#004 {para thefrozenyogurt}

Apr 07, 2013 18:08

Para: thefrozenyogurt
Autor: nottiem
Título: Red Dragon
Personajes/Parejas: sir Gwaine centric.
Advertencias: Intenta ser un reencarnación!Au, pero no sé lo que ha salido.
Disclaimer: Nada de esto me pertence, ni los personajes de la serie ni siquiera la imagen de la cerveza o el castillo.
Palabras: 3343
Resumen: Cuando se trata de uno mismo, los nombres que nos ponen importan poco. Lo esencial está en nuestro interior y es el corazón el que decide por nosotros. Quizás, después de todo, su destino no estaba en la populosa Cardiff, sino en aquel castillo, cerca de las montañas.
Notas: Red Dragon es una marca real de cerveza de Gales, el hecho de que tenga montañas dibujadas es mi invención. Espero que te guste, lo he escrito con mucho cariño 

Red Dragon

“Y de este modo estaba el poderoso rey, de pie ante la más alta mesa, departiendo amigablemente. El buen Gawain se había sentado junto a la reina Ginebra, la cual tenía a Agravain à la Dure Main
al otro lado, hijos los dos de la hermana del rey,y muy leales caballeros.”
Sir Gawain y el Caballero Verde.

“If there’s one thing that I learned from my father’s life, is that titles don’t mean anything. It’s what’s inside that counts”
Gwaine, BBC Merlin.

I
Posó la lata de cerveza en la mesa con desgana pero mantuvo la mano derecha agarrada a ella. A veces sentía que la única constante en su vida en los últimos años eran las latas de cerveza, nunca el mismo día, nunca a la misma hora. Ni siquiera de la misma marca. Sean vivía en un reducido piso alquilado a las afueras de Cardiff desde hacía algo más de tres años. Un par de cajas de cartón con recuerdos personales y su maleta llena de ropa. No había traído nada más consigo, y gran parte del contenido de las cajas seguía sin desempaquetar. Se había contentado con que el piso estuviera aceptablemente limpio, tuviera un sofá y un colchón para dormir. La comida solía ser congelada y calentada en el microondas. El equipamiento de la cocina no era ninguna maravilla: un microondas con los números desgastados, un fregadero algo viejo y una pequeña nevera. Con esto, pensó, podré apañarme por un tiempo. Y ya habían pasado casi tres años.

No podía mirar atrás, no podía regresar a donde había empezado todo. Apenas recordaba algo de su casa, de su hogar o de su familia. Su madre solía contarle que su padre había sido un alto cargo del ejército, quizás muerto en Irak o Afganistán. Él no recuerda haber asistido al funeral, ni que nadie le diera el pésame a su familia. Según pasaron los años, desconfió más y más de la historia que su madre le había contado. Quizás su padre sí fuera un hombre honrado, valiente y leal como ella le había contado. O simplemente fuera un pobre diablo como tantos otros que él había visto en los bares. Cada vez estaba más convencido de eso, hasta que hacía tres años vio llorar a su madre por primera vez en su vida. Un llanto sincero, triste y profundo, no como los que fingía escondiendo la cara entre las manos siempre que el pequeño Sean le preguntaba por su padre. Supo que su verdadero padre, fuera quien fuera, no había muerto en la guerra a cientos de kilómetros de distancia, sino en el hospital local, enfermo de cáncer.

Eligió no dejar que aquello le empañara el brillante recuerdo artificial que su madre le había construido alrededor de la figura de su padre. El militar, el alto cargo que defendía a su país y moría lejos de su apenada familia. Adoptó como propios los valores del ejército, a falta de figura paterna. Llevó una vida austera y sobria para un chico de quince años, y cuando llegó a los veinte incluso pensó en la idea de alistarse. Era honrado y de corazón noble, sincero y amable con los demás, protector con su familia, aunque sólo hablara de su madre. Aceptó como suyo una especie de mandato que su padre le mandaba desde las alejadas tierras de la guerra, fuera en Irak o en Afganistán o en otra parte del mundo. Acudía como voluntario en el centro social del barrio y no aceptaba dinero por ello, por lo que por las noches debía trabajar de camarero en un bar local para poder ayudar económicamente a su madre. Ahora, tres años después y en otra ciudad diferente, no entiende cómo ella le permitió trabajar en aquel lugar con el riesgo de encontrarse a su padre, el real, cada noche. Lo achaca a la difícil situación económica que atravesaban y no le da más importancia.

