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Day 8. Companion
Stiles es un romántico, siempre lo ha sido. No romántico de escribir sonetos y regalar flores y dar paseos por el parque agarraditos de la mano, sino de los del siglo XIX. Es un romántico de los que aún piensan que el amor es lo único que importa.
Desde pequeño se recuerda queriendo casarse, como su padre y su madre, porque no se le ocurría nada que fuera a hacerle más feliz. Sus padres eran felices, nunca dejaban de reírse, nunca, ni un solo día en sus vidas, dejaron de quererse. Eso es lo que busca Stiles desde siempre. A los seis años cuando empezó a darse cuenta de que él algún día iba a ser una persona grande como su padre, a los ocho cuando conoció a Lydia Martin, a los 10 cuando se convenció de que ella nunca iba a hacerle el mínimo caso y durante toda su adolescencia, tan hormonalmente turbulenta, en la que se conformaba con que le mirara de medio lado. Lo único que Stiles ha buscado toda su vida es estar enamorado.
Tiene dieciocho y sabe que lo ha encontrado. Y no es como se lo había imaginado, porque Derek no es como su madre ni es como Lydia, pero le quiere tanto que a veces cree que podría llorar. Y Stiles no es llorón, de verdad que no lo es, pero piensa en Derek y piensa en 'siempre', y algo dentro de él se encoge, se cierra en torno a su cuello y le aprieta en el pecho. A veces juraría que Derek se da cuenta, porque levanta la cabeza y le mira de una manera en la que no puede imaginar que mire a nadie más.
A lo mejor lo huele en él, el amor. Es capaz de darse cuenta de cuándo tiene hambre, o si está cansado o enfadado o excitado. A lo mejor también puede oler el amor. Nunca dice nada, pero está seguro de que le mira con los ojos más suaves, menos severos, y cuando se quedan solos deja que Stiles apoye la barbilla sobre su hombro y le abrace por la espalda.
No sabe si quiere ir a la universidad, si quiere estudiar audiovisuales o criminología, ni siquiera sabe si quiere pizza o comida china para cenar. Pero quiere tener una familia, eso sí lo sabe. Quiere ser una familia, quiere a Derek todos los días, todas las noches, haciéndose mayores juntos y luego haciéndose viejos. Y lo demás podrá salir mejor o peor, pero nunca estará mal si están juntos.
Si lo piensa fríamente, da miedo. Porque tiene dieciocho años y está atándose a un hombre-lobo, a un hombre, a un Alfa, y su vida nunca será normal. Tiene dieciocho años y toda la vida por delante para conocer gente menos difícil, con la que pueda llevar una existencia aburrida de trabajo de ocho a cinco y fines de semana en una cabaña en el campo y gatos. Con Derek nunca podrá tener gatos. Y sabe que todo eso tendría que importarle, hacerle replantearse las cosas, pero lo cierto es que no lo hace. Que quiere pasar con él toda la vida, aunque sea en una casa llena de Betas, que no quiere conocer a nadie más porque a él le vuelve a conocer cada mañana, cada sonrisa, cada vez que dice su nombre y hace que suene distinto. Que está enamorado.
Y entonces Derek se lo dice, una tarde mientras hacen la compra.
-Tú eres el único -dice, dejando una bandeja de filetes en el carro, como si Stiles debiera saber de qué está hablando-. Nunca va a haber nadie más.
No es una promesa, es una confesión, y a él se le levanta un peso del pecho que no sabía que tenía.
-Gracias a Dios, creí que era yo el bicho raro.
Derek le mira con la mandíbula apretada, en tensión, como queriendo decirle que no lo entiende; pero lo hace. Es la primera vez que lo entiende del todo.
No vuelven a hablar de ello, no necesitan palabras para explicar que, pase lo que pase, Derek nunca va a amar a nadie más. Que Stiles nunca va a querer hacerlo.
No empiezan a elegir la vajilla ni el color de la tapicería del sofá, no buscan nombres para los niños ni se abren una cuenta conjunta en el banco. Stiles mete la compra en la nevera y se va a casa de Danny a acabar el trabajo de Química, porque para lo demás tienen el resto de sus vidas.