Parece que hay un incendio cada vez que nos juntamos.

Nov 28, 2010 04:17

Título: Dieciocho
Autor: hoomygoth | Beta eve_malfoy
Fandom | Personajes: RPF | Álvaro Domínguez, David De Gea.
Longitud: 1.544
Rating | Advertencias: T | Poquísima cosa. Alguna palabrota.

Notas: Eso había empezando como una protesta porque Álvaro no estuviera ni convocado hoy. Lo he terminado después del partido, estando aún más cabreada, así que en algún momento se perdió la coherencia.



Álvaro no es idiota, sabe lo que tiene que decir en esos casos.

"No jugar es duro, pero lo único que se puede hacer es seguir luchando, exactamente igual que cuando se juega todos los domingos, para tratar de que el míster vuelva a tenerte en cuenta"

Sonríe con tristeza, con resignación, como tratando de dar a entender que la decisión del entrenador está siempre escrita en piedra, que ni se plantea pedirle explicaciones. Pone cara de determinación, de estar dispuesto a dejarse la piel entrenando para que Quique vuelva a acordarse de él.

Mentiras.

Todo son mentiras, una de esas páginas sacadas del librillo de tópicos del fútbol que parecen repartirles antes de su primer partido.

No jugar no es sólo duro, es frustrante. Te hace preguntarte qué has hecho mal cien veces por minuto, recordar cada segundo del último partido en busca de ese fallo, ese despiste, ese lo-que-sea que hizo que el entrenador decidiera que valías más calentando banquillo que sobre el campo luchando por tus colores.

No estar siquiera convocado es insoportable, un golpe en la boca del estómago. Es tener continuamente ganas de darle a alguien un puñetazo en la nariz. A quien sea, da lo mismo.

Sólo quiere pegar a alguien, ver sufrir a alguien para que su dolor se atenúe.

Álvaro Domínguez no es un hombre violento, es temperamental. Cabezota, desde luego, con poca mano izquierda. Nunca ha sido sutil, nada en él es sutil, por eso no es mediocentro, sino central. Porque no se anda con chiquitas. No hace las cosas para que queden bonitas, ni las hace con cuidado. Él sólo sabe hacer las cosas bien y mal, y procura hacerlas bien siempre que se dejen.

Se muerde las uñas en el palco en una de las muchas veces que los delanteros del Espanyol torean a la defensa -su defensa-, y tiene que apretar la mandíbula para no levantarse y gritarle a alguien para que haga algo, para que se mueva, para que abra los ojos y se de cuenta de que, joder, si él estuviera allí abajo eso no habría pasado. Que él habría estado cubriendo ese hueco, habría tenido un ojo puesto en ese delantero y habría despejado el balón con tanta rabia que habría abierto un agujero en el Fondo Norte. Y en vez de eso, come pipas hasta que le sangran los labios, hasta que tiene las manos tan frías que ni siquiera parecen suyas.

No puede evitar acordarse de cómo, hace sólo unos años gritaba desde su asiento en la grada, tan pegado a la banda que podía tirarle bolitas de papel a los contrarios que se acercaban a sacar. Se acuerda de cómo le gritaba a Perea, a Pablo, a Antonio López, por formar parte de una de las peores defensas que recuerda el Calderón. Y del primer día que dejó libre su asiento para ocupar un lugar en el banquillo, apenas unos metros más a su derecha, aunque parecía casi otro mundo. Recuerda lo mucho que le costó creérselo, cómo cada mañana llegaba al entrenamiento y no podía evitar pensar 'hostia puta, que ese es el Kun'.

Lo curioso es que sabe que en ese mismo instante, en la tienda del club en el lado opuesto del estadio, hay un maniquí con su camiseta. Su número 18 y su nombre, que podría ser cualquier Domínguez del mundo, pero resulta que es él. La ha visto muchas veces, es algo que le gusta hacer cuando todo empieza a parecer irreal. Se acerca por allí y mira a través del escaparate. Sonríe y se vuelve a meter en su Ford Fiesta rojo, camino a casa otra vez, sintiendo que la hora que ha perdido en acercarse al Manzanares ha merecido la pena.

A lo mejor es eso lo que le pasa, a lo mejor ha dejado de sorprenderse. Entrenar al lado de Forlán, dar ruedas de prensa, que su nombre se oiga para la Selección Absoluta... todo eso se ha convertido en un día más en la oficina. Puede que haya comenzado a dar por sentado que es la persona con más suerte que conoce. Que su trabajo no es sólo su afición, sino que es su pasión. Que defender día a día los colores por los que se partía la cara en el patio del colegio el lunes después de un derbi ya no es algo tan extraño. Puede que se haya acostumbrado a ello.