Ahora sigue trabajando de camarero, en Cardiff, como si fuera parte de su retorcido destino. En dos bares diferentes, con dos horarios, porque aunque el piso sea minúsculo y ni siquiera esté en el centro, el alquiler es algo desorbitado. Por no tener no tiene ni coche. Prefirió dejarle el suyo en casa de su madre. Podría estar dolido con ella por mentirle durante tantos años, pero seguía siendo su madre, y no se sentía capaz de abandonarla de semejante forma. Durante el primer año, incluso le enviaba una parte de uno de los sueldos que tenía. En un sobre marrón sin remitente, para no indicarle dónde estaba. Había huido del pasado en un intento de saber quién era él, no podía permitir que el pasado le persiguiera. No hasta allí.

Si veinte años de su vida, o al menos, su comportamiento y su modo de entender las cosas, habían estado basados en una mentira, no tenía ni idea de cómo era realmente. Si su madre, por las razones que fueran, le había mentido sobre aquello, ¿qué más le habría ocultado, aunque fuera por su propio bien? Sentía que su hogar se había transformado, de alguna manera que no sabía explicar en algo tóxico. En un sitio donde no le hacía ningún bien permanecer. Intentó explicárselo a su madre, pero supo que no lo entendería, y que a la vez, sabría que se iba de casa y la razón por la que lo hacía. A veces Sean tenía intuiciones, corazonadas, y estaba bastante seguro de que debía seguirlas. Así llegó a la capital, a Cardiff, y de manera algo accidental, después de un par de malas experiencias, llegó a aquel piso alquilado.

Estaba más cerca de encontrarse a sí mismo que cuando vivía con su madre, eso estaba claro, pero no por ello realmente sabía quién era. El gran enigma de Sean Owain. El gran enigma de su pasado, su presente y el futuro incierto que se alzaba frente a él como una fortaleza inexpugnable. Ante aquel muro se encontraba él, aquella tarde, con un pack de seis cervezas en la mesa y sólo dos sin abrir. Las nubes amenazaban tormenta y no tardaría mucho en llover. Se detuvo a contemplar por unos segundos el dibujo de la lata de cerveza. Montañas. Por alguna razón que no sabría explicar, sus recuerdos infantiles de cómo debía ser Afganistán implicaban montañas. Grandes, altas, con bosques y ríos, por los que su padre llevaba a soldados defendiéndose de los enemigos. Era muy pequeño, ni siquiera recuerda haber visto alguna imagen de la televisión. Pero en aquella cabecita de cuatro o cinco años, había montañas. Si una corazonada le llevó a Cardiff, otra le hizo acercarse hasta la ventana, mientras las primeras gotas de lluvia empapaban el asfalto y decidir que aquel fin de semana se iría de viaje. Otra vez, a descubrirse a sí mismo, como hacía casi tres años.

II

Llevaba unos escasos veinte minutos en al autobús que unía Cardiff y Caerphilly y sentía que definitivamente estaba haciendo lo correcto. Ese tipo de sensación que te inunda el corazón mientras la cabeza permanece muda, quizás algo paralizada por el miedo a que suceda algo mal. Se había plantado en la estación sin saber a dónde debía ir, pero cuando vio que un faltaban unos minutos para que un autobús saliera de la capital, pensó que ésa era la opción correcta. Caerphilly, como recordaba de las clases de Geografía, estaba relativamente cerca de las Cambrian Mountains. No serían las montañas de la lata de cerveza, pero sí las que habían motivado su viaje.

