Yessss, I finally finished my muse short story. Now I can finally focus on my Remix story because there's only two weeks left and I haven't even STARTED it. *dies*
Title: Hedonismo
Word Count: 2800
Summary: A story in which a pretty normal guy starts stalking one of the nine muses, which she finds incredibly amusing.
Author Notes: I'm actually pretty happy with the way it turned out, and a translation should be coming up shortly. I was hesitant to group it with the rest of the
Dead Lovers Society series, since that they're a)not really lovers and b)she's not exactly dead (although she's not exactly alive either. But. Um. Whatever, the subject fits. *g*
Tiene un nombre perdido en el olvido, tres sílabas que repite cuando se presenta y la gente olvida segundos después, un nombre que se escribe en griego y se pronuncia con una lengua muerta.
Camina por las calles y la gente alrededor de ella empieza a improvisar canciones, a soñar con el final de su telenovela favorita. Saluda a políticos y estos descubren que tal vez su discurso todavía necesita arreglarse un poco, pasa por cafés a medio día y las discusiones se vuelven acaloradas con los nuevos puntos de vista que maestros de filosofía nunca habían considerado.
Está en Dubai, en Honduras, en Madagascar. Está bajo el agua y en una estación espacial. Está aquí, esta allá, esta en todos lados.
Es una de las nueve musas, idea antropomorfa, esa convicción que llega al cerebro que te dice que esa palabra debe ser seguida de esta otra y al final, cuando el escrito esta terminado (en tinta o en lápiz o con monitos o en una pantalla de computadora), ella deja que otros se queden con el crédito.
Ha inspirado millones de libros, pero ninguno de ellos tiene su nombre en la portada.
No le molesta. Es su trabajo, al fin y al cabo.
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Jacob lleva persiguiendo a la musa desde hace tres años, un paso atrás y siempre un minuto tarde.
Vive de avión en avión, miles de botellitas de vodka y bolsas de cacahuates. Se sabe de memoria las instrucciones de emergencia. Duerme en aeropuertos, en estaciones de tren, arropado con una cobija que ya tiene un hoyo en la esquina derecha de tanto uso. Se rasura en baños públicos, y la luz halógena hace que sus ojeras se vean como manchas moradas debajo de sus ojos. El pelo ya le llega a la altura de la boca, y aunado con las patillas supone que se esta a punto de verse ridículo.
En el fondo de su maleta hay un fólder manila lleno de recortes de periódico y testimonios escritos con la letra temblorosa de alguien que escribe al mismo tiempo que habla por teléfono. Le sigue la pista a la musa como si fuera un fantasma, como si fuera la verdad oculta por el gobierno; separando las historias sin sentido de personas que solo quieren la atención (“Tenía un halo, muchacho, todo un angelito y con las mejores tetas que he visto, y luego me dijo que el fin del mundo se avecinaba. Pura verdad, lo juro,”) y las personas que nunca saben que es lo que han visto o sentido o oído o olido, pero saben que lo que terminaron escribiendo no pudo haber venido exclusivamente de su cabeza (“Fue como una risa, ¿me entiendes? Una risa constante que no se va de la cabeza y sé que había alguien en el cuarto, susurrándome al oído,”).
Ha visto fotos de ella, sonriendo en momentos kodak, ha visto daguerrotipos y en su carpeta hay fotocopias de cuadros al óleo y varias fotos de jarrones de cerámica a medio destruir con su efigie y su nombre grabados en negro, jarrones cuya información dice año 284 antes de Cristo.
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Es principio de primavera y la musa esta en Londres, susurrándole al oído a un guionista mediocre que ha estado buscando su obra maestra desde hace treinta años. Se esta quedando calvo, y empieza a sudar de la emoción mientras la musa le va dictando esa historia épica que ha tenido en su mente por años y nunca ha sabido expresar.
La musa se despide con un beso en la mejilla y ve al guionista tocarse el pequeño pedazo de piel que ella tocó primero, lo ve dudar del instinto que le dice que algo hizo contacto y de la mente que le dice que está solo en la habitación. Lo oye decidir que lo pico un mosquito y lo observa mientras él se olvida del asunto.
