba.

Cómo y cuándo terminó Carla en la casa del chico, en su cama, ya era algo más misterioso. Recordemos que ella tenía pánico a que alguien la viera desnuda. Y, bueno, el chico no la había llevado a su casa para hacer rompecabezas, precisamente. O quizás sí, pero resultaría en una metáfora cutre y bastante forzada.

Pero aparte de su inseguridad con su aspecto físico, Carla también estaba muy harta. Harta de reprimirse. Harta de frenarse sólo porque creía que no era lo suficientemente buena para nadie. Harta de no poder dar rienda suelta a lo que ella quería, a lo que deseaba. Y en ese preciso momento, con demasiado alcohol corriendo por sus venas y su deseo sexual a flor de piel, deseaba sexo. Y punto. Así que mandó a la mierda esa parte de ella que siempre tenía miedo, y se dejó llevar. Y, francamente, al chico parecía gustarle. Y a su pene también.

Carla había leído alguna historia donde relataban la primera vez. Normalmente, todo salía bien y era maravilloso, los dos terminaban a la vez y tenían el orgasmo de sus vidas. Pero teniéndole a él allí encima, entrando en ella una y otra vez, aunque a veces sin demasiado éxito, Carla sólo pudo pensar en dos cosas: la primera, que aquello era mucho más difícil de lo que parecía; y la segunda, que ella se lo hacía mucho mejor (a sí misma, claro está). Al menos, en lo que a darse placer se refería.

Lo hicieron un par de veces, hasta que se quedaron dormidos. A la mañana siguiente, ella fue la primera en despertarse. Se levantó y se vistió, y ya iba a irse cuando él se despertó.

-Hola -dijo el chico, sonriendo-. ¿Qué tal un beso de buenos días?

Carla lo observó, medio dormido y desnudo bajo las mantas, y pareció pensarse lo del beso. Después, se agachó y lo besó en la boca.

-Me voy -dijo ella-. Tengo clase dentro de una hora.

Él no pareció demasiado molesto, lo cual proporcionó a Carla cierto alivio. Era como si hubiesen llegado al acuerdo no escrito de que aquello había sido sólo una noche, y nada más. Y mientras salía por la puerta del piso, se dio cuenta de que ni siquiera sabía cómo se llamaba aquel chico. Y de que le importaba bastante poco, además.



*elección del autor

Para esta sociedad que parece regodearse en tópicos como “la primera vez tiene que ser especial”, o “tiene que ser con alguien que signifique algo para ti”, posiblemente fuera difícil comprender que para Carla había sido mucho más fácil hacerlo con un completo desconocido. Desesperada, le hubieran llamado algunos. Pero, ¿desesperada por qué? ¿Por tener sexo? ¿Porque alguien le dijera que era guapa? No. Por lo único que ella estaba desesperada era por quitarse de encima el miedo que tenía a cosas que no deberían dar miedo. Como el que alguien la viera desnuda. O como decirle a alguien que le gustaba.

La noche que había pasado con aquel desconocido no le hacía sentirse especialmente orgullosa. A ella le hubiera gustado que fuese con alguien “especial”, por supuesto. Pero, al mismo tiempo, aquella experiencia había resultado ser extrañamente liberadora. En la medida en que alguien la había visto desnuda, y no se había acabado el mundo. En la medida en que había comprobado que su hipótesis de que no gustaba a los chicos no era del todo cierta. No gustaba a algunos chicos. Pero a otros, parecía que sí.

Aquella mañana, cuando se miró al espejo después de ducharse, se dijo que, qué demonios, tampoco estaba tan mal. Y que si lo estaba, qué coño le importaba. No tenía por qué doblegarse a lo que otros pensaran de ella. Era su cuerpo. El único que tenía. Y si a los demás no les gustaba, pues podían irse a la mierda un rato. Ella no pensaba reprimirse más sólo porque la gente fuera corta de miras.

Claro, que pensarlo era mucho más fácil que hacerlo. Era consciente de que recuperarse de toda una vida de auto-odio y baja autoestima le iba a costar mucho, muchísimo. No obstante, también sabía que se le había entreabierto una puerta que antes había estado cerrada a cal y canto. Y pensaba empujarla hasta que se abriera de par en par, costara lo que costara.