El teléfono móvil, algo de dinero, la cámara de fotos y el saco de dormir. Poco más cabía en la mochila que había llevado. No creía que fuera a necesitar mucho más. Podría comprar algo de comida al llegar a la ciudad y después, aventurarse por alguna de las rutas de senderismo, siempre camino a las montañas. Suspiró, apoyando la cabeza contra el cristal de la ventanilla. No quería dormirse y perderse el paisaje, pero llevaba un par de días sin dormir más que una o dos horas, y el cansancio parecía vencerle.

- Perdona, ¿puedes mover tu mochila un poco?... ¿hola? - No creía que se hubiera quedado dormido, pero al parecer había pesado más el cansancio que la belleza natural de Gales, y una chica pretendía ocupar el asiento contiguo. Mientras cambiaba la mochila hasta el hueco entre sus piernas y el respaldo, la miró, un poco extasiado, un poco somnoliento. Era guapa, de piel bastante oscura y rizos negros cayéndole por los hombros. La voz dulce y paciente, y los ojos también oscuros, aunque no severos. Se excusó torpemente por haberse quedado dormido, lo que despertó la risa de la chica. En ése momento y sin saber muy bien la razón, una especie de corriente recorrió la espalda de Sean. Por unos segundos creyó que la cara de la chica le resultaba familiar, pero no podía ser. Tampoco era la cosa más improbable que podía ocurrir, trabajaba de camarero en dos turnos diferentes en dos bares del centro. Aunque nunca había sido demasiado bueno recordando caras.

Al parecer la chica se llamaba Jenn, era de Newport y tenía que ir a Caerphilly a ver a su novio. O a su prometido, no se había enterado aún. El caso es que Jenn tenía un acento bastante marcado y Sean no tenía claro si estaban prometidos o sólo eran novios. Como fuera, parecía bastante simpática y risueña, y aunque hablaba bastante, no daba la sensación de ser agotadora como otras chicas con las que se había encontrado. Habían empezado una charla un poco genérica, pero no resultaba tampoco demasiado impersonal, Jenn la acompañaba de un par de sonrisas y sonrojos al hablar su novio y a Sean le parecía encantadora.

Mientras hablaba con ella, echaba la vista atrás pensando en las chicas con las que había salido. Nada demasiado serio, nada demasiado duradero. Ellas solían decir que era guapo y divertido, con su pelo largo y sus rasgos marcados. Una de sus novias le echaba en cara que tenía sonrisa de truhán, y entonces Sean no sabía (ni antes ni ahora) cómo tomárselo. Le gustaba hacer reír a la gente, pero no estaba seguro de que su propia risa tuviera efectos entre la gente. O entre las chicas. Jenn parecía encontrarlo amigable y seguía hablándole, cosa que agradecía. Nunca le habían gustado los silencios, fueran del tipo que fueran.

III
La marea de turistas le había arrastrado, prácticamente, al exterior de la estación de autobuses. Casi no había tenido tiempo de despedirse de Jenn, apenas un ligero abrazo y los usuales que te vaya bien y cuídate . Había disfrutado mucho su compañía en el viaje y estaba seguro de que la echaría de menos cuando estuviera acampado en las montañas. Si llegaba. Temporada alta, y en una zona bastante turística de Gales, sería difícil llegar al que realmente era su destino y no a donde se dirigían los cientos de personas que se bajaban de los autobuses. Parecían dirigirse al centro de la ciudad, y como debía acercarse de todas formas, decidió seguirles.

Al llegar y alzar la vista se encontró, además de con los usuales carteles y señales bilingües, con una hilera de casas antiguas seguidas de un puente de piedra. No había pasado tanto tiempo desde que había desayunado por la mañana, así que quizás el almuerzo podría esperar. Sintió una enorme curiosidad, de esas que no se pueden explicar con palabras, por saber qué habría al otro lado del puente, o con qué comunicaría. Lo que vio le dejó sin palabras.

