He agregado un trozo nuevo a mi
cuentoEl trozo anterior esta
aquí"Espera, sólo tienes que esperar" se decía a si mismo, peinándose frente a un espejo empapado, cada mañana.
Se sonreía amargamente, si veía algún pelo cano enredarse entre su cabello.
"Espera, sólo tienes que esperar," repetía, , viendo a una pareja de adolescentes comerse a besos en plena calle.
Se le agitaba el corazón, cuando, sentado en un parque ,con un libro en la mano , de repente se encontraba con una mirada risueña de un niño ,( uno de aquellos bebés regordetes y rubios, que parecen ángeles), que correteaba por ahí, siempre vigilado desde lejos por su joven y guapísima madre, que no le quitaba el ojo de encima.
De noche, cuando la oscuridad le rodeaba con sus fríos y sedosos brazos, él se agarraba a su almohada, y cerraba los ojos, sumergiéndose en un inmenso y cálido mar de sueño...
Las noches se acababan, las madrugadas daban lugar al sofocante calor del mediodía, y las hojas del calendario se caían igual que las de los arboles... Y él seguía esperando, mientras la vida pasaba... para siempre y sin remedio."
Esas lineas tristes, escritas con un lápiz rojo en un trozo de lo que parecía ser una servilleta vieja, era lo único que Luís había guardado como un testimonio de los tiempos cuando quería ser alguien. Lo había escrito a escondidas, avergonzado de ese repentino deseo, tan poco propio de su naturaleza tímida y reservada. No quería ser famoso, no, simplemente quería ser alguien que puede interesar a los demás por lo que tiene que contar. Su vida no parecía a una novela apasionante, ni tenia grandes aventuras, tampoco poseía experiencia personal suficiente para ser escritor. Lo que tenía eran muchas ganas y mucha sensibilidad. Un día, su abuela había encontrado aquel trozo de papel, lo había leído y releído, moviendo los labios para acompañar las palabras escritas, y cabeceando de vez en cuando. Después quitando las gafas de leer y guardándolas en un cajón, le había mirado con tanta tristeza y sabiduría, que se le encogió el corazón. Parecía haber reconocido en él a su propio dolor y su misma soledad.
- No has de abrir tu alma a nadie, hijo mio, a nadie. Lo que llevas dentro es demasiado valioso para que alguien lo ensucie. Lo que has escrito aquí es muy bonito, pero te deja desnudo y desprotegido ante cualquiera que lo lea. Porque permita ver tu vulnerabilidad, tu flaqueza. Lo que escribes es un arma de doble fila: puede hacerte un glorioso vencedor de almas y corazones, pero así mismo puede causarte una herida mortal: cualquiera que lo lea podrá usarlo en tu contra. Y lo hará en el momento menos pensado. Puedes seguir escribiendo, pero te ruego que no lo muestres a nadie.
Fue así como las palabras de su única lectora habían acabado con su ilusión. Clara hablaba desde la experiencia, ella no quería que a su nieto le pasaría lo mismo que a ella en su día, cuando ella, siendo una muchacha fea y inexperta, siempre eclipsada por su hermana mayor, la bondadosa Ana Cienfuegos, la más bonita de Tomillas, se había permitido enamorarse. Enamorarse de Luís, el pretendiente de su hermana. Ana le había escrito una carta de amor, una de aquellas cartas cursis que parecen estar sacadas de novelas rosas, y Clara lo había leído, y se había atrevido a decirle a Ana, que esa carta le había quedado espantosa, que ella misma la hubiera escrito mucho mejor. Ana se puso roja como un tomate, pero en vez de regañarle o echarse a llorar, le había pedido reescribir la carta a su manera. Y Clara lo hizo, pasmando su corazón sobre el papel, dejándolo allí, en cada sílaba que escribía. Escribía sabiendo que estaba traicionando sus propios sentimientos, pero no podía decirle que no a Ana, no tenia fuerzas para ello. Ana había leído la carta, y la había copiado letra por letra. Luís, que jamas había imaginado que una doncella tan bonita y tan bondadosa podía esconder tamaña sensibilidad dentro de su alma cayo rendido a sus pies y le pidió matrimonio. El día de su boda Ana no pudo levantarse de la cama. Deliraba, se arrancaba la ropa, gritando que había hormigas venenosas que le querían comer viva: fue el efecto de la infusión de hierbas que había tomado el día anterior. La infusión fue comprada en una farmacia del pueblo y era totalmente inofensiva. Lo que nadie sospechaba era que antes de servirle la bebida, Clara había puesto un par de gotas de belladona a la taza. La boda fue postergada, el novio se emborrachó tratando de ahogar su pena en el vaso de vino, y Clara se puso más triste de lo habitual. Nadie sospechaba de ella, pero ella no pudo aguantar el peso del pecado, y fue a la iglesia a confesar. Por desgracia, el padre tenía una concubina, una amante secreta, la única mujer con la que olvidaba no sólo de sus hábitos sino también de su deber de guardar el secreto de confesión. Y fue por la boca de Rosa, aquella mujer, que las cotorras del pueblo supieron la historia sobre la envidia y rivalidad entre las hermanas Cienfuegos. El padre de Clara quería desheredarla, pero Ana volvió a interpretar el papel de santa y bondadosa, y le pidió que la perdonara. La boda fue celebrada dos meses después de aquel incidente. La novia estaba radiante, el novio, contentísimo, y Clara se vistió de oscuro, porque solamente ese color podía reflejar la negrura de su soledad. Aquella soledad que se convirtió en una estigma para todos sus descendentes, sus hijos, nietos y bisnietos. Aquella soledad que era el único escudo de Luís. Y su única maldición.