Apr 29, 2008 21:27
Recuerdo cuando Naike llegó al escondite. Quizás debía haberme sido indiferente, como a K, que observó la escena con ojos fríos y neutros. O quizás debía haber sentido lástima.
No sentí nada de eso.
Recuerdo que sus ojos se encontraron unos instantes con los míos. Ojos negros, nebulosos, brillantes. Vaya, pensé. La pequeña niñita de papá está llorando.
Qué patética. Eres patética, quise decirle.
No lo hice. La vi irse, ser arrastrada por un par de hombretones hacia uno de los pisos inferiores, un sótano, quizás.
Me prometí a mí misma que no volvería a mirarla a los ojos.
Fracasé estrepitosamente.
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Durante los siguientes días, los chicos apenas repararon en nuestra rehén. K se pasaba la mayor parte del tiempo fuera, por las calles, vagando sobre cualquier tejado y asesinando gente. Cuando le pregunté, tardó cerca de dos minutos en responder, y sólo susurró un “les estoy ayudando”.
Ja. Seguro.
Leo era otro asunto. Mi amo no podía -ni debía- tolerar el comportamiento de la niña cautiva. La muy estúpida cada noche lloraba. Cada noche suplicaba desde el sótano, sollozando y humillando hasta la última partícula de su ser para que la dejásemos libre.
Ante esas muestras de debilidad, mi señor sólo se quedaba unos instantes pensativo, con una perversa sonrisa tanteando sus labios, y luego daba el par de pasos que marcaban el final de los ruegos.
Cada noche bajaba al sótano. Nunca supe que sucedía entre esas cuatro paredes -mugrientas, negras, asquerosas-. Sólo sabía una cosa: no me gustaba la sonrisa de satisfacción con que siempre salía del lugar.
Empecé a odiar a la niñita.
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Tenía los ojos negros. Negros y oscuros, como pozos, hundidos y surcados por unas leves ojeras. No era hermosa. Quizás lo podría haber sido en un pasado -no, ¿qué estoy diciendo? Eso es imposible-, pero no entonces.
Tenía los labios pequeños, finos, despellejados por las veces que se los había mordido con fuerza, quizás presa de la angustia. Yo los vi y pensé: masoquista.
Era idéntica a mí. La única -insignificante, pequeña, dulce- diferencia estaba en que ella se mordía la piel y yo prefería cortarla con una navaja directamente. La de mis muñecas era tentadora.
Ella quería vivir a toda costa. Yo siempre había anhelado una muerte que no quería llegar.
¿Dónde estaba la diferencia? Éramos idénticas. Y eso no me gustaba.
Ella era luz mortecina, débil, frágil. Yo no sabía el significado de esa palabra.
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Al cuarto día bajé al sótano. Sí, lo hice, desobedecí las órdenes de mi señor, de mi dios. Pensé que ya lo compensaría más tarde entregándole mi alma, mi vida y mi cuerpo. Más que nunca.
La niña -¿Naike, se llamaba?- estaba acurrucada en una esquina. Cuando abrí la puerta de la habitación, una oleada de nauseas me embargaron. Olía a cerrado, a sudor, a desesperación. Cerré la puerta tras de mí con sigilo. Ella no se movió de su esquina.
Me recordó a un cachorro muerto en alma, a quien ya no le importa que le arrebaten también el cuerpo porque ya ha perdido su propiedad sobre él. Me pareció más patética que nunca.
Anduve un par de zancadas decididas hasta plantarme frente a ella. Sólo entonces levantó la cabeza y, entre marañas de cabello color chocolate, vi otra vez sus ojos.
Los odié.
Abrió los labios con torpeza -¿Cuándo se los había mordido hasta el punto de hacerlos sangrar de forma permanente?- y susurró:
─¿Quién eres?
Le fruncí el ceño, le mostré una calculada expresión fiera.
─¿Eso te importa?
Naike parpadeo sutilmente, como si poco a poco fuera despertando de un trance. Soltó una pequeña, dulce, triste, risa llena de amargura.
─Supongo que no.
Mis ojos se entrecerraron entre aureolas de oscuridad polvorosa, los dedos con los que sostenía mi navaja dentro de la empuñadura se crisparon entorno al mango de ésta. Las uñas se hundieron en el metal y crearon un sonido agudo que la hizo temblar.
¡Temblar! Frente a su enemiga… ¿dónde estaba su dignidad?
─Levántate.
Ella me miró unos instantes con una expresión suplicante que ya supuse que debía ser una costumbre. No obedeció. Sin pizca de miramientos, me puse a su altura rápidamente para agarrarla de la muñeca y hacerla ponerse en pie. Una vez la tuve parada frente a mí, llevé una mano atrás para tomar impulso y descargar un puñetazo contra su mejilla. Cayó de nuevo al suelo, acurrucada en postura fetal, tapándose la cara con las manos y sollozando. No gritó. Se mordió el labio inferior para no hacerlo.