La musa sonríe, y sale del departamento cantando una balada que fue popular hace trescientos años.
El siguiente día esta en Colombia, ayudándole a una cincuentona a escribir una escena más ardiente y apasionada de lo que ella jamás ha experimentado en su cama. La musa ríe, sentada en el escritorio de Rosa Valderos con los pies moviéndose de adelante para atrás en el aire, mientras Rosa se muerde el labio y usa un diccionario de sinónimos para no tener que sonrojarse cada vez que describe alguna parte del cuerpo de sus protagonistas.
La musa aplaude emocionada, y recuerda todas esas escenas trilladas, todos esos roces de piel sudada y todas las perversidades que ha inspirado a lo largo de los milenios. Le deleitan los suspiros que arranca cada vez que alguien lee lo que ella inspira, el suave revoloteo en la base de su estómago que habla de un trabajo bien hecho y que le dice que esta cumpliendo lo que nació para hacer.
Sentada en un escritorio con una pata más larga que las demás, Erato, la musa de la poesía romántica y erótica sonríe, la cabeza echada hacia atrás, la piel febril mientras actúa en su mente y con pleno detalle lo que Rosa escribe frenéticamente en su computadora a punto de volverse chatarra.
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Sudáfrica es una mancha de colores desde el momento que baja del autobús traqueteante que lo deja en Tshwane, donde hace una semana un escritor Peruano de alto perfil clama haber escrito el mejor cuento de su carrera. Cuando se forma para recibir su mochila roída alcanza a ver un destello de la musa por el rabillo del ojo.
La ve asomándose detrás de un pilar, manos enguantadas recargadas contra la columna de cemento. Jacob se queda parado en el mismo lugar por un momento, la ve con la boca abierta y el cuerpo sin responderle. La musa le sonríe y lo saluda con la mano, apenas y un movimiento con los dedos.
Jacob corre hacia ella, se abre camino entre la multitud cargada de maletas que va en dirección contraria.
Ya no hay nadie ahí cuando llega al pilar. Piensa en como la musa traía puestos lentes oscuros, una mascada cubriéndole el pelo y los labios pintados muy rojos, al más puro estilo de película de detectives noir, y se ríe cuando se da cuenta que todo esto es un juego para ella.
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Se viste de gitana, arracadas de oro que brillan en el sol, recuerdo de su vida vagabunda alrededor del mundo, y dos pulseras alrededor del tobillo derecho que tintinean cuando se mueve. Usa faldas con vuelo que murmullan palabras e ideas al rozar con sus piernas. Usa colores claros y cremosos que se disuelven en la lengua como mantequilla, y también colores vibrantes que hacen sudar con lujuria. No usa negro. Ese es el color de su hermana, Melpómene, musa de la tragedia.
Tiene una rosa enredada su cabello castaño. Cuando la rosa muere la cambia por otra, recién arrancada de algún jardín anónimo, y el ciclo empieza y termina una y otra vez, por los siglos de los siglos, y a veces se le olvida y pasa semanas con pedazos de pétalos marchitos en su pelo que caen a su ropa cada vez que mueve la cabeza. Baila por las calles de París, canta fuera de tono porque a donde quiera que mire hay una historia romántica que empieza, que entra en clímax o que muere, y eso la alimenta, la mantiene con las mejillas sonrojadas y las piernas firmes aún después de milenios de caminar la tierra.
La gente solo la ve si la quiere ver, e invariablemente se olvidan de ella después de unos momentos, y más tarde solo tienen una vaga idea de haber visto algo fuera de este mundo, la cual desechan de inmediato porque no cabe en el mundo ordenado y lógico que han construido para ellos.
Por eso es que la musa juega con el mortal que la sigue, porque nadie le ha prestado tanta atención en siglos.
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En Praga, después de tres días de buscarla por toda la ciudad, Jacob regresa a la estación de tren con el pelo mojado por la llovizna, los ánimos por el suelo. Suspira mientras abre el locker que rentó para guardar en resto de su equipaje. Las vías están apenas a cincuenta metros, y el ruido de los trenes apaga los pequeños chasquidos que hace el metal mientras abre el candado. La combinación es el fecha en que se dio cuenta que ella existía, lo cual le parece cursi y estúpido y le da un poco de vergüenza, pero es la única combinación que puede recordar.
