El mundo es salvaje. Brutal.
Y no es necesario criarse en las calles para ser consciente de eso. Para vivir la dura competición por la supervivencia. Para resignarse a ser fuerte o morir.
Porque el mundo es tan salvaje en los bajos fondos de la ciudad, como en los grandes salones de coctel y fiesta de la alta sociedad. Cada uno dentro de su estilo, pero da igual donde hayas nacido, para sobrevivir, en uno u otro lado, tienes que ser fuerte, fingir que no eres peligroso pero serlo en grado sumo, y sobre todo, saber ganarte a los que están a tu alrededor, para evitar que te apuñalen mientras duermes.
Y esas son unas pequeñas directrices que Helen Wellington tiene en cuenta cada día para sobrevivir en su mundo. Si no logras que te adoren, haz que te teman. Pero nunca, nunca, nunca te dejes dominar.
Porque ella sabe que de poco importa que Henry Wellington III, su padre, tenga tantos negocios alrededor del mundo que se pueda permitir liarse un porro con un billete de los grandes. De poco importa que Helga Wellington, su tía, conozca a todos los diseñadores y a toda la gente mediática del momento. Ni tampoco importa que Anabelle Wellington, su madre, sea la perfecta anfitriona a cada momento y siempre tenga la palabra o el gesto adecuado para la situación (así como quince pares de zapatos para cada vestido). Todo eso no vale de nada si ella no es capaz de brillar por sí misma.
Porque en la alta sociedad, si no destacas, no existes.
Por eso ella, desde bien pequeña, ha aprendido a ser la hija ideal, la hermana ideal, la anfitriona ideal, la hija perfecta de los Wellington.
Siempre metida dentro de una carcasa de perfección. Siempre siendo una niña buena, ejemplar. Pero en el interior, la actriz que interpreta todos sus papeles a la perfección, pide a gritos libertad.
Y tal vez es ese el motivo de que quiera tanto a Noelle. Porque con ella puede dejar de ser la perfecta señorita Helen Wellington, para ser simplemente ella, simplemente Hell, el pequeño desastre, la niña traviesa a la que siempre ha tenido que reprimir. La chica de quince años que tiene ganas de vivir, de sentir. De tener su edad y no aparentar diez años más.
En teoría no debería ser complicado ser una misma. Porque su padre nunca está en casa; siempre tiene viajes importantes a la otra punta del mundo. Y su madre se pasa cinco de cada seis semanas metida en algún spa o perdida por alguna playa del Caribe. Pero ella no puede dejar caer el disfraz.
Porque bajo ese traje de autodominio y fría calma, bajo la apariencia de dama de la alta sociedad, está la niña de quince años que sabe que sus padres nunca se han querido, y que en sus viajes se dedican más al placer que a los negocios.
Desde pequeña, Helen, ha tenido que aprender a hacerse cargo de la casa. Vale que tienen un mayordomo y a Rianda, la cocinera, que siempre la ha abrazado, aún cuando ella tenía prohibidos los abrazos. Y vale que tiene a Henry, que en teoría debería cuidar de ella. Pero Henry Wellington IV es un crío, y si la vida no lo ha hecho madurar, no va a ser su hermana pequeña quien lo haga.
Se sienta en la cama y mira el reloj. Todavía falta casi una hora para que llegue Noe y empiecen a prepararse para salir.
Porque a ella le encanta salir con Noe. Dejar atrás todo lo que se supone que debe ser, transformarse en lo que ella es realmente.
Le gusta la sensación de poder, de libertad, que experimenta cada vez que se pone una minifalda y se sube a unos tacones. Le gusta que los hombres la miren. Porque la ven a ella, a Hell. No ven a Helen, la niña que jamás rompería un plato.
Y si hay algo que le guste a Hell, es poder ser ella misma.
Salta de su cama y se pone un batín de seda morado por encima de la ropa interior, antes de salir de su dormitorio y encaminarse hacia el salón. Una vez allí se deja caer en una otomana de color crema y suelta un prolongado suspiro.
¿Qué no habría dado ella por tener menos dinero y tener un poco de amor?
James llega casi al instante, con una bandeja de plata y un cuenco de fresas sobre ella.
-Rianda le ha preparado la merienda, señorita Helen-dijo, colocando la bandeja sobre la mesa.
Ella le dedicó su mejor sonrisa al mayordomo, mientras le indicaba con un gesto de la mano que podía retirarse. Bueno… tal vez no tenía el amor de sus padres. Pero estaba segura al ciento cinco por ciento de que James y Rianda la querían, más allá de lo que su sueldo les exigía. Porque prácticamente habían sido ellos quienes la habían criado. Y esas cosas, pese a todo, acaban haciendo mella.