Solté algo que rozaba entre el suspiro de resignación y exasperación.
─¿No vas a defenderte?
Entre el laberinto que desdibujaban sus níveos dedos sobre el rostro, un ojo lloroso me observó semi-cerrado.
─¿Para qué?
Exploté.
─¿¡Para qué!?
Volvía a arrodillarme y forcejé con ella para tomar el control de ambas muñecas. En un gesto rápido y violento, la impulsé hacia atrás hasta que su espalda chocó contra una pared de ladrillos y sus muñecas quedaron atrapadas entre la presa de mis dedos y el muro. Sin salida. Sin otro campo de visión que mi mirada airada.
─¿No tienes miedo a la muerte? ¿Al dolor? ¡¿Acaso eres capaz de sentir alguna de esas cosas?!
Me observó como quien mira a un espejismo de la lluvia, ausente, indecisa. Sus labios hicieron ademán de abrirse, pero ningún sonido manó de ellos. Dejó caer la cabeza hacia adelante hasta que el mentón descansó sobre el hueco de la clavícula. Casi pude oír una suave risa resonar entre las paredes de la habitación sin ventanas.
─Antes podía sentirlo. Ahora… creo que ya no.
Serré los dientes mientras notaba como la sangre galopaba en mis oídos.
─Estúpida.
Naike no contestó.
¿Y qué podía hacer yo con esa humana tonta e insulsa? ¿Golpearla hasta hacerla sangrar? ¿Insultarla hasta resquebrajar los trozos de sus sentimientos? No creía que nada de eso pudiera tener efecto.
Seguía teniendo la misma jodida mirada de una muerta en vida. Sólo de vez en cuando asomaba un resquicio de miedo en sus ojos. Y eso era todo. Nada más.
Estúpida…
Estúpida, estúpida, estúpida.
Arrastré una de las manos con que apresaba su muñeca por la superficie de la pared, llevándola junto a la otra para atraparlas ambas con una mano y tener un mínimo de movilidad. Ella no opuso la más mínima resistencia. Se dejaba hacer con la misma resignación de los condenados a muerte.
Llevé atrás el brazo para tomar impulso de nuevo. Naike vio venir mis intenciones, y la única reacción que tuvo fue cerrar los ojos con fuerza, como preparándose para el ataque inminente.
Otra vez, descargué un puñetazo contra su mejilla. Más débil que el anterior, sin embargo.
Entonces, sin darle tiempo a recuperarse ni a abrir los párpados, la aprisioné más contra la pared…
… e impacté mis labios contra los suyos.
No fue agradable, no fue dulce. Sabían a metal, a sangre seca sobre una superficie de seda rota. Eran suaves, sí, pero tan débiles y flojos que parecían poder romperse a la mínima presión, al mínimo golpe de mala suerte.
Tenté esa suerte.
Cerré dos dedos entorno a su mentón para abajarlo y hacerle abrir la boca. Entonces, por fin, se resistió. Meneo la cabeza y algo parecido a un sollozo ronco escapó de su garganta.
No llegué a profundizar en el beso. No hacía falta. Ya había conseguido lo que quería: una reacción. Una defensa por su parte.
Naike se acurrucó de nuevo contra la pared cuando vio que me levantaba. Sin decir palabra, y con la vista fija e impenetrable posada en ella, suspiré y giré sobre mis talones para volver sobre mis pasos y salir de la habitación.
No volví la vista atrás, pero supe que ella volvía a morderse el labio inferior con fuerza.
+ + +
He vuelto más de una vez al sótano, quebrando la promesa que me hice a mí misma. A veces encuentro a Naike hecha un ovillo en una esquina, mostrando la debilidad que la caracteriza. Otras veces ya me ve llegar y, cuando divisa por mi sonrisa perversa mis intenciones, aún creo ver un rastro de desafío en sus rasgos orientales.
Es una caja de sorpresas, sin duda. Pero empieza a gustarme. Ya no me recuerda tanto a mí en un pasado.
Mi amo sabe de mis incursiones al sótano para ver a su particular muñequita de trapo. No se enfada, no parece importarle siquiera. Incluso bromea sobre ello. Sin ir más lejos, esta noche ha comentado algo sobre que iba a volver a hacerle una visita. Yo he puesto morros inconscientemente y he desviado la mirada. Entonces ha salido con algo de si yo estaba celosa o no sé qué.
¿Celosa, yo? ¡Ja! Sólo trato de matar el tiempo. Sé de sobras que las cosas que no son mías no las debo tocar. La muñequita de trapo es de mi amo. No puedo sentirme celosa de algo que no me pertenece.
Eso mismo le he dicho a mi dios. Él ha soltado una carcajada. Ninguno de mis no sé de qué me hablas a servido para disuadirle de su teoría de los celos.
Y yo aún me pregunto, ¿dónde está la gracia?
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