No sabría decir cuántos minutos estuvo parado, de hecho no se percató de que estaba en medio de la calle hasta que un par de turistas le indicaron de forma poco amable que les estorbaba y tenía que moverse. Sean se apoyó en el murete contiguo al puente sin poder apartar la vista del enorme castillo que se le presentaba delante. Rodeado de un lago que hacía las veces de foso, el recinto amurallado era imponente. Los rayos de sol que salían entre las nubes parecían estrellarse contra aquella mole de piedra de a saber qué siglo. Era antiguo, muy antiguo, de eso no cabía duda. Parecía tosco y sin ninguna concesión al adorno, lo que hacía pensar en un uso principalmente defensivo. Se hallaba en bastante buen estado, aunque algunas torres parecían bastante dañadas. Sentado sobre la acera, Sean se imaginó qué grandes batallas podrían haber ocurrido allí, y sin saber ni cómo ni la razón, se imaginó que los turistas que atravesaban el puente para llegar al castillo bien podrían ser caballeros espada en mano luchando y defendiendo su territorio.

Sacudió la cabeza repetidas veces. Quizás hubiera sido la cabezada que se permitió en el autobús o quizás tenía más hambre de la que pensaba. No tenía ni idea de la razón por la que había empezado a pensar en batallas y caballeros. Se levantó de la acera donde estaba sentado y se dijo a sí mismo que ya había tenido bastante de aquel castillo. Intentó dirigirse de nuevo hacia el centro de la ciudad, pero la marea de turistas no le permitía otra cosa que conducir sus pasos hacia la entrada del castillo. Probó a cruzar la carretera que atravesaba el puente, pero una vez más, irremediablemente, el destino parecía querer llevarle al interior del castillo de Caerphilly. ¿Y quién era él para evitarlo, si había llegado hasta allí por las montañas que aparecían en una lata de cerveza?

IV
Nunca llegó a las montañas. No ese día, ni siquiera ése fin de semana. Sean Owein, de veinte pocos años, seguidor del Liverpool y galés de nacimiento, murió casi en el mismo momento en el que atravesó la gran puerta del castillo de Caerphilly. No una muerte real, por supuesto. No hubo ambulancias que recogieran su cuerpo o que lo llevaran al hospital, porque su cuerpo seguía allí, en el patio central, entre cientos de turistas y sus cámaras de fotos, como uno más. Su identidad como individuo del siglo XXI fue lo que desapareció. Sin más. Se esfumó. Quizás volvió a su ciudad natal, a su infancia, intentando ver con otros ojos las mentiras que le contaba su madre, desesperada por inculcar en él buenos valores y que no viera a su padre borracho y sin sentido cada dos días. O quizás volvió a ver a alguna de las chicas con las que había salido en el instituto, aquella que le decía que tenía sonrisa de truhán, y había empezado a entenderlo.

No volvió a ser el mismo. Su mente se quedó vagando por el pasado de su propia vida, perdida entre los recuerdos de aquellas dos cajas de cartón de su pequeño piso. Su cuerpo paralizado en el castillo, anclado y fijado como aquellas grandes piedras. Quizás fueran sólo un par de minutos, quizás algo más. Cuando recuperó la conciencia y abrió de nuevo los ojos, fue capaz de ver lo que antes no había podido. Toda su vida, ahora contemplada desde un nuevo punto de vista. Comprendió, de alguna forma, que su vida se había basado en una mentira, pero no en la que le había contado su madre cuando tenía cuatro años. En aquel viaje a las montañas, intentando descubrirse a sí mismo, se dio cuenta de quién era realmente. Y no tenía nada que ver con el chico que había salido de su minúsculo piso en Cardiff por la mañana.