Con cuidado, agarró el tenedor de encima de la bandeja, y pinchó una fresa. Llevaban yogurt de chocolate por encima. Si su madre hubiese estado en casa, ella no habría podido comer eso, obsesionada como estaba Anabelle por la línea de su hija. Pero Helen estaba sola, y Rianda le consentía todos los caprichos habidos y por haber. Hell estaba segura de que era sólo cuestión de pedírselo, y la mujer prepararía una hamburguesa de lo más grasienta en las carísimas cazuelas de los Wellington.
-Hermanita, ¿me das una? -preguntó Henry, mirándola desde el arco que hacía las veces de marco de la puerta del salón.
Helen esbozó una sonrisa, y pinchó una fresa, antes de agarrar una servilleta de la bandeja y colocarla bajo el tenedor, para que el chocolate no gotease en la moqueta del suelo. Se levantó y se acercó a su hermano para darle la fresa como si se tratase de un niño pequeño.
Porque puede que Henry Wellington fuese dos años mayor que su hermana. Pero en muchos aspectos, sobre todo en lo concerniente a conocer el funcionamiento del mundo, era un niño pequeño. Para él todo era blanco o negro. Generalmente del color que decía papá. Todo lo contrario que Hell, que prácticamente le llevaba la contraria por inercia.
-¿Por qué no vas junto a Rianda que te prepare algo? -preguntó con suavidad.
-Porque tampoco tengo mucha hambre… ha sido sólo un antojo, supongo.
Hell esbozó una sonrisa antes de ponerse de puntillas y darle un beso en la mejilla a su hermano mayor.
-Puedes quedarte con mis fresas si quieres-susurró en su oído-yo me voy a duchar antes de que llegue Noe-añadió, antes de separarse de él y pasar por su lado.
Definitivamente. El mundo es salvaje. Brutal.
Y en la alta sociedad, como en los bajos fondos, hay que saber ganarse a la gente que se tiene alrededor.
Es la única forma de sobrevivir sin que nadie se atreva a pensar siquiera en usar el viejo truco de la puñalada trapera.
Pero en ese mundo, y en el que haga falta, tal vez, Helen Wellington es una superviviente.
Rick
Hay cosas que duele recordar. Cosas que es mejor guardar en lo más hondo de la patata que se tiene por corazón, para no sentirse despojado de todo lo que alguna vez has tenido. Por mucho que hayas querido renunciar a ello. Por mucho que lo necesitases para poder respirar.
Caminaba hacia el taller, con las manos en los bolsillos de sus vaqueros desgarrados. Era temprano, eran las siete, y el cielo todavía estaba oscuro, pero le gustaba. Le gustaba la tranquila oscuridad, y caminar por las calles cuando todavía no había casi nadie despierto. Porque aunque pudiese hacer ruido con su guitarra hasta dejar sordo a todo el mundo, en el fondo le gustaba la tranquilidad, el silencio. Cosas que había perdido hace tiempo.
Porque no se puede huir del mundo al que perteneces y pretender tener paz. No se puede renunciar a todo y querer vivir tranquilo. No puedes pasar de la responsabilidad cero a la responsabilidad mil y seguir viviendo como si nada hubiese pasado.
Pero cuando las cosas no te gustan, cuando tienes marcado un camino que no te apetece seguir, cierra las puertas de casa a tus espaldas y lábrate tu propio camino. Vive por tus sueños, porque eso es lo que te dará la felicidad.
Suspiró, llegando al taller donde el viejo Jeff, su jefe, se las apañaba arrastrando un motor. Rick dejó la chaqueta sobre una mesa vieja llena de polvo, y se acercó a ayudarle.
-Llegas temprano, chaval-le dijo a modo de saludo.
-No más que tú-respondió él con una media sonrisa.
Jeff y él eran, pese a los cuarenta años de diferencia, colegas. El hombre se sentía joven charlando durante horas con él, mientras apretaban tuercas, destripaban motores y terminaban llenos de grasa hasta las cejas.
Y a Rick le gustaba la calmada sabiduría de Jeff. Era una especie de gurú para él. Además, allí se ganaba el dinero para pagar el piso y comer. Algo tenía que hacer para poder sobrevivir mientras dejaba que su sueño madurase.
Porque quería vivir de la música, y eso más que un sueño, casi podría considerarse una utopía. ¿A dónde llegarían Redd y él sin más patrocinio que el suyo propio y el de Damond?
Vale que eran buenos (y no porque él lo dijese, si no porque lo eran de verdad). Pero tocando en bares no se lanzarían al estrellato.
Sabía que todo era cuestión de suerte. La lotería de la vida. Y que para labrarse su propio camino había que luchar por ello.
Aunque tal vez la suerte estuviese a punto de cambiar. Era todo cuestión de aprovechar las oportunidades.
Y si la vida te las da, aprovéchalas a como dé lugar.
Porque a veces, sobre todo cuando no te queda mucho que perder, arriesgar para ganar es lo único que realmente vale la pena.
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