Sobre su mochila hay una foto, una polaroid todavía un poco húmeda que muestra a la musa en frente de una ventana, su pelo encendido con la luz de tal manera que parece una foto de su aura, amarilla y juguetona como toda ella. La musa esta encogida de hombros en un gesto casi exagerado, como si no quisiera dejar duda de lo que quiere decir, su sonrisa desafiante. Atrápame si puedes, dicen sus ojos.
El metal se siente frío cuando Jacob recarga la frente en los lockers, ojos cerrados y riendo casi maniáticamente. La gente se le queda viendo raro cuando lo ven sentado en el piso, espalda contra los lockers, ojos fijos en la fotografía entre sus dedos.
No tiene nada escrito, pero no le sorprende.
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La alfombra roja está repleta de celebridades vestidas con Valentinos y Manolo Blahniks, pero por más que la musa desentona con sus zapatillas rojas brillantes y pelo despeinado nadie la trata de sacar. Posa encantada para los fotógrafos, y se imagina sonriente la cara que pondrán cuando se den cuenta que se gastaron medio rollo en una completa desconocida.
La entrevistan para la tele y le presentan al director y le dan asiento de primera fila y más tarde nadie puede recordar exactamente quién es la joven que tan bien trataron.
No lo sorprende ver a su acosador sentado en la última fila, volteando a ver a todos lados como si estuviera nervioso de que lo fueran a echar del cine. De seguro se metió a escondidas.
Media hora antes de que se acabe le película se acerca en silencio al acosador, caminando de puntitas hasta que está detrás de él. Nadie se da cuenta.
Le sopla en el oído, y puede ver como se le pone la piel chinita y se le va la respiración. “Sabes, ayudé a escribir esta película,” le susurra la musa, los labios casi tocándole el oído. Él traga saliva, su manzana de Adán sube y baja nerviosamente. Él no voltea a verla, como si tuviera miedo de que fuera a desaparecer si lo hace.
La musa se ríe de nuevo, y presiona su nariz contra la sien de su acosador, apenas un momento y él ya esta sudando de los nervios.
Se va antes de que termine la película, mientras su acosador trata de no desmayarse y el resto de la audiencia trata de llorar lo más discretamente posible, pero a la musa no le importa mucho perderse las últimas escenas.
Al fin y al cabo, ya sabe como acaba la historia.
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La persigue entre los callejones de Venecia, un juego de escondidas en el que al parecer ella quiere ser encontrada. Lleva horas subiendo y bajando escaleras, cruzando canales, y su camisa está empapada de sudor. A veces parece que la pierde, y se encuentra solo en algún patio con fuentes de cantera obscura y columnas que forman la flor de liz, sin tener idea de a donde correr, de que pasillo tomar, y luego la oye reír y hay un destello de la musa, su falda blanca volando detrás de ella, y la persecución continua.
El reflejo de la musa en el agua verdosa de los canales se ve más claro y sólido que la figura borrosa que corre en frente de Jacob, siempre un paso adelante. Ella se voltea para verlo a los ojos y le dice ¿Ya te cansaste? ¿Tan rápido? con voz clara y él se pregunta, mientras siente que sus pulmones están a punto de explotar del esfuerzo, si alguna vez podría cansarse de esto (del eterno juego, de la emoción que siente en el estómago cada vez que la ve).
La pierde de vista definitivamente a media tarde y se sienta a descansar contra una pared a la que se le está cayendo la pintura a trozos, como si quisiera cambiar de piel. Cuando ve hacia arriba ve un tendedero en cada uno de los balcones del edificio de cuatro pisos enfrente de él. Hay una piyama de las Tortugas Ninjas en el segundo piso y una colección bastante amplia de lencería atrevida femenina en el cuarto.
Se ha metido por tantos pasadizos, callejones y túneles que está completamente perdido, y tarda horas en ubicarse lo suficiente para poder llegar a la plaza de San Marcos.