El árbitro pita el final del partido y a él le falta tiempo para bajar a los vestuarios, llenos de caras tristes y, sobre todo, cabreadas. Caras que dicen 'hoy podría haber sido distinto', que es el peor tipo de derrota. Da palmadas en la espalda, palabras de aliento y se suma a los gruñidos de indignación.

No tienen prisa en ducharse, aunque sean casi las doce de la noche, y él espera, porque tampoco tiene nada mejor que hacer, más que volver solo a casa y comerse la cabeza pensando en el partido, en lo que podría haber hecho, en lo que hizo, lo terrible que tuvo que ser para que el míster no le quisiera allí. Así que espera hasta que David sale por la puerta del vestuario, peinándose esa cresta que le hace parecer medir dos metros.

-¿Te llevo a casa? -pregunta, a bocajarro.

-Me va a llevar mi padre... como siempre -contesta De Gea, un poco confuso.

-Venga, vente conmigo -insiste él, con esa manera que tiene de hablar, que siempre parece que esté cabreado, que hace que una sugerencia parezca una amenaza.

-Vale. ¿Tienes el coche aquí abajo?

-En la Mahou.

Marca el número de su padre y le avisa de que no necesita que le lleve. Él refunfuña y le echa la bronca por haberle hecho esperar media hora en el coche, y David pide perdón como si temiera que le castigaran sin salir el domingo, porque en el fondo sólo acaba de cumplir veinte años y sigue siendo ese niño obediente que nunca ha roto un plato. Se guarda el móvil en el bolsillo de los pantalones y echa a andar al lado de Álvaro, en silencio. Porque no tienen nada más que decirse, porque los dos saben lo que está pasando por la mente del otro y nunca han sido muy de hablar.

Se despiden del guardia de seguridad y salen del estadio, y el aire frío les azota en la cara, haciendo que se encojan instintivamente y hundan las manos en los bolsillos del abrigo. Ya no queda nadie en la calle, nadie tiene la fuerza de voluntad para quedarse a esperar para un autógrafo con ese frío y tras ese partido, así que nada se interpone en su camino mientras recorren el perímetro del estadio lentamente, con cansancio acumulado.

-¿Sabes que está mal visto cagarse en la puta madre del árbitro en el palco? -dice Domínguez al fin-. Soltar tacos, en general.

-Era de suponer -contesta David sonriendo con complicidad.

-Ya, bueno. No me gusta mucho estar allí arriba.

Él asiente con la cabeza. Como si pudiera entenderle. Como si alguien hubiera dudado de él, de David De Gea en algún momento. Como si no fuera la persona que ha hecho a los atléticos volver a sentirse orgullosos de sus colores, volver a creerse parte de algo grande. Porque David es así, y sería irritante si no fuera tan jodidamente sincero.

-¿Dónde vas? -pregunta, cuando Álvaro decide bajar la cuesta del Paseo de los Melancólicos, desviándose de su camino.

-Quiero enseñarte una cosa -dice secamente, sin dar oportunidad a que le contradiga. Y cualquier otro lo habría hecho, pero él sabe que Domínguez no hace algo sin un buen motivo, así que le sigue.

Las farolas proyectan una luz naranja algo siniestra, y el estadio vacío parece una gran bestia dormida, que en cualquier momento podría abrir la boca y engullirles. No parece muerto, sólo dormido, porque hasta vacío desprende una energía extraña, una especie de fantasma del sentimiento que viven allí dentro cincuenta mil personas, como si el hormigón y el cristal recordaran esa emoción y la desprendieran por los poros y las grietas.

Se paran frente a la tienda, que a esas horas está cerrada y en total oscuridad. Álvaro se apoya contra el cristal helado, haciendo pantalla con las manos para que el reflejo de las farolas no le impida ver el interior. Allí está, el maniquí.

-Mira eso -dice, señalándolo, haciendo que David le imite y mire a través del escaparate.

-¿Qué tengo que ver? -pregunta, mientras sus ojos se acostumbran a la oscuridad-. La segunda equipación está muy guapa este año, ¿eh? Me la voy a pedir para Navidad -bromea.

Álvaro se ríe, con los ojos clavados en la camiseta azul con el 18.

-Es acojonante que pongan tu nombre en una camiseta, ¿verdad?

Álvaro le mira, y no puede creerle. Hace apenas un par de horas que cincuenta mil voces han coreado su nombre al unísono. Le gustaría odiarle, pero sabe que es imposible, que ningún Atlético puede odiar a De Gea, y por un momento vuelve a sentirse como ese chaval con el 9 de Torres a la espalda que tiraba bolitas de papel desde la banda. Vuelve a sorprenderse. 'Hostia puta, que ese es De Gea'.

-fic, personaje: david de gea, fandom: fútbol, personaje: álvaro domínguez

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