Y bueno, luego estaba el tema de David. Cada vez que lo veía tenía ganas de decirle algo sobre la noche que habían pasado juntos. No podía dejar de pensar que le hubiera gustado que su primera vez hubiera sido con él. Le hubiera gustado decirle que quería volver a besarle, a abrazarle, a tenerle cerca. Que quería que su segunda vez, y las siguientes, fueran con él. Pero, a la vez que lo deseaba, lo odiaba. Mezclados con sus sentimientos de afecto venían otros de intensa rabia. Cada vez que él no la miraba, cada vez que la ignoraba, Carla quería gritar. Quería gritarle que no estaba bien que la hubiese besado para luego pasar de ella, sólo porque hubiese estado demasiado borracho como para acordarse de nada. Que la próxima vez que quisiera pasar la noche con alguien sólo para calentarse, que se buscara a otra. Que no estaba bien jugar con los sentimientos de los demás, e ignorarla como si ella no fuese nadie.

Pero no lo hizo. Llámalo cobardía. Pero no era capaz de mirarle a los ojos, decirle aquello, y arriesgarse a que él la rechazara. Y es que no era estúpida. Sabía que él sólo la estaba ignorando porque era demasiado cobarde como para hablar con ella sinceramente y decirle que la noche que habían pasado juntos no había significado nada para él. Que sólo era un error.

Y esta vez, al tragarse sus deseos, por primera vez en mucho tiempo, Carla lloró.




Los tres compañeros de piso estaban viendo la televisión después de cenar, cuando Libertad miró a Carla de manera pícara.

-¿Qué pasó el otro día? -soltó, como si hubiese estado toda la semana aguantándose para preguntar aquello.

Carla tardó en darse cuenta de que se dirigía a ella.

-¿Qué día?

-Carla, por dios. Sabes de sobra a qué día me refiero. Llevo toda la semana buscando la manera de sonsacarte adónde fuiste con aquel chico tan mono con el que te vi en la fiesta.

Carla enrojeció levemente, y eso fue suficiente para que Libertad esbozara una gran sonrisa triunfal.

-Fuiste a su casa, ¿verdad? ¿Y? ¿Qué pasó?

Las mejillas cada vez más rojas de Carla fueron mucho más elocuentes que cualquier discurso. Tanto Miguel como Libertad sonrieron.

-¡Lo sabía! -dijo su compañera-. ¿Y qué? ¿Estuvo bien? ¿Te gusta ese chico?

Carla no supo muy bien qué contestar. Después de pensárselo un poco, se encogió de hombros y asintió. Le daba vergüenza decir que, en realidad, aquel chico no le importaba. Que se había acostado con él sólo por sí misma. No se sentía demasiado orgullosa, pero era la verdad. Libertad pareció darse por satisfecha, porque no le preguntó nada más. Carla se sintió aliviada. No estaba preparada para contestar más preguntas acerca de aquello, porque ni siquiera ella tenía muy claro lo que pensaba o sentía.

Sabía que, si quería sexo, era infinitamente más fácil para ella hacerlo con desconocidos. Era una experiencia algo vacía, pero placentera, al fin y al cabo. No obstante, tuvo que reconocerse a sí misma que eso no era lo que quería. Que hacerlo habría sido una manera de huir del miedo atroz que tenía a implicarse emocionalmente con alguien, y que luego ese alguien le rechazara.

Así que, antes de dormirse aquella noche, se prometió algo a sí misma. Se prometió que, la próxima vez que alguien le gustara, se lo diría. El sólo hecho de pensar en aquello le producía pánico, y sabía que ello le podría reportar un gran dolor. Pero también sabía que podría darle felicidad. Y era consciente de que la otra opción, la de reprimirse, lo único que le traía era sufrimiento. Así que, considerando las probabilidades de uno y otro caso, estaba claro que en el primero la posibilidad de fallar era del cincuenta por ciento, y en el segundo, del cien por cien. Viéndolo de esta manera, el riesgo de confesar su amor a alguien era menor que el de no decírselo. Y qué demonios. Ahora ella sí que estaba dispuesta a correr ese riesgo.

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