Aquel mismo día, deambulando por el castillo, eludiendo el trasiego de turistas y echando un vistazo a los paneles con reconstrucciones gráficas de las torres derruidas, se le vinieron a la cabeza personas y momentos en los que no había pensado. O no de la misma manera. Recordó a sus amigos del instituto, Lew, Evan, Perce y Mervyn. Siempre habían estado juntos y no era capaz de imaginarse su infancia sin ellos. Su mejor amigo siempre había sido el pequeño Merv, capaz de meterse en los jaleos más peligrosos, siempre al límite, pero siendo capaz de evitar el castigo aunque ninguno supiera cómo lo hacía. O Lew, tan paciente y sensato que aparentaba al menos cuatro años más que el resto. Recordó también a la chica que le había traído loco (a él y a sus amigos), la de la sonrisa de truhán, Mary Jane, con el pelo negro como la noche y la piel blanca como el día. Tanta gente importante en su vida, cuyos nombres y rostros le quedaban algo lejanos, en tiempo y en espacio.

Si no creyera que estaba loco, Sean creyó ver, entre la marabunta de turistas, a sus amigos. No son ellos , se dijo, te estás autosugestionando . Trataba de convencerse de que no era posible que todos ellos se hubieran presentado a tantos kilómetros de su ciudad. Además, por lo que sabía, Mary Jane se había ido a vivir a Manchester y el grupo había perdido el contacto con ella. Y sin embargo, le parecía verla. De pie en una de las torres semi-derruidas del castillo. Con un vestido oscuro y el pelo revuelto por el viento. Entre las almenas de la muralla creyó ver también a su pandilla, Lew, Evan y Perce, erguidos y en una postura solemne. Un rayo de sol le hizo ver a Merv, ligeramente oculto entre las ruinas de otra torre. Por más que sacudiera la cabeza o se frotara los ojos, cada vez veía las figuras más nítidas y definidas. Incluso llegó a ver a Jenn, la chica del autobús, y lo que él asumió que sería su novio, un chico rubio alto y fuerte con mirada segura y gesto cariñoso con ella.

Frunció el ceño, porque no entendía nada. Había viajado hasta Cardiff, huyendo de su pasado, y de nuevo huía hacia las montañas. Trataba de descubrir la verdad sobre sí mismo y lo que hacía era… ¿tener alucinaciones? Extrañaba a sus amigos, pero no lo creía suficiente para creer verles a todos en aquel lugar. Porque no eran reales. No podían serlo. Inexplicablemente, y en contra de todo lo que le parecía sensato en ése momento, se dejó llevar por la extraña visión que se le presentaba. Parpadeó por un momento y las figuras aparecieron vestidas con cotas de malla y capas rojas ondeando al viento. Volvió a parpadear y se dio cuenta de que ya no reconocía los nombres con los que les había conocido. Las letras se desdibujaban, cambiaban de orden, incluso desaparecían. Nada tenía sentido para él, pero de alguna retorcida manera, se sintió aliviado cuando pensó que quizás por ello había llegado a aquel lugar.

V
Ya no necesita una lata de cerveza con un dragón rojo dibujado. Tampoco necesita montañas. Se ha encontrado a sí mismo, a kilómetros de distancia de su ciudad natal, entre las ruinas de un castillo atestado de turistas. Quizás la valentía, el honor y el coraje que creía haber heredado de su padre no procedían de Afganistán. Sean piensa y se da cuenta de que las montañas con las que había soñado tantas veces estaban más cerca de lo que él creyó nunca, y el deseo latente de defender a su país no tenía nada que ver con el ejército actual.

Cuando se trata de uno mismo, los nombres que nos ponen importan poco. Lo esencial está en nuestro interior y es el corazón el que decide por nosotros. Quizás, después de todo, su destino no estaba en la populosa Cardiff, sino en aquel castillo, cerca de las montañas. El dragón no era el rojo dibujado en las latas de cerveza, si no el dorado bordado en su capa de caballero. Y su nombre no era Sean Owain, si no sir Gwaine de Camelot.

fanworks: fiction, especial: amigo invisible

Previous post Next post
Up