Al otro día, cuando se sube al tren que lo llevará de nuevo a tierra firme encuentra un mensaje en su asiento, escrito en letra grande e infantil.
Creo que Asia te gustará.
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Le sorprende cuanto gusto le da saber que su acosador le hizo caso a su nota. La musa pega sus manos contra el vidrio, deja manchas aceitosas con sus huellas digitales mientras espera que él la vea, pero el acosador parece perdido entre la jungla de edificios que parecen tocar el cielo de Camboya. La musa corre hacia la ventana más cercana y la abre, pero no le grita.
Le avienta un avioncito de papel en blanco que crea de la nada, y sonríe mientras ve a su acosador brincar de susto cuando el avioncito le cae en la cabeza. El acosador voltea a todos lados y finalmente la ve, él en la calle con ropa apolillada y mochila al hombro y ella con medio cuerpo afuera de la ventana, tres pisos más arriba del suelo en uno de los cientos de edificios de oficinas.
Ella le avienta un beso, se vuelve a reír de la expresión de incredulidad que él pone y se da la vuelta, lo deja parado a media calle mirando al cielo, buscándola como siempre.
Le encanta la idea de tener a este hombre comiendo de la palma de su mano.
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Singapur es un ataque a los sentidos, aroma a especias y aceite hirviendo y una avalancha de personas en bicicletas y sombreros triangulares; lo mejor de dos mundos.
La encuentra en el techo de uno de los edificios más altos de la ciudad, justo al momento del atardecer, cuando las luces se prenden y se mezclan con la luz rosa que pinta las nubes. La ve parada junto al borde, su pelo castaño revuelto por el viento, y todo le parece un inmenso cliché.
“Creo que he visto esta misma escena en alguna película,” dice Jacob mientras camina hacia ella con las manos en los bolsillos.
La musa ríe. “Lo se. He inspirado un millar de escenas iguales.” Se sienta en el suelo, con las piernas colgándole sobre el abismo. A Jacob le da náusea sólo de voltear hacia abajo, así que se sienta detrás de ella en el piso. Todo el piso está lleno de polvo y pequeñas piedras que se le pegan a los pantalones.
Duran así un buen rato, ella viendo la ciudad y él viéndola a ella, en silencio. Desde que Jacob la empezó a buscar, nunca había estado tanto tiempo cerca de ella.
“¿Por qué dejaste de correr?” pregunta Jacob cuando ya no puede aguantar el silencio.
“Pensé que me querías alcanzar,” dice la musa, viéndolo sobre su hombro.
Jacob se encoge de hombros. La musa se ríe con los ojos cerrados. Jacob puede ver la mayoría de sus dientes. “La verdad no estoy seguro de que quería cuando te empecé a buscar,” dice. Más silencio, hasta que la noche cae y la ciudad se llena de luces y anuncios multicolores.
La musa se levanta. Se sacude el polvo de su falda blanca y camina hacia Jacob. Ella le pone las manos en los hombros y él se siente intoxicado. La musa se arrodilla en frente de él hasta que están a la misma altura, y luego se inclina hacia Jacob. Con las frentes juntas y el aliento de ambos mezclándose ella presiona su nariz a la de él en un beso esquimal, un gesto tan extraño y gracioso como ella entera.
Jacob trata de besarla, pero ella se mueve, sonriendo. “Guarda algo para la próxima vez que nos veamos,” dice ella antes de levantarse del suelo.
“Erato,” dice Jacob, enredándose en las sílabas del nombre de ella. “¿Por qué me dejas perseguirte? Se que si de verdad quisieras, no te volvería a ver en mi vida.”
Lleva años atormentado por la pregunta, pero no sabe si en realidad quiere una respuesta. La musa se para junto a la puerta de la azotea y se voltea a verlo, todavía sonriendo.
“Porque no quiero que me olviden,” dice, y él le devuelve la sonrisa porque la respuesta es tan simple, tan ella.
Erato lo deja sentado a la orilla del mundo, solo, ansiando su siguiente encuentro.